Capítulo CXV

Volvamos a París para ver un poco lo que allí pasa.

París había oído el estruendo de la fusilería y se estremeció; no sabía bien aún de parte de quién estaba la razón o el error; pero comprendía que acababa de recibir una herida y que por ella corría la sangre.

Robespierre estaba permanente en los Jacobinos, como un gobernador en su fortaleza, y allí era verdaderamente poderoso; mas por el pronto la ciudadela popular había quedado muy mal parada, y todo el mundo podía introducirse en ella por la brecha que había dejado al retirarse Barnave, Duport y Lameth.

Los Jacobinos enviaron a uno de los suyos a tomar informes.

En cuanto a sus vecinos los Fuldenses, no habían necesitado enviar a nadie, pues recibían noticias de hora en hora, de minuto en minuto: se jugaba su partida y acababan de ganarla…

El enviado de los Jacobinos volvió a los diez minutos; había encontrado a los fugitivos y estos le habían dado una terrible noticia:

—¡Lafayette y Bailly están matando al pueblo!

No todo el mundo había podido oír los gritos desesperados de Bailly, ni tampoco ver a Lafayette arrojándose a la boca de los cañones.

El enviado volvió, pues, lanzando un grito de terror en la Asamblea, poco numerosa entonces, pues apenas se habían reunido treinta o cuarenta Jacobinos en el antiguo convento.

Entonces comprendieron que los Fuldenses harían recaer sobre ellos la responsabilidad de la provocación. ¿No había salido la primera petición de su club? Verdad es que ellos la habían retirado pero la segunda era evidentemente hija de la primera.

Y tuvieron miedo.

Aquella pálida figura, aquel fantasma de la virtud, aquella sombra de la filosofía de Rousseau que estaba pálida, se volvió lívida. El prudente diputado por Arras trató de esquivarse, mas como no pudo hacerlo, forzoso le fue quedarse y tomar un partido. El espanto se le inspiró.

La sociedad declaró que desconocía los impresos falsos o falsificados que se le habían atribuido, y que juraba de nuevo fidelidad a la Constitución y obediencia a los decretos de la Asamblea.

Apenas acababa de hacer esta declaración, cuando a través de los antiguos corredores de los Jacobinos se oyó un gran rumor que llegaba de la calle.

Resonaban silbidos, carcajadas, clamores, amenazas y cantos; y los Jacobinos, escuchando atentos, confiaban en que aquel ruido se alejase en dirección al Palais-Royal.

Pero el ruido se detuvo y persistió delante de la puerta baja y sombría que daba a la calle de San Honorato, mientras que, como para aumentar el terror que ya reinaba, algunos de los asistentes exclamaron:

—¡Es la guardia nacional a sueldo que vuelve del Campo de Marte!… ¡Quieren demolerlo todo a cañonazos!

Por fortuna y como precaución, se habían puesto en las puertas como centinelas a varios soldados, y se dio orden de cerrar todas las salidas para impedir que aquella tropa, furiosa y ebria de la sangre que acababa de derramar, hiciera correr más. Después, los Jacobinos y espectadores salieron poco a poco, y la evacuación no duró mucho, pues así como en la sala apenas había treinta o cuarenta individuos, en las tribunas no se hallaba mayor número de oyentes.

Madame Roland, que estuvo en todas partes aquel día, se contaba entre los últimos, y refiere que un Jacobino, al oír la noticia de que las tropas a sueldo iban a invadir la sala, perdió la cabeza hasta el punto de saltar a la tribuna de las señoras.

Y como madame Roland le avergonzase criticando su terror, se marchó por donde había venido.

Sin embargo, como ya hemos dicho, actores y espectadores se deslizaban unos tras otros por la puerta entornada.

Robespierre salió a su vez.

Durante un momento vaciló. ¿Seguiría por la derecha o por la izquierda? Por esta última debía dirigirse para volver a su casa, pues vivía en el fondo del Marais, como ya sabemos mas para esto debía atravesar entre las filas de la fuerza que llegaba.

Prefirió ganar el arrabal de San Honorato para pedir asilo a Pétion, que vivía allí.

Y tomó la derecha.

Robespierre deseaba mucho mantenerse desapercibido; pero ¿cómo hacerlo con aquella levita de color de aceituna, seca de pureza cívica —hasta más tarde no usó la levita listada—, con sus gafas que manifestaban que aquel virtuoso patriota se había cansado la vista antes de tiempo en sus vigilias, y con aquel paso oblicuo de la comadreja, que le caracterizaba particularmente?

Apenas Robespierre hubo dado veinte pasos por la calle, cuando dos o tres personas se habían dicho ya unas a otras:

—¡Robespierre!… ¿Ves a Robespierre?… ¿Es Robespierre?

Las mujeres se detenían juntando las manos todas amaban mucho a Robespierre, pues en todos sus discursos tenía mucho cuidado de anteponer la sensibilidad de su corazón.

—¿Conque es ese nuestro querido Robespierre?

—Pero ¿dónde está?

—Allí, allí… ¿No ves aquel hombrecillo delgado, con los polvos muy bien puestos, que se desliza a lo largo de la pared y que parece ocultarse por modestia?

Robespierre no se ocultaba por modestia sino porque tenía miedo; pero ¿quién hubiera osado decir que el virtuoso, el incorruptible Robespierre, el tribuno del pueblo, se ocultaba por temor?

Un hombre fue a mirarle cara a cara para asegurarse de que era él.

Robespierre se caló más el sombrero, ignorando con qué fin le miraban.

El hombre le reconoció.

—¡Viva Robespierre! —gritó al punto.

Robespierre hubiera preferido habérselas con un adversario, más bien que con aquel hombre.

—¡Robespierre! —gritó más fanático aún—. ¡Viva Robespierre! Si se necesita absolutamente un rey, ¿por qué no se ha de elegir a él?

¡Oh, gran Shakespeare! «¡César ha muerto que sea César su asesino!».

Seguramente que si un hombre maldijo alguna vez su popularidad, fue Robespierre en aquel momento.

Un inmenso círculo se formaba a su alrededor: tratábase de llevarle en triunfo.

Por encima de sus anteojos dirigió una mirada inquieta a derecha e izquierda, buscando alguna puerta o una calle oscura por donde huir u ocultarse.

En aquel momento sintió que le cogían del brazo y le atraían vivamente, mientras que con acento amistoso, alguien le decía en voz baja:

—¡Venid!

Robespierre cedió al impulso; dejóse llevar, vio después una puerta cerrarse tras él y se halló en la tienda de un carpintero.

Este carpintero era hombre de cuarenta y dos a cuarenta y cinco años; junto a él estaba su mujer, y en una habitación del fondo dos hermosas jóvenes, una de quince años y la otra de dieciocho, preparaban la cena de la familia.

Robespierre estaba muy pálido y parecía que iba a perder el conocimiento.

—¡Leonor! —gritó el carpintero— un vaso de agua.

Leonor, la hija mayor del carpintero, se acercó temblorosa, con un vaso de agua en la mano.

Tal vez los labios del austero tribuno tocaron los dedos de la señorita Duplay.

Porque Robespierre estaba en casa del carpintero Duplay. Madame Roland, sabiendo qué peligro corre y exagerándosele más, se dirige inútilmente al Marais para ofrecerle un asilo en su casa. Pero dejemos a Robespierre, que está a salvo en medio de aquella excelente familia, de la cual formará parte después, y entremos en las Tullerías en pos del doctor Gilberto.

Esta vez la reina esperaba también; pero como no es a Barnave, no se halla en el entresuelo de madame Campan, sino en su habitación, y no en pie, con la mano en el pestillo de la puerta, sino sentada en un canapé, con la cabeza apoyada en la mano.

Espera a Weber, a quien ha enviado al Campo de Marte, y que todo lo ha visto desde las alturas de Chaillot.

Para ser justos con la reina, y a fin de que se comprenda bien ese odio que profesaba a los franceses, según decían, y que tanto se ha censurado, después de referir lo que sufrió durante su viaje de Varennes, digamos lo que ha sufrido desde su regreso.

Un historiador podría ser parcial; nosotros no somos más que novelistas y no nos está permitida la parcialidad.

Detenidos el rey y la reina, el pueblo no tuvo más que una idea, y era que habiendo huido la primera vez, podrían hacerlo otra, y más afortunados ganar la frontera.

La reina, sobre todo, era considerada como una hechicera capaz de volar por una ventana hasta un carro tirado por dos dragones, a ejemplo de Medea.

Estas ideas no circulaban tan sólo en el pueblo, sino que también los oficiales encargados de custodiar a la reina participaban de ellas.

El señor de Gouvion, que la había dejado deslizarse entre sus manos cuando la fuga a Varennes, y cuya querida, encargada del guardarropa, había denunciado la marcha a Bailly, había declarado que rehusaba toda responsabilidad si otra mujer que no fuese la señora de Rochereul —ya se recordará que este era el nombre de la dama— obtenía permiso para entrar en la habitación de la reina.

En su consecuencia, había mandado poner al pie de la escalera que conducía a la habitación real el retrato de la señora de Rochereul, a fin de que el centinela, reconociendo la identidad de cada persona que se presentase, no permitiera la entrada a ninguna otra mujer.

Se dio conocimiento de esta consigna a la reina, y esta fue inmediatamente a ver al rey para quejarse; Luis XVI no podía creer en ello; envió a tomar informes y supo que era verdad.

Entonces mandó llamar al señor de Lafayette y reclamó que se retirara el retrato.

Así se hizo, y las mujeres ordinarias de la reina continuaron sirviéndola.

Pero en lugar de aquella humillante consigna se acababa de adoptar una precaución no menos ofensiva: los jefes de batallón, que solían permanecer en la sala contigua a la alcoba de la reina llamada el gran gabinete, recibieron orden de tener la puerta siempre abierta, a fin de ver de continuo a la familia real.

Cierto día el rey se aventuró a cerrar aquella puerta.

El oficial la abrió de nuevo al punto.

Un instante después, el rey volvió a cerrarla.

Pero acto continuo el oficial abrió otra vez, y dijo:

—Señor, es inútil que cerréis esa puerta, pues cuantas veces lo hagáis, otras abriré, porque es la consigna.

La puerta permaneció abierta.

Todo cuanto se pudo obtener de los oficiales fue que, sin cerrarla completamente, se entornara cuando la reina se vistiese o se desnudase.

Pero una vez vestida o acostada, la puerta se abría de nuevo.

Esto era una tiranía intolerable. A la reina se le ocurrió acercar a su lecho el de su doncella, de manera que esta se hallase entre su señora y la puerta. El lecho, con grandes cortinas, formaba como un biombo, detrás del cual la reina podía vestirse o desnudarse.

Cierta noche el oficial, viendo que la doncella dormía y que la reina estaba despierta, se aprovechó del sueño de la primera para entrar y acercarse al lecho de María Antonieta.

La reina le miró con ese aire que sabía tomar la hija de María Teresa cuando se le faltaba al respeto; pero el buen hombre, que no tenía la menor intención de hacer tal cosa, no se cuidó de su aire, y mirándola a su vez con expresión compasiva, de la cual no se podía dudar, dijo:

—¡A fe mía, señora, puesto que os encuentro sola, preciso es que os dé algunos consejos!

Y acto continuo, sin cuidarse de si la reina quería o no escucharlos, le explicó lo que haría si estuviera en su lugar.

La reina, que le había visto acercarse con cólera, tranquilizada por su tono bonachón, le dejó decir, acabando por escucharle con profunda melancolía.

Pero de pronto la doncella se despertó, y al ver un hombre junto al lecho de la reina profirió un grito y quiso pedir socorro.

Pero la reina la contuvo.

—No, señora Campan —dijo—, dejadme escuchar a este caballero… es un buen francés, engañado como otros muchos respecto a nuestras intenciones, y sus palabras indican un verdadero afecto a la monarquía.

Y el oficial dijo a la reina todo cuanto quería manifestarla.

Antes de marchar a Varennes, María Antonieta no tenía un solo cabello gris.

Durante la noche que siguió a la escena que hemos referido entre Charny y ella, sus cabellos blanquearon casi completamente.

Al notar aquella triste metamorfosis sonrió con amargura, y cortándose un bucle le envió a la princesa de Lamballe, entonces en Londres, con estas palabras:

«¡Blanqueados por la desgracia!».

Ya la hemos visto esperando a Barnave, y conocemos las esperanzas de este pero era muy difícil inducir a la reina a participar de ellas.

María Antonieta temía las escenas violentas, pues hasta entonces todas habían sido contra ella, como lo probaban el 14 de julio, los días 5 y 6 de octubre y la detención en Varennes.

Había oído desde las Tullerías el rumor de la fatal descarga en el Campo de Marte, y su corazón se inquietó profundamente. De todas maneras aquel viaje a Varennes había sido una gran enseñanza para ella. Hasta aquel momento la revolución no había traspasado a sus ojos de la altura de un sistema de Pitt o de una intriga del duque de Orleáns; creía que París estaba conducido por algunos intrigantes, y aún decía con el rey: «¡Nuestra buena provincia!».

Pero había podido ver que la provincia era más revolucionaria aún que el mismo París.

La Asamblea era muy vieja y estaba muy achacosa y decrépita para mantener valerosamente los compromisos que Barnave había contraído en su nombre. Por lo demás, hallábase muy próxima a morir, y el abrazo de un moribundo no era nada sano.

Como hemos dicho, la reina esperaba a Weber con mucha ansiedad.

La puerta se abrió, y al volver vivamente la cabeza, en vez de la buena y mofletuda cara austríaca de su hermano de leche, vio aparecer el rostro severo y frío del doctor Gilberto.

La reina no amaba a este realista de teorías constitucionales tan bien sentadas, que le consideraba más bien como republicano y no obstante, profesábale cierto respeto. No habría enviado a buscarle ni en una crisis física, ni en una moral; pero una vez allí, sentíase sometida a su influencia.

Al verle se estremeció.

No había hablado con él desde la noche del regreso de Varennes.

—¡Ah!, ¡sois vos, doctor! —murmuró.

Gilberto hizo una reverencia.

—Sí, señora —dijo—, soy yo. Ya sé que esperabais a Weber; pero las noticias que os trae, yo también puedo dároslas, y más precisas aún. Vuestro mensajero estaba en el lado del Sena donde no había matanza, y yo en el opuesto, en aquel donde se asesinaba…

—¡Dónde se asesinaba! ¿Pues qué ha sucedido, caballero? —preguntó la reina.

—Una gran desgracia, señora, y es que el partido de la corte ha triunfado.

—¿El partido de la corte ha triunfado? ¿Y llamáis a eso una gran desgracia, doctor?

—Sí, porque ha triunfado por uno de esos medios terribles que enervan al triunfador, y que a veces le hacen caer junto al vencido.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Lafayette y Bailly han mandado hacer fuego sobre el pueblo; de modo que ninguno de los dos podrán prestaros ya servicio alguno en adelante.

—¿Por qué?

—Porque han perdido su popularidad.

—Y ¿qué hacía ese pueblo contra el cual se ha tirado?

—Firmaba una petición pidiendo la proscripción.

—¿De quién?

—Del rey.

—Y ¿os parece qué se ha hecho mal tirando contra el pueblo? —preguntó la reina, cuyos ojos brillaron.

—Creo que hubiera sido mejor convencerle que no fusilarle.

—Pero ¿de qué se le ha de convencer?

—De la sinceridad del rey.

—¡Pero si el rey es sincero!

—Dispensad, señora… Tres días hace que me separé del rey, y yo había pasado toda la tarde tratando de hacerle comprender que sus verdaderos enemigos son sus hermanos, el señor de Condé y los emigrados y de rodillas le supliqué que rompiera toda relación con ellos, adoptando francamente la Constitución, salvo revisar los artículos cuya práctica haría reconocer que la aplicación era imposible, El rey convencido —yo lo creía al menos—, tuvo la bondad de prometerme que todo concluiría entre él y la emigración; pero detrás de mí, señora, el rey firmó y os hizo firmar una carta para su hermano mayor, en la cual le confiere sus poderes cerca del emperador de Austria y del rey de Prusia…

La reina se sonrojó como una niña cogida en falta; sólo que la niña dobla la cabeza, y ella la levantó.

—¿Tienen nuestros enemigos espías hasta en el gabinete del rey?

—Sí, señora —contestó tranquilamente el doctor—, y por lo mismo es peligroso para el rey todo paso en falso.

—Pero, caballero, la carta ha sido escrita toda ella de mano del rey, firmada por mí, doblada y sellada por nosotros, y entregada después al correo que debía llevarla.

—Es verdad, señora.

—¿Han detenido al correo?

—Se ha leído la carta.

—¡Pues debemos estar rodeados de traidores!

—¡Todos los hombres no son condes de Charny!

—¿Qué queréis decir?

—¡Ay de mí!, quiero decir, señora, que uno de los augurios fatales que presagian la pérdida de los reyes se anuncia cuando alejan de sí hombres que deberían sujetar a su lado ligaduras de hierro.

—Yo no he alejado al señor de Charny —contestó la reina con amargura—; el señor de Charny es quien se alejó por su voluntad. Cuando los reyes son desgraciados, no hay lazos bastante fuertes para conservar a sí a sus amigos.

Gilberto miró a la reina, moviendo la cabeza.

—No calumniéis al señor de Charny, señora —contestó—, porque tal vez la sangre de los dos hermanos gritará desde el fondo de la tumba que la reina de Francia es ingrata.

—¡Caballero! —exclamó María Antonieta.

—¡Oh!, bien sabéis que digo la verdad, señora —replicó el doctor—; bien sabéis que el día en que un verdadero peligro os amenace, el señor de Charny estará en su puesto, que será el de más peligro.

La reina inclinó la cabeza.

—En fin —repuso impaciente—, ya supongo que no habéis venido para hablarme tan sólo del señor de Charny.

—No, señora, pero las ideas son a veces como los acontecimientos: se encadenan por hilos invisibles, y se tira de estos de pronto el día en que deberían permanecer ocultos en la oscuridad del corazón… No, venía para hablar a la reina; dispensad si, involuntariamente, he hablado a la mujer; pero heme aquí dispuesto a reparar mi error.

—Y ¿qué deseabais decir a la reina, caballero?

—Quería ponerle a la vista su situación, la de Francia y la de Europa; quería decirle: señora, jugáis la felicidad o la desgracia del mundo en partida cerrada; habéis perdido el primer punto el 6 de octubre; acabáis de ganar el segundo, por lo menos a los ojos de vuestros cortesanos; a partir de mañana aventuráis lo que se llama el bueno, y si perdéis es cuestión del trono, de la libertad, y tal vez de la vida.

—Y ¿pensáis, caballero —replicó la reina irguiéndose vivamente— que retrocederemos ante ese temor?

—Sé que el rey es valeroso, como nieto de Enrique IV; sé que la reina es heroica, como hija de María Teresa, y por lo tanto no trataré nunca respecto a ellos más que de convencerlos; mas, por desgracia, dudo que me sea posible nunca persuadirles de lo que yo estoy convencido.

—¿Pues por qué os tomáis semejante molestia, caballero, si la juzgáis inútil?

—Para cumplir un deber, señora. Creedme, cuando se vive en tiempos tempestuosos como los nuestros, es muy grato decirse, cuando se hace algún esfuerzo, aunque haya de ser inútil: «¡He cumplido con un deber!».

La reina miró al doctor de frente.

—Ante todo, caballero —dijo—, ¿pensáis que sea posible aún salvar al rey?

—Lo creo.

—¿Y a la monarquía?

—Lo espero.

—Pues bien, señor doctor —repuso la reina con un suspiro de tristeza—, sois más feliz que yo, pues creo que uno y otra están perdidos, y lo digo así porque me lo dicta mi conciencia.

—Sí, señora, lo comprendo así, porque vos deseáis la monarquía déspota y el rey absoluto, como un avaro que no sabe, ni aun ante el peligro de la orilla, que le puede dar más lo que pierde en su naufragio sacrificando una parte de su fortuna, y se empeña en conservar sus tesoros; os arrastraréis con los vuestros, arrastrada por su peso… Conceded algo a la tempestad, arrojad al abismo todo el pasado, y si es preciso, nadad hacia el porvenir.

—Arrojar el pasado al abismo es romper con todos los reyes de Europa.

—Sí; pero también es hacer alianza con el pueblo francés.

—¡Ese pueblo es enemigo nuestro! —replicó María Antonieta.

—Porque le habéis enseñado a dudar de vos.

—El pueblo francés no puede luchar contra una coalición europea.

—Suponed que a su cabeza está un rey que quiera francamente la Constitución, y el pueblo francés conquistará la Europa.

—Se necesita un ejército de un millón de hombres para eso.

—No se conquista la Europa con un millón de hombres, señora, pero sí con una idea. Plantad en el Rhin y en los Alpes dos banderas tricolores con estas palabras: «¡Guerra a los tiranos! ¡Libertad a los pueblos!», y la Europa quedará conquistada.

—A decir verdad, caballero, hay instantes en que me inclino a creer que los hombres más sabios se vuelven locos.

—¡Ah!, señora, ¿no sabéis lo que es en este momento Francia a los ojos de las naciones? ¡Francia, con algunos crímenes individuales, con varios excesos en la localidad, pero que no manchan su blanco traje ni tampoco sus manos puras, es la virgen de la libertad; el mundo entero está enamorado de ella, y desde los Países Bajos, desde el Rhin y desde Italia, millones de voces la invocan! Le basta poner un pie fuera de la frontera, para que los pueblos la esperen de rodillas. ¡Francia, llegando con las manos llenas de libertad, no es ya una nación, es la justicia inmutable, es la razón eterna! ¡Oh!, señora, señora, aprovechad el momento en que aún no ha hecho uso de la violencia; porque si esperáis demasiado tiempo, las manos que extiende sobre el mundo las volverá contra sí propia… Bélgica, Alemania, Italia, siguen sus movimientos con miradas de amor y de alegría. Bélgica le dice: «¡Ven!». Alemania, «¡Te espero!», e Italia, «¡Sálvame!». En el fondo del Norte, una mano desconocida ha escrito sobre el pupitre de Gustavo: «¡Nada de guerra con Francia!». Por lo demás, ninguno de esos reyes a quienes llamáis en vuestro auxilio está dispuesto a declararnos la guerra, señora. Dos imperios nos aborrecen profundamente, y al decir dos imperios debiera decir una emperatriz y un ministro: Catalina II y Pitt; pero son impotentes contra nosotros, por lo menos ahora. Catalina II tiene la Turquía bajo una garra y Polonia bajo la otra; pero necesitará dos o tres años por lo menos para someter a la una y devorar a la otra; impulsa a los alemanes hacia nosotros, les ofrece la Francia, censura la inacción de vuestro hermano Leopoldo, mostrándole al rey de Prusia invadiendo la Holanda por un simple enojo contra su hermana, y le dice: «¡Marchad adelante!», mas no obedece. Pitt absorbe la India en este momento; pero así como a la serpiente boa, su laboriosa digestión le entorpece; si esperamos a que concluya de hacerla nos atacará a su vez, mas no por la guerra extranjera, sino por la guerra civil. Sé que ese Pitt os infunde un miedo mortal, y que no habláis de él sin temblar; pero yo puedo proponeros un medio para que le hiráis en el corazón. Consiste en hacer de Francia una buena república con un rey; pero en vez de esto, ¿qué hacéis, señora, y qué hace vuestra amiga la princesa de Lamballe? Dice a Inglatera, donde os representa, que toda la ambición de Francia es llegar a obtener la gran Constitución, y que la revolución francesa, reprimida por el rey, retrocederá. Y ¿qué contesta Pitt a esto? Que no tolerará que Francia llegue a ser república y que salvará a la monarquía; mas todas las caricias, todas las instancias, todas las súplicas de la princesa de Lamballe no han bastado para hacerle prometer que salvaría al monarca, porque le odia. ¿No es Luis XVI, rey constitucional, rey filósofo, quién le disputó la India, arrancándole la América? Pitt no desea más que una cosa, y es que haga sufrir a Luis XVI la suerte de Carlos I.

—¡Caballero, caballero! —exclamó la reina espantada—, ¿quién os ha revelado todas esas cosas?

—Los mismos hombres que me dicen lo que contienen las cartas escritas por Vuestra Majestad.

—Es decir, que no tenemos ni un pensamiento que nos pertenezca…

—Os he manifestado, señora, que los reyes de Europa estaban rodeados de una red invisible, en la que los que quieran resistirse se agitarán inútilmente. ¡No tratéis de resistir, señora; poneos a la cabeza de las ideas que intentáis hacer retroceder; de este modo la red será para vos una armadura; los que os odian serán vuestros defensores, y los puñales invisibles que os amenazan se convertirán en espadas dispuestas a herir a vuestros enemigos!

—Pero olvidáis, caballero, que aquellos a quienes llamáis enemigos son los reyes nuestros hermanos.

—¡Y bien, señora, llamad una vez a los franceses vuestros hijos, y veréis lo que son para vos esos hermanos según la política y la diplomacia! Por lo demás, ¿no os parece que todos esos reyes y príncipes están marcados con el sello fatal de la locura? Comencemos por vuestro hermano Leopoldo, caducó a los cuarenta y cuatro años, con su harén toscano trasladado a Viena, reanimando sus facultades amortiguadas con excitantes mortíferos que él mismo se fabrica… Ved a Federico, ved a Gustavo; el uno ha muerto y el otro morirá sin hijos, pues a los ojos de todos se sabe que el heredero real de Suecia es hijo de Monk y no de Gustavo… Ved al rey de Portugal con sus trescientas religiosas… Ved al rey de Sajonia con sus trescientos cincuenta y cuatro bastardos… Ved a Catalina, esa Pasifae del Norte, a quien no podría satisfacer ni un toro, y que tiene tres ejércitos por amantes ¡oh!, señora, señora, ¿no echáis de ver que todos esos reyes y esas reinas marchan al abismo, al suicidio, y que si quisierais, en vez de perderos como ellos, avanzaríais hacia el imperio del mundo y la monarquía universal?

—¿Por qué no decís todo eso al rey, señor Gilberto? —preguntó la reina casi convencida.

—¡Oh!, ya se lo he dicho; pero tiene, como vos, sus malos genios que deshacen cuanto yo hago.

Y añadió con profunda melancolía:

—¡Habéis hecho uso de Mirabeau, de Barnave, y después os serviréis de mí, y al fin concluirá todo!

—Señor Gilberto —dijo la reina— esperadme aquí… voy a ver al rey un momento y en seguida vuelvo.

El doctor se inclinó; la reina pasó delante de él y salió por la puerta que conducía a las habitaciones del rey.

El doctor esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, y al fin se abrió la puerta, pero no la misma por donde la reina había salido, sino otra situada en el lado opuesto.

Era un ujier, que después de mirar a todas partes con inquietud se adelantó hacia Gilberto, hízole una señal masónica, le entregó una carta y salió.

Gilberto abrió la carta y leyó:

Pierdes el tiempo, Gilberto; en este instante la reina y el rey escuchan al señor de Breteuil, que llega de Viena y que les trae el siguiente plan político:

Hacer con Barnave lo que con Mirabeau: ganar tiempo, jurar la Constitución y proceder con ella al pie de la letra para demostrar que es impracticable. Francia se enfriará y se cansará; los franceses tienen la cabeza ligera; vendrá alguna nueva moda y la libertad pasará.

Si no pasa se habrá ganado un año, y al cabo de este tiempo estaremos preparados para la guerra.

Deja, pues, a esos dos condenados, a quienes se llama aún por irrisión el rey y la reina, y dirígete sin perder momento al hospital de Gros-Caillou, donde hallarás un moribundo menos enfermo que ellos, porque tal vez puedas salvarle; mientras que el rey y la reina, sin que te sea dado hacer nada en su favor, te arrastrarán en su caída.

La carta no tenía firma, pero el doctor reconoció la letra de Cagliostro.

En aquel momento entró la señora de Campan, esta vez por la puerta de la reina, y entregó a Gilberto una esquela que decía lo siguiente:

El rey ruega al señor Gilberto que le dé a conocer por escrito todo el plan político que acaba de exponer a la reina.

Ocupada María Antonieta en un asunto importante, tiene el sentimiento de no poder volver a reunirse con el señor doctor, por lo cual sería inútil que esperase más tiempo.

Gilberto quedó un momento pensativo y murmuró, moviendo la cabeza:

—¡Insensatos!

—¿No tenéis ningún recado que enviar a Sus Majestades, caballero? —preguntó la señora Campan.

El doctor dio a la dama la carta sin firma que acababa de recibir.

—He aquí mi contestación —dijo.

Y salió.