Diez minutos después Catalina, Pitou y el pequeño Isidoro iban en el coche del doctor Gilberto, que corría por el camino de París.
El vehículo se detuvo delante del hospital de Gros Coillon.
Catalina se apeó, y cogiendo al niño en brazos siguió a Pitou.
Llegada a la puerta de la ropería se detuvo.
—Me habéis asegurado —dijo a Pitou—, que encontraríamos al doctor junto al lecho de mi padre.
—Sí —contestó.
Y entreabrió la puerta.
—Y allí está, efectivamente —dijo.
—Ved si puedo entrar sin temor de ocasionar una emoción demasiado fuerte.
Pitou entró en el aposento, interrogó al doctor y volvió casi al punto a decir a Catalina:
—El trastorno producido por el golpe que recibió es tal, que aún no reconoce a nadie, según dice el señor Gilberto.
Catalina iba a entrar con el pequeño Isidoro en brazos.
—Dadme vuestro niño, señorita —dijo Pitou.
Catalina vaciló un momento.
—¡Oh!, dármelo a mí —dijo el joven—, es como si no le dejaseis.
—Tenéis razón —dijo Catalina.
Y como hubiera hecho con un hermano, o con más confianza tal vez, entregó el niño a Ángel Pitou y adelantóse con paso firme en la sala, encaminándose directamente al lecho de su padre.
Como ya hemos dicho, el doctor estaba a la cabecera de la cama del herido.
Poco cambio se había efectuado en el enfermo; así como la víspera, estaba con el busto apoyado en las almohadas, y el doctor humedecía con una esponja empapada en agua, que oprimía en su mano, las tiritas que sujetaban el apósito de la herida. A pesar de un principio de fiebre inflamatoria bien caracterizada, el rostro, atendía la cantidad de sangre que Billot había perdido, estaba mortalmente pulido, y la hinchazón llegaba al ojo, invadiendo una parte de la mejilla izquierda.
A la primera impresión de frescura había balbuceado algunas palabras sin ilación y abierto los ojos; pero esa fuerte tendencia al sueño que los médicos llaman coma, había extinguido de nuevo la palabra y cerrado los ojos. Llegada Catalina ante el lecho se dejó caer de rodillas, y elevando las manos al cielo, exclamó:
—¡Oh, Dios mío!, ¡testigo sois de que os pido con toda el alma la vida de mi padre!
Era todo cuanto podía hacer aquella hija por el padre que había querido matar a su amante.
Por lo demás, al oír la voz un estremecimiento agitó el cuerpo del enfermo; su respiración se hizo más fatigosa; abrió los ojos, y su mirada, después de vagar un instante en torno suyo, como para reconocer de dónde venía la voz, se fijó en Catalina.
Su mano hizo un movimiento como para rechazar aquella aparición, que el herido tomó sin duda por una visión de su fiebre.
La mirada de la joven encontró la de su padre, y Gilberto vio con una especie de terror cruzarse como dos llamas que parecían más bien dos relámpagos de odio que dos rayos de amor.
Después de esto, la joven se levantó y con el mismo paso fue a buscar a Pitou.
Este último, en cuclillas, jugaba con el niño.
Catalina tomó a su hijo con una violencia más propia del amor de la leona que el de la madre, y le oprimió contra su pecho, exclamando:
—¡Hijo mío, oh, hijo mío!
En aquel grito se encerraban todas las angustias de la madre, todas las quejas de la viuda, todos los dolores de la mujer.
Pitou quiso acompañar a Catalina hasta la oficina de las diligencias, de las cuales salía una a las diez de la mañana.
—No —contestó la joven—, bien habéis dicho que debéis permanecer junto al que está solo; quedaos, Pitou.
Y con la mano rechazó al joven hacia la habitación.
Pitou no sabía más que obedecer cuando Catalina mandaba.
Mientras que se acercaba al lecho de Billot, y que este abría los ojos de nuevo al oír los pasos algo pesados del capitán, revelándose en ellos benevolencia después de la expresión de odio que les había animado por la presencia de Catalina, la joven bajó la escalera con su hijo en brazos y llegó pronto a la calle de San Dionisio, de donde partía la diligencia de Villers-Cotterêts.
Los caballos estaban enganchados, el postillón en el pescante, y habiendo un sitio desocupado en el interior, Catalina le tomó.
Ocho horas después el coche se detenía en la calle de Soissons.
Eran las seis de la tarde, es decir, que se estaba en pleno día.
Si hubiera ido a ver a su madre buena y sana en vida de Isidoro, Catalina hubiera mandado parar el coche en la extremidad de la calle de Largny, y habría dado vuelta a la ciudad para llegar a Pisseleu sin ser vista, porque hubiera tenido vergüenza.
Viuda y madre, no pensó ni siquiera en las burlas del pueblo; se apeó del coche sin imprudencia, pero sin temor, y su luto y su niño le parecieron un ángel sombrío y un ángel risueño que debían alejar de ella la injuria y el desdén.
Al pronto no se reconoció a Catalina: estaba tan pálida y tan cambiada que no parecía la misma mujer; y lo que la disimulaba más aún era el aire de distinción que había tomado por el frecuente trato de un noble.
Por eso no le reconoció más que una persona, y aun de lejos.
Fue la tía Angélica.
Esta última se hallaba en la puerta de la casa ayuntamiento, hablando con dos o tres comadres sobre el juramento exigido a los sacerdotes, y manifestaba que había oído decir al abate Fortier que jamás juraría ante los Jacobinos y la Revolución, y que más bien sufriría el martirio que no doblar la cabeza bajo el yugo revolucionario.
—¡Oh! —exclamó de repente, interrumpiéndose en medio de su discurso—, ¡Jesús, Dios mío, ahí está la joven Billot con su hijo, que se apean del coche!
—¿Catalina, Catalina?
—¡Vaya! ¡Miradla cómo huye por la callejuela!
La tía Angélica se engañaba; la joven no huía, sino que andaba rápidamente para ver antes a su madre, y tomaba la callejuela porque era el camino más corto.
Varios niños, al oír las palabras de la tía Angélica y la exclamación de sus vecinas, comenzaron a correr detrás de la joven, y dijeron:
—¡Ah!, es muy cierto, es la señorita…
—Sí, hijos míos, soy yo —dijo Catalina con dulzura.
Y después, como era muy querida de todos ellos, porque siempre les daba alguna cosa, y a falta de ello una caricia, todos exclamaron a la vez:
—¡Buenos días señorita Catalina!
—¡Buenos días, amiguitos míos! —contestó la joven—. Supongo que mi madre no habrá muerto…
—¡Oh!, no, señorita, todavía no.
—El señor Raynal —añadió otro—, dice que aún hay para ocho o diez días.
—¡Gracias, hijos míos! —dijo Catalina.
Y continuó su marcha después de dar a los muchachos algunas monedas.
—¿Qué hay? —les preguntaron las comadres cuando volvieron.
—Que es ella —dijeron los niños—, y la prueba es que nos ha preguntado por su madre, dándonos estas monedas.
—Parece que lo que ha vendido se paga caro en París —dijo la tía Angélica—, pues de lo contrario no podría dar monedas blancas a los niños que corren tras ella.
La tía Angélica no amaba a la joven.
Cierto que Catalina Billot era joven y hermosa y la tía Angélica vieja y fea; Catalina era alta y bien formada y la tía Angélica pequeña y medio coja.
Y por otra parte, en casa de Billot fue donde Ángel Pitou encontró asilo después de ser expulsado por su tía.
Además, Billot había sido quien el día de la declaración de los derechos del hombre fue a buscar al abate Fortier para obligarle a decir misa en el altar de la Patria.
Todas estas razones eran suficientes, agregadas a la acritud natural de su carácter, para que la tía Angélica odiase a los Billot en general y a Catalina en particular.
Y cuando la tía Angélica odiaba, era de veras, como devota.
Por eso corrió a casa de la señorita Adelaida, sobrina del abate Fortier, para anunciarle la noticia.
El abate comía para su cena una carpa pescada en los estanques de Wallue, junto a la cual se veía un plato de huevos con espinacas.
Era día de Vigilia.
El abate había tomado el aspecto rígido y ascético de un hombre que espera a cada momento el martirio.
—¿Qué ocurre? —preguntó al oír que las dos mujeres charlaban en el corredor—. ¿Vienen a buscarme para confesar el nombre de Dios?
—¡No!, aún no, querido tío —contestó la señorita Adelaida—, no es más que la tía Angélica, que viene a anunciarme un nuevo escándalo.
—Estamos en un tiempo en que el escándalo corre por todas las calles —contestó el abate Fortier—. ¿Cuál es el que ahora anunciáis, tía Angélica?
La señorita Adelaida introdujo a la alquiladora de sillas ante su tío.
—Servidor, señor abate —dijo la solterona.
—Servidora deberíais decir, tía Angélica —dijo Fortier, sin poder renunciar a sus costumbres pedagógicas.
—Siempre oí decir servidor —replicó la devota—, y repito lo que oigo; dispensad si os he ofendido, señor abate.
—No es a mí a quien ofendéis, tía Angélica, sino a la sintaxis.
—Le diré que me dispense cuando la vea —contestó humildemente la tía Angélica.
—¡Bien, bien! ¿Queréis beber un vaso de vino?
—¡Gracias, señor abate; no bebo vino nunca!
—Pues hacéis mal, porque los cánones de la Iglesia no lo prohíben.
—¡Oh!, no es que me esté prohibido el vino; yo no bebo porque me cuesta nueve sueldos la botella.
—¿Conque seguís siendo avara, tía Angélica? —preguntó el abate recostándose en su sillón.
—¡Ay de mí!, señor abate, preciso es que lo sea el pobre.
—¡Vamos, no tan pobre! ¿Y el alquiler de las sillas que os cedo por nada, tía Angélica, cuando me daría por él cien escudos el primer llegado?
—¡Ah!, no adelantaría mucho esa persona. ¡Creedme, no hay más que agua para beber!
—Por eso os ofrezco un vaso de vino, tía Angélica.
—Aceptad —dijo la señorita Adelaida—, pues de lo contrario mi tío se incomodará.
—¿Creéis que esto le enoje? —preguntó la solterona, que ardía en deseos de aceptar.
—Seguramente.
—Vamos, pues dos deditos de vino, señor abate, para no desairaros —dijo la tía Angélica.
—¡Pues ahí va! —contestó el abate Fortier, llenando un vaso de un rico Borgoña de color rubí—, bebed eso, buena mujer, y cuando contéis vuestros escudos, creeréis tener doble número.
La tía Angélica iba a llevarse el vaso a los labios.
—¿Mis escudos? —repitió—. ¡Ah!, señor abate, ¡no digáis tales cosas, vos que sois un santo varón, porque os creerían!
—¡Bebed, tía Angélica, bebed!
La solterona, como para complacer al abate, humedeció los labios en el vaso, y cerrando los ojos apuró con beatitud la tercera parte del contenido.
—¡Oh!, que fuerte es —exclamó—, ¡yo no sé cómo sé puede beber vino tan puro!
—¡Y yo —repuso el abate—, no sé cómo se puede echar agua en el vino; pero no importa, esto, no impide que yo apueste a que la tía Angélica ha hecho bonitos ahorros!
—¡Oh!, señor abate, no digáis eso, pues apenas puedo pagar mis contribuciones, que se reducen a tres libras diez sueldos al año.
Y la tía Angélica absorbió la última tercera parte de vino contenido en el vaso.
—Sí, ya sé que decís eso; pero no aseguraré que el día en que entreguéis vuestra alma a Dios no encontrará vuestro Sobrino Ángel Pitou, si busca bien, alguna media de lana donde habrá con qué comprar toda la calle de Pleu.
—¡Señor abate, señor abate! —exclamó la tía Angélica—, si decís tales cosas, tal vez me asesinen los bandoleros que incendian las granjas y cortan la mies, pues por la palabra de un santo hombre como vos creerían que soy rica… ¡Dios mío. Dios mío, qué desgracia!
Y con los ojos humedecidos por una lágrima de bienestar, la mujer apuró algunas gotas que aún quedaban en el vaso.
—¡Vamos —dijo el abate, siempre con tono socarrón—, bien veis que os acostumbraríais a ese vinillo, tía Angélica!
—¡No importa —replicó la vieja—, es muy fuerte!
El abate había concluido de cenar poco a poco.
—Y bien —preguntó—, ¿qué nuevo escándalo es ese que ha venido a perturbar a Israel?
—Señor abate, la Billot acaba de llegar en la diligencia con su hijo.
—¡Ah, ah! —exclamó el abate—, yo creí que le había puesto en la casa de Niños Expósitos.
—Y hubiera hecho bien —contestó la tía Angélica—, pues al menos el niño no tendría que ruborizarse por su madre.
—La verdad es que ahora se debe considerar la institución bajo otro punto de vista. Y ¿a qué viene aquí?
—Parece que a ver a su madre, pues ha preguntado a los niños si vivía aún.
—Ya sabéis, tía Angélica —dijo el abate con maligna sonrisa—, que la madre Billot ha olvidado confesarse.
—¡Oh!, señor abate —replicó la tía Angélica—, no es culpa suya, pues la pobre mujer ha perdido la cabeza desde hace tres o cuatro meses. Cuando su hija no le causaba tanto pesar era una mujer muy devota que temía a Dios, y que cuando iba a la iglesia tomaba siempre dos sillas, una para sentarse y otra para poner los pies.
—¿Y su esposo? —preguntó el abate con los ojos brillantes de cólera—. ¿Cuántas sillas tomaba el ciudadano Billot, el vencedor de la Bastilla?
—¡Ah!, no lo sé —contestó ingenuamente la tía Angélica—, nunca iba a la iglesia; pero en cuanto a la madre Billot…
—Está bien, está bien —dijo el abate, es una cuenta que ya arreglaremos el día de su entierro.
Y haciendo la señal de la cruz, dijo:
—Dad las gracias conmigo, hermanas.
Las solteronas repitieron la señal de la cruz y dieron devotamente gracias con el abate.