Los corazones de ambos latían con igual violencia, pero bajo el impulso de dos sentimientos muy contrarios: el de la reina latía con la esperanza de vengarse; el de Barnave por el deseo de ser amado.
La reina entró vivamente en la segunda habitación buscando la luz, por decirlo así. Nada temía ciertamente de Barnave ni de su amor, pues sabía hasta qué punto era este respetuoso y leal; mas por el instinto de mujer huía de la oscuridad.
Llegada a la segunda habitación, se dejó caer en una silla.
Barnave se detuvo en el umbral de la puerta y paseó una mirada por toda la circunferencia de la habitación, iluminada tan sólo por dos bujías.
Esperaba encontrar al rey, que había asistido a las dos precedentes entrevistas con María Antonieta.
La habitación estaba solitaria.
Por primera vez, desde su paseo en la galería, del obispo de Meaux, iba a encontrarse solo con la reina.
Y aplicó la mano maquinalmente sobre su corazón para comprimir los latidos.
—¡Oh!, señor Barnave —dijo la reina después de una pausa—, os espero dos horas hace.
El primer impulso de Barnave al oír aquella queja, proferida con voz tan dulce que dejaba de ser acusadora para convertirse en plañidera, hubiera sido arrojarse a los pies de la reina; pero el respeto le contuvo.
El corazón indica que algunas veces caer a los pies de una mujer es faltarle al respeto.
—¡Ay!, señora —dijo—, es cierto; mas espero que Vuestra Majestad comprenderá que esto no ha sido por mi gusto y sí ajeno a mi voluntad.
—¡Ya, ya! —repuso la reina con un movimiento afirmativo de cabeza— ya sé que sois fiel a la monarquía.
—Soy fiel a la reina sobre todo —dijo Barnave—, y esto es lo que deseo que Vuestra Majestad reconozca bien.
—No lo dudo, caballero… ¿Conque no habéis podido venir antes?
—Lo intenté a las siete, señora, y encontré al señor Marat en el terraplén. ¡No sé como semejante hombre osa acercarse al palacio!
—¿El señor Marat? —dijo la reina, como si buscase en sus recuerdos—. ¿No es un periodista que escribe contra nosotros?
—Que escribe contra todo el mundo, sí… Sus ojos de víbora me han seguido hasta que desaparecí por la verja de los Fuldenses… y he pasado bajo vuestras ventanas sin atreverme siquiera a mirarlas. Por fortuna, en el puente Real encontré a Saint-Prix.
—¡Saint-Prix! ¿Quién es ese? —preguntó la reina con un desdén que casi igualaba al que había manifestado respecto a Marat—. ¿Es algún cómico?
—Sí, señora, un comediante —replicó Barnave—, pero ¡cómo ha de ser! He aquí uno de los caracteres de nuestra época: comediantes y periodistas, gente cuya existencia no conocían los reyes en otro tiempo sino para darles órdenes, que todos se daban por contentos con obedecer; pero esos comediantes y periodistas son ahora ciudadanos con su parte de influencia; se mueven según su voluntad, obran conforme a su inspiración y pueden hacer el bien o el mal… Saint-Prix ha enmendado lo que Marat había dificultado. —¿Cómo así?
—Saint-Prix vestía de uniforme, y yo que le conozco mucho, señora, me acerqué a él para preguntarle dónde estaba de guardia. Por fortuna era en palacio; sabía que podía fiarme de su discreción, y le dije que me habíais hecho el honor de concederme una audiencia…
—¡Oh, Barnave!
—¿Era mejor renunciar…?
El diputado iba a decir a la dicha, pero replicó:
—¿Era mejor renunciar al honor de veros y dejaros ignorar las importantísimas noticias que os traigo?
—No —contestó la reina—, habéis hecho bien… Y ¿creéis que se puede tener confianza en el señor de Saint-Prix?
—Señora —dijo gravemente Barnave—, creed que el momento es supremo; los hombres que os quedan son amigos verdaderamente fieles, y si mañana —esto se resolverá en pocas horas— los Jacobinos triunfan sobre los constitucionales, vuestros amigos serán cómplices… Y ya habéis visto que la ley no aparta de vos el castigo sino para herir a vuestros amigos, a quienes llama cómplices.
—Es verdad —replicó la reina—. Y decís que el señor de Saint-Prix…
—Sí, señora, me anunció que estaba de guardia en las Tullerías de nueve a once, que procuraría que le confiaran el entresuelo, y que entonces, durante dos horas, Vuestra Majestad estaría en libertad de comunicarme sus órdenes…; pero me ha aconsejado que me ponga el uniforme de oficial de la guardia nacional, y he seguido su consejo.
—Y ¿habéis encontrado al señor de Saint-Prix en su puesto?
—Sí, señora… le ha costado dos billetes del teatro obtener de un sargento el puesto deseado… Ya veis que la corrupción es fácil —añadió Barnave sonriendo.
—¡El señor Marat… el señor Saint-Prix… dos billetes de teatro…! —repitió la reina, dirigiendo una mirada de espanto al abismo de donde salen los hechos secundarios que en los días de revolución teje el destino de los reyes.
—¡Oh!, sí, Dios mío —dijo Barnave—, es extraño. ¿No es verdad, señora? Es lo que los antiguos llaman fatalidad, los filósofos casualidad y los creyentes Providencia.
La reina cogió un bucle de cabellos de su hermoso cuello y le miró con tristeza.
—En fin —murmuró— esto es lo que me ha encanecido antes de tiempo.
Y volviendo a Barnave y a la parte política de la situación, abandonada un momento por la parte vaga y pintoresca, le dijo:
—Pero yo creía haber oído decir que habíamos obtenido una victoria en la Asamblea.
—Sí, señora, la hemos alcanzado allí, pero acabamos de sufrir una derrota en los Jacobinos.
—¡Pues no comprendo nada, Dios mío! —exclamó la reina—. ¡Yo creí que los Jacobinos eran de los vuestros, del señor Lameth y del señor Duport, que los teníais en la mano y que los manejabais a vuestro gusto!
Barnave movió tristemente la cabeza.
—Así era en otro tiempo —dijo—; pero un nuevo espíritu ha soplado sobre la Asamblea.
—De Orleáns, ¿no es verdad? —preguntó la reina.
—Sí, por lo pronto de allí viene el peligro.
—¡Otra vez el peligro! ¿Pues no hemos escapado de él por la votación de hoy?
—Comprended bien esto, señora, pues para hacer frente a una situación es preciso conocerla; he aquí lo que se ha votado hoy: «Si un rey se retracta de su juramento, si ataca o no defiende a su pueblo y abdica, queda reducido a simple ciudadano y se le puede acusar de los delitos posteriores a su abdicación».
—Pues bien —dijo la reina— el rey no se retractará de su juramento ni atacará a su pueblo, y si atacan a este le defenderá.
—Sí, mas por esta votación, señora, queda una puerta abierta para los revolucionarios y los orleanistas. La Asamblea no ha resuelto sobre el rey, ha votado medidas preventivas contra una segunda deserción, pasando por alto la primera; y ¿sabéis lo que esta noche ha propuesto en los Jacobinos el señor Lacios, el hombre del duque de Orleáns?
—¡Oh!, sin duda alguna cosa terrible. ¿Qué puede proponer de saludable el autor de las Relaciones peligrosas?
—Ha solicitado que se haga en París y en toda Francia una petición para reclamar el destronamiento, y ha prometido diez millones de firmas.
—¡Diez millones de firmas —exclamó la reina—, Dios mío! ¿Tan odiados somos que diez millones de franceses nos rechazan?
—¡Oh!, señora, las mayorías son fáciles de hacer.
—Y ¿ha sido aprobada la proposición?
—Ha suscitado un debate… Danton apoyó.
—¡Danton! Yo creía que ese señor Danton era de nosotros… El señor de Montmorin me había hablado de un cargo de abogado en los consejos del rey que se vendió o compró, no me acuerdo bien, y que nos proporcionaba ese hombre.
—El señor de Montmorin se engañó, señora; si Danton fuera de alguno sería del duque de Orleáns.
—Y ¿ha dicho algo el señor de Robespierre?… Aseguran que comienza a tener mucha influencia.
—Sí, Robespierre habló, pero no estaba por la petición; aconsejaba tan sólo un mensaje a las sociedades Jacobinas de provincia.
—Pero se necesitaría tener de nuestra parte a Robespierre, si tiene semejante importancia.
—No tenemos a Robespierre, señora; este hombre es de él mismo; tiene una idea, una utopía, un fantasma, una ambición tal vez.
—Pero, en fin, su ambición, cualquiera que fuere, podemos satisfacerla… Suponed que quiera ser rico.
—No quiere serlo.
—Pues ser ministro…
—Tal vez quiera ser más que esto.
La reina miró a Barnave con cierto asombro.
—Me parecía, no obstante —contestó—, que ser ministra era lo más elevado a que uno de nuestros súbditos podía aspirar.
—Si Robespierre mira al rey como destronado, no se considera como súbdito suyo.
—Pero ¿qué ambiciona entonces? —preguntó la reina espantada.
—Hay momentos, señora, en que ciertos hombres sueñan con nuevos títulos políticos, en vez de los antiguos ya caducados.
—¡Sí, comprendo que el señor duque de Orleáns sueñe con ser regente, pues su nacimiento le llama a este cargo; pero Robespierre, un abogadillo de provincia!…
La reina olvidaba que Barnave era también un abogadillo de provincia.
Pero Barnave se mantuvo impasible, bien porque el golpe se deslizara sin tocarle, ya porque tuviera valor para ocultar su pena.
—¡Marius y Cromwell —dijo— salieron de las filas del pueblo!
—¡Marius… Cromwell!… ¡Ay de mí! —exclamó María Antonieta—. ¡Cuando oía pronunciar esos nombres en mi infancia, nunca sospeché que algún día debían resonar en mi oído de una manera fatal!… Sin embargo, veamos —pues nos apartamos de los hechos sin cesar para descender a las apreciaciones—: Me habéis dicho que Robespierre se oponía a la petición presentada por el señor Lacios y apoyada por Danton.
—Sí; pero en aquel momento entró una multitud compuesta de los alborotadores ordinarios del Palais-Royal, y una legión de mujeres, como para apoyar a Lacios, y no solamente la proposición de este se aprobó, sino que se acordó que mañana a las once los Jacobinos reunidos oyeran la lectura de la petición; se enviaría al Campo de Marte, para firmarla en el altar de la Patria, y desde allí se remitiría a las sociedades de provincia, que firmarán a su vez.
—Y ¿quién redacta esa petición?
—Danton, Lacios y Brissot.
—¿Tres enemigos?
—Sí, señora.
—Pero ¡Dios mío! ¿Qué hacen nuestros amigos los constitucionales?
—¡Ah!, aquí está la cosa… Sabed, señora, que están resueltos a jugar mañana el todo por el todo.
—Pero ¿ya no pueden permanecer en los Jacobinos?
—Vuestra admirable inteligencia respecto a los hombres y las cosas, señora, os hace ver la situación tal como es… Sí, conducidos por Duport y Lameth, vuestros amigos acaban de separarse de vuestros enemigos y oponen los Fuldenses a los Jacobinos.
—¿Qué es eso de los Fuldenses? Dispensad, no sé nada, pues entran tantos nombres y tantas palabras nuevas en nuestra lengua política, que cada una de mis frases es una pregunta.
—Señora, los Fuldenses es el nombre de ese gran edificio situado junto al Picadero, que se apoya en la Asamblea, y que da su nombre al terraplén de las Tullerías.
—Y ¿quién pertenece a ese club?
—Lafayette, es decir, la guardia nacional, y Bailly, o sea la municipal.
—Lafayette… Lafayette… ¿creéis poder contar con él?
—Le creo sinceramente adicto al rey.
—¡Fiel al rey, como el leñador con la encina que corta en su raíz! Bailly, pase; no tengo motivo de queja contra él, y hasta diré que me dio la denuncia de aquella mujer que había adivinado nuestra marcha; pero Lafayette…
—Vuestra Majestad le juzgará a su tiempo.
—Sí, es verdad —dijo la reina, pensando dolorosamente en lo pasado—, sí… Versalles… Pero volvamos a ese club. ¿Qué se trata de hacer y qué se quiere proponer? ¿Cuál será su fuerza?
—Enorme, puesto que dispondrá a la vez de la guardia nacional, de la municipalidad y de la mayoría de la Asamblea, que vota con nosotros. ¿Qué les quedará a los Jacobinos? Cinco o seis diputados tal vez: Robespierre, Pétion, Lacios y el duque de Orleáns, todos ellos elementos heterogéneos que no podrán ya hacer más que remover la turba de los nuevos individuos, de los intrusos y de los trastornadores, que harán ruido, pero que no tendrán la menor influencia.
—¡Dios lo quiera, caballero! Y entre tanto, ¿qué piensa hacer la Asamblea?
—Desde mañana se propone amonestar vivamente al señor alcalde de París, sobre su vacilación y su debilidad de hoy, de lo cual resultará que el bueno de Bailly, que es de la familia de los péndulos y que para andar necesita solamente que le pongan en hora, marchará ya bien de aquí en adelante.
En aquel momento dieron las once menos cuarto y se oyó al centinela toser.
—Sí, sí —murmuró Barnave—, ya lo sé; es hora de que me retire, y sin embargo, me parece que tenía mil cosas que decir aún a Vuestra Majestad.
—Y yo —contestó la reina— no tengo más que una que contestaros, señor Barnave, y es que os estoy agradecida, a vos y a vuestros amigos, por los peligros a que os exponéis por causa mía.
—Señora —contestó Barnave—, el peligro es un juego en el que puedo ganarlo todo, bien sea vencido o vencedor, pues la reina me paga con una sonrisa.
—¡Ay de mí!, caballero, yo no sé apenas lo que es sonreírse; pero hacéis tanto por nosotros, que trataré de recordar la época en que era feliz, y os prometo que mi primera, sonrisa será para vos.
Barnave se inclinó, con la mano sobre su corazón, y salió de espaldas.
—A propósito —dijo la reina—. ¿Cuándo volveré a veros?
—Mañana, la petición y la segunda votación de la Asamblea… Pasado mañana, la explosión y la represión provisional… En la noche del domingo, señora, trataré de venir a daros cuenta de lo que haya pasado en el Campo de Marte.
Y salió.
La reina volvió a subir muy pensativa, a la habitación de su esposo, a quien halló tan pensativo como ella. El doctor Gilberto acababa de salir, y le había dicho poco más o menos las mismas cosas que Barnave dijo a la reina.
Ni uno ni otro tuvieron necesidad de cruzar una mirada para ver que por ambas partes las noticias eran tristes.
El rey acababa de escribir una carta, que la presentó a la reina sin desplegar los labios.
Eran poderes conferidos al conde de Provenza, para que solicitara, en nombre de Luis XVI, la intervención del emperador de Austria y del rey de Prusia.
—Vuestro hermano me ha hecho mucho daño —dijo la reina—; me aborrece y me hará aún todo el mal que pueda; mas puesto que merece la confianza del rey, también tiene la mía.
Y cogiendo la pluma estampó heroicamente su firma junto a la del rey.