Después de la cena, los tres oficiales, como habían recibido órdenes, subieron a la habitación del rey.
La princesa, el delfín y la señora de Tourzel estaban en su aposento; el rey, la reina y madame Isabel, esperaban.
Al entrar los jóvenes, el rey dijo:
—Señor de Charny, tened la bondad de cerrar la puerta para que nadie nos interrumpa, pues debo comunicaros algo de la más alta importancia. Ayer, señores, en Dormans, el señor de Pétion me propuso facilitar vuestra fuga bajo un disfraz; pero la reina y yo nos hemos opuesto por temor de que esta proposición fuese un lazo, y que se intentase alejaros de nosotros para daros muerte o entregaros a una comisión militar en cualquiera provincia, donde se os condenaría a ser fusilado sin dejaros ningún recurso. La reina y yo hemos rechazado, por consiguiente, la oferta bajo nuestra responsabilidad; pero hoy el señor Pétion ha vuelto a tratar del asunto, comprometiendo su honor de diputado, y creo deber daros cuenta de lo que teme y de lo que propone.
—Señor —contestó Charny—, antes de que Vuestra Majestad vaya más lejos —y no solamente hablo en mi nombre, sino que creo ser intérprete de los sentimientos de estos señores—, antes de ir más lejos, ¿nos concederá el rey una gracia?
—Señores —dijo Luis XVI—, vuestra fidelidad a la reina y a mí ha expuesto vuestra vida hace tres días, y desde entonces, a cada instante estáis amenazados de la muerte más cruel, a la vez que participáis de la vergüenza y de los insultos con que nos agobian. Señores, tenéis derecho, no a solicitar una gracia, sino a exponer vuestro deseo, y para no satisfacer este al punto, sería preciso que no estuviera en nuestra mano complaceros.
—Pues bien, señor —contestó Charny—, pedimos humildemente, pero con instancia, a Vuestra Majestad, cualesquiera que sean las proposiciones hechas por los señores diputados respecto a nosotros, que nos deje la facultad de aceptar estas proposiciones o de rehusarlas.
—Señores —replicó el rey—, os doy mi palabra de no ejercer ninguna presión sobre vuestra voluntad; hágase lo que juzguéis conveniente.
—Pues entonces, señor, tan sólo nos resta daros las gracias.
La reina miraba con asombro a Charny, sin comprender la creciente indiferencia que en él observaba, con la tenaz voluntad de no apartarse ni un momento de lo que consideraba sin duda como un deber.
Por eso no contestó, dejando al rey continuar la conversación.
—Ahora bien; reservado para vos ese libre arbitrio —dijo el rey—, he aquí las propias palabras del señor Pétion: «Señor, en el momento de vuestra entrada en París, no habrá seguridad para los tres oficiales que os acompañan. Ni yo ni el señor Barnave, ni el señor de Latour-Maubourg podríamos responder de salvarlos, ni aun con peligro de nuestra vida, y su sangre está destinada de antemano al pueblo».
Charny miró a sus dos compañeros, y una sonrisa desdeñosa entreabrió sus labios.
—Y ¿qué más, señor? —preguntó Charny.
—Después —dijo el rey—, he aquí lo que el señor de Pétion propone: os proporcionará tres uniformes de guardias nacionales, haciendo que esta noche os abran las puertas del obispado, para que podáis lucir con toda libertad.
Charny consultó de nuevo a sus dos compañeros; pero la misma sonrisa de antes le contestó.
—Señor —dijo, dirigiéndose de nuevo al rey—, nuestros días han sido consagrados a Vuestras Majestades, que se han dignado aceptar, y nos será más fácil morir por ellas que separarnos. Concedednos, pues, el favor de tratarnos mañana como lo hicisteis ayer, ni más ni menos. De toda vuestra corte, de todo vuestro ejército, de todos vuestros guardias, tan sólo os quedan tres corazones fieles; no les privéis de la única gloria que ambicionan, la de ser leales hasta el fin.
—Está bien, señores —dijo la reina—, aceptamos; pero ya comprenderéis que a partir de este momento, todo debe sernos común; ya no sois para nosotros servidores, sino amigos, hermanos; no os diré que me deis vuestros nombres, porque los conozco, mas quiero —y sacó del bolsillo su librito de memorias— que me digáis los de vuestros padres, madres y hermanos, pues puede suceder que tengamos la desgracia de perderos sin sucumbir nosotros. Entonces me correspondería a mí notificar a esas personas queridas su desgracia, poniendo a su disposición para aliviarlas cuanto nos sea posible… Vamos, señor de Malden, vamos, señor de Valory, decidme francamente quiénes son los parientes y los amigos que nos recomendáis en caso de muerte; pues todos estamos tan cerca de ella que no se debe vacilar.
El señor de Malden recomendó a su madre, anciana señora achacosa, que vivía en una reducida posesión en los alrededores de Blois; el señor de Valory recomendó a su hermana, joven huérfana que recibía su educación en un convento de Soissons.
Seguramente eran corazones fuertes y valerosos los de aquellos dos hombres, y sin embargo, mientras que la reina escribía los nombres y las señas de la señora de Malden y de la señorita de Valory, ambos hacían inútiles esfuerzos para reprimir sus lágrimas.
La reina debió interrumpirse también mientras que escribía para sacar un pañuelo del bolsillo y enjugarse los ojos.
Después, cuando hubo terminado, volvióse hacia Charny y le dijo:
—¡Ay!, señor conde, ya sé que no tenéis a quien recomendarme, porque vuestros padres han muerto, y vuestros dos hermanos…
La voz faltó a la reina.
—Mis dos hermanos —añadió Charny—, han tenido la dicha de morir por Vuestra Majestad; pero el último que sucumbió ha dejado un pobre niño, el cual me recomienda por una especie de testamento hallado entre sus papeles. La joven madre fue sustraída a su familia, de la cual no debe esperar ya perdón; pero mientras que yo viva, ni ella ni su hijo carecerán de nada. Sin embargo, Vuestra Majestad lo ha dicho ahora con su admirable valor; todos estamos amenazados de muerte, y si esta me sorprendiese, la pobre joven y su hijo quedarían sin recursos. Dignaos, señora, apuntar el nombre de una campesina, y si tuviera, como mis dos hermanos, la dicha de morir por mis augustos señores, dispensad vuestra generosidad a Catalina Billot y a su hijo, a los cuales encontrará en el pueblecillo de Ville-d’Avray.
Sin duda aquella imagen de Charny expirando a su vez como sus dos hermanos, era un espectáculo demasiado terrible para la imaginación de María Antonieta, pues profiriendo un ligero grito dejó escapar su librito de memorias y fue a caer vacilante sobre un sillón.
Los dos guardias se precipitaron hacia ella, mientras que Charny, recogiendo el librito, apuntaba el nombre y las señas de Catalina Billot y le dejaba sobre la chimenea.
La reina hizo un esfuerzo y volvió en sí.
Entonces los jóvenes, comprendiendo que después de semejante emoción desearía estar, sola, retrocedieron un paso para despedirse.
Pero la reina extendió la mano hacia ellos.
—Señores —dijo—, espero que no os marcharéis sin besarme la mano.
Los dos guardias se adelantaron en el mismo orden con que se habían escrito sus nombres y señas, el señor de Malden primero y después el señor de Valory.
Charny se acercó el último. La mano de la reina estaba temblorosa esperando aquel beso, para obtener el cual había ofrecido seguramente los otros dos.
Mas apenas los labios del conde tocaron aquella hermosa mano; tanto le parecía un sacrilegio besarla llevando sobre sí la carta de Andrea.
María Antonieta dejó escapar un suspiro que parecía una queja de dolor, pues jamás había medido mejor que por aquel beso el abismo que cada día, cada hora, y hasta diremos cada minuto, se abría más y más entre ella y su amante.
Al día siguiente, en el momento de la marcha, los señores de Latour-Maubourg y Barnave, ignorando sin duda lo que había pasado la víspera entre el rey y sus oficiales, renovaron sus instancias para que estos últimos se disfrazaran; pero ellos rehusaron diciendo que su lugar era el pescante del rey, y que no podían dejar el traje que su soberano les había mandado llevar.
Entonces Barnave quiso que se pusiera a derecha e izquierda del coche una tabla bien sujeta al pescante, donde pudieran ir dos granaderos, para preservar en lo posible a los obstinados servidores del rey.
A las diez de la mañana salieron de Meaux; se iba a entrar en París, de donde había estado ausente la familia real cinco días.
¡Cinco días! ¡Qué insondable abismo se había abierto durante este breve plazo!
Apenas se estuvo a una legua de Meaux, el cortejo tomó el aspecto más terrible que hasta entonces tuvo.
Todas las poblaciones de los alrededores de París afluían; Barnave quiso obligar a los postillones a ir al trote; pero la guardia nacional de Claye cerró el paso, presentando las puntas de sus bayonetas.
Hubiera sido una imprudencia tratar de romper aquel dique; la misma reina, comprendiendo el peligro, suplicó a los diputados que no hicieran nada para aumentar la cólera del pueblo, formidable tempestad que se oía mugir y llegar por momentos.
Muy pronto la multitud fue tal, que apenas podían los caballos ir al paso.
Jamás había hecho tanto calor; ya no se respiraba aire, sino fuego.
La insolente curiosidad de aquel pueblo persiguió al rey y a la reina hasta los dos ángulos del coche, donde se habían refugiado.
Algunos hombres subían a los estribos, introduciendo la cabeza en el interior; otros trepaban por el coche, y no pocos se cogían a los caballos.
Fue un milagro que Charny y sus dos compañeros no murieran entonces.
Los dos granaderos no eran suficientes para parar todos los golpes: rogaban, suplicaban y hasta ordenaban en nombre de la Asamblea nacional; pero sus voces se perdían en medio del tumulto y de los gritos.
Una vanguardia de más de dos mil hombres precedía al coche, y la retaguardia pasaba de cuatro mil.
En los lados agitábase una multitud que aumentaba sin cesar.
A medida que se acercaban a París, parecía que faltaba el aire, absorbido por la ciudad gigante.
El coche se movía bajo un sol de treinta y cinco grados a través de una nube de polvo que ahogaba.
En Bourget, el rey palideció de tal modo que se creyó que iba a sufrir una indisposición, y pidió un vaso de vino, porque su corazón desfallecía.
Poco faltó para que le presentasen, como a Jesucristo, una esponja empapada en hiel y vinagre; se hizo la proposición, más por fortuna se rehusó.
Se llegó a la Villette.
La multitud necesitó una hora para estrecharse lo bastante a fin de penetrar entre las dos líneas de casas cuyas blancas piedras rechazaban los rayos del sol, aumentando el calor.
En todas partes había hombres, mujeres y niños; jamás se había contemplado semejante multitud, y apiñábase de tal modo que nadie podía moverse.
Las puertas y las ventanas de las casas estaban cargadas de espectadores.
Los árboles se doblegaban bajo el peso de aquellos frutos vivientes.
Todo el mundo tenía el sombrero puesto.
Y era porque desde la víspera se había fijado este anuncio en todas las esquinas de París:
Aquel que salude al rey será apaleado.
Aquel que le insulte será ahorcado.
Todo esto era tan espantoso, que los comisarios no se atrevieron a penetrar en la calle del Arrabal Saint-Martín, calle que estaba llena de obstrucciones, y por lo tanto, de amenazas; calle funesta, calle sangrienta, calle célebre en los fastos del asesinato, desde la terrible historia de Bertier.
Se resolvió, pues, entrar por los Campos Elíseos, y el cortejo, dando la vuelta a París, tomó los bulevares exteriores.
Eran tres horas más de suplicio, y tan insoportable, que la reina pedía que la condujesen por el camino más corto, aunque fuese el más peligroso.
Dos veces trató de bajar las cortinillas y otras tantas fue preciso levantarlas entre los gritos de la multitud.
En la barrera, sin embargo, una considerable fuerza de granaderos rodeó el coche.
Varios de ellos se colocaron junto a las portezuelas, y con sus gorras de pelo cubrieron casi las aberturas del carruaje.
Al fin, a eso de las seis, la vanguardia apareció sobre el jardín de Monceau; llevaba consigo tres cañones que resonaban sobre el suelo desigual, saltando continuamente.
Aquella vanguardia se componía de caballería e infantería, mezclada con oleadas del pueblo, en medio de las cuales apenas les era posible conservar sus filas.
Los que los divisaron refluyeron hacia la altura de los Campos Elíseos: era la tercera vez que Luis XVI debía entrar por aquella fatal barrera.
La primera entró después de la toma de la Bastilla.
La segunda después de las jornadas del 5 y 6 de octubre.
La tercera después de la fuga a Varennes.
Todo París, al saber que el cortejo llegaría por el camino de Neuilly, se había dirigido a los Campos Elíseos.
Por eso al llegar a la barrera, el rey y la reina vieron desarrollarse, en toda la extensión que la vista abarcaba, un mar de hombres silenciosos, sombríos y amenazadores, todos con la cabeza cubierta.
Pero lo que tal vez pareció, si no más espantoso, por lo menos más lúgubre, fue una doble fila de guardias nacionales con sus fusiles a la funerala en señal de duelo, y extendiéndose desde la barrera hasta las Tullerías.
¡Día de duelo era, efectivamente; duelo inmenso, duelo de una monarquía de siete siglos!
Aquel coche que avanzaba lentamente en medio del numeroso pueblo, era el carro fúnebre conduciendo a la monarquía al ataúd.
Al divisar aquella larga fila de guardias nacionales, los soldados que acompañaban al coche agitaron sus armas al grito de «¡Viva la nación!».
Este grito resonó al punto en toda la línea desde la barrera a las Tullerías.
Después, la oleada inmensa perdida bajo los árboles, extendiéndose en un lado hasta las calles del arrabal de Roule y en el otro hasta el río, onduló gritando: «¡Viva la nación!».
Era el grito fraternal proferido por toda Francia.
Solamente una familia, la que había querido huir, quedaba excluida de esta fraternidad.
Se empleó una hora para ir desde la barrera a la plaza de Luis XV; los caballos se doblegaban bajo el peso, pues en cada uno montaba un granadero.
Detrás del coche en que iba el rey, la reina, la familia real, Barnave y Pétion, avanzaba el cabriolé que conducía a las dos damas de la reina y al señor de Latour-Maubourg, y por último, detrás del cabriolé, un calesín descubierto, adornado con ramaje, conducía a Drouet, Guilleume y Maugin, es decir, aquel que había detenido al rey, y los que le prestaron su concurso para conseguirlo. La fatiga les había obligado a servirse de este género de locomoción.
Solamente Billot, infatigable, como si el ardimiento de la venganza le comunicase la dureza del bronce, continuaba a caballo y parecía conducir todo el largo cortejo.
Al desembocar en la plaza de Luis XV, el rey echó de ver que se habían vendado los ojos a la estatua de su abuelo.
—¿Qué quieren significar con eso? —preguntó el rey a Barnave.
—Lo ignoro, señor —contestó el diputado.
—Yo lo sé —dijo Pétion—, han querido significar la ceguedad de la monarquía.
Durante el camino, a pesar de la escolta, a pesar de los comisarios y a pesar de los anuncios que prohibían insultar al rey, bajo pena de ser ahorcado, el pueblo rompió dos o tres veces la línea de granaderos, débil e impotente dique contra aquel elemento, al que Dios se olvidó decir como al mar: «¡No irás más lejos!». Cuándo sucedía esto, la reina veía aparecer de pronto junto a las portezuelas aquellos hombres de aspecto hediondo, de palabras implacables, que no suben sino en ciertos días a la superficie de la sociedad, como ciertos monstruos en los días tempestuosos ascienden a la superficie del Océano.
Una vez se espantó de tal modo ante la aparición, que bajó uno de los vidrios del coche.
—¿Por qué bajar los vidrios? —gritaron diez voces furiosas.
—¡Ved, señores —dijo la reina—, ved en qué estado se hallan mis pobres hijos!
Y enjugando el sudor que corría por sus mejillas, añadió:
—¡Nos ahogamos!
—¡Bah! —contestó una voz—, ¡eso no es nada; ya te ahogaremos de otro modo!
Y de un puñetazo, el que hablaba hizo saltar el vidrio en pedazos.
Sin embargo, en medio de aquel espectáculo terrible, algunos episodios hubieran consolado al rey y a la reina si la expresión del bien hubiera llegado hasta ellos tan fácilmente como la del mal.
A pesar del aviso que prohibía saludar al rey, el señor de Guilhermy, individuo de la Asamblea, se descubrió al pasar aquel, y como se quisiera obligarle a ponérsele, arrojóle lejos de sí, diciendo:
—¡Qué se atrevan a traérmelo!
A la entrada del puente giratorio se encontraron veinte diputados que la Asamblea enviaba para proteger al rey y a la familia real.
Después apareció Lafayette con su Estado Mayor.
El general se acercó al coche.
—¡Oh!, señor de Lafayette —exclamó la reina apenas le vio—, ¡salvad a los guardias de corps!
La recomendación no era inútil, pues se aproximaba el peligro y este era muy grave.
Durante algún tiempo se presenció en las puertas del palacio una escena que no dejaba de tener cierta poesía. Cinco o seis damas de la reina, que después de la fuga de su señora salieron de las Tullerías creyendo que su ama no volvería ya, quisieron entrar para recibirla.
—¡Atrás! —gritaban los centinelas, presentando las puntas de sus bayonetas.
—¡Esclavas de la austríaca! —vociferaban las vendedoras de pescado, mostrando sus puños.
Entonces, a través de las bayonetas, arrostrando las amenazas de las vendedoras de la plaza, la hermana de la señora Campan dio algunos pasos hacia delante.
—¡Escuchad! —exclamó—, he servido a la reina desde la edad de quince años; me dotó, proponiéndome esposo; estuve a su lado cuando era poderosa; ¿ahora que es desgraciada la he de abandonar?
—¡Tiene razón! —gritó el pueblo—. ¡Soldados, dejadla pasar!
A esta, orden, dada por el amo a quien ninguno se resistía, los centinelas dejaron el paso libre.
Un instante después la reina pudo verlas agitando sus pañuelos en la ventana del primer piso.
Sin embargo, el coche rodaba siempre, impeliendo ante sí una oleada de pueblo y una nube de polvo, como un barco a la deriva empuja ante sí las olas del Océano y una nube de espuma: la comparación es tanto más exacta cuanto que jamás náufragos se vieron amenazados por un mar tan proceloso como el que se disponía a sepultar a la desgraciada familia en el momento en que intentase penetrar en las Tullerías, que eran para los prisioneros la orilla.
—¡Oh!, señores —dijo otra vez la reina, pero dirigiéndose ahora a Pétion ya Barnave—, ¡los guardias de corps, los guardias de corps!
—¿No tenéis ninguna persona a quien recomendarme más particularmente que a esos caballeros? —preguntó Barnave.
La reina le miró fijamente y contestóle:
—¡A nadie!
Y exigió que el rey y sus hijos saliesen primero.
Los diez minutos que entonces transcurrieron fueron seguramente para ella los más crueles de su vida, sin exceptuar los que la condujeron al cadalso.
Estaba convencida, no de que iba a ser asesinada —la muerte significaba poco—, sino de que la iban a entregar al pueblo como un juguete, o a encerrarla en alguna prisión de donde no saldría sino por la puerta de un proceso infame.
Por eso, cuando puso el pie en el estribo del coche, protegida por la bóveda de hierro que sobre su cabeza formaban, de orden de Barnave, los fusiles y las bayonetas de los guardias nacionales, sobrecogióla un desvanecimiento que la hizo temer su caída en tierra.
Pero como sus ojos estuviesen a punto de cerrarse, en aquella última mirada de angustia en que todo se percibe, parecióle ver ante ella aquel hombre terrible que en el castillo de Taverney había levantado, para satisfacer su deseo, de una manera tan amistosa el Velo del porvenir; aquel hombre que vio de nuevo una sola vez al regresar de Versalles el 6 de octubre; aquel hombre, en fin, que no se presentaba sino para pronosticar las grandes catástrofes o la hora en que se realizarían.
¡Oh!, entonces fue cuando sus ojos, que vacilaban aún después de asegurarse de que no la engañaban, se cerraron al fin; profirió un grito, dejándose caer inerte e impotente ante aquella siniestra visión.
Parecióle que la tierra le faltaba bajo los pies; que aquella multitud, aquellos árboles, aquel cielo ardiente, aquel palacio inmóvil, todo, en fin, giraba a su alrededor. Unos brazos vigorosos la cogieron, y sintióse llevar en medio de los gritos incesantes, de las vociferaciones y de los clamores. En aquel momento creyó oír las voces de los guardias, que procuraban atraer sobre sí la cólera del pueblo para desviarla de su verdadera pendiente. Abrió un instante los ojos y vio a los guardias de corps arrancados del pescante; Charny, pálido y hermoso, luchando solo contra diez hombres, con el brillo del mártir en los ojos, con la sonrisa desdeñosa en los labios. Desde Charny su mirada se fijó en el hombre que la llevaba en medio de aquel inmenso torbellino y reconoció con terror al misterioso personaje del castillo de Taverney y de Sevres.
—¡Vos, vos! —exclamó, tratando de rechazar sus manos rígidas.
—¡Sí, yo —murmuró aquel hombre a su oído—; te necesito aún para impulsar a la monarquía a su último abismo; pero te salvo!…
Esto era ya más de lo que la reina podía soportar; profirió un grito y se desvaneció realmente.
Entretanto la multitud trataba de hacer pedazos a los señores de Charny, de Malden y de Valory, y de llevar en triunfo a Drouet y a Billot.