En aquella época los hospitales, y sobre todo los militares, distaban mucho de hallarse organizados como lo están hoy.
No se extrañará, pues, que reinase perturbación en el de Gros-Caillou, y un gran desorden que se oponía al cumplimiento de los deseos de los cirujanos.
La primera cosa que faltó fueron las camas, y fue necesario ir a buscar colchones en las casas de los vecinos de las calles inmediatas.
Los colchones se habían colocado en el suelo, hasta en el patio, y en cada uno de ellos se puso un herido; pero faltaban cirujanos, como antes colchones, y estos eran más difíciles de encontrar.
El oficial —en quien los lectores habrán reconocido seguramente a nuestro antiguo amigo Pitou— obtuvo, mediante otros dos escudos, que le dejaran el colchón de las angarillas, de modo que Billot fue depositado con bastante suavidad en el patio del hospital.
Pitou, queriendo aprovechar de la situación lo poco que tenía de bueno, consiguió que colocasen al herido lo más cerca posible de la puerta, a fin de coger al paso al primer cirujano que entrara o saliera.
Grandes deseos tuvo de correr a las salas para volver con uno a toda costa, pero temía abandonar al herido, pensando que, bajo la suposición de que estaba muerto, cualquiera, sin mala fe, cogiera el colchón y arrojara al patio al supuesto cadáver.
Pitou estaba allí hacía una hora, llamando a gritos a los dos o tres cirujanos que había visto pasar, sin que ninguno le contestara, cuando divisó un hombre vestido de negro, acompañado de dos enfermeros, que visitaba, uno después de otro, a todos los pacientes.
Cuando más avanzaba hacia Pitou el hombre vestido de negro, más creía reconocerle; muy pronto cesaron sus dudas, y osando al separarse algunos pasos del herido para acercarse más al cirujano, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Eh!, ¡por aquí, señor Gilberto, por aquí!
El cirujano, que, efectivamente, era Gilberto, acudió a su voz.
—¡Ah!, ¿eres tú, Pitou? —exclamó.
—¡Dios mío!, sí, señor Gilberto.
—¿Has visto a Billot?
—¡Ah!, caballero, hele aquí —contestó Pitou, mostrando al herido siempre inmóvil.
—¿Ha muerto? —preguntó el doctor.
—¡Ay!, señor Gilberto, espero que no pero me parece que le falta poco para ello.
Gilberto se acercó al colchón, y los dos enfermeros que le seguían iluminaron el rostro del herido.
—¡Es en la cabeza, señor Gilberto —decía Pitou—, es en la cabeza!… ¡Pobre señor Billot, le han partido la cabeza hasta la mandíbula!
Gilberto miró la herida con atención.
—Ciertamente que la herida es muy grave —murmuró.
Y volviéndose hacia los dos enfermeros, les dijo:
—Necesito una habitación particular para este hombre, que es amigo mío.
Los dos enfermeros se consultaron.
—No hay ninguna habitación particular —contestaron—, pero tenemos la ropería.
—¡Perfectamente! Llevémosle allí.
Se levantó al herido con todo el cuidado posible, mas a pesar de la precaución dejó escapar una queja.
—¡Ah! —exclamó Gilberto—, ¡jamás una exclamación de alegría me ha satisfecho tanto como este suspiro de dolor! Está vivo, y esto es lo principal.
Billot fue conducido a la ropería; se le depositó en la cama de uno de los empleados, y después Gilberto procedió a la primera cura.
La arteria temporal había sido cortada, resultando de ello una inmensa pérdida de sangre que había producido el síncope, y este último, debilitando los movimientos del corazón, había detenido la hemorragia.
La naturaleza se había aprovechado inmediatamente de esto para formar un grumo que cerró la arteria.
Gilberto, con una destreza admirable, ató desde luego la arteria por medio de una hebra de seda muy fina; después lavó las carnes para aplicarlas de nuevo sobre el cráneo, y entonces la frescura del agua, o acaso también algunos dolores más vivos ocasionados por la cura, hicieron abrir los ojos a Billot, que pronunció algunas palabras incoherentes.
—Ha habido trastornos en el cerebro —murmuró Gilberto.
—Pero, en fin —dijo Pitou—, desde el momento en que vive, vos le salvaréis, ¿no es verdad, señor Gilberto?
El doctor sonrió con tristeza.
—Trataré de conseguirlo, pero acabas de ver una vez más, amigo Pitou, que la naturaleza es un cirujano mucho más hábil que ninguno de nosotros.
Entonces Gilberto terminó la cura: cortados los cabellos en cuanto fue posible, el doctor acercó los dos bordes de la herida, sujetándolos con tiritas de diaquilón[44], y ordenó se tuviese cuidado de mantener al enfermo sentado, con las espaldas, y no la cabeza, apoyadas contra las almohadas.
Solamente entonces fue cuando, hecha así la primera cura, el doctor preguntó a Pitou cómo había venido a París, y cómo hallándose en la ciudad se encontró tan a punto en el sitio donde podía socorrer a Billot.
La cosa era muy sencilla: desde la desaparición de Catalina y la marcha de su esposo, la madre Billot, a quien no hemos presentado nunca como mujer de carácter enérgico, había caído en una especie de idiotismo que iba siempre en aumento. Vivía, pero de una manera del todo mecánica, y diariamente algún nuevo resorte de la pobre máquina humana se desdentaba o se rompía; poco a poco sus palabras comenzaron a escasear; después acabó por no hablar ya nada, y el doctor Raynal declaró que tan sólo una cosa en el mundo podría sacar a la madre Billot de aquel entorpecimiento mortal: era la presencia de su hija.
Pitou se ofreció al punto para ir a París, o más bien, marchó sin ofrecerse.
Gracias a las largas piernas del capitán de la guardia nacional de Haramont, las dieciocho leguas que separan la patria de Demoustier de la capital no fueron para él más que un paseo.
En efecto, Pitou, que había salido a las cuatro de la madrugada, llegó a París entre siete y media y ocho de la noche.
Pitou parecía predestinado a ir a París cuando ocurrían grandes acontecimientos.
La primera vez fue para asistir a la toma de la Bastilla y tomar parte en ella; la segunda para presenciar la federación de 1790, y la tercera llegaba el día de la matanza del Campo de Marte.
Por eso encontró a París agitado, es decir, en la misma situación en que le dejó.
Por los primeros grupos que encontró al paso supo lo que había sucedido en el Campo de Marte.
Bailly y Lafayette habían mandado hacer fuego contra el pueblo, y este maldecía a plenos pulmones a Lafayette y Bailly.
Pitou los había dejado cuando se les adoraba como dioses, y encontrábalos caídos de sus altares y malditos, sin comprender absolutamente nada de esto.
Lo único que sabía era que en el Campo de Marte había habido lucha y matanza con motivo de una petición patriótica, y que Gilberto y Billot debían estar allí.
Aunque Pitou había recorrido sus dieciocho leguas, redobló el paso y llegó a la calle de San Honorato, donde vivía Gilberto.
El doctor había vuelto, pero nada se sabía de Billot. El Campo de Marte, según le dijo el criado a quien Pitou interrogaba, estaba cubierto de muertos y heridos, y sin duda Billot estaría entre los unos o los otros.
¡El Campo de Marte cubierto de muertos y heridos! Esta noticia no extrañaba a Pitou menos que la referente a Bailly y Lafayette, los dos ídolos del pueblo que mandaban hacer fuego contra este.
¡El Campo de Marte cubierto de muertos y heridos! Pitou no podía figurarse esto. ¡Aquel Campo de Marte que él había ayudado a nivelar, y que recordaba haber visto lleno de iluminaciones y de graciosos farolillos, cubierto ahora de muertos y heridos, porque se había querido, como el año anterior, celebrar el aniversario de la toma de la Bastilla y el de la federación! ¡Era imposible!
¿Cómo lo que había sido motivo de alegría y de triunfo podía convertirse al cabo de un año en causa de rebelión y de matanza?
¿Qué vértigo había pasado, pues, durante aquel tiempo por la cabeza de los parisienses?
Ya lo hemos dicho: durante aquel año la corte, gracias a la influencia de Mirabeau, gracias a la creación del club de los Fuldenses, gracias al apoyo de Bailly y de Lafayette, gracias, en fin, a la reacción que se había efectuado después del regreso de Varennes, había recobrado su poder perdido, y este poder se manifestaba por el duelo y la matanza. El 17 de julio vengaba las jornadas del 5 y 6 de octubre. Según lo había dicho Gilberto, la monarquía y el pueblo habían ganado cada cual una partida; faltaba saber quién la ganaría buena.
Ya hemos visto como, preocupado por todas estas ideas —ninguna de las cuales había sido suficiente para que acortase el paso—, nuestro amigo Ángel Pitou, luciendo siempre su uniforme de capitán de la guardia nacional de Haramont, había llegado al Campo de Marte por el puente de Luis XV y la calle de Grenelle, precisamente a tiempo para impedir que Billot fuese arrojado al río como muerto. Por otra parte, se recordará cómo Gilberto, hallándose en la habitación del rey, había recibido un billete sin firma, en el que reconoció, sin embargo, la escritura de Cagliostro, y que contenía este párrafo:
«¡Deja ahí a esos dos condenados a quienes aún se llama por irrisión rey y reina, y corre sin perder tiempo al hospital de Gros-Caillou, donde encontrarás un moribundo menos enfermo que ellos, porque tú puedes salvarle, mientras que los otros, sin que puedas hacer nada en su favor, te arrastrarán en su caída!».
Como ya hemos dicho, al saber por la señora de Campan que la reina, que acababa de separarse de él invitándole a esperar su vuelta, estaba ocupada y le daba permiso para retirarse, había salido de las Tullerías, y siguiendo poco más o menos el mismo camino que Pitou, costeó el Campo de Marte para ir al hospital de Gros-Caillou, donde al visitar varios heridos acompañado de dos enfermeros, fue llamado por una voz junto al lecho del moribundo.
Ya sabemos que la voz era la de Pitou y el moribundo era Billot.
Ya hemos dicho en qué estado encontró Gilberto al labrador y qué condiciones presentaba su estado, condiciones buenas y malas, pero en el que estas últimas hubieran dominado a las otras si Billot hubiese caído en manos de un hombre menos hábil que el doctor Gilberto.