Hay ciertos momentos en que el pueblo, después de excitaciones sucesivas, sube como una marea y necesita algún gran cataclismo para volver, como al Océano, al lecho que la naturaleza le destinó.
Así era el pueblo parisiense durante aquella primera quincena de julio, en la que tantos acontecimientos le habían puesto en ebullición.
El domingo, 10, se quiso ir a la fiesta de Voltaire, pero el mal tiempo impidió que se celebrara y el cortejo se detuvo delante de la barrera de Charenton, donde la multitud había estado todo el día.
El lunes, 11, el tiempo se aclaró; la procesión emprendió la marcha y atravesó por París en medio de una inmensa multitud, deteniéndose ante la casa donde había muerto el autor del Diccionario filosófico y de La Doncella, a fin de dar tiempo a la señora Villette, su hija adoptiva, y a la familia de Calas, para coronar el ataúd mientras cantaban los coros de la Ópera.
El miércoles, 13, espectáculo en Nuestra Señora, donde se representa la Toma de la Bastilla a gran orquesta.
El jueves, 14, aniversario de la federación, peregrinación al altar de la Patria; las tres cuartas partes de París se hallan en el Campo de Marte, y las cabezas se elevan cada vez más a los gritos de «¡Viva la nación!», y al ver las iluminaciones universales en medio de las que el palacio de las Tullerías, sombrío y mudo, parece una tumba.
El 15, votación en la cámara protegida por las cuatro mil bayonetas y las mil picas de Lafayette; petición de la multitud cierre de teatros, ruido y rumores durante toda la tarde y una parte de la noche.
Por último, el sábado, 16, deserción de los Jacobinos que pasan a los Fuldenses; escenas violentas en el Puente Nuevo, donde varios individuos de la policía maltratan a Fréron y detienen a un inglés, amo del italiano llamado Rotondo; excitación en el Campo de Marte, donde Billot descubre en la petición la frase de Lacios; votación popular sobre el destronamiento de Luis XVI, y cita para el día siguiente a fin de firmar la petición.
Noche sombría, agitada, llena de tumulto, en la cual, mientras que los grandes agitadores de los Jacobinos y de los Franciscanos se ocultan porque conocen el juego de sus enemigos, los hombres concienzudos y francos del partido se prometen reunirse y dar alguna cosa que pueda servir para la empresa comenzada.
Otros velan con sentimiento menos honrados, y sobre todo menos filantrópicos; son esos hombres odiosos que se encuentran en cada gran conmoción de las sociedades, que buscan la perturbación, el tumulto y la sangre, así como los buitres y los tigres quieren los ejércitos que se baten y les proporcionan cadáveres.
Marat, en su subterráneo, donde le tiene sujeto su monomanía, Marat cree siempre estar perseguido, amenazado, o aparenta creerlo así; vive en la sombra como los animales carniceros y las aves de rapiña; y de esa sombra, como del antro de Trofonio o de Delfos, salen todas las mañanas siniestros oráculos esparcidos en las hojas de ese diario titulado El Amigo del Pueblo. Desde hace algunos días el diario de Marat olfatea la sangre; desde la vuelta del rey propone, como único medio de poner a salvo los derechos y los intereses del pueblo, un dictador único y una matanza general. Al decir de Marat es preciso, ante todo, dar muerte a la Asamblea y ahorcar a las autoridades, después de lo cual, a manera de variante, porque esto no le basta, propone aserrar manos, cortar pulgares y enterrar a las personas vivas. Es preciso que el médico de Marat le visite según su costumbre y le diga: «¡Escribís con tinta roja, Marat, y es preciso que yo sangre!».
Verriere, aquel horrible jorobado, aquel formidable enano de largos brazos y de largas piernas, a quien hemos visto aparecer para tomar parte en las jornadas del 5 y 6 de octubre, y que después de estas ha vuelto a la oscuridad, ha reaparecido en la noche del 16, y cual visión del Apocalipsis, dice Michelet, se le ha visto montado en el caballo blanco de la muerte, sobre cuyos costados se balanceaba sus largas piernas, de gruesas rodillas y descomunales pies; se ha detenido en las esquinas de las calles y en las encrucijadas, y, heraldo de la desgracia, ha convocado al pueblo para el día siguiente en el Campo de Marte.
Fournier, que se presentará por primera vez, y a quien llamarán Fournier el Americano, no porque haya nacido en América, puesto que es de Auvernia, sino porque ha sido capataz de negros en Santo Domingo, Fournier es un perdido, hombre arruinado por un proceso que no ganó, y que está resentido del silencio de la Asamblea nacional, a la cual dirigió veinte peticiones sucesivas inútilmente. Atribuye la culpa a los Lameth, a Duport y a Barnave, y por eso se ha prometido vengarse de ellos a la primera ocasión. Aquel hombre, que tiene en su pensamiento los sobresaltos de la fiera y en su rostro la expresión de la hiena, cumplirá su palabra.
He aquí, pues, la posición de todos en la noche del 16 al 17.
El rey y la reina esperan ansiosos en las Tullerías: Barnave les ha prometido un triunfo sobre el pueblo; pero no les ha dicho cuál sería ni de qué modo se alcanzaría, aunque los medios les importan poco. El rey desea ese triunfo para que mejore la posición de la monarquía; la reina porque sería un principio de venganza, pues el pueblo la ha hecho sufrir tanto, que a su modo de ver la es permitido vengarse.
La Asamblea, apoyada en una de esas mayorías ficticias que tranquilizan a todos, espera con cierta serenidad; ha tomado sus medidas; suceda lo que quiera, tendrá la ley en su favor; y si el caso lo exige, invocará la frase suprema: ¡Salvación pública!
Lafayette espera también sin temor: tiene su guardia nacional que le es fiel aún, y entre ella un cuerpo de nueve mil hombres compuesto de antiguos militares, guardias franceses voluntarios. Este cuerpo pertenece más al ejército que a la ciudad, es asalariado, y por eso se llaman la guardia asalariada.
Si al día siguiente se ha de efectuar alguna ejecución terrible, este cuerpo se encargará de ella.
Bailly y la municipalidad esperan por su lado. Bailly, después de toda una vida de estudio y de despacho, se ha elevado súbitamente en la política; y amonestado por la Asamblea sobre la debilidad que demostró en la noche del 15, reposa apoyado en la ley marcial, la cual aplicará al día siguiente con todo su rigor en caso necesario.
Los Jacobinos esperan, pero en el desorden más completo: Robespierre está oculto; Lacios, que ha visto borrar su frase, pone mala cara; Pétion, Buzot y Brissot se hallan dispuestos, suponiendo bien que la jornada del día siguiente será ruda; Santerre, que a las once de la mañana debe ir al Campo de Marte para retirar la petición, les dará noticias.
Los Franciscanos han abdicado: Danton, como hemos dicho, está en Fontenay, en casa de su suegro, donde se reunirán con él Legendre, Fréron y Camilo Desmoulins. Los demás no harán nada, porque falta la cabeza.
El pueblo, que ignora todo esto, irá al Campo de Marte para firmar la petición; gritará: «¡Viva la nación!», y bailará alrededor del altar de la Patria, cantando el famoso Ca ira de 1790.
Entre 1790 y 1791 la reacción ha abierto un abismo, y se necesitarán los muertos del 17 de julio para colmarle.
Como quiera que sea el día amaneció magnífico, y desde las cuatro de la mañana, todos esos pequeños industriales que viven de las multitudes, que venden coco, tortas y bollos, comenzaban a encaminarse hacia el altar de la Patria, que se elevaba solitario en medio del Campo de Marte, semejante a un catafalco.
Un pintor colocado a unos veinte pasos del lado que daba al río, hacía cuidadosamente un dibujo.
A las cuatro y media se cuentan ya unas ciento cincuenta personas en el Campo de Marte.
Los que se levantan tan temprano son generalmente los que han dormido mal, y los más de estos —hablo de los hombres y las mujeres del pueblo— son los que han cenado mal o no han cenado.
Y si no se ha cenado ni dormido, se suele estar de mal humor a las cuatro de la madrugada.
Entre aquellas ciento cincuenta personas que rodeaban el altar de la Patria había, pues, bastante de mal humor, y sobre todo de mal aspecto.
De pronto, una mujer, una vendedora de bebidas, que había subido a los escalones del altar, profiere un grito.
La punta de una barrena acababa de perforar su zapato.
Llama y acuden: la tabla está perforada de agujeros cuya existencia no se explica; pero aquella barrena que ha perforado el zapato de la mujer indica la presencia de uno o varios hombres bajo la plataforma del altar de la Patria.
¿Qué pueden hacer allí?
Se les interpela, se les intima a contestar o declarar sus intenciones, a salir y a presentarse.
No se obtiene contestación.
El pintor deja su escabel, deja su dibujo y corre al Gros-Caillou para llamar a la guardia.
Esta última, que no ve motivo suficiente en el hecho de haber sido tocada una mujer en el pie con una barrena, rehúsa el servicio y despide al pintor.
Al volver este, la exasperación ha llegado a su colmo; trescientas personas rodean el altar de la Patria; se levanta una tabla, se penetra en la cavidad y se encuentra a nuestro peluquero con su compañero el inválido, los dos muy cabizbajos.
El peluquero, que ve en la barrena una prueba de convicción, arrójala lejos de sí; pero no ha pensado en apartar el barril.
Le cogen por el cuello, oblíganle a subir a la plataforma, le interrogan sobre sus intenciones, y se llevan a los dos a casa del comisario.
Interrogados allí confiesan con qué fin se escondieron; el comisario no ve en ello más que una travesura sin consecuencia y los pone en libertad; pero en la puerta encuentran a las lavanderas de Gros-Caillou, con sus paletas en la mano. Estas mujeres, según parece son muy quisquillosas en cuanto a su honor, y cual otras Dianas irritadas, cierran a golpes contra los acteones[42] modernos.
En aquel momento llega un hombre corriendo: se ha encontrado bajo el altar de la Patria un barril de pólvora, y de esto se deduce que los dos culpables se hallaban allí, no para practicar agujeros, como ellos dicen, a fin de mirar, sino para volar a los patriotas.
Bastaba destapar el barril para asegurarse de que contenía vino en vez de pólvora; bastaba reflexionar que al pegarle fuego los dos conspiradores perecerían los primeros más seguramente aún, y así se habría demostrado la inocencia de los supuestos culpables; pero hay momentos en que no se reflexiona en nada, ni se comprueba cosa alguna, ni se quiere hacer nada de esto.
En el instante mismo la borrasca se convierte en tempestad. Un grupo de hombres llega, sin que nadie sepa de qué punto sale. ¿De dónde serían aquellos hombres que mataron a Foullon, a Bertier y a Flesselles? ¿De dónde los que hicieron las jornadas del 5 y 6 de octubre? De las tinieblas, a las cuales vuelven cuando su obra de muerte ha concluido. Aquellos hombres se apoderan del pobre inválido y del infeliz peluquero; el inválido, acribillado a cuchilladas, no se levanta; el otro es arrastrado a un reverbero; le pasan una cuerda al cuello, elévanle a la altura de diez pies, el peso de su cuerpo rompe la cuerda, vuelve a caer vivo, lucha un instante y ve la cabeza de su compañero en la punta de una pica. ¿Cómo había allí precisamente una pica? El infeliz profiere un grito y pierde el conocimiento; entonces le cortan la cabeza y se encuentra a punto otra pica para recibir el sangriento trofeo.
En el mismo instante se experimenta la necesidad de pasear por París aquellas dos cabezas, y los portadores, seguidos de un centenar de bandidos semejantes a ellos y de numeroso populacho, se dirigen cantando por la calle de Grenelle.
A las nueve, los oficiales de la municipalidad y los notables, con ujieres y trompetas, proclamaban en la plaza del Palais-Royal el decreto de la Asamblea, dando a conocer las medidas represivas que se aplicarán a toda infracción a este decreto, cuando por la calle de Santo Tomás del Louvre desembocan los asesinos.
Así quedaba la municipalidad en la mejor posición; por duras que fuesen sus medidas, jamás llegarían a la altura del crimen que se acababa de cometer.
La Asamblea comenzaba a reunirse; desde la plaza del Palais-Royal hasta el Picadero hay poca distancia, y la noticia llegó allí al punto.
Pero no se hablaba de un peluquero y un inválido castigados con exceso por una travesura de colegial, sino de dos buenos ciudadanos, amantes del orden, a quienes se asesinó por haber recomendado a los revolucionarios el respeto a las leyes.
Entonces Regnault de Saint-Jean-d’Angely se lanza a la tribuna y grita:
—¡Ciudadanos, pido la ley marcial; pido a la Asamblea que declare criminales de lesa nación a los que por escritos individuales o colectivos induzcan al pueblo a resistir!
La Asamblea se levanta casi en masa y aprueba la proposición de Regnault de Saint-Jean-d’Angely.
Y he aquí a los peticionarios convertidos en criminales de lesa nación. Esto era lo que se quería.
Robespierre estaba oculto en un rincón de la Asamblea; oyó proclamar la votación y corrió a los Jacobinos para darles aviso de la medida que se acababa de adoptar.
La sala del club estaba desierta; apenas veinticinco o treinta individuos vagaban por el antiguo convento. Santerre estaba esperando la orden de los jefes, y se le envía al Campo de Marte a fin de que prevenga a los peticionarios del peligro que corren.
Los encuentra en número de doscientos o trescientos, firmando en el altar de la Patria la petición de los Jacobinos.
Billot es el punto céntrico de aquel movimiento; no sabe firmar, pero ha dicho su nombre, le guían la mano y es el primero en escribirle.
Santerre sube al altar de la Patria, anuncia que la Asamblea acaba de proclamar rebelde a quien ose pedir el destronamiento del rey, y declara que los Jacobinos le envían para retirar la petición redactada por Brissot.
Billot baja tres escalones y hállase frente al célebre cervecero; los dos hombres del pueblo se miran y examinan, símbolo uno y otro de las dos fuerzas materiales que funcionan en aquel momento: la provincia y París.
Los dos se reconocen por hermanos, pues han combatido juntos en la Bastilla.
—¡Está bien! —dice Billot— se devolverá a los Jacobinos su petición; pero se hará otra.
—Y esa petición —dice Santerre— bastará llevarla a mi casa del arrabal de San Antonio; yo la firmaré y mis obreros también.
Y ofrece su ancha mano a Billot, que le da la suya.
A la vista de aquella poderosa fraternidad que reúne la provincia con la capital, se aplaude.
Billot devuelve a Santerre su petición, y se aleja haciendo al pueblo una de esas señales de promesa que no le engañan nunca; y además ha comenzado a conocer a Santerre.
—Ahora —dice Billot— los Jacobinos tienen miedo y por esto retiran su petición, teniendo derecho para ello; pero nosotros, que nada tememos, estamos igualmente en el derecho de hacer otra.
—¡Sí, sí! —gritan varias voces—. ¡Otra petición, aquí mañana!
—Y ¿por qué no hoy? —pregunta Billot—. ¡Quién sabe lo que sucederá de aquí a mañana!
—¡Sí, sí, hoy, ahora mismo!
En derredor de Billot se ha formado un grupo de personas distinguidas: la fuerza tiene la virtud del imán y atrae.
Aquel grupo se compone de diputados de los Franciscanos o de aspirantes a Jacobinos que, mal informados o más atrevidos que los jefes, han ido al Campo de Marte, a pesar de la contraorden.
Los más de aquellos hombres eran desconocidos entonces, pero no debían tardar en hacerse célebres.
Eran: Robert, la señorita de Keralio, Roland, Bruñe, obrero tipógrafo, que será más tarde mariscal de Francia; Hebert, escritor público, futuro redactor del terrible Padre Duchene; Chaumette, periodista y alumno de medicina; Sergent, grabador, que pondrá en escena las fiestas patrióticas; Fabre d’Eglantine, autor de la Intigra epistolar; Henriot, el gendarme de la guillotina; Maillard, el terrible ujier del Châtelet, a quien hemos perdido de vista desde el 6 de octubre; Isabey, padre e hijo, tal vez el único de los actores de esta escena que pueda referirla, joven y vivo a los ochenta y ocho años.
—¡Ahora mismo! —grita el pueblo.
Un inmenso aplauso resuena en el lado del Campo de Marte.
—¿Quién lleva la pluma? —pregunta una voz.
—Yo, vosotros, nosotros, todo el mundo —contesta Billot—; así será de veras la petición del pueblo.
Un patriota corre a buscar papel, tinta y plumas.
Entretanto se cogen todos por las manos y comiénzase a bailar cantando el famoso Ca ira.
El patriota vuelve a los diez minutos provisto de papel, plumas y tinta.
Entonces Robert toma la pluma, y la señorita de Keralio, madame Roland y su esposo dictan sucesivamente la petición que sigue:
PETICIÓN A LA ASAMBLEA NACIONAL, REDACTADA EN EL ALTAR DE LA PATRIA EL 17 DE JULIO DE 1791
Representantes de la nación:
Tocáis al término de vuestros trabajos, y muy pronto sucesores nombrados por el pueblo van a seguir vuestras huellas sin encontrar los obstáculos que os presentaron los diputados de los dos órdenes privilegiados, enemigos necesarios de todos los principios de la santa igualdad.
Se comete un gran crimen: Luis XVI huye, abandonando indignamente su puesto, y la nación está a dos dedos de la anarquía: varios ciudadanos le detienen en Varennes y es conducido a París. El pueblo de esta capital os pide con insistencia que no resolváis sobre la suerte del culpable sin haber oído la expresión del voto de todos los departamentos.
Diferís; infinidad de mensajes llegan a la Asamblea; en todos se pide simultáneamente que Luis sea juzgado, pero vosotros opináis que era inocente e inviolable, declarando, por vuestra votación del 16, que se le presentará la carta constitucional. Legisladores, no era este el voto del pueblo, y hemos pensado que vuestra mayor gloria, vuestro deber mismo, consistía en ser los órganos de la voluntad pública. Sin duda os ha conducido a este acuerdo la multitud de diputados refractarios que protestaron de antemano contra la Constitución; pero recordad, vosotros los que representáis a un pueblo generoso, que esos doscientos noventa protestantes no tenían voto en la Asamblea nacional, y que, por lo tanto, el decreto es nulo en la forma y el fondo; en este último como contrario al voto del soberano, y en la forma porque le presentan doscientos cincuenta individuos de calidad.
Estas consideraciones, y el deseo imperioso de evitar la anarquía, a la cual nos ha de exponer la falta de buena inteligencia entre representantes y representados, todo, en fin, nos obliga a pedir, en nombre de Francia, que se retire ese decreto, tomando en consideración que el delito de Luis XVI está probado; que este rey abdicó; que se debe recibir su abdicación y convocar un nuevo cuerpo constitucional para proceder como es justo al juicio del culpable, y sobre todo, establecer un nuevo poder ejecutivo.
Redactada la petición se reclamó silencio; todo rumor cesa al punto, las cabezas se descubren, y Robert lee en alta voz las líneas que acabamos de transcribir.
Responden al deseo de todos; no se ha de hacer ninguna observación, y a la última frase resuenan los aplausos unánimes.
Se trataba de firmar; ya no había allí doscientas o trescientas personas, sino diez mil tal vez, y como llegaban de continuo por todas las entradas del Campo de Marte, más de cincuenta mil rodearían el altar de la Patria.
Los redactores firman los primeros; después pasan la pluma a sus vecinos, y como en un segundo las firmas llegan al pie de la página, se distribuyen hojas del mismo tamaño de la petición, que se numerarán y unirán después.
Se firma desde luego en los cuatro ángulos del altar de la Patria, y después sobre los escalones, sobre las rodillas o los sombreros, sobre todo cuanto ofrece un punto de apoyo.
Sin embargo, según las órdenes de la Asamblea transmitidas a Lafayette, y que se relacionan, no con la petición que se firma en aquel momento, sino con el asesinato de la mañana, las primeras tropas llegan al Campo de Marte; pero tanto preocupa la petición, que apenas se fija la atención en ellas.
Pero lo que ha de suceder tendrá alguna importancia.