Antes de seguir al doctor a ese hospital de Gros-Caillou, donde debe prestar el auxilio necesario a ese enfermo desconocido, recomendado por Cagliostro, dirijamos la última mirada a la Asamblea, que está a punto de disolverse después de aceptada la Constitución de que dependía la conservación del rey, y veamos qué resultado tendrá la corte de esa fatal victoria del 17 de julio, que dos años más tarde costará la cabeza a Bailly. Después volveremos a tratar de los héroes de esta historia, que hemos perdido de vista un poco, porque les lleva lejos la tormenta política, lo cual nos obliga a poner a la vista de nuestros lectores esos grandes trastornos de la calle, donde los individuos desaparecen para dejar su puesto a las turbas.
Hemos visto el peligro que Robespierre corrió, y sabemos como, merced a la intervención del carpintero Duplay, escapó del triunfo tal vez mortal que se iba a dispensar a su popularidad.
Mientras que cena en familia en un pequeño comedor que da al patio, acompañado del marido, la mujer y las dos hijas, sus amigos, sabedores del peligro a que ha estado expuesto, se inquietaban por él.
Madame Roland sobre todo, mujer fiel, olvida que ha sido vista y reconocida en el altar de la Patria, y que se halla expuesta al mismo riesgo que los demás. Comienza por admitir en su casa a Roberto y a la señorita de Keralio; y después como la dicen que la Asamblea debe formular aquella misma noche una acusación contra Robespierre, corre al Marais para prevenirle, no le encuentra, y vuelve por el muelle de los Teatinos para ir a casa de Buzot.
Este último es uno de los admiradores de madame Roland, y como esta sabe cuánta influencia ejerce sobre su amigo, se dirige a él.
Buzot escribe inmediatamente dos letras a Gregorio: si se ataca a Robespierre en los Fuldenses, Gregorio le defenderá; si se ataca a Robespierre en la Asamblea, Buzot hablará en su favor.
Esto era tanto más meritorio por su parte cuanto que no quería a Robespierre.
Gregorio fue a los Fuldenses y Buzot a la Asamblea; pero ni en una parte ni en otra fue cuestión de acusar a Robespierre. Diputados y Fuldenses estaban poseídos de espanto por su propia victoria, y consternados por el sangriento paso que acababan de dar en provecho de los realistas.
A falta de acusación contra los hombres se lanzó una contra los clubs; y un individuo de la Asamblea pidió que se cerraran inmediatamente; hubo momento en que se creyó que había unanimidad respecto a esta medida; pero Duport y Lafayette protestaron, diciendo que cerrar los clubs equivalía a cerrar los Fuldenses. Lafayette y Duport no se habían desengañado aún sobre la fuerza que esta arma ponía en sus manos; creían que los Fuldenses iban a substituir a los Jacobinos, y que con la inmensa máquina dirigirían los ánimos en Francia.
Al día siguiente, la Asamblea recibió el doble informe del alcalde de París y del comandante de la guardia nacional. Todo el mundo tenía interés en engañarse, y la comedia fue de fácil desempeño.
El comandante y el alcalde hablaron del inmenso desorden que habían debido reprimir; de la ejecución de la mañana y de las descargas de la tarde, dos cosas que no tenían ninguna correlación; del peligro que había amenazado al rey, a la Asamblea y a toda la sociedad; pero ellos sabían mejor que nadie que semejante peligro no había existido jamás.
La Asamblea les dio gracias por una energía que jamás habían tenido intención de desplegar; les felicitó por una victoria que cada cual de ellos deploraba en el fondo del corazón, y dio gracias al cielo por haber permitido que se aniquilase de un solo golpe la insurrección y con ella los revoltosos.
Al oír tales felicitaciones hubiérase dicho que la Revolución había terminado.
¡Pero la Revolución comenzaba!
Entretanto, los antiguos Jacobinos, juzgando el día siguiente por la víspera, creyéndose atacados y perseguidos, se preparaban para hacerse perdonar su verdadera importancia a fuerza de humildad. Robespierre, tembloroso aún desde que oyó que se le proponía por rey en lugar de Luis XVI, redactó un mensaje en nombre de los presentes y de los ausentes.
En este mensaje daba las gracias a la Asamblea por sus generosos esfuerzos, su sabiduría, su firmeza, su vigilancia y su justicia imparcial e incorruptible.
¿Cómo no se habían de reanimar los Fuldenses, creyéndose del todo poderosos, al ver semejante humildad en sus enemigos?
Por un momento, no solamente se consideraron dueños de París, sino también de Francia. ¡Ay!, los Fuldenses no habían comprendido la situación, y al separarse de los Jacobinos formaron simplemente una segunda Asamblea, imitando de la primera. La semejanza entre las dos era tal, que así en los Fuldenses como en la Cámara, no se entraba sino a condición de ser contribuyente, ciudadano activo y elector de los electores.
El pueblo tenía así dos Cámaras de la clase media en vez de una.
Pero no era esto lo que deseaba.
Quería una Cámara popular que fuese, no aliada, sino enemiga de la Asamblea nacional; que no ayudase a esta a reconstituir la monarquía, sino que contribuyera a su desaparición.
Como los Fuldenses no respondían en modo alguno al espíritu público, quedaron abandonados en el corto trayecto que acababan de recorrer.
Su popularidad se perdió al atravesar la calle. En el mes de julio, la provincia contaba con cuatrocientas sociedades; de estas, trescientas se correspondían igualmente con los Fuldenses y los Jacobinos, y ciento tan sólo con estos.
Desde julio a septiembre se crearon otras seiscientas sociedades, de las que ni una sola se correspondió con los Fuldenses.
Y a medida que estos últimos se debilitaban, los Jacobinos se iban reconstituyendo bajo la mano de Robespierre, que comenzaba a ser el hombre más popular de Francia.
La predicción de Cagliostro a Gilberto se realizaba respecto al abogadillo de Aras.
Tal vez la veamos cumplirse con igual fidelidad respecto al pequeño corso de Ajaccio.
Entretanto sonaba ya la hora en que se debía ver el fin de la Asamblea nacional; pero sonaba lentamente, como para esos viejos en los que la vida se extingue y se consume poco a poco.
Después de votar tres mil leyes, la Asamblea acababa por fin de revisar la Constitución.
Esta Constitución era una jaula de hierro en que casi, a pesar suyo y sin echarlo de ver, había encerrado al rey. Había dorado los hierros de la jaula; pero al fin y al cabo, por dorados que estuviesen no disimulaban la prisión.
En efecto, la voluntad real había llegado a ser impotente; era una rueda que recibía el movimiento en vez de imprimirle. Toda la resistencia de Luis XVI estaba en su veto, que suspendía por tres años la ejecución de los decretos expedidos, si estos decretos no convenían al rey, entonces la rueda dejaba de girar, y por su inmovilidad detenía toda la máquina.
Fuera de esta fuerza inerte, la monarquía de Luis XIV y la de Enrique IV, toda ella de iniciativa bajo estos dos grandes reyes, no era más que una majestuosa inutilidad.
Sin embargo, acercábase el día en que el rey debía jurar la Constitución.
Inglaterra y los emigrados escribían al rey:
«¡Pereced, si es necesario, pero no os envilezcáis jurando!».
Leopoldo y Barnave, decían:
«¡Jurad siempre, y sosténgase quién pueda!».
El rey decidió al fin la cuestión con esta frase:
«Declaro que no veo en la Constitución medios de acción y de unidad suficientes; mas puesto que las opiniones son diversas en este punto, consiento en que la experiencia sea el único juez».
Faltaba saber en qué lugar se presentaría la Constitución para que la aceptase, si en las Tullerías o en la Asamblea.
El rey zanjó la dificultad anunciando que la juraría allí donde se había votado.
Luis XVI señaló para esto el día 13 de septiembre.
La Asamblea recibió esta comunicación con unánimes aplausos.
¡El rey iba a ella!
En un impulso de entusiasmo, Lafayette se levantó para pedir amnistía general en favor de aquellos a quienes se acusaba de haber favorecido la fuga del rey.
La Asamblea votó la amnistía por aclamación.
Aquella nube que por un instante había oscurecido el cielo de Charny y Andrea, se desvaneció apenas formada.
Se nombró una diputación de sesenta individuos para dar gracias al rey por su carta.
El guardasellos se levantó presuroso para anunciar al rey esta diputación.
Aquella misma mañana, un decreto había abolido la orden del Espíritu Santo, autorizando sólo al rey a usar de cordón, emblema de la alta aristocracia.
La diputación encontró al rey condecorado únicamente con la cruz de San Luis, y como el soberano observase el efecto que en los diputados producía la falta del cordón azul, les dijo:
—Señores, esta mañana habéis abolido la orden del Espíritu Santo, conservándola tan sólo para mí; pero como una orden, cualquiera que sea, no tiene a mis ojos más precio que el de poder conferirla, desde hoy la considero como abolida, tanto para mí como para los demás.
La reina, el delfín y madame Royale estaban en pie junto a la puerta; la primera pálida, con los dientes oprimidos y estremeciéndose de cólera; madame Royale, apasionada ya, violenta, altiva y resentida por las humillaciones pasadas, presentes y futuras; y el delfín indiferente como un niño; mas por su sonrisa y su movimiento parecía un personaje viviente en un grupo de mármol.
En cuanto al rey, había dicho algunos días antes al señor de Montmorin:
—Bien sé que estoy perdido… Todo cuanto se intente en adelante en favor de la monarquía, que se haga para mi hijo.
Luis XVI contestó con aparente sinceridad al discurso de la diputación.
Después, cuando hubo terminado, volvióse hacia la reina y la familia real y añadió:
—He ahí mi esposa y mis hijos, que participan todos de mis sentimientos.
Sí, mujer e hijos participaban de ellos, pues cuando la diputación se hubo retirado, y después que el rey la hubo seguido con mirada inquieta y la reina con expresión de odio, los dos esposos se acercaron, y María Antonieta, apoyando su mano blanca y fría como el mármol en el brazo del rey, dijo, moviendo la cabeza:
—¡Esa gente no quiere ya soberanos; está demoliendo la monarquía piedra por piedra, y con esas piedras formarán nuestra tumba!
¡La pobre mujer se engañaba! ¡Colocada en el ataúd de los pobres, ni siquiera debía tener una tumba!
Pero en lo que no se equivocaba era en aquellos ataques diarios contra la prerrogativa real.
El señor de Malouet, entonces presidente de la Asamblea, era un realista de pura sangre; pero se creyó obligado a someter a la deliberación si sus individuos estarían de pie o sentados mientras que el rey pronunciara su juramento.
—¡Sentados, sentados! —gritaron por todas partes.
—¿Y el rey? —preguntó el presidente.
—¡En pie y con la cabeza descubierta!
Toda la Asamblea se estremeció.
Aquella voz era aislada, pero clara, fuerte, vibrante; parecía la voz del pueblo, que no se deja oír solitaria sino para que la oigan mejor.
El presidente palideció.
¿Quién había pronunciado aquellas palabras? ¿Procedía de la sala o de las tribunas?
¡Poco importa! Tenían tal fuerza, que el presidente debió contestar:
—Señores, no hay caso de que la nación reunida en presencia del rey no le reconozca por su jefe. Si el rey presta juramento en pie, pido que la Asamblea le escuche en la misma actitud.
Entonces se oyó de nuevo la misma voz:
—Voy a proponer una enmienda —dijo— que pondrá a todo el mundo de acuerdo. Decretemos que se permitirá al señor presidente y a quien prefiera esa postura, escuchar al rey de rodillas; pero mantengamos la proposición.
Esta última fue desechada.
Al día siguiente de esta discusión debía prestar juramento; la sala estaba llena y las tribunas rebosaban de espectadores.
A medio día se anuncio al rey.
Luis XVI habló en pie; la Asamblea le escuchó en la misma actitud; pronunciado el discurso, se firmó el acta constitucional y todo el mundo tomó asiento.
Entonces el presidente —era Thouret— se levantó para pronunciar su discurso; pero después de las dos o tres primeras frases, viendo que el rey no se levantaba, sentóse también.
Este acto mereció los aplausos de las tribunas.
Pero como se repitieran varias veces, el rey no pudo menos de palidecer.
Sacó el pañuelo del bolsillo y enjugó el sudor que corría por su frente.
La reina asistía a la sesión en una tribuna particular; no pudiendo resistir más salió, cerrando con violencia la puerta, y mandó que la condujeran a las Tullerías.
Entró en el palacio sin decir una sola palabra, ni aun a sus más íntimos amigos. Desde que Charny no estaba ya a su lado, su corazón absorbía la hiel, pero no la devolvía.
El rey entró media hora después.
—¿Dónde está la reina? —preguntó al punto.
Le indicaron donde se hallaba.
Un ujier quiso precederle; pero hizo una señal para que se apartase, abrió las puertas él mismo y apareció de pronto en el umbral de la cámara donde se hallaba la reina.
Estaba tan pálido y descompuesto y era tanto el sudor de su frente, que la reina se levantó al verlo, profiriendo un grito.
—¡Oh!, señor —exclamó—. ¿Qué ha pasado?
El rey, sin contestar, se dejó caer en un sillón y prorrumpió en sollozos.
—¡Oh!, señora, señora —exclamó—. ¿Por qué habéis asistido a la cámara? ¿Era necesario que fuerais testigo de mi humillación? ¿Os hice yo venir a Francia para semejante cosa bajo el pretexto de ser reina?
Esta explosión de parte de Luis XVI era tanto más desgarradora cuanto que era rara. La reina no pudo resistir, y corriendo hacia su esposo se dejó caer de rodillas ante él.
En aquel momento el ruido de una puerta que se abría la hizo volver la cabeza. Era la señora de Campan que entraba.
La reina extendió el brazo hacia ella.
—¡Oh!, dejadnos, amiga mía, dejadnos.
La señora de Campan no se engañó acerca del sentimiento que impulsaba a la reina al decirla que se retirase. Así lo hizo respetuosamente; pero en pie detrás de la puerta, oyó largo tiempo a los dos esposos cruzar frases entrecortadas por sollozos.
Al fin se calmaron; media hora después la puerta se abrió de nuevo y la misma reina llamó a la dama.
—Señora Campan —dijo—, encargaos de entregar esta carta al señor de Malden: es para mi hermano Leopoldo. Que el señor de Malden la lleve al punto a Viena, porque es preciso que la carta llegue antes que la noticia de lo que ha pasado hoy… Si se necesitan dos o trescientos luises, dádselos, que yo os los devolveré.
La señora de Campan tomó la carta y salió. Dos horas después el señor de Malden marchaba a Viena.
En todo esto, lo peor era que se debía sonreír, acariciar y aparecer alegre.
Durante todo el resto del día las Tullerías estuvieron ocupadas por una multitud prodigiosa; por la noche, en toda la ciudad brillaron las iluminaciones, y se invitó al rey y a la reina a pasearse en los Campos Elíseos, en coche, escoltados por los ayudantes de campo y los jefes del ejército parisiense.
Apenas se presentaron oyéronse los gritos de «¡Viva el rey!», y «¡Viva la reina!», pero en un intervalo en que estos gritos cesaron y en que el coche se había detenido, un hombre del pueblo, de aspecto feroz, que estaba con los brazos cruzados junto al estribo, gritó:
—¡No los creáis! ¡Viva la nación!
El coche continuó su marcha; pero el hombre del pueblo apoyó su mano en la portezuela, avanzando al mismo paso del carruaje, y cada vez que aquel gritaba: «¡Viva el rey!». «¡Viva la reina!», repetía con la misma voz estridente:
—¡No los creáis! ¡Viva la nación!
La reina volvió a palacio con el corazón dolorido por la continua repetición de aquella frase pronunciada con la tenacidad del odio.
Se organizaron representaciones en los diferentes teatros; primeramente en la Ópera, en la Comedia Francesa, y después en los Italianos.
En la Ópera y en la Comedia se habían señalado localidades para el rey y la reina, que fueron recibidos con unánimes aclamaciones; pero en los Italianos no sucedió lo mismo, porque habiéndose acudido tarde se encontraron todas las localidades vendidas.
Se comprendió que en este último teatro no estaría el público animado de tan buenas disposiciones como en los otros dos, y que sin duda habría ruido.
Y el temor se convirtió en certidumbre al ver la clase de sociedad que ocupaba la platea.
Danton, Desmoulins, Legendre y Santerre se hallaban en el lugar preferente. En el momento en que la reina entraba en su palco, el público de las galerías trató de aplaudir; pero el de la platea impuso silencio.
La reina fijó con terror su mirada en aquella especie de cráter abierto ante ella, y vio a través de una atmósfera de llamas ojos llenos de cólera y de odio.
A varios de aquellos hombres no los conocía apenas más que de vista, y de los demás ignoraba hasta el nombre.
—¿Qué les he hecho yo, Dios mío? —se preguntó, tratando de disimular su turbación bajo una sonrisa—. ¿Por qué me aborrecen así?
De improviso sus ojos se fijaron con espanto en un hombre apoyado contra una columna.
Este hombre la miraba con extraña fijeza.
¡Era el mismo personaje del castillo de Taverney, el que vio en el jardín de las Tullerías, el hombre de palabras amenazadoras y de actos misteriosos y terribles!
Una vez fija la mirada de la reina en aquel hombre, ya no pudo separarla de él; porque ejercía en ella la fascinación de la serpiente sobre el pájaro.
El espectáculo comenzó; la reina hizo un esfuerzo, rompió el encanto y pudo volver la cabeza para mirar la escena.
Se representaban los Acontecimientos imprevistos.
Mas por mucho que se esforzase María Antonieta para distraer su pensamiento del hombre misterioso, a pesar suyo, y como por efecto de una fuerza magnética más poderosa que su voluntad, volvíase y dirigía una mirada de espanto hacia el temible personaje.
Y el hombre continuaba en el mismo sitio inmóvil, sardónico, burlón. Aquello era una obsesión dolorosa, íntima y fatal, una cosa semejante a la pesadilla durante la noche.
Por lo demás, en el teatro flotaba una especie de electricidad. Aquellas dos cóleras suspendidas no podían menos de chocar, como sucede en los días tempestuosos de agosto, cuando dos nubes, llegando de dos extremidades del horizonte, se encuentran y producen el relámpago, si no el rayo.
No tardó en presentarse una oportunidad.
Madame Dugazon, mujer encantadora, debía cantar un dúo con el tenor, y decir estos versos:
¡Oh!, ¡cómo amo a mi ama!
La valerosa mujer se adelantó hasta el borde del escenario, y levantando los ojos y los brazos hacia la reina, hizo la fatal provocación.
María Antonieta comprendió que allí estaba la tempestad.
Volvióse espantada y fijó involuntariamente los ojos en el hombre de la columna.
Entonces creyó verle hacer una señal de mando, a la que toda la platea obedeció.
En efecto, con una sola voz, voz terrible, todos los espectadores que la ocupaban gritaron a la vez.
—¡Ya no hay amo ni ama! ¡Libertad!…
Pero a este grito, palcos y galerías contestaron:
—¡Viva el rey! ¡Viva la reina! ¡Vivan para siempre nuestro amo y nuestra ama!
—¡Ni uno ni otra! ¡Libertad, libertad, libertad! —vociferó por segunda vez la platea.
Después de esta doble declaración de guerra, así lanzada y aceptada, la lucha comenzó.
La reina profirió un grito de terror y cerró los ojos, sin fuerza ya para mirar a aquel demonio que parecía el rey del desorden y el espíritu de la destrucción.
En el mismo instante los oficiales de la guardia nacional la rodearon, formando una barrera con sus cuerpos, y la condujeron hasta fuera del teatro.
Pero en los corredores siguió persiguiéndola este grito:
—¡Nada de amo ni ama! ¡Nada de rey ni de reina!
Se llevó a la reina desmayada a su coche.
Y aquella fue la última vez que asistió al teatro.
El 30 de septiembre, la Asamblea, por boca de su presidente Thouret, declaraba que había cumplido su misión y terminado sus sesiones.
He aquí, en pocas líneas, el resultado de sus trabajos que habían durado dos años y cuatro meses.
La desorganización completa de la monarquía.
La organización del poder popular.
La anulación de todos los privilegios nobiliarios y eclesiásticos.
Mil doscientos millones de asignados decretados.
La hipoteca sobre los bienes nacionales.
La libertad de cultos reconocida.
Abolición de los votos monásticos.
Supresión de las órdenes de prisión.
Legalidad de los cargos públicos.
Supresión de las aduanas interiores.
Institución de la guardia nacional.
Y, en fin, la constitución votada y sometida a la aceptación del rey.
Hubiera sido necesario tener muy tristes presentimientos para creer —rey o reina de Francia— que debía temerse más de la Asamblea que iba a reunirse que de aquella que acababa de disolverse.