Hemos tratado de referir los terribles acontecimientos ocurridos en el Campo de Marte en la tarde del 17 de julio de 1791; procuremos dar una idea del espectáculo que presentaba aquel sitio, después de poner ante los ojos de nuestros lectores el cuadro del drama que acababa de representarse, y en el que Bailly y Lafayette habían sido los dos principales actores.
Aquel espectáculo fue el que llamó la atención de un joven que vestía el uniforme de oficial de la guardia nacional, y que desembocando por la calle de San Honorato, había cruzado el puente de Luis XV y llegaba al Campo de Marte por la Calle de Grenelle.
¡Aquel espectáculo, iluminado por una luna que estaba a los dos tercios de su período creciente, rodando entre grandes nubarrones negros, entre los cuales se perdía de vez en cuando, era lúgubre de ver!
El Campo de Marte presentaba el aspecto de un campo de batalla lleno de muertos y heridos, en medio de los cuales vagaban como sombras hombres encargados de arrojar los muertos al Sena y de llevar los heridos al hospital militar de Gros-Caillou.
El joven oficial a quien seguimos desde la calle de San Honorato se detuvo un momento a la entrada del Campo de Marte, y uniendo las manos con un ademán de ingenuo terror, murmuró:
—¡Jesús, Dios mío!, la cosa ha sido, pues, peor de lo que me habían dicho.
Y cuando hubo mirado durante algunos minutos la extraña operación que se efectuaba, acercóse a dos hombres, a quienes veía llevarse un cadáver hacia el Sena, y les preguntó:
—Ciudadanos, ¿tendréis a bien decirme qué tratáis de hacer con ese individuo?
—Síguenos y lo verás —contestaron los dos hombres.
El oficial les siguió.
Llegados al puente de madera, los dos conductores balancearon el cadáver, contando: ¡Una, dos, tres!, y a la última arrojaron el cuerpo al Sena.
El joven profirió un grito de terror.
—Pero ¿qué hacéis, ciudadanos? —preguntó.
—Ya lo veis, oficial —contestaron los dos hombres—, despejamos el terreno.
—Y ¿tenéis órdenes para proceder así?
—Aparentemente.
—¿De quién?
—De la municipalidad.
—¡Oh! —exclamó el joven estupefacto.
Y después de una pausa, habiendo vuelto los tres al Campo de Marte, el oficial preguntó a los dos hombres:
—¿Habéis arrojado ya muchos cadáveres al Sena?
—Cinco o seis —contestaron los dos hombres.
—Dispensad, ciudadanos —replicó el joven—, pero tengo mucho interés en la pregunta que os haré. ¿Habéis notado entre esos cinco o seis cadáveres un hombre de cuarenta y seis a cuarenta y ocho años, de cinco pies, cinco pulgadas poco más o menos, fornido, vigoroso, mitad campesino y mitad burgués?
—¡Pardiez! —contestó uno de los hombres—, nosotros no hemos de hacer más que una observación, para averiguar si las personas que conducimos están muertas o vivas; en el primer caso los arrojamos al río, y en el segundo los conducimos al hospital de Gros-Caillou.
—¡Ah!, es que uno de mis mejores amigos no ha vuelto a su casa, y como me han dicho que estaba aquí y que se le vio durante una parte del día, temo mucho que se halle entre los heridos o los muertos.
—¡Diablos! —dijo uno de los portadores sacudiendo un cadáver, mientras que el otro le alumbraba con una linterna, si estaba aquí es probable que aún esté; y si no ha vuelto a su casa, sin duda no volverá más.
Después, redoblando la sacudida que imprimía al cuerpo que yacía a sus pies, el empleado de la municipalidad gritó:
—¡Eh!, ¿estás muerto o vivo? ¡Si no estás muerto, procura contestar!
—¡Oh! —dijo el otro—, en cuanto a ese no hay duda de que está bien muerto, pues ha recibido un balazo en medio del pecho.
—Pues entonces, ¡al río! —replicó el compañero.
Y los dos hombres levantaron el cadáver y tomaron el camino del puente de madera.
—Ciudadanos —dijo el oficial—, no necesitáis vuestra linterna para arrojar ese hombre al agua; tened la bondad de prestármela un momento, y mientras que hacéis el viaje yo buscaré a mi amigo.
Los dos hombres consintieron en la demanda y la linterna pasó a manos del joven oficial, el cual comenzó su pesquisa con un cuidado y una expresión en el rostro, que indicaban que había dado al muerto o al herido cuyo cuerpo buscaba un título, no solamente pronunciado por sus labios, sino que salía de su corazón.
Diez o doce hombres, provistos de linternas como él, se ocupaban igualmente en la fúnebre pesquisa.
De vez en cuando, en medio del silencio —pues la terrible solemnidad del espectáculo parecía apagar la voz de los vivos ante la muerte—, de vez en cuando, decimos, un nombre pronunciado en alta voz resonaba en el espacio.
A veces era una queja o un gemido, y un grito respondía; pero con más frecuencia, la única contestación era un lúgubre silencio.
El joven oficial, después de haber vacilado, como sí su voz estuviese embargada por el terror, siguió el ejemplo que se le daba y gritó tres veces:
—¡Señor Billot…, señor Billot…, señor Billot…!
—¡Oh!, seguramente que ha muerto —murmuró, enjugando con su manga las lágrimas que corrían de sus ojos—, ¡pobre señor Billot!…
En aquel momento dos hombres pasaron junto a él, llevando un cadáver hacia el Sena.
—¡Oye —dijo el que sostenía el busto, y que de consiguiente estaba más próximo a la cabeza—, me parece que nuestro cadáver ha exhalado un suspiro!
—¡Bueno! —dijo el otro riéndose—, si hubiésemos de escuchar a todos, no habría ningún muerto.
—¡Ciudadano —dijo el joven oficial—, por favor, dejadme ver al hombre que lleváis!
—¡Oh!, con mucho gusto, señor oficial —contestaron los dos hombres.
Y sentaron el cadáver para que el joven pudiera examinar mejor su rostro.
El oficial acercó la linterna y profirió un grito.
A pesar de la terrible herida que le disfiguraba, creía haber reconocido al individuo que con tanto afán había buscado.
Pero ¿estaba muerto o vivo?
Aquel que se hallaba ya a la mitad del camino hacia su húmeda tumba, tenía la cabeza partida de un sablazo, y la herida, como ya hemos dicho, era terrible; había desprendido todo el cuero cabelludo del parietal izquierdo, que pendía sobre la mejilla, dejando descubierto el hueso del cráneo; y como la arteria temporal había sido cortada, todo el cuerpo del herido o del muerto estaba inundado de sangre.
Por el lado de la herida el rostro estaba desconocido, y el joven acercó la linterna con mano temblorosa al otro lado.
—¡Oh!, ¡ciudadanos —exclamó—, es él… es el que yo busco, es el señor Billot!
—¡Ah, diablo! —dijo uno de los dos hombres—, pues no deja de estar un poco averiado vuestro señor Billot.
—¿No habéis dicho que ha exhalado un suspiro?
—Por lo menos me ha parecido oírle —contestó uno de los hombres.
—Pues entonces, hacedme un favor…
Y el oficial sacó un escudo de su bolsillo.
—¿Cuál? —preguntó el hombre, lleno de buena voluntad al ver la moneda.
—Corred al río y traed agua en vuestro sombrero.
—¡Con mucho gusto!
El hombre echó a correr hacia el Sena, y el joven oficial, ocupando su puesto, sostuvo al herido.
A los cinco minutos, el hombre volvió.
—Echadle agua en el rostro —dijo el joven.
El empleado del municipio obedeció, e introduciendo su mano en el sombrero hizo lo que le indicaban.
—¡Se ha estremecido —exclamó el joven, que tenía al moribundo entre sus brazos—, no está muerto!… ¡Oh, querido señor Billot, qué fortuna es que yo haya llegado!
—¡A fe mía que sí es una dicha! —dijeron los dos hombres—, pues con veinte pasos más, vuestro amigo hubiera vuelto en las redes de Saint-Cloud.
—Rociadle el rostro con agua otra vez.
Se repitió la operación, y el herido se estremeció, suspirando de nuevo.
—Vamos, vamos —dijo el segundo portador—, decididamente no está muerto.
—Y bien, ¿qué hacemos? —preguntó el primero.
—Ayudadme a conducirle a la salle de San Honorato, a casa del doctor Gilberto, y se os dará una buena recompensa —dijo el oficial.
—No podemos hacer eso.
—¿Por qué?
—Tenemos orden de arrojar los muertos al Sena y de llevar los heridos al hospital de Gros-Caillou… Puesto que pretende no estar muerto, y que de consiguiente no podemos arrojarle al río, es preciso conducirle al hospital.
—Pues llevémosle al hospital —dijo el joven—, y lo más pronto posible.
Y mirando en torno suyo, preguntó:
—¿Dónde está el hospital?
—A trescientos pasos poco más o menos de la Escuela militar.
—¿Entonces será por allí?
—Precisamente.
—Y ¿debemos atravesar todo el Campo de Marte?
En su longitud.
—¡Dios mío! Y ¿no tenéis unas angarillas?
—¡Pardiez!, fácilmente se encontrará y bastará un pequeño escudo…
—Justo es —replicó el joven oficial—… Aquí tenéis dos, y buscadme las angarillas.
Diez minutos después se obtuvo el objeto que el oficial pedía.
El herido fue colocado cuidadosamente, y los dos conductores, después de ajustarse las correas al hombro emprendieron la marcha, encaminándose el lúgubre cortejo hacia el hospital de Gros-Caillou, escoltado del joven oficial, que con su linterna en la mano iba con la cabeza baja.
Triste cosa era aquella marcha nocturna por un terreno inundado de sangre, en medio de los cadáveres inmóviles o rígidos con que se tropezaba a cada paso, o bien de los heridos, que se incorporaban para caer de nuevo pidiendo socorro.
Al cabo de un cuarto de hora se franqueaba la puerta del hospital de Gros-Caillou.