Al subir al coche, el rey y la reina notaron con sorpresa que en la calle no había más gente que la del pueblo para verlos salir, ni otra escolta para acompañarlos que soldados de caballería.
Esto era igualmente debido a Barnave, quien sabía lo que la reina, caminando al paso, había sufrido con el calor el polvo, los insectos, la turba y las amenazas dirigidas a sus guardias y a sus fieles servidores que venían a darla el último adiós; fingió que había recibido la noticia de una invasión, que el señor de Bouillé había entrado en Francia con cincuenta mil austríacos, y que, por consiguiente, contra estos debía marchar toda persona capaz de manejar un fusil, una hoz, una pica o un arma cualquiera; todo el pueblo había acudido a este llamamiento, y volvieron atrás.
Puede decirse que entonces existía en Francia un verdadero odio contra los extranjeros, y tan poderoso, que sobrepujaba al que se había declarado al rey y la reina; principalmente a esta, a quien le imputaban el gran crimen de ser extranjera.
María Antonieta adivinó quién era el autor de este nuevo beneficio, y la palabra no es exagerada. Con una mirada dio las gracias a Barnave.
En el momento en que iba a colocarse en el coche buscó con los ojos a Charny, el cual estaba ya en el pescante; con la diferencia de que en vez de haberse sentado en medio, como la víspera, quiso ceder obstinadamente al señor de Malden su sitio, menos peligroso que el que hasta entonces había ocupado el fiel guardia de corps. Charny deseaba que una herida le hubiese permitido abrir la carta de la condesa que le abrasaba el corazón.
Así, no pudo encontrar los ojos de la reina, que le buscaban.
Esta dio un profundo suspiro.
Barnave lo entendió.
Inquieto por saber adonde era dirigido, se detuvo en el estribo del coche y dijo:
—Señora, he notado ayer que estabais muy apretada en esta berlina; una persona de menos podrá proporcionar alguna comodidad… si lo permitís, yo subiré en el otro coche con el señor de Latour-Maubourg, o bien, iré a caballo.
Barnave, al hacer este ofrecimiento hubiera dado la mitad de sus días, y no le quedaban ya muchos que vivir, con tal que la reina hubiera rehusado.
Y, efectivamente rehusó, diciendo:
—No, venid con nosotros.
Y al mismo tiempo, el delfín, alargando sus manecitas hacia el diputado, decía:
—¡Mi amigo Barnave, mi amigo Barnave, no quiero que te vayas!
Barnave, lleno de gozo, volvió a ocupar el asiento del día anterior, y apenas se sentó, el delfín pasó de las rodillas de la reina a las suyas.
La reina besó a su hijo en ambas mejillas al soltarle.
Las huellas húmedas de sus labios quedaron trazadas sobre el nacarado cutis del niño, y Barnave consideró esas huellas como Tántalo debió mirar las frutas que pendían sobre su cabeza.
—Señora —dijo a la reina—, ¿me permite Vuestra Majestad el favor de besar al augusto príncipe que, guiado por el instinto infalible de su edad, se digna llamarme su amigo?
La reina hizo una seña con la cabeza, sonriendo al mismo tiempo.
Barnave aplicó sus labios sobre el sitio en que la reina besó al delfín, y lo hizo con tal ardor, que el príncipe asustado dio un grito.
María Antonieta no perdía nada de este juego de Barnave; acaso durmió tan poco como el diputado y como Charny; tal vez esa especie de animación que daba vida a sus ojos, era causada por una fiebre interior que la consumía; pero sus labios cubiertos de un matiz purpúreo, sus mejillas débil e imperceptiblemente sonrosadas, la convertían en una de aquellas sirenas que con uno de sus cabellos podían conducir a sus adoradores al abismo.
Gracias a Barnave, el coche hacía entonces dos leguas por hora.
En Chateau Thierry se detuvieron a comer.
La casa en donde se apearon estaba cerca del río en una posición deliciosa, y pertenecía a una rica comercianta de madera, la cual no esperó a que designasen su casa como punto de parada de la familia real, sino que, habiendo sabido la víspera que la comitiva debía pasar por la ciudad, envió a uno de sus dependientes, a caballo, para ofrecer a los delegados de la Asamblea nacional, del mismo modo que al rey y a la reina, hospitalidad en su casa.
La oferta fue aceptada.
Inmediatamente después de haber pasado el coche, un concurso numeroso de personas diligentes indicó a los augustos prisioneros un recibo diferente del que habían tenido la víspera en la posada de Dormans. La reina, el rey, madame Isabel, madame Tourzel, el príncipe y la princesa, fueron alojados en piezas separadas, en donde todo estaba dispuesto para que cada uno pudiese satisfacer las necesidades que su estado requiriese.
La reina, desde su salida de París, no había visto ni hallado una previsión semejante: los hábitos más delicados de una mujer habían sido consultados por esa aristocrática atención. María Antonieta, que empezaba a apreciar esos cuidados, mandó llamar al ama de la casa para demostrarle su gratitud.
Pocos momentos después se presentó una mujer como de unos cuarenta años, fresca aún y vestida con una sencillez extremada, y que hasta aquel instante había tenido la modestia de ocultarse a todo el mundo.
—¿Sois vos el ama de la casa? —preguntó la reina.
—¡Oh, señora! —exclamó desecha en lágrimas la excelente mujer—, en cualquier parte en que Vuestra Majestad se digne detenerse, cualquiera que sea la casa que la reina honre con su presencia, la reina es la única dueña.
María Antonieta miró alrededor de la sala para cerciorarse de que estaban solas.
Y vio que no había nadie que pudiera ver ni oír.
—Si os interesáis en nuestro sosiego —dijo tomando la mano del ama de la casa, atrayéndola hacia ella y besándola como si fuera una amiga, y si queréis conservar nuestro propio reposo, calmad y moderad esas muestras de dolor, porque si se llega a saber la causa de él, podría seros funesto… ¡Debéis comprender que si os sucediese alguna desgracia, eso aumentaría nuestras penas!… Tal vez nos volveremos a ver, contentaos, y conservadme una amiga, cuyo encuentro es hoy una cosa tan rara como preciosa[40].
Después de comer se pusieron en camino: el calor era terrible. El rey había notado varias veces que madame Isabel, estropeada del cansancio, inclinaba naturalmente la cabeza, y exigió que la princesa se colocase en la testera hasta llegar a Maux, donde debían pasar la noche; así lo hizo madame Isabel por orden expresa del monarca.
Pétion, que presenció esta escena, no abrió sus labios ni ofreció su puesto.
Barnave, sumamente avergonzado, ocultaba la cabeza entre sus manos, y al través de los dedos pudo notar la melancólica sonrisa de la reina.
Al cabo de una hora de marcha, la princesa Isabel llegó a estar tan fatigada que se durmió del todo, y la conciencia de lo que hacía se perdió de tal modo, que su hermosa cabeza de ángel, después de tambalearse un momento a derecha e izquierda, acabó por reposar en el hombro de Pétion.
Esto es lo que hizo decir al diputado de Chartres, en el relato inédito de su viaje, que madame Isabel, la santa mujer, se había enamorado de él, y al apoyar un momento la cabeza sobre su hombro, cedía a su inclinación.
A eso de las cuatro de la tarde se llegó a Maux, y los viajeros se detuvieron delante del palacio episcopal, donde había habitado Bossuet, y en el que, ochenta y siete años antes había muerto el autor del Discurso sobre la historia universal.
Ahora vivía allí un obispo constitucional y juramentado, lo cual se reconoció más tarde por su manera de recibir a la familia real.
Mas por lo pronto, tan sólo llamó la atención de la reina el aspecto lúgubre del edificio en que iba a entrar. En ninguna parte se hubiera podido ver palacio de príncipe o de religioso que pareciera más digno, por su melancolía, para albergar al supremo infortunio que iba a pedirle asilo por una noche. No era como Versalles, donde se ve una grandeza magnífica; aquí era sencilla; una ancha pendiente de ladrillo conducía a las habitaciones, con vistas a un jardín, dominado por la torre de la iglesia, que estaba cubierta completamente de hiedra, y una avenida flanqueada de acebos, conducía al gabinete desde donde el elocuente obispo de Maux lanzaba de vez en cuando uno de esos gritos siniestros que presagian la caída de las monarquías.
La reina paseó su mirada sobre aquella lúgubre construcción, y pareciéndole conforme con el estado de su espíritu, buscó a su alrededor un brazo en que apoyarse para visitar el palacio.
Solamente Barnave estaba allí.
La reina sonrió.
—Dadme el brazo, caballero —dijo—, y tened la bondad de servirme de guía en este antiguo palacio, pues no me atrevo a ir sola. Temería oír resonar esa poderosa voz que cierto día hizo estremecerse a la cristiandad al gritar: «¡La señora se muere! ¡La señora ha muerto!».
Barnave se acercó rápidamente y ofreció su brazo a la reina con un apresuramiento mezclado de respeto.
Pero la reina paseó la mirada en torno suyo; la ausencia obstinada de Charny la inquietaba.
Barnave, que lo veía todo, observó esta mirada.
—¿Desea la reina alguna cosa? —preguntó.
—Deseo saber dónde está el rey —contestó María Antonieta.
—Ha hecho al señor Pétion el honor de recibirle y habla con él —contestó Barnave.
La reina pareció satisfecha.
Después, como si deseara rechazar su propio pensamiento, dijo a Barnave.
—Venid.
Y atrajo al diputado para recorrer las habitaciones.
Hubiérase dicho que huía, siguiendo la sombra indecisa bosquejada en su espíritu, sin mirar hacia adelante ni hacia atrás.
En la alcoba del gran predicador se detuvo al fin casi sin aliento.
La casualidad quiso que se encontrara frente a un retrato de mujer.
Levantó maquinalmente los ojos, y al leer en el cuadro las palabras Madame Enriqueta, se estremeció.
Barnave pudo notarlo, pero sin comprender.
—¿Sufre Vuestra Majestad? —preguntó.
—No —dijo la reina—; pero ese retrato… Madame Enriqueta…
Barnave comprendió lo que pasaba en el corazón de la pobre mujer.
—Sí —dijo—, Madame Enriqueta, pero la de Inglaterra; no la viuda del desgraciado Carlos I, sino la esposa del indiferente Felipe de Orleáns; no la que pensó morir de frío en el Louvre, sino la que sucumbió envenenada en Saint-Cloud, y al morir envió su sortija a Bossuet…
Después de un momento de vacilación, añadió:
—Preferiría que fuese el retrato de la otra.
—Y ¿por qué? —preguntó María Antonieta.
—Porque hay bocas que son las únicas que osan dar ciertos consejos, y estas son principalmente las que la muerte ha cerrado.
—Y ¿podríais decirme, caballero, lo que me aconsejaría la boca de la viuda del rey Carlos? —preguntó la reina.
—Si Su Majestad lo ordena, procuraré complacerla.
—Pues procuradlo.
—«¡Oh!, hermana mía, diría esa boca, ¿no echáis de ver la semejanza que hay entre nuestros destinos? Yo vine de Francia, como vos de Austria; yo era para los ingleses una extranjera, como vos lo sois para Francia; hubiera podido dar a mi esposo, extraviado, buenos consejos; guardé silencio o se los di malos; y en vez de ponerle en buena inteligencia con su pueblo y atraer a este a su favor le excité a la guerra, aconsejándole que marchara sobre Londres con los protestantes irlandeses. No solamente mantuve correspondencia con el enemigo de Inglaterra, sino que pasé dos veces a Francia, a fin de traer soldados extranjeros. En fin…».
Barnave se detuvo.
—Continuad —dijo la reina, con el ceño fruncido y oprimiendo los labios.
—¿Para qué he de continuar, señora? —contestó el joven orador, moviendo tristemente la cabeza—. Conocéis tan bien como yo el fin de esa sangrienta historia…
—Sí, y por eso voy a continuar, y a deciros lo que el retrato de madame Enriqueta me expondría, a fin de que me corrijáis si me engaño. «¡En fin, los escoceses venden y entregan a su rey, y este fue detenido en el momento en que pensaba marcharse a Francia. Un sastre fue a cogerle; un carnicero le condujo a la prisión; un vendedor de cerveza el tribunal de justicia, y para que nada faltase en aquel odioso juicio y la revisión del inicuo proceso que se formó, siendo el soberano único juez que debe recibirlos todos, un verdugo enmascarado cortó la cabeza de la víctima!». He aquí lo que el retrato de madame Isabel me hubiera dicho. ¿No es verdad? ¡Oh! Dios mío, sé todo eso tan bien como cualquiera, y lo sé tanto mejor cuanto que nada falta para la semejanza. Tenemos nuestros traficante en cerveza de los arrabales; pero en vez de llamarse Cromwell se llama Santerre; tenemos nuestro carnicero, más en vez de llamarse Harrison se llama… creo que Legendre; y tenemos nuestro carretero, más en vez de llamarse Pridge se llama… ¡oh!, en cuanto a este no sé nada; el hombre es tan poca cosa, que lo ignoro completamente, y vos también, segura estoy de ello; pero preguntádselo y os lo dirá: es el que conduce nuestra escolta, un campesino, un villano… ¿qué se yo? Pues bien, he aquí lo que madame Enriqueta me diría.
—Y ¿qué contestaríais vos?
—Yo contestaría. «¡Pobre princesa querida, no me dais consejos, sino un curso de historia; ya está hecho este, y ahora espero aquellos!».
—¡Oh!, esos consejos, señora —replicó Barnave—, si no rehusáis seguirlos, no solamente os los darían los muertos sino los vivos también.
—Muertos o vivos, que hablen los que deben hablar. ¿Quién dice que no se escucharán los consejos si son buenos?
—¡Dios mío, señora!, muertos y vivos no os darían más que uno.
—¿Cuál?
—Haceros amar del pueblo.
—¡Vaya una cosa fácil, hacerse amar de vuestro pueblo!
—¡Oh, señora!, ese pueblo es más vuestro que mío, y la prueba es que a vuestra llegada a Francia os adoraba.
—¡Oh, caballero!, ¡de qué cosa tan frágil habláis, de la popularidad!
—¡Señora! —dijo Barnave—, sí yo, saliendo de una esfera oscura, conquisté esta popularidad, ¡cuánto más fácil hubiera sido para vos conservarla y hasta reconquistarla! Pero no —continuó Barnave animándose—, ¿a quién habéis confiado vuestra causa, que es la de la monarquía, la causa más santa y hermosa de todas? ¿Qué voces y qué brazos la defendieron? Jamás se vio semejante ignorancia de los tiempos, semejante olvido de lo que es el genio de Francia. ¡Oh!, yo que solicité la misión de salir a vuestro encuentro con este fin, yo que os veo y que os hablo… ¡cuantas veces, Dios mío, estuve a punto de ir a ofrecerme a vos, de sacrificarme!…
—¡Silencio! —exclamó la reina—, alguien viene; ya hablaremos otra vez de todo esto, señor de Barnave, estoy dispuesta a oíros y a seguir vuestros consejos.
—¡Oh!, ¡señora, señora! —exclamó Barnave trasportado.
—¡Silencio! —repitió la reina.
—Vuestra Majestad está servida —dijo el criado presentándose en el umbral de la puerta.
Entraron en el comedor; el rey llegaba por otro lado, y acababa de hablar con Pétion mientras duró la entrevista de la reina con Barnave; parecía estar muy animado.
Los dos guardias estaban en pie, reclamando como siempre el privilegio de servir a Sus Majestades.
Charny, el más lejano de todos, estaba junto a una ventana.
El rey miró en torno suyo, y aprovechando el momento de estar solo con su familia, los dos guardias y el conde, les dijo:
—Señores, después de cenar es preciso que os hable, y por lo tanto, tendréis la bondad de seguirme a mi habitación.
Los dos oficiales se inclinaron.
El servicio comenzó como de costumbre.
Pero aunque la mesa fuese la de uno de los primeros obispos del reino, estaba tan mal servida como lo estuvo bien la de Chateau Thierry por la mañana.
El rey, como siempre, tenía mucho apetito, y comió bastante a pesar de la mala calidad. La reina no tomó más que dos huevos pasados agua.
Desde la víspera, el delfín, que estaba un poco enfermo, pedía fresas; pero el pobre niño no estaba ya en el tiempo en que se satisfacían sus menores caprichos. Desde la víspera, todos aquellos a quienes las pidió contestaron que «no había», o que «no se encontraban».
Y sin embargo, en el camino había visto muchachos de las aldeas comiendo fresas que habían ido a buscar al bosque.
El pobre niño envidió entonces mucho a los muchachos que veía, con sus cabellos rubios y sus mejillas sonrosadas, y que no tenían necesidad de pedir fresas, bastándoles ir a cogerlas por sí propios.
El deseo que no había podido satisfacer contristó mucho a la reina, de modo que el niño, rehusando todo cuanto le ofrecían, pidió de nuevo fresas; las lágrimas asomaron a los ojos de la impotente madre.
Buscó a su alrededor a quien dirigirse, y vio a Charny mudo, en pie e inmóvil.
Hízole seña una vez y después otra; pero Charny, absorto en su pensamiento, no lo notó.
Al fin, con voz ronca por la emoción, la reina dijo:
—Señor conde de Charny…
El conde se estremeció, como si le hubiesen interrumpido en una meditación, e hizo un movimiento para precipitarse hacia la reina.
En aquel momento abrióse la puerta y Barnave se presentó con un plato de fresas en la mano.
—La reina me dispensará —dijo—, si entro, así, y espero que el rey me perdone; pero varias veces he oído al señor delfín pedir fresas durante el día, y habiendo visto este plato en la mesa del obispo, le traigo.
Entretanto, Charny había dado la vuelta, acercándose a la reina; pero esta no le dio tiempo para aproximarse más.
—Gracias, señor conde —dijo—, el señor de Barnave ha adivinado lo que yo deseaba, y ya no necesito nada.
Charny se inclinó, y sin contestar palabra volvió a su sitio.
—Gracias, amigo Barnave —dijo el delfín.
—Caballero —añadió el rey—, nuestra comida no es buena; pero si queréis tomar vuestra parte, nos complaceréis a la reina y a mí.
—Señor —contestó el diputado—, una invitación del rey es una orden. ¿Dónde quiere Vuestra Majestad que me siente?
—Entre la reina y el delfín —contestó el rey.
Barnave tomó asiento, ebrio de amor y de orgullo.
Charny contempló aquella escena, sin que el menor estremecimiento de celos corriese desde su corazón a sus venas; pero al ver aquella pobre mariposa que también iba a quemarse las alas en la luz real, se dijo:
—¡He ahí otro que se pierde, y es lástima, pues vale más que los otros!
Y volviendo a su incesante pensamiento, murmuró:
—¡Esa carta, esa carta! ¿Qué puede haber en esa carta?…