El 20 de febrero de 1791, Roland había sido enviado de Lyon a París como diputado extraordinario; su misión era abogar por la causa de veinte mil obreros sin pan.
Hallábase en París hacía cinco meses cuando ocurrió el terrible acontecimiento de Varennes, que ejerció tanta influencia en el destino de nuestros héroes y en la suerte de Francia, que hemos creído deber consagrarle cerca de un volumen.
Ahora bien, desde el regreso del rey, el 25 de junio, hasta el día a que hemos llegado, 16 de julio, habían ocurrido muchas cosas.
Todo el mundo había gritado: «¡El rey huye!». Todo el mundo corrió en pos de él, todo el mundo le trajo a París, y una vez de vuelta, una vez en la capital y en las Tullerías, nadie sabía qué hacer con Luis XVI.
Cada cual emitía su parecer; las opiniones llegaban de todos lados, y hubiérase dicho que eran vientos durante la tempestad. ¡Desgraciado del barco que se hallase en el mar con semejante tormenta!
El 21 de junio, día de la fuga del rey, los Franciscanos habían hecho su programa, firmado por Legendre, aquel carnicero francés que la reina comparaba con el carnicero inglés Harrison.
En el programa se habían puesto por epígrafe los siguientes versos:
Si en Francia se encontrase algún traidor
que llorando a los reyes pidiera otro señor,
muera el pérfido en medio del tormento,
y que sus restos se los lleve el viento.
Los versos, originales de Voltaire, eran malos y rimaban mal; pero tenían el mérito de expresar claramente el pensamiento de los patriotas que le publicaban.
En aquel programa declarábase que todos los Franciscanos habían jurado dar de puñaladas a los tiranos que osasen atacar el territorio, la libertad y la constitución.
En cuanto a Marat, que va siempre solo, dando por pretexto de su aislamiento que el águila vive solitaria y que los pavos forman bandadas, Marat propone un dictador.
«¡Elegid —dice en su diario—, elegid un buen francés, un buen patriota; elegid el ciudadano que desde el principio de la revolución manifieste más luces, más celo, más fidelidad y desinterés; elegidle sin tardanza, o la causa de la revolución está perdida!».
Lo cual quería decir: «¡Elegid a Marat!».
En cuanto a Prudhomme, no propone hombre alguno ni gobierno nuevo; pero aborrece el antiguo en la persona del rey y de sus descendientes. Escuchémosle:
«Al día siguiente, que era lunes, se llevó al delfín a tomar el aire en el terrado de las Tullerías que da al río; y cuando se divisaba un grupo bastante considerable de ciudadanos, un granadero a sueldo cogía al niño en sus brazos y le sentaba en el reborde de piedra del terrado. El pequeño príncipe, fiel a la lección de la mañana, enviaba besos al pueblo, lo cual equivalía a pedir merced para su papá y su mamá. Algunos espectadores tuvieron la cobardía de gritar: “¡Viva el delfín!”. ¡Ciudadanos, estad alerta contra las zalamerías de una corte corrompida, que se humilla ante el pueblo cuando no es más fuerte!». A estas líneas seguían estas otras: «El 27 de enero de 1649 fue cuando el parlamento de Inglaterra condenó a Carlos I a ser decapitado, por haber querido extender las prerrogativas reales, manteniéndose en las usurpaciones de Jacobo I, su padre; y el 30 del mismo mes expió sus maldades, casi legitimadas por el uso y consagradas por un partido numeroso. Pero la voz del pueblo se había dejado oír; el parlamento declaró al rey fugitivo, traidor y enemigo público, y se cortó la cabeza a Carlos Estuardo delante de la sala de los festines del palacio White-Hall».
¡Bravo!, ciudadano Prudhomme, al menos no os habéis retrasado, y el 21 de enero de 1793, cuando se decapite a Luis XVI, tendréis derecho para reclamar la iniciativa, habiendo propuesto el ejemplo del 27 de junio de 1791.
Cierto es que Prudhomme —no confundirle con el de nuestro chispeante amigo Monnier, pues aquel es un necio, pero un hombre honrado—, cierto que el señor Prudhomme se convertirá más tarde en realista y reaccionario y publicará la Historia de los crímenes cometidos durante la revolución.
¡Bella cosa es la conciencia!
La Boca de hierro es más franca: nada de hipocresía, nada de palabras de doble sentido, nada, de intención pérfida; Bonneville, el leal y atrevido, el joven Bonneville, un loco admirable que divaga en las circunstancias ordinarias, pero que no se engaña nunca en las grandes, él es quien redacta ese diario. La Boca de hierro está abierta en la calle de la Antigua Comedia, cerca del Odeón, a dos pasos del club de los Franciscanos.
«Se ha borrado del juramento —dice— la infame palabra rey, ya no hay monarcas, ni quien se coma los hombres. Hasta aquí se cambiaba de nombre a menudo, guardándose siempre la cosa; pero ahora nada de regente, nada de dictador, ni de protector, ni de Orleáns ni de Lafayette. A mí no me agrada ese hijo de Felipe de Orleáns que elige precisamente este día para montar la guardia en las Tullerías, ni su padre, a quien no se ve jamás en la Asamblea, y que está siempre en el terrado. ¿Necesita una nación estar siempre en el terrado? ¿Necesita una nación estar siempre en tutela? Que se confederen nuestros departamentos y declaren que no quieren tiranos ni monarcas, ni protector ni regente, ni siquiera esas sombras de rey, tan funestas para la cosa pública como la de ese árbol maldito llamado bohun upas[41], cuya sombra es mortal.
»Pero no basta decir “¡República!”. Venecia fue también república. Se necesita una comunidad nacional, un gobierno nacional. Reunid el pueblo a la faz del sol; proclamad que solamente la ley debe ser soberana, y jurad que reinará sola; no hay ningún amigo de la libertad en la tierra que no repita el juramento».
En cuanto a Camilo Desmoulins, había subido a una silla en el Palais-Royal, es decir, en el teatro ordinario de sus triunfos oratorios, y había dicho:
«—Señores, sería una desgracia que nos trayesen otra vez ese hombre pérfido. ¿Qué haríamos con él? Vendría, como Tersites, a derramarnos esas gruesas lágrimas de que habla Homero. Si nos lo traen, propongo que se le exponga tres días a la irrisión pública, con el pañuelo encarnado en la cabeza, y que se le conduzca después por etapas a la frontera».
Confesemos que de todas las proposiciones, la del muchacho terrible que llaman Camilo Desmoulins no era la más desacertada.
Una palabra más, que expresará bien claro el sentimiento general: Dumont es quien la dice, un genovés pensionado por Inglaterra, y de quien, por lo tanto, no se puede sospechar parcialidad respecto a Francia.
«El pueblo parecía inspirado de una sabiduría suprema. He aquí un gran estorbo fuera —decía alegremente—, pero si el rey nos ha abandonado, la nación queda, y esta puede subsistir sin monarca; pero no un rey sin nación». Se ve que en medio de todo esto no se ha pronunciado aún la palabra república más que por Bonneville: ni Brissot, ni Danton, ni Robespierre, ni siquiera Pétion, se atrevían a recoger la palabra que espanta a los Franciscanos e indigna a los Jacobinos.
El 13 de julio, Robespierre había exclamado en la tribuna: «Yo no soy republicano ni monárquico».
Como vemos, si se hubiera puesto a Robespierre entre la espada y la pared, se habría visto muy apurado para decir qué era.
Pues bien, todo el mundo estaba poco más o menos así, excepto Bonneville y aquella mujer que delante de su esposo vuelve a copiar una protesta en el tercer piso de la casa de la calle de Guénegaud.
El 22 de junio, al día siguiente de la marcha del rey, escribía:
«El sentimiento de la república, la indignación contra Luis XVI y el odio a los reyes, se exhalan por todas partes».
Ya veis que el sentimiento de la república está en los corazones; pero el nombre no se pronuncia apenas por algunas bocas.
La Asamblea se muestra particularmente hostil a esta palabra.
La desgracia de los que la componen es detenerse siempre en el momento de ser elegidos, no tener en cuenta los acontecimientos, y no marchar con el espíritu del país, no seguir al pueblo adonde va, y pretender que sigan representando al pueblo.
La Asamblea decía:
«LAS COSTUMBRES DE FRANCIA NO SON REPUBLICANAS».
La Asamblea luchaba con el señor de Palisse, y a nuestro modo de ver, llevaba la ventaja sobre el ilustre decidor de verdades. ¿Quién hubiera hecho tomar a Francia las costumbres de la república?
¿La monarquía? De ningún modo, pues no era tan estúpida, y además necesita obediencia, servilismo y corrupción y forma las costumbres para esto, así como la república hace adoptar las que le son propias. Tened primero la república, y después vendrán las costumbres que le convienen.
Sin embargo, había habido un momento en que hubiera sido fácil proclamar la república: fue aquel en que se supo que el rey había marchado llevándose al delfín. En vez de correr en su seguimiento y traerlos, se les debían proporcionar los mejores caballos de las cuadras postales, con vigorosos postillones armados de buenos látigos; se debía empujar a los cortesanos tras ellos, obligando a los sacerdotes a seguirles, y después a cerrar la puerta a toda esa gente.
Lafayette, que concebía a veces pensamientos fugitivos como relámpagos, y muy rara vez ideas, tuvo de pronto uno de aquellos.
A las seis de la mañana fueron a decirle que el rey, la reina y la familia real habían marchado; costó mucho trabajo despertarle, pues dormía con ese sueño histórico que ya le habían censurado en Versalles.
—¿Marchado? —exclamó—. ¡Imposible! He dejado a Gouvion dormido, apoyado en la puerta de su alcoba.
Sin embargo, se levanta, se viste y baja. En la puerta encuentra a Bailly, alcalde de París, y al amigo Beauharnais, presidente de la Asamblea; el primero con la nariz más larga y el rostro más amarillento que nunca, y el segundo consternado.
—¿No es cosa curiosa que el marido de Josefina, que al morir en el cadalso deja a su viuda en el camino del trono, se consterne por la fuga de Luis XVI?
—¡Que desgracia —exclamó Bailly—, que la Asamblea no esté reunida aún!
—¡Oh!, sí —contesta Beauharnais—, es una desgracia.
—¿Conque han marchado? —preguntó Lafayette.
—¡Ay!, sí —responden a la vez los dos hombres de Estado.
—Y ¿por qué ay? —dijo Lafayette.
—¿Cómo, no comprendéis? —exclama Bailly—. Porque volverá con los prusianos, los austríacos y los emigrados, y porque nos traerá la guerra civil, la guerra extranjera.
—Entonces —contesta Lafayette mal convencido—, ¿pensáis que la salvación pública exige la vuelta del rey?
—Sí —contestan a la vez Bailly y Beauharnais.
—En tal caso —replica Lafayette—, corramos en su seguimiento.
Y escribe este parte:
«Los enemigos de la patria se han llevado al rey, y se ordena a los guardias nacionales detenerle».
En efecto, y notadlo bien, toda la política del año de 1791 y todo el fin de la Asamblea nacional, dependerá de esto.
Puesto que el rey es necesario para Francia, y puesto que deben traerle, es preciso que le hayan secuestrado y no que haya huido.
Todo esto no había convencido a Lafayette, y por eso al enviar a Romeuf le recomendó que no se apresurase demasiado. El joven ayudante de campo tomó el camino opuesto al que llevaba Luis XVI, a fin de estar seguro de no alcanzarle.
Por desgracia, Billot iba por el buen camino.
Cuando la Asamblea supo la noticia, se produjo terror; y a decir verdad, al marchar el rey había dejado una carta muy amenazadora, dando a entender muy claro que volvería para hacer entrar en razón a los franceses.
Los realistas por su parte levantaban la cabeza, alzando la voz. Uno de ellos, Suleau, según creo, escribía:
«Todos aquellos que quieran ser comprendidos en la amnistía que ofrecemos a nuestros enemigos en nombre del príncipe de Condé, podrán inscribirse en nuestras oficinas desde ahora hasta el mes de agosto. Tenemos mil quinientos registros para la comodidad del público».
Uno de los que tuvieron más miedo fue Robespierre: habiéndose suspendido la sesión desde las tres y media a las cinco, corrió a casa de Pétion. El débil buscaba al fuerte.
Según él Lafayette era cómplice de la corte, y no se trataba menos de hacer una San Bartolomé contra los diputados.
—¡Yo seré una de las primeras víctimas —exclamó lamentándose—, apenas me quedan veinticuatro horas de vida!
Pétion, muy por el contrario, de carácter tranquilo y temperamento linfático, veía las cosas de otro modo.
—Muy bien —dijo—, ahora conocemos al rey, y se procederá en consecuencia.
Llegó Brissot, que era uno de los hombres más avanzados de la época y que escribía en El Patriota.
—Se funda un nuevo diario, del cual seré redactor —dijo.
—¿Cuál? —preguntó Pétion.
—El Republicano.
Robespierre se esforzó para sonreír.
—¿El Republicano? —preguntó—. Quisiera que me explicaseis que es la república.
En este punto estaban cuando llegaron a casa de Pétion los dos Roland, el marido austero y resuelto como siempre, y la esposa tranquila, más bien risueña que atemorizada, con sus hermosos ojos límpidos y expresivos. Venían de su casa de la calle Guénegaud; habían visto el anuncio de los Franciscanos y no creían que el rey fuese necesario para la nación.
El valor del marido y de la mujer infunde ánimos a Robespierre, que vuelve a la sesión como observador, dispuesto a utilizarse de todo desde el rincón que ocupa, como la zorra emboscada junto a la madriguera. A eso de las nueve de la noche ve que la Asamblea se inclina al sentimentalismo, que se predica la fraternidad, y que para unir el ejemplo a la teoría se trata de ir todos juntos a ver a los Jacobinos, con los cuales se está en muy mala inteligencia, y a los cuales se llama cuadrilla de asesinos.
Entonces Robespierre se desliza de su banco, dirígese hacia la puerta casi arrastrándose, corre a los Jacobinos, sube a la tribuna y denuncia al rey, al ministerio, a Bailly, a Lafayette, a la Asamblea entera, repite la fábula de la mañana, desarrolla una San Bartolomé imaginaria y acaba por ofrecer su existencia en el altar de la Patria.
Cuando Robespierre hablaba de sí mismo llegaba a tener cierta elocuencia; y ante la idea de que el virtuoso, el austero Robespierre corre tan grave peligro, se solloza. «¡Si tú mueres, todos moriremos contigo!», grita una voz. «¡Sí, sí, todos!», repiten en coro los presentes; y los unos extienden la mano para jurar, mientras que los otros desenvainan la espada, cayendo algunos de rodillas con los brazos levantados al cielo. En aquel tiempo se hacía mucho este ademán, que era propio de la época. Véase el Juramento del juego de pelota, de David.
Madame Roland estaba allí y no comprendía muy bien qué peligro podía correr Robespierre; pero en fin, era mujer, y de consiguiente accesible a la emoción, tan profunda que ella se conmovió también, según lo confiesa por sí misma.
En aquel momento entra Danton, popularidad naciente, y a él correspondía atacar la de Lafayette, que estaba vacilante.
¿Por qué mostraba todo el mundo aquel odio contra el general?
Tal vez porque era hombre honrado, a quien siempre engañaban los partidos, con tal que estos apelasen a su generosidad.
Por eso cuando se anuncia la llegada de la Asamblea, y en el instante en que para dar ejemplo de fraternidad, Lameth y Lafayette, estos dos enemigos mortales, entran cogidos del brazo, por todas partes resuena este grito:
—¡Danton a la tribuna, a la tribuna Danton!…
Robespierre no deseaba más que ceder su plaza, pues era un zorro y no un dogo. Perseguía al enemigo ausente, saltaba sobre él por detrás, se agarraba a sus hombros y le corroía el cráneo; pero muy rara vez le atacaba de frente.
La tribuna estaba vacía, esperando a Danton.
Pero difícil era que Danton se presentase.
Si era el único hombre que debiese atacar a Lafayette, este último era tal vez también el único que Danton consintiese en atacar.
¿Por qué?
¡Ah!, vamos a decíroslo. Había mucho de Mirabeau en Danton, así como mucho de este en Mirabeau: el mismo temperamento, la misma necesidad de placeres, las mismas necesidades de dinero, y, de consiguiente, la misma facilidad de corrupción.
Asegurábase que, así cómo Mirabeau, Danton había recibido dinero de la Corte. No se sabía donde, ni por qué conducto, ni cuánto; pero lo había recibido, y se estaba seguro de ello, o por lo menos decíase así.
He aquí lo que había de verdad en todo esto:
Danton acababa de vender al ministerio su cargo de abogado en el consejo del rey, y decíase que había recibido de aquel cuatro veces el valor de su empleo.
Era verdad; pero el secreto estaba entre tres personas: el vendedor, Danton; el comprador, señor de Montmorin, y el intermediario, general Lafayette.
Si Danton acusaba a Lafayette, este podía echarle en cara la historia del cargo vendido por cuatro veces su valor.
Cualquiera otro hubiera retrocedido.
Danton, por el contrario, marchó hacia adelante; conocía a Lafayette, y también aquella generosidad de corazón que degeneró algunas veces en necesidad. Acordémonos de 1830.
Danton se dijo que el señor de Montmorin, amigo de Lafayette, y el mismo que armó los pasaportes del rey, estaba demasiado comprometido en aquel momento para que el general le atase al cuello aquella nueva piedra.
Y subió a la tribuna.
Su discurso no fue largo.
—Señor presidente —dijo—, acuso a Lafayette; el traidor llegará pronto; que se levanten dos cadalsos, y consiento en subir al uno si el general no ha merecido ocupar el otro.
El traidor no iba a venir, sino que venía, y pudo oír la acusación terrible pronunciada por boca de Danton, pero, como este lo había previsto, tuvo la generosidad de no contestar a ella.
Lameth se encargó de él y extendió sobre la lava de Danton el agua tibia de una de sus pastorales ordinarias, predicando la fraternidad.
Después habló Sieyès y la predicó también.
Luego Barnave, que hizo lo mismo.
Estas tres popularidades acabaron por obtener el triunfo sobre Danton. Se agradeció a Danton haber atacado a Lafayette; pero también se agradeció a Lameth, a Sieyès y a Barnave que le hubieran defendido, y cuando el general y Danton salieron de los Jacobinos, al primero fue a quien se acompañó con hachas y aclamaciones.
El partido de la corte acababa de alcanzar una gran victoria en aquella ovación de Lafayette.
Las dos grandes potencias del día quedaban derrotadas en la persona de su jefe:
Los Jacobinos en Robespierre.
Los Franciscanos en Danton.
Bien veo que es necesario dejar para otro capítulo el decir cuál era aquella protesta que madame Roland copiaba delante de su esposo en un saloncito del tercer piso del palacio Británico.