Capítulo CVIII

El 16 de julio de 1791, es decir, algunos días después de los acontecimientos que acabamos de referir, dos nuevos personajes, que no hemos querido dar a conocer antes a nuestros lectores, a fin de presentarlos bajo su verdadera luz, escribían ambos en la misma mesa en el saloncito de un tercer piso del palacio Británico, situado en la calle de Guénegaud.

Una de las puertas de este saloncito se comunicaba con un modesto comedor, donde se reconocía en todo el acostumbrado ajuar de los pisos que se alquilan con muebles, y otra conducía a una alcoba donde se veían dos lechos iguales.

Los dos escritores eran de sexo diferente, y debe hacerse de ellos particular mención.

El hombre parecía tener unos sesenta años, tal vez algo menos; era alto y enjuto, y tenía a la vez un aire austero y apasionado las líneas rectas de su rostro indicaban un pensador tranquilo y formal, en el que las cualidades rígidas y la rectitud se anteponían a los caprichos del pensamiento.

La mujer no representaba más que de treinta a treinta y dos años, aunque en realidad tuviese más de treinta y seis. Por sus colores subidos y el vigor de las formas, fácil era de ver que pertenecía a la clase del pueblo; tenía ojos magníficos, de ese color indeciso que participa a la vez del gris y del azul, y de expresión resuelta; la boca grande, aunque con labios frescos, y la dentadura muy blanca, la barbilla y la nariz remangadas, la mano hermosa, aunque algo gruesa el talle bien formado, el cuello de correctos perfiles, y caderas semejantes a las de la Venus de Siracusa.

El hombre era Juan María Roland de La Platière, nacido en 1732 en Villefranche, cerca de Lyon.

La mujer era Marion-Juana Phlipon, nacida en París en 1754.

Se habían casado once años antes, es decir, en 1780.

Ya hemos indicado que la mujer era de raza plebeya, como los nombres lo prueban: así el nombre de pila como el apellido, denuncian el origen. Hija de un grabador, trabajaba ella misma en este oficio, hasta que a la edad de veinticinco años se casó con Roland, que tenía veintidós más que ella; entonces, dejando el oficio de grabador, se hizo copista, traductora y copiladora. Obras como el Arte del fabricante de lana rasa y seca y el Diccionario de las fábricas, habían absorvido en un pesado e ingrato trabajo los más hermosos años de aquella mujer de vigorosa naturaleza, que se conservó virgen de toda falta, si no de toda pasión, no por esterilidad de sentimientos, sino por pureza de alma.

En el cariño que había consagrado a su esposo, el respeto de la hija se anteponía al amor de la mujer, que era una especie de culto casto, fuera de todas las relaciones físicas; llegaba hasta el punto de hacerla dejar su trabajo del día, que desempeñaba por la noche, para preparar las comidas de su esposo, cuyo estómago debilitado no podía soportar más que cierto género de alimento.

En 1789, la señora Roland observaba esta vida oscura y laboriosa en provincia. Su marido habitaba entonces en lo que llamaban cercado de La Platière, del que tomó el nombre; estaba situado en Villefranche, cerca de Lyon, y allí fue donde los dos se estremecieron al oír el cañón de la Bastilla.

Al estampido de aquel cañón se despertó todo cuanto había de grande, de patriótico y de santamente francés en el corazón de aquella noble mujer. ¡Francia no era ya un reino, sino una nación, no era simplemente un país que se habita, sino una patria! La federación de 1790 llegó; la de Lyon, según se recordará, precedió a la de París. Juana Phlipon, que en la casa paterna del muelle del Reloj veía diariamente, mirando desde su ventana el azulado cielo, la salida del sol, que podía seguir hasta la extremidad de los Campos Elíseos, donde parecía tocar las verdes copas de los árboles, había observado, desde las tres de la madrugada, cómo aparecía en lo alto de Fourvieres aquel otro sol más devorador y de otro modo luminoso que se llama libertad. Desde allí su mirada había contemplado aquella gran fiesta ciudadana; desde allí, su corazón se sumergió en aquel océano de fraternidad, y había salido, como Aquiles, invulnerable en todas partes, excepto en una sola. Precisamente en esta fue donde la hirió el amor; pero no sucumbió a consecuencia de esto.

En la noche de aquel gran día, entusiasta por todo cuanto había visto, inspirada por la poesía y su afición a la historia, había escrito el relato de la fiesta, el cual envió a su amigo Champagneux, redactor en jefe del Journal de Lyon. El joven, asombrado y maravillado por aquel ardiente relato, publicóle en su diario, y al día siguiente, aunque su tirada ordinaria no excedía de mil doscientos a mil quinientos ejemplares, esta vez ascendió a sesenta mil.

Expliquemos en dos palabras cómo aquella imaginación de poetisa y aquel corazón de mujer tomaron tanto ardimiento en la política: era porque Juana Phlipon, tratada por su padre como un obrero grabador y por su marido como un secretario, sin tocar en la casa, paterna o en la de su esposo más que las cosas austeras de la vida, la señora Roland, por cuyas manos no había pasado nunca un libro frívolo, consideraba como una gran distracción, como un supremo pasatiempo, el Proceso verbal de los electores del 89, o el Relato de la toma de la Bastilla.

En cuanto a Roland, era un ejemplo de los cambios que la Providencia, la casualidad o la fatalidad pueden producir por un hecho sin ninguna importancia en la vida de un hombre o en la existencia de un imperio.

Era el último de cinco hermanos. Querían que se consagrase al sacerdocio; pero prefirió ser seglar. A los diecinueve años abandona la casa paterna, y solo, a pie y sin dinero atraviesa la Francia, se dirige a Nantes, se coloca en rasa de un armero, y obtiene que se le envíe a las Indias. En el momento de marchar, en la hora misma en que se apareja el buque, le sobreviene un considerable vómito de sangre y el médico le prohíbe el mar.

¡Si Cromwell se hubiera embarcado para América en vez de permanecer en Inglaterra, por la orden de Carlos I, tal vez no se habría elevado el cadalso de White-Hall! ¡Si Roland hubiese marchado a las Indias, tal vez no se hubiera tenido un 10 de Agosto!

No pudiendo Roland satisfacer los deseos del armador en cuya casa había entrado, salió de Nantes y dirigióse a Rouen, donde uno de sus parientes, a quien se dirige, reconoce el valor del joven y obtiene para él la plaza de inspector de fábricas.

Desde entonces, la vida de Roland se convierte en una vida de estudio y de trabajo; la economía es su musa; el comercio, el dios que le inspira; viaja, recopila, escribe memorias sobre la cría de ganado y teorías sobre las artes mecánicas: las Cartas de Sicilia, de Italia, de Malta; el Hacendista francés, y las otras obras citadas ya, que manda copiar a su mujer, con la cual se casó, como ya hemos dicho, en 1780. Cuatro años después hace un viaje con ella a Inglaterra; a su regreso la envía a París para solicitar cartas de nobleza, y pedir la inspección de Lyon en vez de la de Rouen. En esto último obtiene buen resultado; pero en cuanto a las cartas de nobleza no consigue su objeto. He aquí a Roland en Lyon, perteneciendo, a pesar suyo, al partido popular, hacia el cual, por otra parte, le impelían sus instintos y sus convicciones. Ejerce el cargo de inspector de comercio y de fábricas en Lyon cuando la revolución estalla, y en aquella nueva aurora regenerativa, él y su mujer sienten germinar en el corazón esa hermosa planta de hojas de oro y flor de diamante que se llama entusiasmo. Ya hemos visto cómo madame Roland escribe el relato de la fiesta del 30 de mayo, cómo el diario que la publicó hizo una tirada de sesenta mil ejemplares, y cómo cada guardia nacional que vuelve a su pueblo, a su aldea o a su ciudad, lleva consigo una parte del alma de madame Roland.

Y como el diario no va firmado ni el artículo tampoco, se puede pensar que la Libertad misma es la que ha dictado en algún prospecto desconocido el relato de la fiesta, así como un ángel dictaba el Evangelio a San Juan.

Los dos esposos estaban allí llenos de creencia, de fe y de esperanza, viviendo en medio de un reducido círculo de amigos, Champagneux, Bosc, Lanthenas, y otros dos o tres tal vez, cuando un nuevo amigo ingresó en el círculo.

Lanthenas, que trataba familiarmente con los Roland, pasando en su casa días enteros, semanas y meses, presentó cierta noche a uno de sus electores que tanto había admirado madame Roland.

Se llamaba Bancal des Issarts.

Era hombre de treinta y nueve años, guapo, sencillo afable y religioso; no había en él nada que fuese en realidad brillante; pero tenía buen corazón y alma caritativa.

Había sido notario, y dejó su cargo para lanzarse de lleno en la política y en la filosofía.

Al cabo de una semana de estar en la casa el nuevo huésped, Lauthenas, Roland y él se convenían tan bien, y aquel grupo formaba tan armoniosa trinidad por su fidelidad a la patria, por su amor a la libertad y por respeto a todas las cosas santas, que los tres hombres resolvieron no separarse ya y vivir juntos, contribuyendo a los gastos por partes iguales.

Cuando Bancal los abandonó momentáneamente, fue cuando se hizo sentir la necesidad de aquella reunión.

«Venid, amigo mío —le escribía Roland—. ¿Por qué tardáis? Ya habéis visto nuestro modo franco de vivir y de obrar; y a mi edad no se cambia cuando no se ha variado nunca. Nosotros predicamos el patriotismo y elevamos el alma. Lanthenas desempeña sus deberes de doctor; mi mujer es la enfermera, y vos y yo dirigiremos los asuntos de sociedad».

La reunión de aquellas tres medianías doradas formaba, en efecto, algo semejante a una pequeña fortuna: Lanthenas poseía veinte mil libras poco más o menos; Roland setenta mil y Bancal cien mil.

Entretanto, Roland ejercía su misión de apóstol; catequizaba en excursiones de inspector a los campesinos del país, y excelente andarín, con su palo en la mano, aquel peregrino de la humanidad iba de norte a mediodía, de este a oeste, sembrando a su paso a derecha e izquierda, delante y detrás, la palabra nueva, la simiente fecunda de la libertad. Bancal, sencillo, elocuente, apasionado, a pesar de su exterior frío, era para Roland un auxiliar, un discípulo, un substituto, y ni siquiera le ocurrió al futuro colega de Clavières y de Dumoiriez que Bancal pudiese amar a su esposa y que esta le correspondiera. Desde hacía cinco o seis años, Lanthenas, muy joven aún, estaba cerca de la mujer casta, laboriosa, sobria y pura, como un hermano junto a su hermana. ¿No era madame Roland, su Juana, la estatua de la Fuerza y de la virtud?

Por eso Roland quedó muy contento cuando a la carta que acabamos de transcribir, Bancal contestó con otra muy afectuosa y que expresa sincero cariño. Roland la recibió en Lyon, y envióla inmediatamente a La Platière, donde se hallaba su esposa.

—¡Oh!, no me leáis a mí, sino a Michelet, si por un simple análisis queréis conocer a esa mujer admirable que llama madame Roland.

Recibió la carta en uno de esos días calurosos en que la electricidad corre por el aire, en que los corazones más fríos se animan, y en que el mismo mármol medita y se estremece. Había llegado ya el otoño, y sin embargo, el cielo anunciaba una furiosa tempestad.

Desde el día que vio a Bancal, alguna cosa desconocida se despertó en el corazón de la casta mujer; este corazón se había abierto, y como del cáliz de una flor salió un perfume, mientras que un canto, dulce como el de las avecillas en el fondo del bosque, susurraba a su oído. Hubiérase dicho que la primavera comenzaba para su imaginación, y que en el campo desconocido que entreveía detrás de la bruma que le interceptaba aún, la mano del poderoso maquinista a quien llaman Dios preparaba una decoración nueva llena de bosquecillos odoríferos, de frescas cascadas, de prados llenos de sombra y de espacios iluminados por el sol.

No conocía el amor, pero sí, como todas las mujeres, le adivinaba; comprendió el peligro, y con lágrimas en los ojos, pero risueña, sentóse junto a una mesa, y sin vacilar, sin rodeos, escribió a Bancal, mostrándole, pobre Clorinda herida, el defecto de su armadura, confesando su debilidad, y a la vez matando del mismo golpe la esperanza que podía inspirar.

Bancal lo comprendió todo, no habló más de reunión, pasó a Inglaterra y allí permaneció dos años.

¡Aquellos eran corazones antiguos! Por eso he pensado que sería agradable para mis lectores, después de todos los tumultos y de las pasiones que acaba de atravesar, reposase un momento a la sombra fresca y pura de la belleza, de la fuerza y de la virtud.

Que no se diga que hacemos de madame Roland una mujer diferente de lo que era, casta en el taller de su padre, casta junto al lecho de su viejo esposo, casta junto a la cuna de su hija. A esa hora en que no se miente, escribía frente a la guillotina: «He dominado siempre todos mis sentidos, y nadie conoció menos que yo la voluptuosidad».

Y que no se haga de la frialdad de la mujer mérito de su honradez, no; el tiempo a que hemos llegado es un tiempo de odio, pero también una época de amor. Francia daba el ejemplo; pobre, cautiva, aprisionada largos años, ahora se desataban sus cadenas para devolverle la libertad. Así como María Estuardo, al salir de su prisión, hubiera querido depositar un beso en los labios de la creación entera, reunir la naturaleza en sus brazos y fecundarla con su aliento, para que naciese la libertad del país y la independencia del mundo.

No; todas esas mujeres amaban santamente; todos aquellos hombres con ardimiento: Lucila y Camilo Desmoulins, Danton y su Luisa, la señorita de Keralio y Roberto, Sofía y Condorcet, Vergniaud y la señorita Candeille. Hasta el frío y mordaz Robespierre, cortante como la cuchilla de la guillotina, sintió su corazón derritirse en ese gran foco de amor, pues adoró a la hija de su patrón, el carpintero Duplay, con el que le veremos trabar conocimiento.

Y ¿no era también amor, menos puro, ya lo sé, el de madame Tallen, el de madame Beauharnais, el de madame de Genlis, y todos esos amores cuyo soplo consolador rozó hasta en el cadalso el rostro pálido de los moribundos?

Sí, todo el mundo amaba en aquella bienaventurada época; y tómese aquí la palabra amor en todos los sentidos: los unos amaban la idea; los otros la materia; estos la patria, aquellos el género humano. Desde Rousseau, la necesidad de amar habría ido en aumento, y hubiérase dicho que se debía coger todo amor al paso; que al acercarse a la tumba, al abismo, todo corazón palpitaba bajo un soplo desconocido, apasionado y devorador; y, en fin, que cada pecho comunicaba su aliento al foco universal, y que este último se componía de todos los amores reunidos en uno solo.

Ya estamos muy lejos de ese viejo y de esa mujer joven que escribían en el piso tercero del palacio Británico; pero volvamos allí.