Capítulo CX

Vamos a saber lo que contenía la protesta que madame Roland copiaba; mas para que el lector se halle bien al corriente de la situación y vea claro en uno de los más sombríos misterios de la Revolución, es preciso desde luego que pase con nosotros por las Tullerías para estar allí en la noche del 15 de julio.

Detrás de la puerta de la habitación que daba a un corredor oscuro y desierto, situado en el entresuelo del palacio, una mujer permanecía en pie con el oído atento y la mano sobre la llave, estremeciéndose a cada paso que despertaba un eco en los alrededores.

Aquella mujer, si ignoramos quién es, nos será difícil reconocerla, pues además de la oscuridad que hasta en medio del día reina en aquel corredor, la noche ha llegado ya, y bien sea casualidad o premeditación, la mecha del único quinqué que allí hay se había bajado y parecía a punto de apagarse.

Además, la segunda estancia de la habitación es la única alumbrada, y contra la puerta de la primera espera la mujer, estremeciéndose y escuchando.

¿Quién es? María Antonieta.

¿A quién espera? A Barnave.

¡Oh, soberbia hija de María Teresa!, ¿quién os hubiera dicho, el día que os consagran reina de los franceses, que iba a llegar un momento en que, oculta detrás de la puerta de la habitación de vuestra camarera, esperaríais estremeciéndoos de temor y de esperanza a un abogadillo de Grenoble, vos, que habéis hecho esperar tanto a Mirabeau sin dignaros recibirle más que una vez?

Pero no hay que engañarse; la reina espera a Barnave con un interés tan sólo político; en su respiración ansiosa, en sus movimientos nerviosos, en aquella mano que tiembla al rozar la llave, el corazón no entra para nada, y sí tan sólo el orgullo interesado.

Decimos el orgullo, porque a pesar de las mil persecuciones de que el rey y la reina son blancos desde su vuelta, es evidente que la vida queda libre, y que toda la cuestión se resume en estas pocas palabras: «¿Perderán los fugitivos de Varennes el resto de su poder, o reconquistarán el que han perdido?».

Desde aquella noche fatal en que Charny salió de las Tullerías para no volver más, el corazón de la reina ha dejado de latir. Durante algunos días se ha mantenido indiferente a todo, hasta a los ultrajes; pero poco a poco ha echado de ver que había dos puntos de su poderosa organización por los cuales vivía aún, el orgullo y el odio, y ha vuelto en sí para odiar y para vengarse.

No vengarse de Charny ni tampoco odiar a Andrea, cuando piensa en ellos; se aborrece a sí propia, y de ella es de quien quería vengarse, porque es demasiado leal para no decirse que de su parte están todas las faltas y todas las abnegaciones.

¡Oh!, si pudiese aborrecerlos, sería demasiado feliz.

Pero lo que ella odia, y desde lo más profundo de su corazón, es aquel pueblo que ha puesto la mano sobre ella como sobre una fugitiva ordinaria, que la ha colmado de disgustos, persiguiéndola con injurias y desvergüenzas. Sí, aborrece mucho a aquel pueblo que la ha llamado señora Déficit, señora Veto, que la llama Austriaca y que la llamará la viuda Capeto.

Y si puede vengarse, ¡oh!, ¡cómo se vengará!

Ahora bien; lo que la traía Barnave el 30 de julio de 1791, a las nueve de la noche, mientras que madame Roland copia enfrente de su esposo aquella protesta cuyo contenido ignoramos aún, es tal vez la impotencia y la desesperación, pero quizá sea también ese manjar divino que se llama la venganza.

En efecto, la situación es suprema.

Sin duda que, gracias a Lafayette y a la Asamblea nacional, se había parado el primer golpe con el escudo constitucional, diciéndose que el rey no había huido, sino que se le habían llevado.

Pero se recordará el anuncio de los franciscanos, la proposición de Marat, la diatriba del ciudadano Prudhomme, la moción de Camilo Desmoulins, el axioma del genovés Dumont, y también que se trata de fundar un nuevo diario en el cual trabajará Brissot, y cuyo título ha de ser El Republicano.

¿Se quiere conocer el prospecto de ese diario? Es breve, pero explícito; el americano Thomas Payne es quien lo redactó; después lo tradujo un joven oficial que hizo la guerra de la independencia, y fue publicado con la firma de Duchâtelet.

¡Qué extraña cosa es esa fatalidad que desde los cuatro ángulos del mundo llama nuevos enemigos contra aquel trono que se derrumba! ¡Tomás Payne! ¿Qué viene a hacer aquí Tomás Payne? ¡Ese hombre que es de todos los países, inglés, americano y francés, que ha trabajado en todos los oficios, que ha sido fabricante, maestro de escuela, aduanero, marinero y periodista! Pues viene a mezclar su aliento con ese aire de tempestad que tan despiadadamente sopla sobre la antorcha que se apaga.

He aquí el prospecto de El Republicano de 1791, de ese diario que se publicaba, o que iba a publicarse cuando Robespierre preguntaba qué era una república:

«Acabamos de ver que la ausencia de un rey es mejor para nosotros que su presencia. Ha desertado, y de consiguiente, abdicó. La nación no devolverá jamás su confianza al perjuro, al fugitivo. ¡Poco importa que huyera por su propia inclinación o por la de otro! Pillo o idiota, siempre es indigno. Estamos libres de él y él de nosotros, es un simple individuo llamado Luis de Borbón. En cuanto a su seguridad, es cierto; Francia no se deshonrará nunca con la monarquía, y esta ha concluido. ¿Qué es un oficio abandonado a la casualidad del nacimiento, que puede desempeñarse por un idiota? ¿No es la nada? ¿No es el vacío?».

Ya se comprenderá, el efecto producido por semejante anuncio, publicado en las paredes de París. El constitucional Malouet, espantado, entró corriendo y fuera de sí en la Asamblea nacional para denunciar el prospecto y pedir que se detuviese a los autores.

—Sea —contestó Pétion— pero leamos por lo pronto el prospecto.

Ciertamente le conocía ya Pétion, uno de los raros republicanos que había entonces en Francia; pero Malouet que le había denunciado, retrocedió ante la lectura. ¡Si las tribunas aplaudieran! Y estaba seguro de que aplaudirían.

Dos individuos de la Asamblea, Chabroud y Chapelier, enmendaron la torpeza de su colega.

—La prensa es libre —dijeron—, y cada cual, loco o sabio, tiene derecho para emitir su opinión. Despreciemos la obra de un insensato y pasemos a la orden del día.

—Sea, no hablemos más.

Y la Asamblea pasó a la orden del día. Pero la hidra es la que amenaza a los reyes. Mientras que la cabeza cortada crece de nuevo, otra muerde.

No se ha olvidado al hermano del rey ni tampoco la conspiración Favras; separado Luis XVI, el príncipe debe ser nombrado regente; pero hoy no se trata ya de eso, porque el príncipe ha huido al mismo tiempo que el rey, y más feliz que este ha ganado la frontera.

Pero el señor duque de Orleáns se ha quedado.

Y en compañía de su alma condenada, del hombre que le impulsa hacia delante, de Lacios, del autor de las Relaciones peligrosas.

Existe un decreto sobre la regencia, un decreto que se enmohece entre las carpetas. ¿Por qué no se utilizaría? El 28 de junio un diario ofrece la regencia al duque de Orleáns —según se ve, Luis XVI no existe ya, aunque haya Asamblea nacional—, y puesto que se ofrece la regencia al duque, es porque no hay rey. Por supuesto que el duque aparenta asombrarse y rehúsa.

Mas el 1 de julio, Lacios, por su propia autoridad, proclama el destronamiento y quiere un regente; el 3, Real sienta el principio de que el duque de Orleáns es verdaderamente guardián del joven príncipe, y el 4 pide en la tribuna de los Jacobinos que se reimprima y se proclame el decreto sobre la regencia. Por desgracia, los Jacobinos, que no saben aún lo que son, conocen por lo menos lo que no son. No pertenecen al partido orleanista, aunque el duque de Orleáns y el duque de Chartres forman parte de la sociedad; la regencia del primero es rechazada por los Jacobinos; pero una noche basta a Lacios para recobrar aliento; si no es amo en los Jacobinos, lo es en su diario, y en él proclama la regencia del duque de Orleáns; pero como la palabra protector fue profanada por Cromwell, el regente se titulará moderador.

Y todo esto, según se ve, es una campaña contra la monarquía, en la que esta última, impotente de por sí, no tiene más aliada que la Asamblea nacional; pero existen los Jacobinos, que constituyen una asamblea muy influyente por otro estilo, y sobre todo mucho más temible que la primera.

El 8 de julio —véase como nos acercamos—, Pétion presenta la cuestión sobre la inviolabilidad real; pero separa la inviolabilidad política de la persona.

Se le objeta que van a indisponerse con los reyes si se depone a Luis XVI.

«Si los reyes quieren combatirnos —contesta Pétion—, al deponer a Luis XVI les privamos de su más poderoso aliado, mientras que dejándole en el trono se les proporciona toda la fuerza que le habremos devuelto».

Brissot, a su vez, sube a la tribuna y va más lejos, examinando esta cuestión: «¿Se puede juzgar al rey?».

—Más tarde —dice— discutiremos, en caso de destitución, cuál será el gobierno que debe reemplazar a la monarquía.

Parece que Brissot estuvo magnífico. Madame Rolan asistía a la sesión; escuchad lo que dijo:

«No fueron aplausos, sino gritos frenéticos; tres veces la Asamblea se levantó en masa, con los brazos extendidos y los sombreros al aire, poseída de un entusiasmo indescriptible. ¡Perezca para siempre el que haya sentido o participado de esos grandes movimientos y que aún consintiera esclavizarse de nuevo!».

He aquí, pues, que no solamente se puede juzgar al rey, sino que se aplaude con entusiasmo al que resuelve la cuestión.

¡Juzgad qué terrible eco debían tener los aplausos en las Tullerías!

Por eso era necesario que la Asamblea nacional resolviese a su vez esta formidable cuestión.

Los constitucionales, en vez de retroceder ante el debate le provocaron, porque estaban seguros de la mayoría.

Pero la mayoría de la Asamblea estaba muy lejos de representar a la de la nación. No importa; las asambleas en general se inquietan poco por estas anomalías; si ellas hacen, el pueblo deshace.

Y cuando el pueblo anula lo que una asamblea decreta, esto se llama simplemente una revolución.

El 13 de julio las tribunas están llenas de personas seguras, introducidas de antemano con billetes particulares; es lo que hoy día llamaríamos la claque, es decir, aquellos a quienes se paga para que aplaudan.

Además, los realistas guardan los corredores, y para aquella circunstancia se han encontrado de nuevo los caballeros del puñal.

En fin, a propuesta de un individuo se cierran las Tullerías.

¡Oh!, sin duda en la noche de aquel día la reina había esperado a Barnave con tanta impaciencia como le esperaba la noche del 15.

Y en aquel día, sin embargo, no se debía resolver nada; solamente se iba a leer el informe hecho en nombre de los cinco comités.

Este informe decía:

«La fuga del rey no es un caso previsto en la constitución; pero la inviolabilidad real está escrita».

Los comités, considerando, por lo tanto, inviolable al rey, no entregaban a la justicia más que a los señores de Bouillé y de Charny, a madame de Tourzel, a los correos, a los criados y a los lacayos. Jamás la ingeniosa fábula de los grandes y de los pequeños había recibido más completa aplicación.

Por lo demás, en los Jacobinos, más bien que en la Asamblea, era donde se discutía la cuestión.

Como no estaba juzgada, Robespierre permanecía en la incertidumbre; no era republicano ni monárquico, pero lo mismo se podía ser libre bajo un rey que bajo un senado.

Robespierre era hombre que rara vez se comprometía, y ya hemos visto al fin del capítulo anterior qué terrores le sobrecogían aunque no estuviese comprometido.

Pero había allí hombres que no tenían esta preciosa prudencia; estos hombres eran el exabogado Danton y el carnicero Legendre, es decir, un dogo y un oso.

—La Asamblea puede absolver al rey —dijo Danton—; pero Francia reformará el juicio, porque Francia le condena.

—Los comités están locos —dijo Legendre—; si conocieran el espíritu de las masas, recobrarían la razón; y si hablo así es por su bien.

Semejantes discursos indignaban a los constitucionales; pero desgraciadamente para ellos no estaban en mayoría ni en los Jacobinos ni en la Asamblea.

Y se contentaron con salir.

Hicieron mal, como lo hacen siempre los que dejan su puesto, y sobre este punto hay un antiguo proverbio que dice: «Quien abandona su sitio, le pierde».

No solamente los constitucionales perdieron el sitio, sino que este fue ocupado por diputados populares que llevaban informes contra los comités.

Esto es lo que sucedía en los Jacobinos, y por eso se recibió a los diputados con aclamaciones.

Al mismo tiempo un mensaje que debía adquirir cierta importancia en los acontecimientos que van a seguirse, se redactaba en la otra extremidad de París, en el fondo del Marais, en un club, o más bien, en una sociedad fraternal de hombres y de mujeres, llamada sociedad de los Mínimos, por causa del lugar en que se reunía.

Esta sociedad era una sucursal de los Franciscanos, animada por el alma de Danton. Un joven de veintitrés a veinticuatro años escasos, a quien el tribuno había inspirado, redactaba aquel informe.

Este joven era Juan Lambert Tallien.

El mensaje llevaba por firma un nombre formidable: EL PUEBLO.

El 14 comenzó la discusión en la Asamblea.

Esta vez había sido imposible prohibir la entrada del público en las tribunas; imposible también rellenar, como las primeras veces, los corredores y las avenidas de realistas y caballeros del puñal, e imposible, en fin, cerrar el jardín de las Tullerías.

El prólogo se había representado ante los que recibían dinero para aplaudir; mas la comedia debía ser representada ante el verdadero público.

Y preciso es decir que este último estaba mal dispuesto.

Tanto que Duport, popular aún hacía tres meses, fue escuchado con lúgubre silencio cuando propuso que recayera en los amigos del rey el crimen de este.

Sin embargo, llegó hasta el fin, asombrado de hablar por primera vez sin que nadie dijera una palabra ni hiciese la menor señal de aprobación.

Era uno de los astros de aquel grupo formado por Duport, Lameth y Barnave, cuya luz se desvanecía poco a poco en el cielo político.

Después de él, Robespierre subió a la tribuna; Robespierre, el hombre prudente que tan bien sabía escabullirse. ¿Qué iba a decir? El orador que ocho días antes había declarado que no era ni monárquico ni republicano, ¿por quién iba a pronunciarse?

No se pronunció.

Con un tono agridulce constituyóse en abogado de la humanidad; dijo que en su concepto sería a la vez injusto y cruel no castigar más que a los débiles, y que él no atacaba al rey, puesto que la Asamblea parecía considerarle como inviolable; pero que defendía a Bouillé, a Charny, a madame de Tourzel, a los correos, a los lacayos y a los criados, todos aquellos, en fin, que por su posición dependiente debieron obedecer.

La Asamblea murmuró mucho durante este discurso; las tribunas escuchaban con suma atención, y no sabiendo si debían aplaudir o no, acabaron por ver en las palabras del orador lo que en realidad había, un verdadero ataque contra el rey y una falsa defensa de los que le sirvieron.

Entonces las tribunas aplaudieron a Robespierre.

El presidente trató de imponer silencio a las tribunas.

Prieur (de la Marne) quiso llevar la discusión a un terreno completamente despejado de subterfugios y paradojas.

—¿Qué haríais, ciudadanos —exclamó—, si estando el rey fuera de cuestión, vinieran a pediros que se le restableciera en todo su poder?

La pregunta parecía tanto más espinosa cuanto que era directa; pero hay momentos de imprudencia en que nada entorpece a los partidos reaccionarios.

Desmeuniers recogió el apostrofe y pareció sostener, en detrimento del rey, la causa de la Asamblea.

—La Asamblea —dijo el orador—, es un cuerpo del todo poderoso, y como tal bien tiene el derecho de suspender el poder real, manteniendo esa suspensión hasta el momento en que la Constitución esté terminada.

De este modo el rey, que no había huido, puesto que se le llevaron, tan sólo sería suspendido momentáneamente, y porque la Constitución no estaba concluida; tan pronto como se terminase, entraría con pleno derecho en el ejercicio de sus funciones reales.

—En fin —exclamó el orador—, puesto que lo piden —nadie le pedía nada—, puesto que me lo piden, redactaré mi explicación en decreto, y he aquí el proyecto que propongo:

1.º La suspensión durará hasta que el rey acepte la Constitución.

2.º Si no la aceptase, la Asamblea le declararla destronado.

—¡Oh! ¡Estad tranquilo —exclamó Gregorio desde su sitio—, no solamente aceptará, sino que también jurará todo cuanto queráis!

Y tenía razón, pero hubiera debido decir: «Jurará y aceptará todo cuanto queráis».

Los reyes juran más fácilmente que aceptan.

La Asamblea iba tal vez a coger al vuelo el proyecto de decreto de Desmeuniers; pero Robespierre lanzó desde su sitio estas palabras:

—¡Tened cuidado; con semejante decreto, decid desde luego que el rey no será juzgado!

Esto era sorprender en flagrante delito, y no se osó votar; un ruido que se oyó de pronto en la puerta de la Asamblea sacó a esta de su apuro.

Era una diputación de la sociedad fraternal de los Mínimos, que llevaba la proclama inspirada por Danton, redactada por Tallien y firmada por El Pueblo.

La Asamblea se vengó en los peticionarios, rehusando oír la lectura del mensaje.

Barnave se levantó entonces.

—Que no se lea hoy —dijo—, pero sí mañana; escuchadla, y no os dejéis llevar de una opinión ficticia… La ley no tiene que hacer más que poner su señal, y se verá a todos los buenos ciudadanos alrededor de ella.

Lector, recuerda bien estas pocas palabras, vuelve a leerlas, medita sobre la frase: ¡La ley no tiene que hacer más que poner su señal! La frase fue pronunciada el 14, y la matanza del 17 está contenida en ella.

Así, pues, no se contentaban con escamotear al pueblo la omnipotencia de que creía haber vuelto a ser dueño por la fuga de su rey, o mejor dicho, por la traición de su mandatario; se revolvía públicamente su omnipotencia a Luis XVI, y si el pueblo reclamaba, si el pueblo hacía peticiones, ya no era más que una opinión ficticia, de la que la Asamblea, esta otra mandataria del pueblo, daría cuenta poniendo su señal.

¿Qué significaban las palabras poner la señal de la ley?

Proclamar la ley marcial y enarbolar la bandera roja.

Y, en efecto, al día siguiente, 15, día decisivo, la Asamblea presenta un aspecto formidable; nadie la amenaza, pero quiere aparentar que está amenazada. Llama a Lafayette en su auxilio, y el general, que siempre ha pasado junto al verdadero pueblo sin verle, envía a la Asamblea cinco mil hombres de la guardia nacional, con los que, para estimular al pueblo, se apresura a mezclar mil picas del Arrabal de San Antonio.

Los fusiles eran la aristocracia de la guardia nacional; los de las picas, los proletarios.

Convencida, como Barnave, de que le bastaba enarbolar la señal de la ley para reunir a su lado, no al pueblo, sino a Lafayette, el comandante de la guardia nacional y a Bailly, el alcalde de París, la Asamblea estaba resuelta a obrar.

Ahora bien; aunque nacida hacía dos años apenas, la Asamblea era tan taimada como una de 1829 o de 1846; sabía que no se trataba más que de cansar a los diputados y a los oyentes en discusiones secundarias, y relegar hasta el fin de la discusión la cuestión principal para que no se hiciese nada sobre esta última. Perdió una mitad de la sesión escuchando la lectura de un informe militar sobre asuntos del departamento; después se mostró complaciente, dejando que se explicasen tres o cuatro individuos que tenían costumbre de hablar en medio de las conversaciones particulares; y por último, llegada al fin a los límites del debate, calló para escuchar los discursos, uno de Salles y otro de Barnave.

Dos discursos de abogados, los cuales convencieron tan bien a la Asamblea, que como Lafayette pidiera que terminase la sesión, se votó así tranquilamente.

En efecto, aquel día la Asamblea no tenía nada que temer; las tribunas estaban ocupadas a su gusto; se habían cerrado las Tullerías; la policía se hallaba a las órdenes del presidente; Lafayette tenía su asiento en medio de la cámara para pedir que terminase, y Bailly permanecía en la plaza a la cabeza del consejo municipal, dispuesto a hacer sus intimaciones. Por todas partes la autoridad en armas presentaba la batalla al pueblo.

Por eso este último, que no estaba preparado para combatir, se deslizó entre las bayonetas y las picas, para volver a su monte Aventino, es decir, al Campo de Marte.

Y nótese bien esto; no iba al Campo de Marte para alborotar declarándose en huelga como el pueblo romano, sino porque estaba seguro de encontrar allí el altar de la Patria, que desde el 14 no había tenido aún tiempo de desmontar, por activos que sean de ordinario los gobiernos para demoler los altares de la Patria.

La multitud quería redactar allí una protesta y enviarla a la Asamblea.

Mientras que la redactaba, la Asamblea se ocupó en votar:

1.º Como medida preventiva:

«Si el rey se retracta de su juramento, si ataca a su pueblo o no le defiende y abdica, queda reducido a simple ciudadano y se le puede acusar de los delitos posteriores a su abdicación».

2.º Como medida represiva:

«Serán perseguidos Bouillé, culpable principal, y como secundarios todas las personas que tomaron parte en el rapto del rey».

En el momento en que la Asamblea acababa de votar, la multitud había redactado y firmado su protesta y volvía para presentarla a la Asamblea, a la cual encontró mejor guardada que nunca. Todos los poderes eran militares aquel día: el presidente de la Asamblea era Carlos Lameth, joven coronel; el comandante de la guardia nacional, Lafayette, joven general, y hasta nuestro digno astrónomo Bailly, que había enganchado sobre su traje de sabio el cinturón militar, cubriéndose la cabeza con el tricornio municipal tenía, en medio de sus bayonetas y de sus picas, cierto aire guerrero; tanto que al verle la señora Bailly hubiera podido tomarle por Lafayette, como lo hacía algunas veces, según se aseguraba.

La multitud parlamentó; se mostraba tan poco hostil que no había medio de negarse, y el resultado de este parlamento fue que se permitiría a los diputados hablar a los señores Pétion y Robespierre. Los diputados, en número de seis, marcharon a la Asamblea bien acompañados. Robespierre y Pétion, ya prevenidos, corrieron a recibirlos al paso de los Fuldenses.

¡Era demasiado tarde; ya se había dado la votación!

Los dos individuos de la Asamblea que no eran favorables a esta votación, no dieron probablemente cuenta a los diputados del pueblo de modo que lo tomaran con moderación, y así es que estos diputados volvieron furiosos hacia los que les habían enviado.

El pueblo había perdido la partida con el mejor juego que la fortuna hubiera puesto jamás en manos de ningún otro.

Por lo mismo estaba poseído de cólera, y diseminándose por la ciudad comenzó por hacer cerrar los teatros. Cerrar estos, según decía uno de nuestros amigos en 1830, era como poner la bandera negra en París.

Pero la Ópera tenía guarnición y se resistió.

Lafayette, con sus cuatro mil fusiles y sus mil picas, no deseaba más que reprimir aquel motín naciente; pero la autoridad municipal rehusó dar órdenes.

Hasta entonces María Antonieta había estado al corriente de los acontecimientos; pero los informes cesaron aquí y su continuación se perdió en la noche, menos oscura que ellos.

Barnave, a quien esperaba con tanta impaciencia, debía decirle lo que había pasado en la jornada del 15.

Todo el mundo, por lo demás, presentía la aproximación de algún acontecimiento supremo.

El rey, que también esperaba a Barnave en la segunda habitación de madame Campan, fue prevenido de la llegada del doctor Gilberto, y para fijar más atención en el relato de los hechos subió a su aposento con el doctor, dejando a Barnave para la reina.

Por fin, a eso de las nueve y media resonaron pasos en la escalera, oyóse una voz que cruzaba algunas palabras con el centinela, y después un joven se presentó en la extremidad del corredor vistiendo el uniforme de teniente de la guardia nacional.

Era Barnave.

La reina, con el corazón palpitante, como si aquel hombre hubiera sido el amante más adorado, entreabrió la puerta, y Barnave, después de mirar adelante y atrás, se deslizó en la habitación.

Cerrada la puerta al punto, y antes de cruzarse palabra alguna, se oyó rechinar el cerrojo en su abrazadera.