Pocos segundos después, el ayuda de cámara anunció al conde de Charny, y este apareció en el umbral de la puerta, iluminado por el reflejo de oro de un rayo del sol poniente.
También el conde, así como la reina, acababa de emplear el tiempo transcurrido desde su entrada en el palacio en hacer desaparecer todos los vestigios de aquel largo viaje y de la lucha terrible que había debido de sostener a su llegada.
Se había puesto su antiguo uniforme, es decir, el de capitán de fragata, con las vueltas rojas y la chorrera de blonda.
Era el mismo uniforme que llevaba el día en que encontró a la reina y a Andrea de Taverney en la plaza del Palais-Royal, y en que habiéndolas acompañado hasta un coche de plaza, las condujo después a Versalles.
Jamás había estado tan elegante, tan sereno, tan guapo, y a la reina le costó trabajo creer, al verle, que fuera el mismo hombre que una hora antes estuvo a punto de ser despedazado por el pueblo.
—¡Oh!, caballero, ya han debido deciros qué inquieta estaba respecto a vos, y que he enviado por todas partes a pedir noticias de vuestra persona.
—Sí, señora —contestó Charny inclinándose—, pero creed que no he entrado en mi habitación hasta asegurarme, por vuestras damas, que estabais a salvo.
—Se pretende que debéis la vida a los señores Pétion y Barnave. ¿Es verdad esto? ¿Deberé también al segundo este nuevo favor?
—Es verdad, señora, y estoy doblemente agradecido al señor Barnave, pues no habiendo querido separarse de mí hasta que estuviera en mi habitación, ha tenido la bondad de manifestarme que habíais hablado de mí durante el camino.
—¡De vos, señor conde! ¿Y de qué manera?
—Manifestando al rey la inquietud que vuestra antigua amiga debía experimentar también respecto a mi ausencia… Disto mucho de creer, como vos, señora, en la viveza de esas inquietudes; pero…
El conde se interrumpió, porque le parecía que la reina, pálida ya, comenzaba a estarlo mucho más.
—Pero… —repitió la reina.
—Pero sin aceptar en toda su extensión, continuó Charny, la licencia que Vuestra Majestad tenía intención de ofrecerme, me parece que, en efecto, tranquilizado como estoy ahora respecto a la vida del rey, a la vuestra, señora, y a la de vuestros hijos, sería conveniente que diese noticias mías a la condesa de Charny por mí mismo.
La reina apoyó su mano izquierda sobre su corazón, como si hubiera querido asegurarse que no había muerto, del golpe que acababa de recibir, y con voz casi ahogada por la sequedad de su garganta, replicó:
—Es muy justo, en efecto, señor conde; pero yo me pregunto cómo habéis esperado tanto tiempo para cumplir con este deber.
—La reina olvida que yo había prometido bajo mi palabra no ver más a la condesa sin su permiso.
—Y ¿ahora venís a pedírmelo?
—Sí, señora —contestó Charny—, y suplico a Vuestra Majestad que me la conceda.
—Y en vuestro afán de ver a la señora condesa, sin duda prescindiríais de ese permiso… ¿No es verdad?
—Creo que la reina es injusta conmigo —dijo Charny—. En el momento de abandonar a París, creí dejarle por largo tiempo, si no para siempre. Y durante mi viaje hice humanamente cuanto es posible para que tuviera buen éxito. No es culpa mía, recuérdelo bien Vuestra Majestad, que no haya dejado como mi hermano, mi vida en Varennes, o que me hayan hecho pedazos, como al señor de Dampierre, en el camino o en el jardín de las Tullerías… Si yo hubiera tenido la dicha de conducir a Vuestra Majestad hasta más allá de la frontera, o el honor de morir en su servicio, habría muerto sin ver otra vez a la condesa…; pero, lo repito a Vuestra Majestad, de vuelta a París no puedo dar a la mujer que lleva mi nombre —y únicamente vos sabéis cómo le lleva, señora— la más cruel prueba de indiferencia, como sería la de no visitarla, puesto que mi hermano Isidoro no puede ya reemplazarme. Por lo demás, el señor de Barnave se ha engañado, o esta era aún anteayer la opinión de Vuestra Majestad.
La reina dejó deslizar su brazo sobre el sillón, e inclinó el cuerpo hacia delante, de modo que le acercaba a Charny.
—¿Tanto amáis a esa mujer, caballero —dijo—, que no vaciláis en ocasionarme fríamente tan amargo pesar?
—Señora —dijo Charny—, muy pronto hará seis años que vos misma, cuando yo no pensaba ya, porque no existía en la tierra para mí más que una mujer colocada por Dios a demasiada altura que yo pudiese aspirar a ella, seis años hace, repito, que me disteis por esposa a la señorita Andrea de Taverney, imponiéndomela como tal. Desde entonces mi mano no ha tocado la suya dos veces, ni la he dirigido la palabra sin necesidad sino en raras ocasiones, y sin que se encontrasen nuestras miradas. Mi vida entera estaba ocupada y llena de otro amor, con esas mil solicitudes, con esos afanes y luchas que agitan la existencia del hombre. He vivido en la corte, he recorrido los grandes caminos, he anudado por mi parte, con el hilo que el rey quiso confiarme, la intriga gigantesca que la fatalidad ha hecho fracasar. Ahora bien, yo no he contado los días, ni los meses, ni los años, y el tiempo ha transcurrido tanto más rápido cuanto más ocupado estaba en todos esos afectos, en todas esas solicitudes, en todas esas intrigas de que acabo de hablar; pero no ha sucedido así con la condesa de Charny, señora. Desde que tuvo el sentimiento de separarse de vos, después de sufrir la desgracia de ocasionar vuestro desagrado, vive sola, aislada, perdida en esa casita de la calle de Coq-Héron; ha aceptado esa soledad, ese aislamiento y ese abandono sin quejarse, pues como su corazón está exento de amor, no necesita los mismos afectos que las demás mujeres; pero lo que no aceptaría sin quejarse sería el olvido de mis deberes respecto a ella, de los deberes más simples, de las más vulgares conveniencias.
—¡Oh, Dios mío!, mucho os preocupa lo que la condesa de Charny pensará o no de vos, según que os vea o deje de veros. Antes de apuraros por eso, bueno será saber si ella ha pensado en vos en el momento de vuestra marcha, o si piensa ahora en vuestro regreso.
—Ignoro si la condesa se ocupa ahora de mi vuelta, señora; pero estoy seguro de que ha pensado en el momento de mi marcha.
—¿Conque la habéis visto en el instante de partir?
—He tenido el honor de manifestar a Vuestra Majestad que no había visto a la señora de Charny desde que di a la reina mi palabra de no verla.
—¿Entonces os ha escrito?
El conde guardó silencio.
—¡Vamos —exclamó María Antonieta—, confesad que os ha escrito!
—Entregó a mi hermano Isidoro una carta para mí.
—Y ¿habéis leído esa carta?… ¿Qué os decía? ¿Qué podía escribiros?… ¡Ah!, ella me había jurado, sin embargo… Veamos, contestad pronto… Y ¿en esa carta os decía?… ¡Hablad, pues ya veis que me consumo!
—No puedo repetir a Vuestra Majestad lo que la condesa me decía en esa carta, pues no la he leído.
—¿La habéis rasgado? —exclamó la reina con expresión de alegría—. ¿La arrojasteis al fuego sin leerla? ¡Charny, Charny, si habéis hecho eso, sois el más leal de los hombres; hacía mal en quejarme y nada he perdido!
Y la reina alargó sus dos brazos a Charny como para atraerle a sí.
Pero el conde permaneció en su sitio.
—No la he rasgado, ni tampoco la arrojé al fuego —dijo.
—Pues entonces —repuso la reina, apoyándose en el respaldo de la silla—, ¿cómo es que no la habéis leído?
—La carta no debía serme entregada por mi hermano sino en el caso en que yo estuviera herido de muerte. ¡Ay de mí!, no era ye quien debía morir, sino él…, y cuando sucumbió me llevaron sus papeles, entre los cuales se hallaba la carta de la condesa… con esta nota que veis… Tomad, señora.
Y Charny presentó a la reina el billete escrito de mano de Isidoro, y que acompañaba a la carta.
María Antonieta, tomándole con mano temblorosa, llamó.
Durante la escena que acabamos de referir había oscurecido.
—¡Luz al instante! —dijo.
El criado salió, y siguió una pausa de un minuto, durante la cual no se oyó más que la respiración ansiosa de la reina y los latidos precipitados de su corazón.
El criado entró con dos candelabros, que dejó sobre la chimenea.
La reina no le dio ni siquiera tiempo para retirarse, y mientras que se alejaba, cerrando la puerta, se acercó a la chimenea con el billete en la mano.
Pero dos veces fijó los ojos en el papel, sin ver nada.
—¡Oh! —murmuró—, esto no es papel, es fuego.
Y pasándose la mano por los ojos como para devolverles la facultad de ver, que parecían haber perdido, exclamó, golpeando impaciente el suelo con el pie:
—¡Dios mío, Dios mío!
Por último, a fuerza de voluntad, su mano dejó de temblar y sus ojos comenzaron a ver.
Entonces leyó con voz ronca, que en nada se parecía a la que tenía de costumbre:
«Esta carta no es para mí, sino para mi hermano el conde Oliverio de Charny, y está escrita por su esposa la condesa de Charny».
La reina se detuvo algunos segundos, y después continuó:
«Si me ocurriese alguna desgracia, se ruega al que encuentre este papel, que lo envíe al conde Oliverio de Charny, o bien a la condesa».
La reina se detuvo por segunda vez, y continuó: «La he recibido de esta última, con la recomendación siguiente:».
—¡Veamos la recomendación! —murmuró la reina.
Y se pasó de nuevo la mano por los ojos.
«Si el conde tuviese buen éxito y no sufriera ningún percance en la empresa que acomete, devuélvase la carta a la condesa».
La voz de la reina era cada vez más ansiosa a medida que leía.
Y prosiguió:
«Si estuviese herido gravemente, pero sin peligro de muerte, rogarle que conceda a su esposa la gracia de reunirse con él».
—¡Oh es claro! —balbuceó la reina.
Y con voz casi ininteligible, prosiguió:
«En fin, si estuviese herido de muerte darle esta carta, y si no pudiera leerla él mismo que se la lean, a fin de que antes de expirar conozca el secreto que contiene».
—Vamos, ¿lo negaréis ahora? —exclamó María Antonieta, fijando en el conde una mirada de fuego.
—¿El qué?
—¡Dios mío… que os ama!…
—¿Que la condesa me ama?… ¿Qué me decís, señora? —exclamó a su vez Charny.
—¡Oh!, ¡qué desgraciada soy, digo la verdad!
—¡La condesa me ama! ¡Imposible!
—Y ¿por qué? ¡Bien os amo yo!
—Pero si la condesa me amase, me lo hubiera dicho hace seis años, o al menos, me lo habría dado a conocer.
Para la pobre María Antonieta había llegado el momento en que sufría tanto, que experimentaba la necesidad de sepultar su padecimiento en lo más profundo del corazón como si fuera un puñal.
—No —exclamó—, nada os ha dejado ver, ni os ha dicho una palabra; pero si ha procedido así es porque sabe muy bien que no puede ser vuestra esposa.
—¿La condesa de Charny no puede ser mi esposa? —repitió Oliverio.
—Es que ella sabe muy bien —continuó la reina, embriagándose en su propio dolor—, que hay entre vosotros dos un secreto que mataría vuestro amor.
—¿Un secreto que mataría nuestro amor?
—¡Es porque sabe muy bien que desde el momento en que hablara, la despreciaríais!
—¿Yo despreciar a la condesa?…
—A menos que no se desprecie a la mujer joven sin esposo y a la madre sin marido…
Charny fue ahora quien se puso pálido como la muerte y buscó un apoyo en el sillón más próximo a su mano.
—¡Oh!, señora, señora —exclamó—, habéis dicho demasiado o no lo bastante, y tengo derecho para pediros una explicación.
—¡Una explicación, caballero! ¿A mí, a la reina, pedir una explicación?
—Sí señora —contestó Charny—, y os la pido.
En aquel momento se abrió la puerta.
—¿Qué quieren? —preguntó la reina impaciente.
—Vuestra Majestad —contestó el ayuda de cámara—, dijo que siempre estaría para el doctor Gilberto.
—Bien… ¿qué?
—El doctor solicita audiencia para ofrecer sus respetos a Vuestra Majestad.
—¡El doctor Gilberto! —exclamó la reina—. ¿Estáis bien seguro de que es el doctor?
—Sí, señora.
—¡Oh!, pues que entre entonces —dijo la reina.
Y volviéndose hacia Charny, añadió, elevando la voz:
—Deseáis una explicación respecto a la señora Andrea; pues bien, pedídsela al doctor Gilberto, que os la puede dar mejor que nadie.
Entretanto el doctor había entrado, oyendo las palabras que María Antonieta acababa de pronunciar, y había permanecido de pie e inmóvil en el umbral de la puerta.
En cuanto a la reina, devolviendo a Charny el billete de su hermano, dio algunos pasos en dirección a su gabinete tocador; pero más rápido que ella, el conde la cerró el paso, y cogiéndola del brazo, dijo:
—Dispensad, señora, pero esa explicación debe darse delante de vos.
—¡Caballero —exclamó la reina, con los ojos brillantes y los dientes apretados—, me parece que olvidáis quién soy!
—¡Sois una amiga ingrata que calumnia a su amiga; sois una mujer celosa que insulta a otra mujer, a la esposa de un hombre que desde hace tres días arriesgó veinte veces la vida por vos, la esposa del conde de Charny! Por lo tanto, delante de vos, que la habéis calumniado e injuriado, se hará justicia… Sentaos, pues, y esperad.
—Pues bien, sea —dijo la reina—. Señor Gilberto —continuó, tratando de sonreír sin conseguirlo—, ya oís lo que el señor desea.
—Señor Gilberto —replicó Charny, con un tono de cortesía y de dignidad—, ya oís lo que la reina ordena.
—¡Oh, señora, señora!… —murmuró.
Y volviéndose hacia Charny le dijo:
—Señor conde, lo que debo revelaros es la vergüenza de un hombre y la gloria de una mujer. Un desgraciado, un campesino, un mísero gusano, amaba a la señorita de Taverney. Cierto día la encontró desmayada, y sin respeto a su juventud, a su hermosura y a su inocencia, el miserable la violó, y he aquí como la joven fue mujer sin esposo y madre sin marido… ¡La señorita de Taverney es un ángel! ¡La señora de Charny es una mártir!
—Gracias, doctor —dijo el conde.
Y dirigiéndose a la reina, añadió:
—Señora, no sabía que la señorita de Taverney hubiese sido tan desgraciada, ni tampoco que la señora de Charny fuese tan respetable. A no ser por esto, os ruego que creáis que no habría dejado pasar seis años sin arrodillarme a sus pies y adorarla como merece ser adorada.
Así diciendo se inclinó ante la reina estupefacta y salió, sin que la infeliz María Antonieta osara hacer un movimiento para detenerle.
Pero oyó el grito de dolor que había proferido al ver la puerta cerrarse entre ella y él.
Era porque comprendía que en aquella puerta, como en la del infierno, la mano del demonio de los celos acababa de escribir esta terrible sentencia:
Lasciate ogni speranza!