De las dos personas a quienes el doctor Raynal había creído de su deber dar cuenta acerca de la situación desesperada de la madre Billot, la una, como se ve, estaba en cama en un estado próximo a la muerte, era el marido; solamente la otra persona podía asistir a la agonizante en sus últimos momentos, y era su hija.
Se necesitaba, pues, poner en conocimiento de Catalina la situación en que se hallaban su madre y su padre; pero ¿dónde estaba Catalina?
No se tenía más que un medio para saberlo, que era dirigirse al conde de Charny.
Pitou había sido recibido tan benévolamente por la condesa el día en que de parte de Gilberto la llevó su hijo, que no vaciló en ofrecerse para ir a informarse de las señas de Catalina a la casa de la calle Coq-Héron, por avanzada que fuese la hora de la noche.
En efecto, las once y media daban en el reloj de la Escuela militar cuando la cura terminó, y sólo entonces pudieron Gilberto y Pitou separarse del lecho de Billot.
Gilberto recomendó el herido a los enfermeros, y ya no quedaba más que hacer sino dejar a la naturaleza ejercer su influencia.
Por lo demás, debía volver al día siguiente. Pitou y Gilberto subieron al coche del doctor, que esperaba en la puerta del hospital, y se ordenó al cochero dirigirse a la calle de Coq-Héron.
Todo estaba cerrado en el barrio y no se veía una sola luz.
Después de haber llamado un cuarto de hora, Pitou, que iba a dejar la campanilla para servirse del aldabón, oyó rechinar, no la puerta de la calle, sino la del conserje, y una voz ronca y de mal humor preguntó con acento que no admitía dudas:
—¿Quién va?
—¡Yo! —contestó Pitou.
—Y ¿quién sois vos?
—¡Ah!, es cierto… ¡Ángel Pitou, capitán de la guardia nacional!
—¿Ángel Pitou?… no sé quién es.
—¡Capitán de la guardia nacional!
—Capitán… —repitió el conserje—, capitán…
—¡Capitán! —repitió Pitou, recalcando sobre este título, cuya influencia conocía.
En efecto, el conserje pudo creer que en aquel momento en que la guardia nacional equilibraba por lo menos la antigua preponderancia del ejército, se las había con algún ayudante de campo de Lafayette.
En su consecuencia, con tono más suavizado, pero sin abrir la puerta, se contentó con acercarse.
—Y bien, señor capitán, ¿por quién preguntáis?
—Deseo hablar al señor conde de Charny.
—No está.
—Pues a la señora condesa.
—Tampoco está.
—¿Dónde se hallan?
—Han marchado esta mañana.
—¿A qué país?
—A su tierra de Boursonnes.
—¡Ah, diablo! —exclamó Pitou como hablando consigo mismo—, serían los que cruzaron conmigo en Dammartín; sin duda iban en aquella silla de posta… ¡Si yo lo hubiera sabido!
Pero Pitou no lo sabía; de modo que dejó pasar al conde y la condesa.
—Amigo mío —dijo la voz del doctor, interviniendo en aquel punto de la conversación—, ¿podríais, en ausencia de vuestros amos, darme un informe?
—¡Ah!, dispensad, caballero —contestó el conserje que, gracias a sus costumbres aristocráticas, reconocía una voz de amo en la que acababa de hablarle con tanta cortesía y dulzura.
Y abriendo la puerta, el buen hombre, en calzoncillos y con su gorro de algodón en la mano, se acercó a la portezuela del coche del doctor para tomar órdenes, como se dice en estilo doméstico.
—¿Qué informe deseáis, caballero? —preguntó el conserje.
—¿Conoceréis, amigo mío, una joven, a la que el señor y la señora condesa deben dispensar algún auxilio?
—¿La señorita Catalina? —preguntó el conserje.
—Precisamente.
—Sí, caballero… el señor conde y la condesa han ido a verla dos veces, y me enviaron con frecuencia a preguntarle si necesitaba alguna cosa; pero la pobre joven, aunque no la creo rica, ni ella ni su pobre niño, contesta siempre que no le hace falta nada.
Al oír las palabras «pobre niño», Pitou no pudo menos que exhalar un profundo suspiro.
—Pues bien, amigo mío —dijo Gilberto—, al padre de la pobre Catalina le han herido hoy en el Campo de Marte, y su madre, la señora Biliot, se muere en Villers-Cotterêts; necesitamos comunicar esta triste noticia a su hija, y quisiéramos que nos dieseis sus señas.
—¡Oh, pobre joven, Dios le ayude, pues harto desgraciada es ya! Vive en Ville-d’Avray, caballero, en la calle grande…, no podría deciros con seguridad el número; pero enfrente de una fuente.
—Esto basta —dijo Pitou—, ya la encontraré.
—Gracias, amigo mío —dijo Gilberto, deslizando un escudo de seis libras en la mano del conserje.
—No se necesita dar nada por eso, caballero —replicó el buen hombre—, pues entre cristianos todos debemos ayudarnos.
Y haciendo una reverencia al doctor, el conserje entró en la casa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Gilberto.
—Yo marcho a Ville-d’Avray.
Pitou estaba siempre dispuesto a marchar.
—¿Sabes el camino? —preguntó el doctor.
—No, pero ya me lo indicaréis.
—¡Tienes un corazón de oro y unas piernas de acero! —dijo Gilberto riéndose—, pero ven a descansar y marcharás mañana a primera hora.
—Sin embargo, si urge…
—Ni por una parte ni por otra hay urgencia —dijo el doctor—, el estado de Billot es grave, pero a menos de accidentes imprevistos no es mortal, y en cuanto a la madre Billot, aún podrá vivir diez o doce días.
—¡Oh!, señor doctor, cuando la acostaron ayer ya no hablaba, ni siquiera se movía; solamente sus ojos parecían vivos aún.
—No importa, ya sé yo lo que digo, Pitou, y repetiré que respondo de ella diez o doce días.
—¡Diantre!, señor Gilberto, sabéis más que yo.
—Por lo tanto, bien podemos dejar a la pobre Catalina otra noche de reposo; una noche de sueño más para los desgraciados, no importa poco, amigo Pitou.
El joven se dio por vencido.
—Pues entonces, ¿adónde vamos? —preguntó.
—¡Pardiez!, a mi casa; allí encontrarás tu antigua habitación.
—¡Oh! —exclamó Pitou sonriendo—, me agradará volver a verla.
—Y mañana al amanecer —continuó el doctor—, los caballos estarán enganchados al coche.
—¿Para qué los caballos? —preguntó Pitou, para quien estos cuadrúpedos no eran más que un artículo de lujo.
—Pues para conducirte a Ville-d’Avray.
—¡Bueno! —exclamó Pitou—. ¡Cómo si hubiese cincuenta leguas de aquí a Ville-d’Avray!
—No, solamente hay dos o tres —repuso Gilberto, recordando, como un relámpago de su juventud, los paseos que había dado con su maestro Rousseau en los bosques de Louveciennes de Meudon y de Ville-d’Avray.
—Pues bien —dijo Pitou—, entonces las tres leguas serán cuestión de una hora.
—Y ¿crees tú —preguntó Gilberto—, que Catalina podrá recorrer, con la facilidad que tú, las tres leguas de Ville-d’Avray a París y las dieciocho que hay desde París a Villers-Cotterêts?
—¡Ah!, es cierto —contestó Pitou—, dispensad, señor Gilberto, soy un imbécil… A propósito: ¿cómo sigue Sebastián?
—Muy bien; mañana le verás.
—¿Siempre en casa del abate Berardier?
—Siempre.
—¡Ah!, tanto mejor; me alegraré mucho de verle.
—También él se alegrará, Pitou, pues así como yo, te ama de todo corazón.
Y con esta seguridad, el doctor y Ángel Pitou se detuvieron delante de la puerta de la casa del primero.
Pitou dormía como andaba, como comía o como se batía, es decir, de todo corazón; pero gracias a la costumbre contraída en el campo de levantarse al amanecer, ya estaba en pie a las cinco.
A las seis, el coche estuvo preparado.
A las siete, llamaba a la puerta de Catalina.
Había convenido con el doctor Gilberto en estar a las ocho a la cabecera del lecho de Billot.
Catalina abrió la puerta y al ver a Pitou profirió un grito.
—¡Ah! —exclamó—, ¡mi madre ha muerto!
Y palideció, apoyándose en la pared.
—No —dijo Pitou—, pero si queréis verla antes de que muera, será preciso daros prisa, señorita Catalina.
Aquellas pocas palabras que expresaron todas las cosas suprimían preliminares, poniendo desde luego a Catalina frente a su desventura.
—Y además —continuó Pitou—, hay otra desgracia.
—¿Cuál? —preguntó Catalina con ese tono breve y casi indiferente de la persona que habiendo agotado ya la medida de los dolores humanos no teme que estos aumenten.
—Es que el señor Billot fue herido peligrosamente ayer en el Campo de Marte.
—¡Ah! —exclamó Catalina.
Evidentemente la joven era mucho menos sensible a esta noticia que a la primera.
—Entonces —continuó Pitou—, yo pensé, y este fue también el parecer del doctor Gilberto, que la señorita Catalina haría de paso una visita al señor Billot, a quien se ha trasladado al hospital de Gros-Caillou, y que desde allí tomaría la diligencia para Villers-Cotterêts.
—¿Y vos, señor Pitou? —preguntó Catalina.
—Yo —contestó el joven—, pensado que ibais allá abajo para ver morir a la señora Billot; mi deber sería permanecer aquí para ayudar al señor Billot a revivir… Me quedo, pues, a su lado, puesto que no tiene a nadie sino a mí, como ya sabéis, señorita Catalina.
Pitou pronunció estas palabras con su angelical candidez, sin pensar que de este modo hacía en pocas palabras la historia entera de su fidelidad.
Catalina le ofreció la mano.
—¡Tenéis un buen corazón, Pitou! Venid a dar un beso a mi pequeño Isidoro.
Y marchó delante, pues la breve escena que acabamos de referir había pasado en la puerta de la casa. La pobre Catalina, vestida de luto riguroso, estaba más hermosa que nunca, lo cual hizo exhalar un segundo suspiro a Pitou.
La joven precedió a su amigo y le condujo a una reducida habitación con vistas a un jardín; una cocina pequeña y un gabinete tocador constituían todo el alojamiento de Catalina, y Pitou vio allí un lecho y una cuna.
El lecho de la madre y la cuna del niño.
Este último dormía.
Catalina descorrió una cortina de gasa y se apartó a un lado para que su compañero pudiese mirar.
—¡Oh, qué hermoso angelito! —exclamó Pitou, uniendo las manos.
Y como si hubiera estado, efectivamente, ante un ángel, se arrodilló y besó la mano del niño.
Muy pronto quedó recompensado de lo que acababa de hacer, pues sintió flotar sobre su rostro los cabellos de Catalina y dos labios aplicarse sobre su frente.
La madre devolvía el beso que se acababa de dar a su hijo.
—¡Gracias, buen Pitou! —dijo—. Nadie más que yo ha besado a la pobre criatura desde que recibió la última caricia de su padre.
—¡Oh, señorita Catalina! —exclamó Pitou deslumbrado y tembloroso, como si le acabasen de aplicar una chispa eléctrica.
Y sin embargo, aquel beso era simplemente la expresión de todo cuanto hay de santo y de todo el agradecimiento que puede haber en el corazón de una madre.