Capítulo CII

Ningún preparativo se había hecho en aquel punto para recibir a la familia real, que debió apearse en una posada.

Bien fuese por haberlo dispuesto así Pétion, resentido del silencio que el rey y la reina guardaron con él durante el camino, o ya porque la posada estuviera llena de gente, sólo se encontraron tres buhardillas, en las cuales se instalaron los augustos prisioneros.

Charny, al bajar del coche, quiso según acostumbraba, acercarse a los reyes para tomar sus órdenes; pero la reina le hizo seña con los ojos para que se mantuviese lejos.

El conde, sin saber el motivo de esta recomendación, obedeció al momento.

Pétion entró en la posada y se encargó de todo: no quiso tomarse el trabajo de volver a bajar, y comisionó a un mozo para que anunciase a la familia real que los cuartos estaban prontos.

Barnave estaba sumamente apurado; tenía vehementes deseos de ofrecer el brazo a la reina; pero temió que la persona que algún tiempo hacía se había burlado tanto de la etiqueta en la persona de madame de Noailles, pudiese invocarla cuando Barnave faltase a ella.

Esperó, pues.

El rey bajó el primero, apoyándose en los brazos de los dos guardias de corps, señores Malden y Valory. Ya sabemos que Charny se había retirado a consecuencia de la seña que le hizo la reina.

María Antonieta bajó en seguida y alargó los brazos para tomar al delfín; pero como si el pobre príncipe conociese la necesidad que tenía su madre de una lisonja, dijo:

—No, quiero quedarme con mi amigo Barnave.

María Antonieta mostró su asentimiento con la cabeza y con una dulce sonrisa. Barnave dejó pasar a madame Isabel y a madame Royale, y bajó después con el delfín en los brazos.

Quedaba madame de Tourzel, que sólo aspiraba a sacar al regio niño de las manos indignas en que estaba; pero una seña de la reina calmó el aristocrático ardor del aya de los hijos de Francia.

La reina subió la tortuosa y sucia escalera de la posada, dando el brazo a su marido.

Al llegar al primer piso se detuvo, creyendo que era bastante haber subido veinte escalones, pero el mozo gritó:

—¡Más arriba, más arriba!

A estas voces, la reina continuó subiendo.

El sudor y la vergüenza corrían por la frente de Barnave.

—¿Cómo más arriba? —preguntó.

—Sí —contestó el mozo—, este es el comedor y al lado están las habitaciones de los señores de la Asamblea nacional.

Una nube pasó por los ojos de Barnave. Pétion había tomado los cuartos del piso principal para sí y sus colegas, y relegó la familia real en el segundo.

Sin embargo, el joven diputado nada decía, y temiendo sin duda el primer movimiento de la reina al ver los cuartos que Pétion había destinado para ella y su familia, Barnave soltó al delfín y le dejó en la meseta de la escalera, al llegar al piso segundo.

—¡Señora, señora! —dijo el joven príncipe dirigiéndose a su madre—, mi amigo Barnave se va.

—Hace bien —dijo riendo la reina—, que acababa de dirigir una mirada a las habitaciones.

Aquellos aposentos eran tres piezas, que se comunicaban las unas con las otras.

La reina con su hija, ocupó la primera; madame Isabel, el delfín y madame de Tourzel, ocuparon la segunda; el rey, en fin, se instaló en la tercera, que era un gabinetillo con puerta de escape a la escalera.

Luis XVI estaba cansado y quiso, en tanto que preparaban la cena, reposarse algunos instantes; pero la cama era tan corta, que al cabo de algunos minutos se vio precisado a levantarse, y abriendo la puerta pidió una silla.

Los señores de Malden y de Valory se hallaban ya en sus puestos, sentados en la escalera. El de Malden, que se hallaba más a mano, bajó al comedor y tomó una silla y la dio al rey.

Luis XVI, en cuya habitación había ya una silla de madera, colocó esta otra de manera que alargara su cama cuanto exigía su estatura.

—¡Oh! —dijo el caballero de Malden, juntando sus manos y moviendo la cabeza con muestras de dolor, y ¿piensa Vuestra Majestad pasar así la noche?

—Y ¿por qué no? —dijo el rey.

Y en seguida añadió:

—Si lo que me dicen de la miseria de mi pueblo es cierto, ¡cuántos de mis súbditos se juzgarían felices de tener este gabinetillo, esta cama y estas dos sillas!

Y se acostó sobre aquel improvisado lecho, preludiando así sus largos dolores del Temple.

Un instante después vinieron a anunciar a Sus Majestades que la cena estaba servida.

El rey bajó, y al ver seis cubiertos en la mesa, preguntó:

—¿Por qué hay seis cubiertos?

—Porque hay seis personas —contestó el mozo—, el rey, la reina, madame Isabel, madame Royale, el delfín y el señor Pétion.

—Y ¿por qué no los hay también para los señores Barnave y de Latour-Maubourg? —preguntó nuevamente el rey.

—Los había, señor —contestó el criado—, pero el señor Barnave los ha hecho quitar.

—Y ¿ha dejado el del señor Pétion?

—El señor Pétion lo exigió así.

En aquel momento apareció en la puerta la fisonomía grave, o más bien austera, del diputado por Chartres.

El rey, como si ignorase que estaba allí, contestó:

—Yo me siento a la mesa con mi familia; comemos solos o con las personas a quienes invitamos, o de otro modo no comemos.

—Ya sabía yo —dijo Pétion—, que Vuestra Majestad había olvidado el primer artículo de la Declaración de los derechos del hombre; pero creía que a lo menos aparentase acordarse de él.

El rey aparentó no haber oído a Pétion, y salió furioso.

—Señor de Malden —dijo el rey—, cerrad la puerta para que, en cuanto sea posible, estemos solos.

El guardia de corps obedeció y Pétion pudo oír el ruido que hizo la puerta al cerrarla.

Así logró el rey comer en familia.

Los dos guardias de corps sirvieron según costumbre.

Charny no se presentó: si no era el criado, era siempre el esclavo de la reina.

Pero había momentos en que esta obediencia pasiva a la reina, hería a la mujer; así es que durante la comida, María Antonieta, impaciente, buscó con la vista a Charny; hubiera deseado que después de haberla obedecido un instante, concluyese por desobedecerla.

En el momento en que el rey, después de haber cenado, movió la silla para levantarse, se abrió la puerta de la sala y el mozo, al entrar, rogó a Sus Majestades, en nombre del señor Barnave, que tomasen los cuartos del piso principal en vez de los suyos.

Luis XVI y María Antonieta se miraron. ¿Debían mostrar dignidad o rehusar la atención del uno para castigar la grosería del otro? Acaso el rey lo pensó así, pero el delfín corrió al salón, gritando:

—¿Dónde está mi amigo Barnave?

La reina siguió al delfín y el rey a la reina.

Pero Barnave no estaba en el salón.

María Antonieta pasó a las habitaciones, que eran tres, lo mismo que el piso superior.

No eran elegantes, pero estaban limpias; sobre las mesas lucían algunas bujías en candeleros de cobre, que ardían profusamente.

Durante el camino la reina había hecho algunas exclamaciones viendo al paso magníficos jardines llenos de flores; su habitación estaba llena de las más hermosas que producía el verano; las ventanas que estaban abiertas daban salida a la acritud de los perfumes; cortinas de muselina cerraban estas ventanas, impidiendo de este modo que las miradas indiscretas persiguiesen en su habitación a la augusta prisionera.

Todo esto era debido a Barnave.

La reina suspiró; ¡pobre reina! Seis años antes, Charny estaba encargado de todos esos miramientos.

Por lo demás, Barnave tuvo la delicadeza de no presentarse para reclamar las gracias.

¡Lo mismo hubiera hecho Charny!

¿Cómo es que un simple abogado de provincia tenía la misma delicadeza e iguales atenciones que el hombre más elegante y distinguido de la corte?

Cosa era esta que debía hacer reflexionar a una mujer, aunque fuese reina. Así es que pasó una parte de la noche soñando en este extraño misterio.

Durante este tiempo, ¿qué hacía Charny?

Ya le hemos visto alejarse a una señal de la reina, y desde aquel momento no se le volvió a ver.

Charny a quien su deber encadenaba a los pasos de Luis XVI y de María Antonieta, se creía feliz pensando que una orden de la reina le permitiese algunos momentos de soledad y reflexión.

Había vivido tan de prisa desde tres días antes; había vivido, por decirlo así, tan fuera de sí mismo; había vivido tanto para los demás, que no le pesaba poder abandonar el dolor de los otros para entregarse al suyo propio.

Charny era un caballero de los tiempos antiguos; un hombre entregado sobre todo a la familia; adoraba a sus hermanos, de quienes era un padre más bien que hermano mayor.

A la muerte de Jorge su dolor fue excesivo, pero a lo menos pudo mezclar ese dolor con las lágrimas que derramó arrodillado en el pequeño y sombrío patio de Versalles, al lado de su cadáver; le quedaba aún el segundo hermano, Isidoro, en quien concentró toda su afección; en Isidoro, a quien si era posible, amaba todavía más, principalmente, desde los tres o cuatro meses que habían precedido a su marcha, y desde que le sirvió de intermediario con Andrea. Ya hemos procurado, si no hacer comprender, a lo menos explicar el singular misterio de ciertas almas a quienes la separación anima más y más, almas que, en la ausencia, hallan nuevo alimento con los recuerdos.

Cuanto menos Charny veía a Andrea, tanto más pensaba en ella; y para él, pensar más y más en Andrea, era amarla cada vez más.

En efecto, cuando veía a Andrea, cuando estaba junto a ella, le parecía pura y simplemente hallarse cerca de una estatua de hielo, que el menor rayo de amor hacía derretir; estatua que, retirada en un rincón y entregada a sí misma, temía tanto más al amor como una verdadera estatua de hielo pudiera temer al sol: estaba en contacto con el aire frío, lento, con aquella conversación grave y contenida, con sus miradas mudas y encubiertas: y más allá de aquel ademán, de aquella conversación y de aquellas miradas, nada veía, o mejor dicho, nada creía entrever. Todo esto blanco y pálido como el alabastro, frío y triste como él.

Así es como Andrea le había parecido, excepto en algunos y raros intervalos de animación producidos por situaciones violentas, durante las últimas entrevistas, y principalmente durante la que tuvo con esa desgraciada joven, en la calle de Coq-Héron, la misma noche que esta volvió a hallar y a perder a su hijo.

Pero desde el instante en que se alejaba de ella, la distancia producía su efecto ordinario, amortiguando los más vivos matices, desvaneciendo los contornos más vigorosos. Entonces el aire lento y frío de Andrea se animaba; sus palabras graves y contenidas eran sonoras; las miradas mudas le hacían dilatar sus párpados y arrojar una llama húmeda y devoradora; parecía entonces a Charny que un fuego interior ardía en el corazón de la estatua, y que al través del alabastro de sus carnes, veía circular la sangre y latir el corazón.

¡En aquellos momentos de ausencia y soledad, Andrea era la verdadera rival de la reina! Ya hemos dicho que Isidoro era para Charny más querido de lo que Jorge lo había sido nunca; y hemos visto que el conde no había tenido el placer de llorar sobre su cadáver, como lo había hecho con su hermano Jorge.

Ambos habían caído, uno después del otro, por aquella mujer fatal, por aquella causa llena de abismos. Por la misma mujer y en un abismo igual, Charny debía igualmente caer a su tiempo.

Hacía ya dos días, desde la muerte de su hermano, desde el último abrazo que dejó su ropa teñida en sangre y sus labios tibios con el último suspiro de la víctima; desde la hora misma en que el señor de Choiseul le entregó los papeles que se hallaron en el bolsillo de Isidoro, apenas había podido consagrar un instante a tamaño dolor.

La seña de la reina indicándole que se alejase, era para él un favor, y lo aceptó como un beneficio.

Desde aquel momento había estado buscando un rincón, un sitio, un retiro en donde, al mismo tiempo que pudiese acudir al socorro de la familia real, le fuese dado, sin embargo, hallarse encerrado con su dolor y aislado con sus lágrimas.

Halló una buhardilla en lo más alto de la escalera, donde velaban los señores de Malden y de Valory.

Solo, encerrado allí, sentado a una mesa, alumbrado por un velón de cobre con tres mecheros, como se ven aún en el día en algunas antiguas casas de ciertas aldeas, sacó de su bolsillo los papeles teñidos en sangre, únicas reliquias que le habían quedado de su hermano.

Con la cabeza en ambas manos, con los ojos fijos en las cartas en donde aún vivían las ideas del que ya no existía, dejó por algún tiempo correr por sus mejillas abundantes y silenciosas lágrimas.

Al fin dio un suspiro, levantó la cabeza, y tomó y desdobló una carta.

Esta carta era de la pobre Catalina.

Hacía muchos meses que Charny sospechaba las relaciones de Isidoro con la hija del labrador, cuando en Varennes Billot tomó a su cargo el contárselo con todos sus detalles; sólo después de esta narración fue cuando Charny dio al asunto la importancia que merecía.

Esta importancia aumentó con la lectura de la carta, que le hizo considerar el título de querida como un título sagrado, porque era ya madre, y en las frases tan sencillas en que Catalina exponía su amor, vio la vida entera de una mujer sacrificada en expiación de la falta de una joven.

Abrió otra carta, y en seguida una tercera, en las que se leían iguales esperanzas de una dicha y de un porvenir venturoso, igual alegría maternal, iguales temores, los mismos sentimientos, dolores y arrepentimiento.

Pero en medio de estas cartas vio otra cuya letra llamó su atención.

Esta letra era de Andrea.

Iba dirigida a él.

Un papel doblado en cuatro dobleces estaba unido a la carta por un sello de lacre con las armas de Isidoro.

La carta con letra de Andrea, dirigida a él, y que Charny halló entre los papeles de su hermano, le pareció cosa tan extraña que abrió primero el billete incluido en la carta antes de abrir esta última.

El billete estaba escrito con lápiz por mano de Isidoro, sin duda alguna sobre la mesa de una posada, mientras ensillaban un caballo, y contenía estas pocas líneas:

Esta carta ha sido dirigida, no a mí, sino a mi hermano el conde Oliverio de Charny, por su mujer la condesa de Charny. Si me sucede alguna desgracia, se ruega a la persona que encuentre este papel, que la dirija al conde Oliverio de Charny, o que la devuelva a la condesa.

Esta misma me ha hecho los encargos siguientes:

Si saliese bien de la empresa en que se ha comprometido, la carta debe ser devuelta a la condesa.

Si está herido de peligro, pero sin riesgo de que muera, rogarle que conceda a su mujer el favor de ir a reunírsele.

En fin, si es herido mortalmente, esta carta debe serle entregada, y si no puede leerla, debe leérsela para que antes de espirar sepa el secreto contenido en ella.

Si se envía la carta a mi hermano el conde de Charny, como sin duda este billete le será entregado al mismo tiempo, obrará, con respecto a estos encargos, según le aconseja su delicadeza.

Dejo y recomiendo a su cuidado a la pobre Catalina Billot, que vive en Ville-d’Avray con mi hijo.

ISIDORO DE CHARNY.

Al principio, el conde pareció enteramente absorto con la lectura de este billete de su hermano; sus lágrimas, contenidas un momento, volvieron a correr con igual abundancia que antes; y después, sus ojos, oscurecidos aún por el llanto, se dirigieron sobre la carta de la señora de Charny. Consideróla largo tiempo, la tomó, la llevó a sus labios, la estrechó contra su corazón como si pudiese comunicarle el secreto que contenía, y volvió a leer por segunda y tercera vez los encargos de su hermano.

Después, moviendo la cabeza, dijo a media voz:

—No tengo ningún derecho para abrir esta carta, pero será tanto lo que yo la suplique, que espero me permitirá leerla.

Y como si quisiera confirmar esta resolución, imposible para un corazón menos leal que el suyo, repitió:

—¡No, no la leeré!

Y, en efecto, no la leyó; pero el día le sorprendió sentado junto a aquella mesa y devorando con la vista el sobre de la carta, ya húmeda con su aliento, por haberla tantas veces llevado y estrechado en sus labios.

Repentinamente, en medio del ruido que había en la posada, y que anunciaba los preparativos de la marcha, se oyó la voz del caballero de Malden que llamaba al conde de Charny.

—Aquí estoy —contestó este.

Y metiendo en el bolsillo los papeles del pobre Isidoro, besó otra vez la carta que había dejado intacta, la puso sobre su corazón y bajó precipitadamente.

En la escalera encontró a Barnave, que preguntaba por la reina, y al mismo tiempo encargaba al señor de Valory que tomase las órdenes para continuar el viaje.

Era fácil conocer que Barnave tampoco se había acostado ni dormido.

Ambos se saludaron, y Charny hubiera podido observar un cierto aire celoso que despedían los ojos de Barnave, al oírle preguntar por la salud de la reina, si hubiese podido pensar en cosas diferentes de la carta que su brazo apretaba contra el corazón.