Digamos algo sobre lo que ocurría a la condesa de Charny durante la escena que se produjo entre el conde y la reina, escena que acabamos de referir, y la cual terminaba tan tristemente una larga serie de dolores.
Por lo pronto, para nosotros que conocemos el estado de su corazón, fácil nos será imaginar que la condesa sufría mucho desde la marcha de Isidoro.
Temblaba al pensar en el éxito o el fracaso de aquel gran proyecto, adivinando que se trataba de una fuga.
En efecto; si se obtenía buen éxito, conocía demasiado bien la fidelidad del conde a sus señores, para estar segura de que cuando estos se hallaran en el destierro no se separaría de su lado; y si el plan fracasaba, conocía lo bastante el valor de Oliverio para no dudar que lucharía hasta la última hora, mientras quedase alguna esperanza, y hasta cuando se hubiesen perdido todas.
Desde el momento en que Isidoro se despidió de ella, la condesa no dejó de estar continuamente atenta con la vista y el oído, para ver u oír todo cuanto pudiera proporcionarle algún indicio.
Al día siguiente supo, como toda la población parisiense, que el rey y la familia real habían salido de París por la noche.
Ningún accidente había señalado la partida.
Puesto que la familia real se marchaba, no podía dudar que Charny iba con ella.
Exhaló un profundo suspiro y se arrodilló, pidiendo a Dios que el viaje fuera feliz.
Después, durante dos días, París permaneció mudo y sin eco.
Por fin, en la mañana del tercer día se oyó un gran rumor en la ciudad: el rey estaba detenido en Varennes.
No se conocía ningún detalle; fuera de este relámpago, todo quedaba oscuro.
El rey estaba detenido en Varennes, y nada más.
Andrea ignoraba lo que era Varennes. Esta pequeña ciudad, tan fatalmente célebre desde entonces, este burgo, que debía ser más tarde una amenaza para toda monarquía, participaba en aquella época de la oscuridad en que se hallaban y se hallan sumidos aún diez mil distritos de Francia tan poco importantes y tan desconocidos como el de que hablamos.
Andrea abrió un diccionario geográfico y leyó:
«Varennes, en Argonne, cabeza de cantón, 1607 habitantes».
Después buscó en un mapa y vio que Varennes era como un centro de triángulo entre Stenay, Verdún y Châlons, en el lindero de su bosque, a orillas de su pequeño río.
En este oscuro punto de Francia fue donde se concentró en adelante toda su atención, y allí vivió con sus pensamientos, con sus esperanzas y temores.
Poco a poco, después de la gran noticia, llegaron las que eran secundarias, así como al salir el sol, después del gran conjunto que saca del caos, se reciben poco a poco los pequeños detalles.
Estos últimos eran de gran importancia para la condesa.
Decíase que el señor de Bouillé había perseguido al rey y atacado a los que le escoltaban, y que después de un reñido combate debió retirarse, dejando a la familia real en poder de los patriotas vencedores.
Sin duda Charny había tomado parte en aquel combate, y seguramente se retiraría el último si no había quedado en el campo de batalla.
Después, muy pronto se anunció que uno de los tres guardias de corps que acompañaban al rey había sido muerto.
Luego comenzó a circular el nombre, pero no se sabía cual, si era el vizconde o el conde, si Isidoro u Oliverio de Charny.
Era un Charny, y no se podía decir más.
Durante los dos días en que esta cuestión se mantuvo indecisa, el corazón de Andrea sufrió indecibles angustias.
Al fin se anunció el regreso del rey y de la familia real para el sábado 26.
Los augustos prisioneros habían pernoctado en la población de Meaux.
Calculando el tiempo y el espacio según la marcha acostumbrada, el rey debía estar en París antes de medio día; suponiendo que volviera a las Tullerías por el camino más directo, entraría en París por el arrabal San Martín.
A las once, la señora de Charny, vestida con la mayor sencillez y el rostro cubierto por un velo, hallábase en la barrera.
Esperó hasta las tres. A estas horas las primeras oleadas de la multitud, que lo arrollaba todo a su paso, anunciaron que el rey, dando la vuelta a la ciudad, entraría por la barrera de los Campos Elíseos.
Era necesario atravesar todo París y a pie, pues nadie se hubiera atrevido a circular en coche en medio de la compacta multitud que llenaba las calles.
Desde la toma de la Bastilla, jamás se había visto semejante muchedumbre en el bulevar.
Andrea no vaciló, y tomando el camino de los Campos Elíseos llegó de las primeras.
Allí esperó otras tres horas, tres horas mortales.
Al fin apareció el cortejo. Ya hemos dicho en qué orden y en qué condiciones marchaba.
Andrea vio pasar el carruaje y profirió un ruidoso grito de alegría, pues acababa de reconocer a Charny en el pescante.
Un grito que se hubiera tomado por el eco del suyo, si no hubiese sido de dolor, la contestó.
Andrea se volvió hacia el lado de donde procedía: una joven forcejeaba entre los brazos de tres o cuatro personas caritativas que se apresuraban a prestarla auxilio.
Parecía presa de la más violenta desesperación.
Tal vez Andrea hubiera fijado más su atención en aquella joven, si no hubiese oído murmurar en su derredor toda clase de imprecaciones contra los tres hombres que venían sentados en el pescante del coche del rey.
Sobre ellos recaería la cólera del pueblo; ellos serían los emisarios de aquella gran traición real, e indudablemente los harían pedazos apenas se detuviera el coche.
¡Y Charny era uno de aquellos tres hombres!
Andrea resolvió hacer todo cuanto pudiera a fin de penetrar en el jardín de las Tullerías.
Mas para esto era preciso costear la multitud, volver por la orilla del agua, es decir, por el muelle de la Conferencia, y entrar en el jardín, si la cosa era posible, por el muelle de las Tullerías.
Andrea se dirigió hacia la calle de Chaillot y llegó al muelle.
A fuerza de tentativas, y a riesgo de ser aplastada veinte veces, consiguió franquear la verja; mas tal era la multitud que se apiñaba en el sitio donde el coche debía detenerse, que no se podía pensar en acercarse a las primeras filas.
Andrea reflexionó que desde el terraplén de la orilla del agua dominaría toda aquella multitud, aunque la distancia sería demasiado considerable para que pudiese distinguir nada en detalle, ni menos oír.
Pero, no importaba, aunque viese y oyera mal, esto valía más que no ver ni oír nada absolutamente.
Y subió al terraplén de la orilla del agua.
Desde allí, en efecto, veía el pescante del coche, a Charny y a los dos guardias; a Charny, que no sospechaba que a cien pasos del sitio donde se hallaba, un corazón latía por él con violencia; Charny, que en aquel instante no tenía probablemente un recuerdo para Andrea; Charny, que pensando tan sólo en la reina, olvidando su propia seguridad para atender a la de aquella.
¡Oh!, ¡si ella hubiera sabido que en aquel momento Charny oprimía su carta contra el corazón, ofreciéndole en pensamiento el último suspiro que se creía a punto de exhalar!
Al fin se detuvo el coche en medio de los gritos, las vociferaciones y los clamores.
Casi en el mismo instante se produjo en torno de aquel coche un ruido espantoso, un gran movimiento, un tumulto inmenso.
Las bayonetas, las picas y los sables se elevaron: hubiérase dicho que aquello era una cosecha de hierro brotando bajo la tempestad.
Los tres hombres, precipitados del pescante, desaparecieron como si hubieran caído en un abismo, y después prodújose tal remolino en aquella muchedumbre, que las últimas filas, refluyendo hacia atrás, fueron a romperse contra el muro de contención del terraplén.
Andrea estaba poseída de angustia; palpitante y con los brazos extendidos, produjo sonidos inarticulados en medio de aquel concierto terrible en que tan sólo se oían maldiciones, blasfemias y gritos de muerte.
Después no supo ya darse cuenta de lo que pasaba; parecióle que la tierra daba vueltas, que el cielo tomaba un color rojo, y en sus oídos resonó como un rumor semejante al rugido del mar.
Era la sangre que subía del corazón a la cabeza, invadiendo el cerebro.
Y cayó medio desmayada, comprendiendo tan sólo por su padecimiento que aún estaba viva.
Una impresión de frescura la hizo volver en sí: una mujer aplicaba en su frente un pañuelo mojado en agua del Sena, mientras que otra la hacía respirar un frasco de esencias.
Entonces se acordó de aquella mujer que había visto moribunda como ella en la barrera, sin saber qué instintiva analogía relacionaba por un lazo desconocido el dolor de aquella mujer con el suyo propio.
Al volver en sí, sus primeras palabras fueron:
—¿Han muerto?
La compasión es inteligente; los que rodeaban a Andrea, comprendiendo que se trataba de aquellos tres hombres cuya vida había sido amenazada tan cruelmente, contestaron:
—No, se han salvado.
—¿Los tres? —preguntó Andrea.
—Sí, los tres.
—¡Oh!, ¡loado sea Dios!… ¿Dónde están?
—Se cree que se hallan en el palacio.
—¿En el palacio? ¡Gracias!
Y levantándose, moviendo la cabeza y tratando de orientarse, Andrea salió por la verja de la orilla del agua, a fin de entrar por el postigo del Louvre.
Pensaba con razón que la multitud sería menos compacta por aquel sitio.
La calle de las Ortigas estaba casi desierta.
Atravesó un ángulo de la plaza del Carrousel, penetró en el patio de los Príncipes y precipitóse en la portería.
El conserje conocía a la condesa, por haberla visto entrar en el palacio y salir durante los dos o tres primeros días del regreso de Versalles.
Después la vio salir de nuevo para no entrar más, el día en que, perseguida por Sebastián, Andrea se llevó al niño en su coche.
El conserje consintió en ir a tomar informes, y por los corredores llegó muy pronto al centro del palacio.
Los tres oficiales se habían salvado; el señor de Charny se hallaba en su habitación sin novedad.
Hacía un cuarto de hora que había salido de ella, vistiendo el uniforme de oficial de marina, y ahora debía hallarse en la habitación de la reina.
Andrea respiró, alargó su bolsa al que le daba estos detalles, y aturdida y ansiosa pidió un vaso de agua.
¡Ah! Charny, pues, se había salvado.
Dio gracias al buen hombre, y tomó de nuevo el camino de la calle de Cocq-Héron.
Llegada a su casa, fue a caer, no en una silla ni en el sofá, sino en su reclinatorio.
No era para rezar verbalmente, pues hay instantes en que el agradecimiento al Señor es tan grande, que las palabras faltan; entonces, son los brazos, los ojos, todo el corazón y el alma, los que dan gracias a Dios.
Andrea estaba sumida en aquel feliz éxtasis cuando oyó abrir la puerta, y se volvió lentamente sin comprender nada de aquel ruido de la tierra que la sorprendía en lo más profundo de su meditación.
Su doncella estaba en pie buscándola con los ojos, pues hallábase como perdida en la oscuridad.
Detrás de la doncella veíase una sombra, una forma indecisa, pero a la cual su instinto dio al punto contornos y un nombre.
—El señor conde de Charny, dijo la doncella.
Andrea quiso levantarse, pero las fuerzas le faltaron; volvió a caer de rodillas sobre el almohadón, y volviéndose a medias, apoyó su brazo en el declive del reclinatorio.
—¡El conde —murmuró—, el conde!
Y aunque estuviese allí ante sus ojos, no podía creer en su presencia.
Andrea hizo una señal con la cabeza, sin que la fuera posible hablar; la doncella se apartó para dejar paso a Charny, y volvió a cerrar la puerta.
Charny y la condesa quedaron solos.
—Me han dicho que acabáis de entrar, señora —dijo Charny—. ¿No será una indiscreción haberos seguido tan de cerca?
—No —contestó Andrea con voz temblorosa—, no; bienvenido seáis, caballero. Estaba tan inquieta que salí para saber qué pasaba.
—¿Habéis salido… largo tiempo hace?…
—Esta mañana, caballero; primeramente fui a la barrera de San Martín y después a la de los Campos Elíseos; aquí… he visto… al rey y a la familia real… y también a vos, lo cual me tranquilizó, por el pronto, al menos, pues se temía por vos al bajar del coche. Entonces volví al jardín de las Tullerías, donde pensé que me moría…
—Sí —replicó Charny—, la multitud era considerable; estabais oprimida, casi ahogada, lo comprendo…
—No, no —replicó Andrea moviendo la cabeza—, no es eso. En fin, me informé; supe que estabais a salvo, volví a casa, y ya lo veis… estaba de rodillas, dando gracias a Dios.
Puesto que estáis de rodillas, señora, puesto que habláis al señor, no os levantéis sin decirle algunas palabras por mi pobre hermano.
—¿El señor Isidoro? ¡Ah!, ¡conque era él!… ¡Desgraciado joven!
Y Andrea dejó caer su cabeza entre las manos.
Charny dio algunos pasos hacia delante, y miró con profunda expresión de ternura y de melancolía aquella casta mujer que oraba.
Revelábase además en sus ojos un profundo sentimiento de conmiseración, de mansedumbre y de misericordia.
Después algo como un deseo reprimido.
¿No le había dicho la reina, o más bien, no había dejado escapar la revelación de que Andrea le amaba?
Terminada su oración, la condesa se volvió.
—¿Ha muerto? —preguntó.
—Sí, señora, como el pobre Jorge, por la misma causa y cumpliendo el mismo deber.
—Y ¿en medio del dolor profundo que debisteis experimentar por la muerte de un hermano, habéis tenido tiempo para pensar en mí, caballero? —dijo Andrea con voz tan débil que sus palabras no eran apenas comprensibles.
Por fortuna Charny la escuchaba con el corazón y con los oídos a la vez.
—Señora —dijo—, ¿no habíais confiado a mi hermano una misión para mí?
—¡Caballero!… —balbuceó Andrea, apoyándose sobre una rodilla y mirando al conde con ansiedad.
—¿No le habíais entregado una carta para mí?
—¡Caballero!… —repitió Andrea con voz temblorosa.
—Después de la muerte del pobre Isidoro me entregaron sus papeles, señora, y entre ellos se hallaba vuestra carta.
—¿La habéis leído? —exclamó Andrea, ocultando su cabeza entre las manos—. ¡Ah!…
—Señora, yo no debía conocer el contenido de esa carta sino en el caso de estar herido mortalmente, y bien veis que me hallo sano y salvo.
—¿De modo que la carta?…
—Hela aquí, señora, tal como se la entregasteis a Isidoro.
—¡Oh! —murmuró Andrea tomando la carta—, es muy hermoso… o muy cruel lo que hacéis.
Charny extendió el brazo, y cogiendo la mano de Andrea la estrechó entre las suyas.
La condesa hizo un movimiento para retirarla.
Y como Charny insistiese murmurando «¡Por favor, señora!», exhaló un suspiro casi de espanto; pero sin fuerza contra sí misma, dejó su mano temblorosa y húmeda entre las del conde.
Entonces, confusa, no sabiendo donde fijar la vista, ni cómo evitar la mirada de Charny, pues adivinaba que estaba fija en ella, dijo:
—Sí, comprendo, caballero, habéis venido para devolverme la carta…
—Para esto en primer lugar, señora, y también para otra cosa… Debo pediros muchos perdones, condesa.
Andrea se estremeció hasta el fondo del corazón; era la primera vez que Charny le daba este título sin anteponer la palabra señora.
Además, su voz había pronunciado la frase con un acento de infinita dulzura.
—¿Perdones a mí, señor conde? Y ¿con qué motivo?
—Por la manera de conducirme con vos durante seis años…
Andrea miró al conde con profundo asombro.
—¿Me he quejado alguna vez, caballero? —preguntó.
—¡No, señora, porque sois un ángel!
A pesar suyo, los ojos de Andrea se velaron, y sintió que las lágrimas se deslizaban bajo sus párpados.
—¿Lloráis, Andrea? —dijo Charny.
—¡Oh! —exclamó Andrea, derramando abundantes lágrimas—, dispensadme, caballero, pero no estoy acostumbrada a que me habléis así… ¡Dios mío, Dios mío!
Y se dejó caer en un canapé, ocultando la cabeza entre sus manos.
Después, al cabo de un instante; separólas de su rostro y exclamó:
—¡Verdaderamente estoy loca!
De pronto se detuvo, mientras que ocultaba los ojos entre sus manos; Charny se había arrodillado ante ella.
—¡Oh! —exclamó—, ¡vos de rodillas y a mis pies!
—¿No os he dicho, Andrea, que venía a pediros perdón?
—¡A mis pies! —repitió, como si no pudiera creer en lo que veía.
—Andrea, me habéis retirado vuestra mano —exclamó Charny.
Y ofreció de nuevo la suya a la condesa.
Pero esta última, retrocediendo con un sentimiento que se asemejaba al terror, murmuró:
—Pero ¿qué quiere decir esto?
—¡Andrea —contestó Charny con su más dulce voz—, esto quiere decir que os amo!
Andrea apoyó la mano sobre su corazón y profirió un grito.
Después, poniéndose en pie, como impulsada por un resorte, oprimió sus sienes entre las manos, diciendo:
—¡Me ama, me ama! ¡Es imposible!
—Decid que es imposible que vos me améis, pero no que yo os ame.
Andrea fijó su mirada en Charny como para asegurarse de que decía la verdad; los grandes ojos negros del conde expresaban mucho más que sus palabras.
Andrea hubiera podido dudar de estas últimas, pero no dudó de la mirada.
—¡Oh! —murmuró—. ¡Dios mío, Dios mío!, ¿habrá en el mundo una mujer más desgraciada que yo?
—Andrea —continuó Charny—, decidme que me amáis, o por lo menos que no me aborrecéis.
—¡Yo aborreceros! —exclamó Andrea.
Y a su vez, en sus ojos tan límpidos y serenos brilló un doble relámpago.
—¡Oh!, caballero, seríais muy injusto si tomarais por odio el sentimiento que me inspiráis.
—Pero, en fin, si no es odio ni amor, ¿qué es, Andrea?
—No es amor, porque no me está permitido amaros. ¿No me habéis oído exclamar hace un momento que era la mujer más desgraciada de la tierra?
—Y ¿por qué no se os permite amarme, cuando yo os amo con todas las fuerzas de mi corazón?
—¡Oh!, he aquí lo que no quiero, he aquí lo que no puedo, he aquí lo que no me atrevo a deciros —contestó Andrea, retorciéndose los brazos.
—Pero ¿y si otra persona —replicó Charny, dulcificando más aún su voz— me hubiese dicho lo que no queréis, ni podéis, ni osáis decirme?
Andrea apoyó sus dos manos en los hombros de Charny.
—¿Cómo? —exclamó con espanto.
—¿Y si yo lo supiera? —continuó Charny.
—¡Dios mío!
—¿Y si considerándoos más digna y más respetable por esa desgracia misma; y si al saber ese terrible secreto hubiera decidido venir a deciros que os amaba?
—Si hubierais hecho eso, caballero, seríais el más noble y más generoso de los hombres.
—¡Os amo, Andrea —repitió Charny—, os amo con toda mi alma!
—¡Ah! —exclamó Andrea, levantando los brazos al cielo—, ¡no sabía, Dios mío, que pudiera haber semejante alegría en este mundo!
—Pero a vuestra vez, Andrea, decidme que me amáis —exclamó Charny.
—¡Oh!, no me atrevería; pero leed esa carta que debían entregaros en vuestro lecho de muerte.
Y presentó al conde la carta que había traído. Mientras que Andrea se cubría el rostro con ambas manos, Charny rasgó el sobre de la carta, leyó las primeras líneas, dejó escapar un grito, y cogiendo las manos de la condesa las aplicó a su corazón.
—Desde el día en que me has visto, desde hace seis años —exclamó—, ¿cómo te amaré yo lo bastante para hacerte olvidar lo que has sufrido?
—¡Dios mío! —murmuró Andrea, doblegándose como una carga bajo el peso de tanta felicidad— si esto es un sueño, no me despierte jamás, o que muera al despertar…
Y ahora olvidemos a los que son felices, para volver a los que sufren, que luchan o que odian, y tal vez su mal destino les olvidará como nosotros.