Capítulo CXVII

El 2 de octubre, es decir, a los dos días de la disolución de la Constituyente, a la hora en que acostumbraba ver a la reina, Barnave era introducido, no ya en el entresuelo de la señora de Campan, sino en la habitación que se llama el gabinete grande.

En la noche del mismo día en que el rey había jurado la Constitución, centinelas y ayudantes de campo de Lafayette habían desaparecido del interior del palacio, y si el rey no había vuelto a ser poderoso, por lo menos estaba libre.

Era una pequeña compensación por la humillación de que le hemos visto quejarse tan amargamente con la reina.

Sin ser recibido en público y con el aparato de una audiencia solemne, Barnave no iba a ser sometido esta vez a las precauciones que hasta entonces había exigido su presencia en las Tullerías.

Estaba pálido y parecía muy triste, y estas dos circunstancias llamaron poderosamente la atención de la reina.

Le recibió en pie, aunque conocía que el joven abogado la trataba con mucho respeto, estando además persuadida de que no haría, en el caso en que ella tomara asiento, lo que había hecho el presidente Thouret al ver que el rey no se levantaba.

—Vamos, señor Barnave —dijo María Antonieta—, ya podéis estar contento, puesto que el rey ha seguido vuestro consejo, jurando la Constitución.

—La reina es muy amable —replicó Barnave inclinándose—, al decir que el rey ha seguido mi consejo… Si el vuestro no hubiera sido al mismo tiempo el del emperador Leopoldo y el del príncipe de Kaunitz, tal vez Su Majestad hubiera vacilado más para realizar este acto, el único, no obstante, que quizá salvaría al rey, si…

Barnave se interrumpió.

—Si pudiera salvarse… ¿no es verdad, caballero? ¿No es esto lo que ibais a decir? —añadió la reina abordando la cuestión de frente, con ese valor, y hasta podríamos decir con esa audacia, que le era peculiar.

—Dios me libre, señora, de hacerme profeta de semejante desgracia; y sin embargo, próximo a salir de París y alejarme para siempre de la reina, no quisiera desesperar demasiado a Vuestra Majestad, ni tampoco dejarla demasiadas ilusiones.

—¿Dejáis París, señor Barnave? ¿Os alejáis de mí?

—Los trabajos de la Asamblea, de la cual era individuo, señora, han terminado ya, y como ningún constituyente, según lo acordado, puede formar parte de la Legislativa, no tengo ya motivo alguno para permanecer en París.

—¿Ni siquiera el de sernos útil, señor Barnave?

Este último sonrió con tristeza.

—Ni aun el de seros útil, señora, pues a partir de hoy, o más bien de anteayer, ya no está en mi mano.

—¡Oh!, caballero —dijo la reina—, desconfiáis mucho de vos mismo.

—¡Ay!, no, señora; me juzgo y me veo débil…, me peso y me persuado de que soy ligero… Lo que constituye mi fuerza, que yo ofrecí a la monarquía para que se sirviese de ella como de una palanca, era mi influencia en la Asamblea y mi dominio en los Jacobinos, mi popularidad, en fin, tan penosamente adquirida; pero la Asamblea se ha disuelto, los Jacobinos se han convertido en los Fuldenses, y temo mucho que estos últimos hayan hecho muy mal juego al separarse de los Jacobinos… En fin, señora, mi popularidad…

Barnave sonrió aún más tristemente que la primera vez.

—¡En fin —dijo—, he perdido mi popularidad!

La reina miró a Barnave de una manera extraña, y hubiérase dicho que una expresión de triunfo animaba sus ojos.

—Pues bien; ya veis, caballero, que la popularidad se pierde.

Barnave suspiró.

Esto hizo comprender a la reina que había cometido una de esas ligeras crueldades que le eran acostumbradas.

En efecto; si Barnave había perdido su popularidad, si un mes había sido suficiente para esto, si se había visto en la precisión de doblar la cabeza bajo la mirada de Robespierre, ¿de quién era la culpa? ¿No era la causa aquella monarquía fatal que arrastraba hacia el abismo todo cuanto se ponía en contacto con ella; a ese terrible destino que, así en María Antonieta como en María Estuardo, era una especie de ángel de la muerte que condenaba a la tumba a todos cuantos se apareciera?

Se arrepintió, pues, de sus palabras y agradeció a Barnave que hubiera contestado simplemente con un suspiro, cuando habría podido contestarla con estas duras palabras: «¿Por quién, sino por vos, señora, he perdido mi popularidad?».

—No, señor Barnave —dijo la reina—, no marcharéis.

—Ciertamente que si la reina me ordena quedarme me quedaré —contestó Barnave—, así como permanece bajo su bandera el soldado a quien se ha dado la licencia, y a quien se conserva para la batalla; pero si me quedo, ¿sabéis lo que sucederá, señora? En vez de ser débil, me convertiré en traidor.

—¿Cómo es eso, caballero? —preguntó la reina ligeramente resentida—. Explicaos, porque no comprendo.

—¿Me permite la reina hacerla ver claramente la situación, no sólo en la que se encuentra, sino en la que se encontrará?

—Hacedlo, caballero; estoy acostumbrada a sondear los abismos, y si me dejara llevar del vértigo, hace ya largo tiempo que habría caído.

—¿La reina mira a la Asamblea que se ha retirado como enemiga suya?

—Distingamos, señor Barnave; en esa Asamblea he tenido amigos pero no negaréis que la mayoría de ella me ha sido hostil.

—Señora —contestó Barnave—, la Asamblea no ha cometido más que un acto hostil contra el rey y vos, y fue el día en que decretó que ninguno de sus individuos podría formar parte de la legislatura.

—No os comprendo bien, caballero; explicadme eso —dijo la reina con la sonrisa de la duda.

—Es muy sencillo: arrancó el escudo del brazo de vuestros amigos.

—Y me parece que un poco también la espada de manos de mis enemigos.

—¡Ay de mi!, señora, os engañáis. El golpe viene de Robespierre, y es terrible como todo lo que procede de ese hombre. Respecto a la nueva Asamblea, os arroja en lo desconocido. Con la Constituyente sabíais contra quién era preciso combatir; con la Legislativa se debe hacer un nuevo estudio. Después, y fijaos en esto, señora, al proponer que ninguno de nosotros pudiera ser reelegido, Robespierre ha querido poner a Francia en la alternativa de elegir entre lo que nos es superior o lo que es inferior. Sobre nosotros no existe nada, la emigración lo ha desorganizado todo; aun suponiendo que la nobleza hubiera permanecido en Francia, seguramente que el pueblo no hubiera ido a buscar sus representantes entre los nobles, sino que elegiría sus diputados entre los que son inferiores entre nosotros. La Asamblea entera será demócrata, por más que en ella surjan algunas diferencias respecto a las opiniones.

Observábase en el rostro de la reina, que seguía con el mayor interés la demostración de Barnave, que empezaba a comprender y que su inquietud iba en aumento.

—Escuchad —continuó Barnave—, yo he visto ya a esos diputados que desde hace tres o cuatro días afluyen a París, y me he fijado particularmente en los que proceden de Burdeos. Casi todos son hombres sin nombre, pero a quienes urge adquirir alguno, tanto más cuanto que son jóvenes. Si se exceptúan Condorcet, Brissot y algunos otros, los que más edad tienen no pasan de treinta años. Es la invasión de la juventud que desaloja a la edad madura y quiere dar fin con la traición. ¡No habrá más caballos blancos; una nueva Francia elegirá los negros!

—Y ¿creéis, caballero, que debemos temer más de los que llegan que de los que se van?

—Sí, señora, porque los que llegan vienen armados de poderes para hacer la guerra a los nobles y a los sacerdotes. En cuanto al rey, aún no se resuelve nada acerca de él; ya se verá… Si quiere contentarse con ser poder ejecutivo, tal vez le perdonarán lo pasado.

—¡Cómo! —exclamó la reina—. ¿Qué quiere decir que le perdonarán el pasado? ¡Yo creo que al rey es a quien correspondería perdonar!

—Pues bien, he aquí precisamente el punto en que no se entenderán nunca; los que llegan, señora, y de ello tendréis desgraciadamente la prueba, no tendrán ni siquiera las hipócritas consideraciones de los que se van… Para ellos, según me ha dicho uno de los diputados de la Gironda, cofrade mío llamado Vergniaud, para ellos el rey es el enemigo.

—¿Enemigo? —exclamó la reina con asombro.

—¡Sí, señora —repitió Barnave—, el enemigo!, es decir, el centro voluntario o involuntario de todos los enemigos interiores y exteriores. ¡Ay!, sí, preciso es confesar que no incurren del todo en error esos recién llegados, los cuales creen haber descubierto una verdad, y que no tienen más mérito que el de manifestar en voz alta lo que vuestros más ardientes adversarios no osaban decir por lo bajo…

—¡Enemigo —repitió la reina—, el rey enemigo de su pueblo! ¡Oh!, señor Barnave, he aquí una cosa en la que, no solamente no me haríais convenir nunca, sino que tampoco me sería dado comprender.

—Sin embargo, es la verdad, señora; enemigo por naturaleza y por temperamento. Tres días hace que aceptó la Constitución, ¿no es verdad?

—Sí. ¿Qué más?

—Pues bien; al volver aquí el rey se sintió casi enfermo por efecto de la cólera, y por la noche escribió al emperador.

—Pero ¿cómo queréis que suframos semejantes humillaciones?

—¡Ah!, ¡bien lo veis, señora; enemigo, fatalmente enemigo!… ¡Enemigo voluntario, pues educado por el señor de la Vauguyon, general del partido jesuítico, el rey tiene su corazón en manos de los sacerdotes, que son los enemigos de la nación! Enemigo involuntario, porque es el jefe obligado de la contrarrevolución, y aun suponiendo que no salga de París, está en Coblenza con los emigrados, en la Vendée con los sacerdotes y en Viena y Prusia con sus aliados Leopoldo y Federico. ¡El rey no hace nada…, admito que sea así, señora —añadió tristemente Barnave—, pero a falta de su persona se explota su nombre; en la cabaña, en el púlpito y en el castillo es el pobre rey, el buen rey, el santo rey; de modo que al reinado de la Revolución se opone una sublevación terrible, la de la piedad!

—Pero señor Barnave, ¿sois vos quién me dice tales cosas? ¿No fuisteis el primero en compadecernos?

—¡Oh!, señora, sí, os he compadecido y os compadezco aún y muy sinceramente; pero entre yo y aquellos de quienes os hablo, hay la diferencia de que ellos se compadecen para perderos, mientras que yo me compadezco para salvaros.

—Pero, en fin, caballero, ¿hay alguna cosa convenida de antemano o algún plan resuelto entre los que llegan, y que, a juzgar por lo que decís, vienen para hacernos una guerra de exterminio?

—No, señora, y aún no he sorprendido más que vagas apreciaciones: la supresión del título de Majestad en la primera sesión de apertura; y en vez del trono, un simple sillón a la izquierda del presidente.

—¿Veis en eso algo más ofensivo que en lo del señor Thouret, sentándose porque el rey estaba sentado?

—Por lo menos es un paso adelante en vez de retroceder… Y además hay otra cosa temible, señora, y es que los señores de Lafayette y Bailly van a ser substituidos.

—¡Oh!; en cuanto a esos —contestó la reina con viveza—, no lo siento.

—Y hacéis mal, señora, porque los señores de Bailly y de Lafayette son amigos vuestros.

La reina sonrió con amargura.

—¡Sí, vuestros amigos, señora, vuestros últimos amigos tal vez! Por lo tanto, tened consideración con ellos, y si han salvado alguna popularidad, aprovechaos de ella, pero apresuraos, porque no tardará en desvanecerse, como ha sucedido con la mía.

—Al cabo de todo eso, caballero, me mostráis el abismo, me conducís hasta su cráter, me hacéis medir la profundidad, pero no me decís qué medio hay para evitarle.

Barnave permaneció silencioso un instante, exhaló un suspiro y repuso:

—¡Ah, señora!, ¡por qué os detuvieron en el camino de Montmédy!

—¡Bueno —exclamó la reina—, he aquí que el señor Barnave aprueba la fuga de Varennes!

—Yo no la apruebo, señora, porque la situación en que os halláis hoy es consecuencia natural de aquella fuga; mas ya que esta debía tener tal resultado, deploro que no tuviera mejor éxito.

—¿De modo que hoy el señor Barnave, individuo de la Asamblea nacional y delegado por esta, con los señores Pétion y Latour-Maubourg, para traer al rey y la reina a París, deplora que estos no se hallen en el extranjero?

—¡Oh!, entendámonos bien, señora; el que deplora esto no es el individuo de la Asamblea, no es el colega de los señores de Latour-Maubourg y Pétion, sino el pobre Barnave, que ya no es nada más que vuestro humilde servidor, dispuesto a dar por vos su vida, es decir, todo cuanto posee.

—Gracias, caballero —dijo la reina—, el acento con que me hacéis vuestro ofrecimiento me prueba que seríais hombre para cumplirla, mas espero que no tendré que exigir de vos semejante abnegación.

—¡Tanto peor para mí! —contestó Barnave.

—¿Cómo tanto peor?

—Sí… caer por caer, hubiera preferido cuando menos caer combatiendo, mientras que ahora, he aquí lo que sucederá: en el fondo de mi Delfinado, donde voy a ser inútil, haré votos mucho más por la mujer joven y hermosa, por la madre tierna y fiel, que no por la reina; las mismas faltas cometidas en el pasado preparan el porvenir; contaréis con un auxilio extranjero que no llegará o que llegará demasiado tarde; los Jacobinos alcanzarán el poder en la Asamblea, y fuera de ella vuestros amigos saldrán de Francia huyendo de la persecución; los que se queden serán aprisionados, y yo me hallaré entre ellos porque no quiero huir. Entonces me juzgarán y condenarán; y tal vez mi muerte oscura os sea inútil y hasta desconocida, o si la noticia de ella llega hasta vos, os habrá servido de tan poco, que olvidaréis las pocas horas durante las cuales alimenté la esperanza de seros útil.

—Señor Barnave —replicó la reina con mucha dignidad—, ignoro completamente qué suerte nos reserva el porvenir, tanto al rey como a mí; pero lo que sé es que los nombres de las personas que nos han prestado servicio están escrupulosamente escritos en nuestra memoria, y que nada de lo que suceda, feliz o desgraciado, será indiferente para nosotros… Entretanto, señor Barnave, ¿podemos hacer algo por vos?

—Mucho… y vos personalmente, señora… podéis probarme que yo no era un hombre del todo sin valor a vuestros ojos.

—Y ¿qué se ha de hacer para eso?

Barnave dobló una rodilla en tierra.

—Dadme vuestra mano a besar.

Una lágrima humedeció los párpados secos de María Antonieta, que tendió hacia el joven aquella mano blanca y fría, aquella mano que a un año de distancia habían tocado los labios más elocuentes de la Asamblea, los de Mirabeau.

Barnave no hizo más que rozarla; veíase que el pobre insensato temía no poder separar sus labios de aquella hermosa mano de mármol si los apoyaba demasiado.

Y levantándose dijo:

—Señora, yo no tendré el orgullo de deciros: «¡La monarquía está salvada!», pero sí os digo: ¡Si la monarquía está perdida, aquel que no olvidará jamás el favor que una reina acaba de concederle, se ha perdido con ella!

Y saludando a la reina, salió.

María Antonieta le miró alejarse suspirando, y cuando la puerta se hubo cerrado, murmuró:

—¡Pobre corazón vacío, no han necesitado mucho tiempo para no dejar de ti más que la corteza!…