La conversación de la reina con Barnave habrá dado a nuestros lectores una idea exacta, así lo esperamos, de la situación que se hallaban todos los partidos el 15 de julio de 1791.
Los nuevos Jacobinos ocupando el lugar de los antiguos.
Estos últimos, formando el club de los Fuldenses.
Los Franciscanos, en la persona de Danton, de Camilo Desmoulins y de Legendre, reuniéndose con los nuevos Jacobinos.
La Asamblea, ahora realista constitucional, resuelta a mantener el rey a toda costa.
El pueblo empeñado en destronarle por todos los medios posibles, pero decidido a servirse por lo pronto de la protesta y la petición.
Ahora bien; ¿qué había ocurrido entre la noche en que medió aquella entrevista de Barnave con la reina, protegida por el actor Saint-Prix, y el momento en que vamos a entrar en casa de madame Roland?
Lo diremos en pocas palabras.
Durante aquella conversación, por lo pronto y en el instante mismo en que terminaba, tres hombres estaban sentados alrededor de una mesa, teniendo ante sí papel, plumas y tinta, porque los Jacobinos les habían encargado redactar la petición.
Aquellos tres hombres eran Danton, Lacios y Brissot.
Danton no era el hombre propio para aquella especie de reuniones; y además, en su vida de placeres y de movimiento siempre esperaba con impaciencia el fin de cada uno de los comités de que formaba parte.
Al cabo de un instante, pues, se levantó, dejando a Brissot y a Lacios redactar la petición como la entendieran.
Lacios le vio salir; siguióle con los ojos hasta que hubo desaparecido, y con el oído hasta que se cerró la puerta.
Esta doble función de sus sentidos le despertó al parecer un instante de aquella soñolencia ficticia bajo la cual ocultaba su infatigable actividad; después se hundió en su sillón, y dejando caer la pluma, dijo:
—A fe mía, amigo Brissot, podéis redactar eso como os parezca, pues en cuanto a mí, renuncio… ¡Ah!, si fuera un mal libro, como se dice en la corte, una continuación de las Relaciones peligrosas, este sería mi negocio; pero una petición, una petición… —añadió bostezando— esto me aburre horriblemente.
Brissot, por el contrario, era el hombre propio para aquella especie de redacciones. Convencido, pues, de que redactaría la petición mejor que nadie, aceptó el encargo que le daban por ausencia de Danton y por la renuncia de Lacios. Este último cerró los ojos, se acomodó lo mejor que pudo en su sillón como si quisiera dormir, y entretanto su compañero se dispuso a pesar cada frase, a fin de intercalar una observación respecto a la regencia de su príncipe.
A medida que Brissot escribía una frase leíala, y Lacios aprobaba con un ligero movimiento de cabeza.
Brissot puso en evidencia la situación.
1.º El silencio hipócrita o tímido de la Asamblea, que no había querido o no había osado resolver sobre el rey.
2.º La abdicación de hecho de Luis XVI, puesto que había huido, y que la Asamblea le suspendió, ordenando su persecución y detención; no se persigue ni se detiene ni se suspende al rey, y si se hace todo esto es porque ya no es soberano.
3.º La necesidad de proceder a su reemplazo.
—¡Bien, bien! —dijo Lacios al oír esta última palabra.
Y como Brissot se dispusiera a continuar…
—¡Esperad… esperad! —exclamó el secretario del duque de Orleáns—, me parece que después de las palabras «a su reemplazo» se debe añadir alguna cosa… algo que nos atraiga a las personas tímidas. No todo el mundo ha jugado, como nosotros, el todo por el todo.
—Es posible —dijo Brissot—. ¿Qué añadiríais?
—¡Oh!, más bien os corresponde a vos que a mí hablar de eso, amigo Brissot… Yo añadiría… veamos…
Lacios aparentó buscar una frase, que formulada ya en su mente no esperaba más que el momento de salir.
—Pues bien —dijo al fin— después de las palabras «proveer a su reemplazo», yo añadiría: «Por todos los medios constitucionales».
¡Estudiad y admirad, hombres políticos, redactores pasados, presentes y futuros, de peticiones, de protestas y de proyectos de ley!
¿No es verdad que eran bien poca cosa esas palabras inofensivas?
Pues bien; vais a ver, es decir, aquellos de mis lectores que tengan la suerte de no ser hombres políticos, verán adonde nos conducían las palabras: «Por todos los medios constitucionales».
Todos los medios constitucionales de proceder al reemplazo del rey, se reducían a uno solo. Este medio era la regencia.
Ahora bien, en ausencia del conde de Provenza y del conde de Artois, hermanos de Luis XVI, pero que habían perdido su popularidad por la emigración, ¿a quién correspondía la regencia?
Esta inocente frase, deslizada en una petición redactada en nombre del pueblo, hacía regente al duque de Orleáns por la voluntad de aquel.
¿No es verdad que es una buena cosa la política? Pero aún deberá pasar mucho tiempo para que el pueblo vea claro cuando trate con los hombres de la fuerza del señor Lacios.
Bien fuese porque Brissot no adivinara el sentido encerrado en estas pocas palabras, o porque no viera la serpiente que se había deslizado bajo aquel apéndice, y que levantaría la cabeza silbando cuando llegara el momento, o ya, en fin, porque, sabiendo lo que arriesgaba como redactor de la petición, quisiera tener una puerta de salida, no opuso ninguna objeción, y agregó la frase, diciendo:
—En efecto, esto nos atraerá algunos constitucionales… ¡La idea es buena, señor de Lacios!
El resto de la petición estaba conforme con el sentimiento que la hizo decretar.
Al día siguiente, Pétion, Brissot, Danton, Camilo, Desmoulins y Lacios, se dirigían a los Jacobinos con la petición.
La sala estaba desierta o poco menos.
Todo el mundo se hallaba en los Fuldenses.
Barnave no se había engañado; la deserción era completa.
Pétion corre a los Fuldenses.
¿A quién encuentra?, a Barnave, Duport y Lameth, redactando un mensaje a las sociedades jacobinas de provincias, mensaje por el cual les anuncian que el club de los Jacobinos no existe ya y acaba de ser trasladado a los Fuldenses bajo el título de Sociedad de los Amigos de la Constitución.
Por eso esta asociación, que tanto trabajo costó fundar, y que, semejante a una red, se extiende por toda Francia, dejará de obrar, paralizada por la vacilación.
¿A quién creerá y a quién obedecerá? ¿A los antiguos Jacobinos o a los nuevos?
Entretanto se dará el golpe de Estado contrarrevolucionario, y el pueblo, que no tendrá punto de apoyo, durmiéndose sobre la buena fe de aquellos que velan por él, se despertará vencido y agarrotado.
Se trata de hacer frente a la tempestad.
Cada cual redactará su protesta, para enviarla a la provincia donde crea tener algún crédito.
Roland es el diputado especial de Lyon: ejerce gran influencia sobre la población de esta segunda capital del reino; y Danton, antes de dirigirse al Campo de Marte —donde a falta de los Jacobinos, que no se han encontrado, se debe hacer firmar la petición al pueblo—, se presenta en casa de Roland, le explica la situación e invítale a enviar sin tardanza una protesta a los lyoneses, confiando en él para la redacción de este documento importante.
El pueblo de Lyon dará la mano al de París y protestará al mismo tiempo que él.
Esta protesta, redactada por su esposo, es la que madame Roland está copiando.
En cuanto a Danton, ha ido a reunirse con sus amigos al Campo de Marte.
En el momento de su llegada se debate una gran cuestión: en medio de la inmensa arena está el altar de la Patria, erigido para la fiesta del 14, y que ha quedado allí como el esqueleto del pasado.
Como ya hemos dicho al hablar de la federación de 1790, era una plataforma a la cual se subía por cuatro escaleras, correspondiendo a los cuatro puntos cardinales.
En el altar de la Patria Veíase un cuadro que representaba el triunfo de Voltaire, el día 12, y sobre el cuadro el anuncio de los Franciscanos con el juramento de Brutus.
La discusión se refería a las cinco palabras agregadas a la petición por Lacios.
Iban a pasar desapercibidas, cuando un hombre que parecía pertenecer a la clase popular por su traje y sus modales casi violentos, interrumpe al lector bruscamente:
—¡Alto! —exclama—. ¡Se engaña al pueblo!
—¿Cómo así? —preguntó el lector.
—Con las palabras: «Por todos los medios constitucionales…» esto es rehacer una monarquía, y no queremos más rey.
—¡No, nada de monarquía, nada de rey! —gritó la mayoría de los oyentes.
¡Cosa extraña! Los Jacobinos fueron entonces los que tomaron el partido de la monarquía.
—¡Señores, señores —dijeron—, cuidado! Si no hay monarquía ni rey, esto será el advenimiento de la república, y no estamos preparados para ella.
—¿No estamos preparados? —replicó el hombre del pueblo—. Bien…, pero uno o dos soles como el de Varennes nos prepararán.
—¡A votar la petición!
—¡A votar! —repitieron los que habían gritado— ya «¡Nada de monarquía, nada de rey!».
Fue preciso votar.
—Que levanten la mano los que no quieran reconocer más a Luis XVI ni a ningún otro rey —dijo el desconocido.
Tan poderosa mayoría levantó la mano, que ni siquiera fue menester apelar a la segunda prueba.
—Está bien —dijo el provocador—; mañana domingo, 17 de julio, todo París se hallará aquí para firmar la petición. Yo, Billot, soy quien se encarga de avisar.
Al oír el nombre de Billot, todos habían reconocido al terrible labrador que, acompañado del ayudante de campo de Lafayette, había detenido al rey en Varennes, conduciéndole a París.
De este modo, al primer golpe se había dejado atrás a los más osados Franciscanos y Jacobinos. Y ¿por quién? Por un hombre del pueblo, es decir, por instinto de las multitudes, tanto que Camilo Desmoulins, Danton, Brissot y Pétion declararon que en su concepto, como semejante acto de parte del pueblo parisiense no podía efectuarse sin que se promoviera algún trastorno, convendría obtener del Ayuntamiento permiso para reunirse al día siguiente.
—Sea —dijo el hombre del pueblo—, obtenedle, y si no os lo dan, yo lo exigiré.
Camilo Desmoulins y Brissot fueron elegidos para evacuar la diligencia.
Bailly estaba ausente y no se encontró más que al primer síndico, que no quiso responder de nada; no rehusó, pero no autorizó tampoco, contentándose con aprobar verbalmente la petición. Brissot y Camilo Desmoulins salieron de la casa Ayuntamiento considerándose como autorizados.
Detrás de ellos, el primer síndico envió recado a la Asamblea para prevenirla del paso que se acababa de dar.
La Asamblea había sido sorprendida en falta.
No había resuelto cosa alguna respecto a la situación de Luis XVI fugitivo, suspenso de su título de rey, alcanzado en Varennes, conducido a las Tullerías y encerrado aquí como prisionero desde el 26 de junio.
No se debía perder tiempo.
Desmeuniers, con todas las apariencias de un enemigo de la familia real, presentó un proyecto de decreto concebido en estos términos:
«La suspensión del poder ejecutivo durará hasta que el acta constitucional se haya presentado al rey y sea aceptada por él».
El proyecto, propuesto a las siete de la noche, quedaba adoptado a las ocho por una inmensa mayoría.
De este modo la petición del pueblo resultaba inútil, pues el rey, suspendido tan sólo hasta el día en que aceptara la Constitución, volvía a ser, por esta simple aceptación, rey como antes; todo aquel que pida el destronamiento de un rey mantenido constitucionalmente por la Asamblea, mientras que aquel se muestre dispuesto a cumplir con dicha condición, será, por lo tanto, un rebelde.
Ahora bien; como la situación es grave, se perseguirá a los rebeldes por todos los medios que la ley pone a disposición de los agentes.
Se acuerda la reunión del alcalde con el consejo municipal aquella misma noche en la casa Ayuntamiento.
La sesión comenzó a las nueve y media.
A las diez se había acordado que al día siguiente, domingo 17 de julio, desde las ocho de la mañana, el decreto de la Asamblea, impreso y aplicado en todas las esquinas de París, sería proclamado además en todas las encrucijadas a son de trompa por los notables y los ujieres debidamente escoltados de tropas.
Una hora después, esta decisión era conocida en los Jacobinos.
Estos últimos se consideraban muy débiles; la deserción de los más de ellos a los Fuldenses les dejaba aislados y sin fuerza.
Y se doblegaron.
Santerre, el hombre del arrabal de San Antonio, el cervecero popular de la Bastilla, aquel que debía suceder a Lafayette, se encargó, en nombre de la sociedad, de ir al Campo de Marte para retirar la petición.
Los Franciscanos se mostraron más prudentes aún.
Danton declaró que iba a pasar el día siguiente en Fontenay-sous-Bois, donde su suegro, el botillero, tenía una pequeña casa de campo.
Legendre le prometió casi ir a reunirse con él en compañía de Desmoulins y Fréron.
Los Roland recibieron una esquela en la cual se les prevenía que era inútil enviar su protesta a Lyon.
Todo se había impedido y aplazado.
Era cerca de media noche y madame Roland acababa de copiar la protesta cuando llegó aquella esquelita de Danton.
Precisamente en aquel momento, dos hombres sentados a una mesa en la sala interior de una taberna de Gros-Caillou, apurando su tercera botella de vino a quince sueldos, daban la última mano a un singular proyecto.
Eran un peluquero y un inválido.
—¡Ah!, qué extrañas ideas tenéis, señor Lajariette —decía el inválido con una risa estúpida y obscena.
—¡Eso es, padre Remy! —replicó el peluquero—. Antes de amanecer vamos al Campo de Marte, levantamos una tabla del altar de la Patria, nos deslizamos debajo después de volver a colocarla, y luego, con una barrena gruesa perforamos el suelo… Mañana irán muchas ciudadanas jóvenes y lindas para firmar la petición en el altar de la Patria, y a través de los agujeros…
La risa obscena y estúpida del inválido redobló; era evidente que ya pensaba estar mirando por las aberturas del altar de la Patria.
El peluquero no reía de tan buena gana: la honrosa y aristocrática corporación a que pertenecía estaba arruinada por la desgracia de los tiempos, y la emigración había arrebatado a los artistas en cabello sus mejores parroquianos. Además, Taima acababa de representar el papel de Tito en Berénice, y su manera de peinarse dio origen a una nueva moda que consistía en llevar los cabellos cortos y sin polvo.
Los peluqueros en general eran, por lo tanto, realistas, como lo era Prudhomme, y veréis que el día en que el rey fue ejecutado, un peluquero se cortó el cuello en su desesperación.
Ahora bien, era una buena jugarreta contra aquellas pícaras patriotas, como las llamaban las pocas grandes damas que habían permanecido en Francia, ir a mirar bajo sus faldas; y Lajariette contaba con sus recuerdos eróticos para encontrar asunto en sus conversaciones de la mañana durante un mes. La idea de esta broma le ocurrió trincando con un inválido amigo suyo que había dejado una pierna en Fontenoy, la cual reemplazó el Estado con otra de madera.
En su consecuencia, los dos bebedores pidieron una cuarta botella de vino, que el dueño se apresuró a llevarles.
Ya iban a comenzarla, cuando al inválido se le ocurre a su vez una idea.
Se reducía a coger un barrilito, vaciar en él la botella en vez de servirse de los vasos, agregar otras dos y llevarse el barril consigo.
El inválido apoyaba su proposición sobre el axioma de que acalora mucho mirar al aire.
El peluquero se dignó sonreír, y como el dueño les observase que era inútil permanecer allí si no bebían, los dos hombres ajustaron el precio de la barrena y del barril, colocando en este las tres botellas, y a la hora de media noche se dirigieron al Campo de Marte a través de la oscuridad, levantaron la tabla, y con el barril entre los dos se echaron sobre la blanda arena, donde quedaron dormidos.