Capítulo CXIV

Aquellas tropas van conducidas por un ayudante de campo de Lafayette. ¿Cuál? No se le nombra; pues Lafayette ha tenido siempre tantos, que la historia se confunde.

Como quiera que sea, en el glacis[43] resuena un tiro y la bala toca al ayudante de campo; pero la herida es poco peligrosa, y como la detonación es aislada no se dignan contestar a ella.

En Gros-Caillou se produce una escena semejante. Por este punto se presenta Lafayette con una fuerza de tres mil hombres y artillería.

Pero allí estaba Fournier a la cabeza de una cuadrilla de bribones, probablemente los mismos que han asesinado al peluquero y al inválido; en aquel momento levantan una barricada.

Lafayette avanza contra ella y la destruye.

A través de las ruedas de una carreta y a boca de jarro, Fournier dispara un tiro contra Lafayette, mas por fortuna falla; se toma la barricada y se coge a Fournier, a quien conducen ante Lafayette.

—¿Quién es ese hombre? —pregunta el general.

—Es el que os ha disparado un tiro, que felizmente ha fallado.

—Pues dejadle en libertad, y que vaya a otra parte para que le ahorquen.

Fournier no fue a otra parte a dejarse coger; desapareció momentáneamente y se le vio otra vez en las matanzas de septiembre.

Lafayette llega al Campo de Marte, se firma la petición y reina la tranquilidad más perfecta, verdadera tranquilidad, puesto que la señora de Condorcet pasaba allí a su niño, que sólo contaba un año.

Lafayette avanza hasta el altar de la Patria y pregunta qué se hace; le muestran la petición y los firmantes se comprometen a volver a sus casas cuando aquella esté firmada; y como el general no ve en esto nada reprensible, se retira con su tropa.

Pero si aquel tiro que hirió al ayudante de campo del general, y aquel otro que falló no se han oído en el Campo de Marte, han producido una confusión terrible en la Asamblea.

No olvidemos que esta última quiere un golpe de Estado realista, y que todo la sirve.

¡Lafayette está herido; su ayudante ha sido muerto; se están degollando en el Campo de Marte!…

Tal es la noticia que circula por París, y que la Asamblea trasmite oficialmente al ayuntamiento.

Pero en la casa de la ciudad se inquietan ya de lo que se hace en el Campo de Marte, y se han enviado allí a tres municipales, los señores Jacques, Renaud y Hardy.

Desde lo alto del altar de la Patria, los firmantes de la petición ven adelantarse hacia ellos un numeroso grupo que llega por la orilla del río.

Y se envía una diputación a su encuentro.

Los tres oficiales del Municipio —son los que acaban de entrar en el Campo de Marte— se adelantan directamente hacia el altar de la Patria; pero en vez de ver una multitud de facciosos, que esperan hallar en tumulto y llenos de amenazas, encuentran ciudadanos que se pasean por grupos, mientras que otros firman la petición o bailan la farándula cantando el Ca ira.

La multitud está tranquila; pero tal vez la petición sea revolucionaria, y los municipales piden que se lea.

Así se hace desde la primera hasta la última línea, y como ha sucedido ya una vez, la lectura va seguida de aplausos universales y de unánimes aclamaciones.

—Señores —dicen entonces los oficiales del Municipio— ¡nos alegramos de conocer vuestras disposiciones, pues nos dijeron que aquí había tumulto y vemos que nos han engañado! No dejaremos de dar cuenta de lo que hemos visto, diciendo qué tranquilidad reina en el Campo de Marte. Lejos de impediros que hagáis vuestra petición, os ayudaremos con la fuerza pública, en el caso de que se trate de perturbaros. Si no estuviésemos ejerciendo funciones firmaríamos nosotros mismos, y si dudáis de nuestra buena intención, permaneceremos aquí como rehenes hasta que todos los firmantes se hayan inscrito.

El espíritu de la petición es realmente el de todos, puesto que los mismos individuos de la municipalidad firmarían la petición si su condición no se lo impidiese.

Esta adhesión de tres hombres que se adelantaban hacia ellos con desconfianza, suponiéndoles intenciones hostiles, estimula a los peticionarios. En la contienda sin gravedad que acaba de ocurrir entre el pueblo y la guardia nacional se ha detenido a dos hombres, y como sucede casi siempre en semejante circunstancia, ambos son del todo inocentes, por lo cual los más notables peticionarios piden que se les ponga en libertad.

—No estamos autorizados para esto —contestan los delegados del Municipio—; pero nombrad comisarios que nos acompañen al ayuntamiento, y se hará justicia.

Entonces se eligen doce comisarios; Billot, nombrado por unanimidad, forma parte de la comisión, y esta se dirige con los tres delegados a la casa Ayuntamiento.

Al llegar a la plaza de la Greve, los comisarios se asombran al ver que está llena de tropa, y penosamente se abren paso a través de aquel bosque de bayonetas.

Billot los guía; ya se recordará que conoce la casa Ayuntamiento, pues le hemos visto entrar en ella con Pitou más de una vez.

En la puerta de la sala del consejo, los tres oficiales invitan a los comisarios a esperar un momento; mandan que se les abra la puerta, entran y no vuelven a salir.

Los comisarios esperan una hora.

No se recibe noticia alguna.

Billot se impacienta y golpea el suelo con el pie. De pronto se abre la puerta y se presenta todo el cuerpo municipal con Bailly a la cabeza.

El alcalde está muy pálido; ante todo es matemático y tiene sentimiento exacto de lo justo y de lo injusto; comprende que se le impulsa a cometer una mala acción; pero la orden de la Asamblea está allí y Bailly la cumplirá rigurosamente.

Billot se adelanta hacia él.

—Señor alcalde —dice, con ese tono firme que ya le conocemos—, os esperamos hace más de una hora.

—¿Quién sois vos y qué tenéis que decirme? —pregunta Bailly.

—¿Quién soy? —pregunta Bailly—. Me extraña que me lo preguntéis, señor de Bailly, aunque es verdad que los que van por mal camino no pueden conocer a los que siguen el bueno… Yo soy Billot.

Bailly hizo un movimiento: tan sólo aquel nombre le recordaba el individuo que había entrado uno de los primeros en la Bastilla; el hombre que había custodiado la casa Ayuntamiento en los días terribles de las matanzas de Foullon y de Bertier; el hombre que iba junto a la portezuela del coche del rey al volver de Versalles, que puso la escarapela tricolor en el sombrero de Luis XVI, que despertó a Lafayette en la noche del 5 al 6 de octubre, y que, en fin, acababa de traer al rey de Varennes.

—En cuanto a lo que tengo que deciros —continuó Billot—, debo advertir que somos los enviados del pueblo reunido en el Campo de Marte.

—Y ¿qué pide el pueblo?

—Pide que se cumpla la promesa hecha por vuestros tres enviados, es decir, que ponga en libertad a los dos ciudadanos injustamente acusados, y de cuya inocencia respondemos.

—¡Bueno! —replicó Bailly, tratando de parar—, ¿respondemos nosotros de semejantes promesas?

—Y ¿por qué no responderíais?

—¡Porque son de facciosos!

Los comisarios se miraron con asombro. Billot frunció el ceño.

—¿De facciosos? —exclamó—. ¡Ah!, he aquí ahora que somos facciosos.

—Sí —replicó Bailly—, facciosos, y voy ahora al Campo de Marte para restablecer la paz.

Billot se encogió de hombros y comenzó a reírse de esa manera ruidosa que en ciertos hombres tiene una expresión amenazadora.

—¿Restablecer la paz en el Campo de Marte? —exclamó—. Vuestro amigo Lafayette acaba de salir de allí, así como también vuestros delegados, los cuales podrán deciros que el Campo de Marte está tan tranquilo como la casa Ayuntamiento.

En aquel momento el capitán de una compañía del batallón Bonne-Nouvelle acude apresuradamente.

—¿Dónde está el señor alcalde? —pregunta.

Billot se aparta para que se vea a Bailly.

—¡Heme aquí! —dice este último.

—¡A las armas, señor alcalde, a las armas! —grita el capitán—; se están matando en el Campo de Marte, donde cincuenta mil bribones reunidos se disponen a marchar contra la Asamblea.

Apenas el capitán ha pronunciado estas palabras, cuando la pesada mano de Billot se apoya sobre su hombro.

—Y ¿quién ha dicho eso? —pregunta el labrador.

—La Asamblea.

—¡Pues la Asamblea ha mentido! —replica Billot.

—¡Caballero! —dice el capitán, desenvainando su sable.

—¡La Asamblea ha mentido! —repite Billot, cogiendo el sable en parte por la empuñadura y por la roja, y arrancándolo de manos del capitán.

—¡Basta, basta, señores! —dice Bailly—, pues vamos a ver eso nosotros mismos… Señor Billot —añadió— devolved ese sable, yo os lo ruego, y si tenéis influencia sobre los que os envían, volved cerca de ellos e invitadles a dispersarse.

Billot arrojó el sable a los pies del capitán.

—¿A dispersarse? —repitió—. ¡Vamos!, se nos ha reconocido el derecho de petición por un decreto, y hasta que este se anule no será permitido a nadie, ni al señor alcalde ni al comandante de la guardia nacional, impedir a los ciudadanos que expresen su deseo… ¿Vais al Campo de Marte? Os precederemos, señor alcalde.

Los que rodeaban a los actores de esta escena no esperaban más que una orden, una palabra o un ademán de Bailly para detener a Billot; pero el alcalde comprendía que aquella voz que acababa de hablarle tan alto y con tal firmeza era la del pueblo.

Por lo cual hizo una seña para que se dejara pasar a Billot y los comisarios.

Se bajó a la plaza: una gran bandera roja flotaba en una de las ventanas de la Casa de la ciudad, y sus pliegues de color de sangre ondulaban a impulsos de las primeras ráfagas de una tempestad próxima.

Por desgracia no duró más que algunos minutos; hubo truenos sin lluvia; el calor del día aumentó, produciendo más electricidad en el aire, y a esto se redujo todo.

Cuando Billot y los otros comisarios volvieron al Campo de Marte, la multitud había aumentado mucho.

En cuanto se podía calcular, el número de las personas que allí se hallaban debía ascender a unas sesenta mil.

Estos sesenta mil ciudadanos y ciudadanas se hallan repartidos en el declive que rodea el altar de la Patria en la plataforma, y hasta en las gradas del altar mismo.

Billot y sus once colegas llegan; prodúcese un gran movimiento; de todos los puntos se acude corriendo y la gente se oprime. ¿Han sido puestos en libertad los dos ciudadanos? ¿Qué ha contestado el señor alcalde?

Los dos ciudadanos no han sido puestos en libertad, y el alcalde no ha contestado; pero sí ha dicho que los peticionarios eran facciosos.

Estos últimos se echan a reír del título que se les da, y cada cual continúa su paseo o vuelve a sus quehaceres.

Entretanto se sigue firmando la petición.

Cuéntase ya cuatro o cinco mil firmas; antes de la noche habrá cincuenta mil, y la Asamblea deberá doblegarse ante esa temible unanimidad.

De pronto llega un ciudadano corriendo: no solamente ha visto la bandera roja en las ventanas de la casa Ayuntamiento, como los comisarios, sino que, al anunciarse que se iba a marchar al Campo de Marte, ha oído a los guardias nacionales proferir gritos de alegría mientras que cargaban sus fusiles. Después un oficial de la Municipalidad ha recorrido las filas para hablar en voz baja a los jefes.

Entonces todas las fuerzas de la guardia nacional, con Bailly y el ayuntamiento a la cabeza, se han puesto en marcha hacia el Campo de Marte.

El que da estos detalles ha tomado la delantera para anunciar a los patriotas estas alarmantes noticias.

Pero reina tal tranquilidad, tal conjunto y tan fraternal sentimiento en aquel inmenso terreno consagrado por la federación del año anterior, que los ciudadanos, ejerciendo un derecho reconocido por la Constitución, no pueden creer que están amenazados.

Prefieren pensar que el mensajero se engaña.

Se continúa firmando; las danzas y los cantos van en aumento.

Sin embargo, se comienza a oír el toque del tambor, que se aproxima por momentos.

Entonces se miran unos a otros con inquietud; prodúcese un gran rumor, y algunos se muestran las bayonetas que brillan semejantes a espigas de hierro.

Los individuos de las diversas sociedades patrióticas se reúnen, se agrupan y proponen retirarse.

Pero desde la plataforma del altar de la Patria, Billot grita:

—Hermanos, ¿qué hacemos? ¿Por qué ese temor? O la ley marcial es contra nosotros o no lo es, y en este último caso, ¿por qué huir? Si lo es se publicará, estaremos advertidos por las intimaciones. Y entonces podremos retirarnos.

—¡Sí, sí —gritan por todas partes—, estamos dentro de la ley… esperamos las intimaciones… se necesitan tres!… ¡Quedémonos, quedémonos!

Nadie se va.

En el mismo instante el tambor resuena más próximo y la guardia nacional aparece por tres entradas del Campo de Marte.

Una tercera parte de aquella fuerza armada se presenta por la bocacalle contigua a la Escuela militar.

El segundo tercio por la que hay más abajo.

Y la tercera, en fin, por la que da frente a las alturas de Chaillot. Por este lado, la tropa atraviesa el puente de madera y avanza con la bandera roja a su cabeza; Bailly va entre sus filas.

Pero la bandera roja es casa invisible y no atrae la atención de la multitud sobre aquella fuerza más que sobre las otras dos.

Esto es lo que ven los peticionarios del Campo de Marte. Y ¿qué ven los recién llegados?

La vasta llanura llena de paseantes inofensivos, y en medio de ella al altar de la Patria, gigantesca construcción, a cuya plataforma se sube, como ya hemos dicho, por cuatro escaleras enormes, que cuatro batallones pueden franquear a la vez.

En aquella plataforma se elevan aún piramidalmente gradas que conducen a un terraplén coronado por el altar de la Patria, al que presta sombra una elegante palmera.

Cada grada, desde lo más alto hasta lo más bajo, sirve para sentarse, según la capacidad, a un número más o menos considerable de espectadores.

La pirámide humana se eleva así ruidosa y animada.

La guardia nacional del Marais y del arrabal de San Antonio, unos cuatro mil hombres con su artillería, llegaba por la bocacalle que confina con el ángulo meridional de la Escuela militar y se había extendido delante del edificio.

Lafayette se fiaba poco de aquellos hombres del Marais y de los arrabales que formaban el partido democrático de su ejército, y por esto les había reunido con un batallón de la guardia a sueldo.

Esta guardia representaba los modernos pretorianos. Se componía, como ya hemos dicho, de antiguos militares, de guardias franceses licenciados y de fayetistas furiosos, los cuales, sabiendo que se había disparado un tiro a su dios, venían a vengar este crimen, el cual era a sus ojos mucho peor que el de lesa nación, cometido por el rey.

Aquella guardia, que llegaba de Gros-Caillou ruidosa, formidable y amenazadora, penetró por el centro del Campo de Marte y encontróse desde luego enfrente del altar de la Patria.

Por último, el tercer cuerpo, que desembocaba por el puente de madera precedido de aquella mezquina bandera roja citada ya, se componía de la reserva de la guardia nacional, con la que se mezclaban un centenar de dragones armados hasta los dientes.

Por las mismas aberturas por donde pasaba la guardia nacional de infantería, penetraban al mismo tiempo algunos escuadrones de caballería, los cuales, levantando el polvo mal desvanecido por la breve tempestad, que se podía considerar como un presagio, ocultaron a los espectadores la vista del drama que se iba a representar, permitiéndoselo ver tan sólo a través de un velo o por pequeños claros.

Vamos a referir ahora lo que se pudo divisar a través de aquel velo.

Bailly acababa de ser recibido por tos gritos y silbidos de los pilletes que ocupaban el declive por la parte de Grenelle; en medio de este rumor oyóse una detonación, y una bala, pasando por detrás del alcalde de París, hirió ligeramente a un dragón.

Entonces Bailly manda hacer fuego, pero da orden de disparar al aire, solamente para intimidar.

Pero como un eco de esta fusilería, óyese otra.

Era la guardia nacional a sueldo, que hacía fuego a su vez.

Pero ¿contra quién, por qué?

¡Contra aquella multitud inofensiva que rodeaba el altar de la Patria!

Un grito espantoso contestó a esta descarga; luego se vio lo que se había visto tan poco aún y lo que se debía ver con tanta frecuencia después.

La multitud huyendo y dejando tras sí cadáveres inmóviles, heridos arrastrándose en la sangre.

Y en medio del humo y del polvo, la caballería encarnizada en la persecución de los fugitivos.

El Campo de Marte presentaba un aspecto deplorable; las mujeres y los niños eran los que más habían sufrido.

Entonces sucedió lo que sucede en semejantes circunstancias: la locura de la sangre y el afán de carnicería se acrecentó cada vez más.

Los artilleros colocaron sus cañones en batería, disponiéndose a romper el fuego.

Apenas tuvo Lafayette el tiempo necesario para ponerse él mismo con su caballo a la boca de los cañones.

Después de haberse agitado un instante, la multitud, fuera de sí, fue a refugiarse por instinto entre las filas de la guardia nacional del Marais y del arrabal de San Antonio.

La guardia nacional entreabrió sus filas para recoger a los fugitivos; el viento había impelido el humo hacia ella; así es que, no habiendo visto nada, creía que aquella multitud, dominada por el miedo, iba a refugiarse entre la fuerza.

Cuando el humo se desvaneció vio con terror la tierra manchada de sangre y cubierta de muertos.

En aquel instante un ayudante de campo llegaba al galope, portador de una orden a la guardia nacional del arrabal de San Antonio y del Marais, para que siguieran adelante barriendo la plaza, a fin de unirse con los otros dos cuerpos de tropa.

Pero, muy por el contrario, apuntó al ayudante de campo y a los jinetes que perseguían la multitud.

El ayudante de campo y los jinetes retrocedieron ante las bayonetas patrióticas.

Todos cuantos habían huido por aquella parte encontraron una protección firme.

En un momento quedó evacuado el Campo de Marte, quedando allí solamente los cuerpos de los hombres, de las mujeres y de los niños heridos por aquella terrible descarga de la guardia nacional a sueldo, y los de los desgraciados fugitivos acuchillados por los dragones o aplastados por los caballos.

Y sin embargo, en medio de aquella carnicería, sin espantarse al ver caer los muertos, al oír los gritos de los heridos y las descargas de fusilería, ni temer tampoco las bocas de los cañones, los patriotas recogieron los cuadernos de la petición, que así como los hombres encontraron refugio en las filas de la guardia nacional de Marais y del arrabal de San Antonio, obtuvieron sin duda también un asilo en la casa de Santerre.

¿Quién había dado la orden de hacer fuego? Nadie lo supo; es uno de esos misterios históricos que no se han explicado, a pesar de las más concienzudas investigaciones. Ni al caballeresco Lafayette ni al honrado Bailly les agradaba la sangre; pero esta les persiguió hasta su muerte.

Su popularidad se perdió el mismo día.

¿Cuántas víctimas quedaron en el campo de la matanza? Se ignora, pues los unos disminuyeron el número para atenuar la responsabilidad del alcalde y del comandante general, y los otros le aumentaron para enaltecer la cólera del pueblo.

Llegada la noche se arrojaron los cadáveres al Sena, que, cómplice ciego, los arrastró al Océano, donde todos se perdieron.

Pero en vano Bailly y Lafayette fueron, no solamente absueltos, sino felicitados por la Asamblea y en vano los diarios constitucionales dieron a este acto el nombre de triunfo de la ley, pues semejante triunfo fue vilipendiado como merecen serlo todos esos desastrosos días en que el poder mata sin combatir. El pueblo, qué siempre da a las cosas su verdadero nombre, llamó a este supuesto triunfo matanza del Campo de Marte.