Capítulo CV

Cuando la reina volvió en sí se encontró en su alcoba de las Tullerías.

A su lado estaban las señoras de Misery y de Campan, sus dos damas predilectas.

Su primer grito fue para preguntar por el delfín.

Este último estaba acostado en su lecho, teniendo a su lado a la señora de Tourzel, su aya, y a la de Brunier, su camarera.

Aquella seguridad no bastó a la reina; levantóse al punto y con su traje en desorden, tal como estaba, corrió a la habitación de su hijo.

El niño había tenido mucho miedo y llorado desesperadamente; pero sus angustias se calmaron después, y ahora dormía, aunque ligeros estremecimientos agitaban si sueño.

La reina permaneció largo tiempo con los ojos fijos en él, mirándole a través de sus lágrimas.

Las terribles palabras que aquel hombre le había dicho en voz baja resonaban continuamente en sus oído «Te necesito para impeler a la monarquía hasta su último abismo, y he aquí por qué te salvo».

¿Conque era verdad? ¿Debía ser ella la que impulsase la monarquía hacia el abismo?

Preciso era que fuese así, puesto que sus enemigos velaban por su vida, confiando en ella para llevar a cabo la obra destructora que realizaba mejor que ellos mismos.

¿Se cerraría el abismo después de ser precipitados en él el rey y el trono? ¿No se debería arrojar en él también a sus dos hijos? ¿No era la inocencia, en las religiones antiguas, lo que desarmaba a los dioses?

Cierto que el señor no había aceptado el sacrificio de Abraham; pero sí permitió que se consumase el de Jefté. Sombríos pensamientos eran estos para una reina, y mucho más para una madre.

Al fin, moviendo la cabeza, volvió a su habitación con pasos lentos.

Allí pensó en el desorden en que se hallaba. Sus ropas estaban arrugadas y rasgadas en varios sitios; sus zapatos, agujereados por los guijarros puntiagudos que pisó, y, en fin, toda ella estaba cubierta de polvo. Pidió otros zapatos y un baño. Barnave había ido a preguntar dos veces por ella. Al anunciarle aquella visita, la señora de Campan miraba con asombro a la reina.

—Le daréis gracias afectuosamente, señora —dijo María Antonieta.

La señora de Campan miró con más asombro aún.

—Debemos grandes favores a ese joven, señora —añadió la reina, consintiendo, aunque no fuera esta su costumbre, en darle explicación de su pensamiento.

—Pero me parecía, señora —se aventuró a decir la camarera—, que el señor de Barnave era demócrata, un hombre del pueblo a quien todos los medios habían parecido buenos para llegar a donde se halla.

—Todos los medios que ofrece el talento sí, señora, es verdad —contestó la reina—; pero recordad bien lo que voy a deciros: yo dispenso a Barnave, porque un sentimiento de orgullo que no puedo censurar le ha hecho aplaudir todo cuanto allanaba el camino de los honores y de la gloria para la clase en que nació. Nada de perdón para los nobles que se hicieron revolucionarios; pero si volvemos a estar en el poder, Barnave tiene concedida su gracia de antemano… Retiraos ahora, y tratad de obtener noticias sobre los señores de Malden y de Valory.

El corazón de la reina agregaba a estos dos nombres el del conde; pero sus labios se resistieron a pronunciarlo.

A poco se le dio aviso de que su baño estaba preparado.

Durante el intervalo que acababa de transcurrir desde la visita de la reina al delfín, se habían puesto centinelas en todas partes, hasta en la puerta de su gabinete tocador y en la de la sala del baño. La reina obtuvo, no sin mucho trabajo, que se cerrase esta última puerta mientras que se bañaba.

Lo cual hizo decir a Prudhomme en su diario de las Revoluciones de París:

«Algunos buenos patriotas, en quienes el sentimiento de la monarquía no ha extinguido el de la compasión, se han mostrado inquietos acerca del estado moral y físico de Luis XVI y de su familia, después de un viaje tan desventurado como el de Saint-Menehould.

»¡Qué se tranquilicen! En la noche del sábado, nuestro exrey, al entrar en sus habitaciones, no se encontró peor que al regresar de una cacería fatigosa y casi nula: devoró su pollo como de costumbre, y al día siguiente, al terminar su comida, jugó con su hijo.

»En cuanto a la madre, tomó un baño al llegar; sus primeras órdenes fueron para pedir calzado, mostrando cuidadosamente que sus zapatos de viaje estaban agujereados; procedió muy ligeramente con los oficiales elegidos para su guardia particular, y le pareció ridículo e indecente verse obligada a dejar abiertas la puerta de su baño y de su alcoba».

¡Ved como ese monstruo comete la infamia de comerse un pollo al llegar, y se entretiene jugando con su hijo al día siguiente!

¡Ved esa sibarita que pide calzado después de cinco días de coche y tres noches de posada!

¡Ved esa pródiga que pide calzado porque los zapatos de viaje están agujereados!

¡Ved, en fin, esa mesalina que, pareciéndole indecente y ridículo verse obligada a dejar abiertas la puerta de su baño y la de su alcoba, pide a los centinelas permiso para cerrarlas!

¡Ah!, señor periodista, mucho me parece que no coméis pollo más que en las cuatro grandes fiestas del año, que no tenéis hijos, que no os bañáis, y que vais a la Asamblea nacional con los zapatos agujereados.

A riesgo del escándalo que se pudiera producir, la reina, se bañó y obtuvo que la puerta permaneciese cerrada.

Por eso el centinela no dejó de llamar a la señora Campan aristócrata, en el momento en que esta, volviendo de tomar informes, entró en la sala de baño.

Las noticias no eran tan desastrosas como se hubiera podido creer.

Desde la llegada a la barrera, Charny y sus dos compañeros habían combinado un plan, que tenía por objeto disminuir una parte de los peligros que amenazaban al rey y a la reina, atrayéndolos sobre sí propios. En su consecuencia se convino que apenas se detuviera el coche, uno se precipitaría por la derecha, el otro por la izquierda, y el que estuviera en el centro hacia delante; de este modo se dividiría la cuadrilla de asesinos, obligándoles a seguir tres direcciones opuestas, y tal vez quedara así un camino por el cual el rey y la reina ganarían libremente el palacio.

Ya hemos dicho que el coche se detuvo más allá del primer estanque, cerca del gran terrado de palacio.

La prisa de los asesinos era tal, que al precipitarse hacia la delantera del carruaje se hirieron gravemente. Por un momento, sin embargo, se consiguió proteger a los tres oficiales; pero muy pronto, habiendo sido arrojados al suelo, los dejaron sin defensa.

Este fue el instante que eligieron, y todos tres se lanzaron, pero tan rápidamente que derribaron a cinco o seis hombres que se subían a las ruedas y a los estribos para arrancarlos de sus asientos.

Apenas en tierra, el señor de Malden se encontró bajo las hachas de dos zapadores; ambas armas le amenazaban, y se buscaba el medio de herirle a él solo; pero hizo un movimiento tan poderoso y rápido, que apartó de sí a los hombres que le tenían cogido del cuello; de modo que durante un segundo quedó aislado.

Entonces, cruzándose de brazos, exclamó:

—¡Herid ahora!

Una de las hachas quedó levantada; el valor de la víctima paralizaba al asesino.

La otra cayó, pero como tropezara con un mosquete que hizo desviar el golpe, solamente la punta alcanzó al señor de Malden en el cuello, infiriéndole una ligera herida.

Entonces, agachándose, dio de cabeza contra la multitud, que se entreabrió; mas a los pocos pasos fue recibido por un grupo de oficiales que, deseando salvarle, le empujaron hacia la fila de los guardias nacionales, la cual formaba para el rey y la familia real un camino cubierto desde el coche al palacio.

En aquel momento el general Lafayette le divisó, e impeliendo su caballo hacia él, cogióle del cuello y le atrajo hacia sí, protegiéndole en cierto modo con su popularidad; mas al reconocerle el señor de Malden, gritó:

—Dejadme, caballero; no os cuidéis más que de la familia real, y abandonadme a la canalla.

El señor de Lafayette le dejó, en efecto, y al ver a un hombre que se llevaba a la reina, precipitóse hacia él.

El señor de Malden fue derribado entonces, se levantó, y atacado por los unos y defendido por los otros rodó así, lleno de contusiones, de heridas y de sangre hasta la puerta del palacio, donde, visto por un oficial de servicio, le cogió por el cuello y atrájole hacia sí, exclamando:

—¡Sería lástima que semejante miserable sufriese una muerte tan dulce; se ha de inventar un suplicio para un bandido de esa especie! ¡Dejádmele, yo me encargo de él!

Y continuó insultando al señor de Malden, diciéndole: «¡Ven, bribón, y te las habrás conmigo!».

Y le atrajo a un lugar más oscuro, donde le dijo:

—Salvaos, caballero, y dispensadme la estratagema de que me he valido para arrancaros de las manos de esos miserables.

Entonces el señor de Malden, deslizándose hasta la puerta del palacio, desapareció.

Algo semejante sucedió con el señor de Valory; había recibido dos heridas graves en la cabeza; pero en el momento en que veinte bayonetas y otros tantos sables y puñales se levantaban sobre él para rematarle, Pétion se precipitó, y rechazando a los asesinos con todo el vigor de que estaba dotado, gritóles:

—¡En nombre de la Asamblea nacional os declaro indignos de ser franceses sino os apartáis ahora mismo, entregándome ese hombre! Yo soy Pétion.

Y Pétion, que bajo un aspecto algo rudo tenía mucha honradez, y un corazón valeroso y leal, pareció tan majestuoso a los ojos de los asesinos al pronunciar estas palabras que se apartaron, dejando en su poder al señor de Valory.

Entonces le condujo sosteniéndole, porque estaba aturdido a causa de los golpes que recibiera, y apenas podía tenerse en pie, hasta la fila de los guardias nacionales, dejándole en manos del ayudante de campo Dumas, que respondió de él con su cabeza y le protegió hasta llegar a Palacio.

En aquel momento Pétion oyó la voz de Barnave, quien le llamaba en su auxilio porque era insuficiente para defender a Charny.

El conde, levantado por veinte brazos, derribado y arrastrado por el polvo pudo levantarse, arrancó una bayoneta de un fusil, y agujereaba a fuerza de golpes a la multitud que tenía a su alrededor.

Pero no hubiera tardado en sucumbir en aquella lucha desigual, si Barnave y después Pétion no acuden en su auxilio.

La reina escuchaba este relato en su baño; pero la señora Campan, que le hacía, no pudo dar noticias ciertas más que de los señores Malden y Valory, a quienes se había visto en el palacio magullados y ensangrentados, pero sin heridas peligrosas.

En cuanto a Charny nada se sabía de positivo acerca de él; decíase que los señores Barnave y Pétion le habían salvado, pero nadie le vio entrar en palacio.

Al oír estas últimas palabras de la señora Campan, la reina palideció de tal modo, que la camarera, creyendo que esto se debía al temor de que hubiera ocurrido una desgracia al conde, exclamó:

—Vuestra Majestad no debe desesperar de la salvación del señor conde por el hecho de no haber entrado en palacio, pues la reina sabe que la señora de Charny habita en París, y tal vez su esposo se haya refugiado en su casa.

Esto era precisamente lo qué María Antonieta había pensado y lo que la hizo palidecer tanto.

Y se lanzó fuera del baño, exclamando:

—¡Vestidme, señora Campan, vestidme pronto, porque es necesario que yo sepa lo que ha sido del conde!

—¿Qué conde? —preguntó la señora de Misery entrando.

—¡El conde de Charny! —contestó la reina.

—El conde está en la antecámara de Vuestra Majestad —contestó la señora de Misery—, y solicita el honor de un momento de audiencia.

—¡Ah! —murmuró la reina—, ¡ha cumplido su palabra!

Las dos damas se miraron sin saber qué quería decir la reina, que ansiosa e incapaz de pronunciar una palabra más, les hizo una seña para que se apresurasen.

Jamás tocador alguno fue más rápido, si bien es verdad que María Antonieta se contentó con retorcer sus cabellos, los cuales había hecho lavar con agua perfumada, a fin de quitar el polvo, y ponerse un peinador de muselina blanca.

Apenas entró en su habitación, estaba tan pálida al ser introducido el conde de Charny, que parecía tan blanca como su peinador.