Capítulo CI

El coche real seguía tristemente el camino de París, vigilado por aquellos dos hombres sombríos que acababan de hacerle retroceder, cuando entre Epernay y Dormans, Charny pudo, gracias a su elevada estatura, y desde el pescante en que se hallaba, ver otro coche que venía de París al galope de cuatro caballos de posta.

Charny adivinó al punto que aquel coche traía alguna noticia grave, o un personaje de importancia.

En efecto; cuando hubo alcanzado a la vanguardia de la escolta, y después de cruzarse dos o tres palabras, vióse que las filas de aquella se entreabrían y que sus individuos presentaban respetuosamente las armas.

El carruaje del rey se detuvo y se pudieron oír ruidosos gritos.

Todas las voces repetían al mismo tiempo: «¡Viva la Asamblea nacional!».

El coche que llegaba de París continuó su marcha hasta que estuvo cerca del carruaje del rey.

Después se apearon de él tres hombres, dos de los cuales eran completamente desconocidos de los augustos prisioneros.

Cuando el tercero asomó la cabeza por la portezuela, la reina murmuró al oído de Luis XVI:

—¡El señor de Latour-Maubourg, el alma condenada de Lafayette!

Después, moviendo la cabeza, añadió:

—Esto no nos presagia nada bueno.

De aquellos tres hombres el de más edad se adelantó, y abriendo brutalmente la portezuela del coche del rey, dijo:

—Yo soy Pétion, y he aquí a los señores Barnave y Latour-Maubourg, enviados como yo y conmigo por la Asamblea nacional para serviros de escolta y velar, a fin de que la cólera del pueblo no os haga justicia por sí misma. Estrechaos un poco para dejarnos sitio.

La reina fijó en el diputado de Chartres y en sus dos compañeros una de esas miradas desdeñosas como las que dirigía de vez en cuando desde lo alto de su orgullo la hija de María Teresa.

El señor de Latour-Maubourg, caballero cortesano de la escuela de Lafayette, no pudo soportar aquella mirada.

—Sus Majestades —dijo—, van muy oprimidas en ese coche; yo ocuparé el que sigue.

—Haced lo que gustéis —dijo Pétion—, en cuanto a mí debo estar en el coche del rey y de la reina, y por lo tanto, subo.

Así diciendo, penetró en el interior.

En el fondo estaban sentados el rey, la reina y madame Isabel.

Pétion los miró sucesivamente.

Y dirigiéndose a madame Isabel, la dijo:

—Dispensad, señora; pero como representante de la Asamblea, el puesto de honor me pertenece. Tened la bondad de levantaros y de tomar asiento en la delantera.

—¡Oh! —murmuró la reina.

—¡Caballero! —dijo el rey.

—Ha de ser así… Vamos, levantaos, señora, y dejadme sentar.

Madame Isabel se levantó y cedió su puesto, haciendo a su hermano y a su cuñada una señal de resignación.

Entretanto el señor de Latour-Maubourg se había esquivado para ir a pedir un sitio a las dos damas del cabriolé, con más cortesía seguramente de la que había tenido Pétion respecto al rey y a la reina.

Barnave había quedado fuera, vacilante en penetrar en aquel coche, donde se hallaban ya siete personas oprimidas.

—Y bien, Barnave —dijo Pétion—, ¿no venís?

—Pero ¿dónde me pondré? —preguntó Barnave algo confuso.

—¿Queréis mi asiento, caballero? —preguntó la reina con acritud.

—Gracias, señora —contestó Barnave ofendido; un sitio en la delantera me bastará.

Por un mismo movimiento, madame Isabel atrajo a sí a la princesa, mientras que la reina sentaba al delfín sobre sus rodillas.

De este modo se hizo lugar, y Barnave se halló frente a la reina, tocándose las rodillas de ambos.

—¡Vamos —dijo Pétion, sin pedir su consentimiento al rey—, en marcha!

Y el carruaje se puso en movimiento a los gritos de «¡Viva la Asamblea nacional!».

El pueblo acababa de ocupar a su vez las carrozas del rey con Barnave y Pétion.

En cuanto a sus pruebas, las había hecho ya el 14 de julio y el 5 y 6 de octubre.

Hubo un momento de silencio durante el cual, exceptuando a Pétion, que encerrado en su rudeza parecía indiferente a todo, cada uno se examinó de por sí.

Permítasenos, pues, decir algunas palabras sobre los personajes que acabamos de introducir en escena.

Gerónimo Pétion, llamado de Villeneuve, era hombre de treinta y dos años poco más o menos, de facciones vigorosamente marcadas, y cuyo único mérito consistía en la exaltación, la claridad y la conciencia de sus principios políticos. Nacido en Chartres, fue admitido como abogado, y habiéndosele enviado a París, formó parte de la Asamblea nacional en 1789. Debía ser alcalde de París y gozar de una popularidad que dejaría muy atrás la de Bailly y la de los Lafayette, para morir después en tierra de Burdeos devorado por los lobos. Sus amigos le llamaban el virtuoso Pétion. Y este último, con Camilo Desmoulins, eran ya republicanos en Francia cuando nadie pensaba en serlo.

Pedro José María Barnave, nacido en Grenoble, contaba apenas treinta años; y enviado a la Asamblea nacional, alcanzó a la vez gran reputación, y popularidad luchando contra Mirabeau, en el momento en que el diputado de Aix comenzaba a perder la suya. Todos cuantos eran enemigos del gran orador —y Mirabeau gozaba el privilegio de los hombres de genio, que consiste en tener por adversarios a cuanto son medianías—, todos los enemigos de Mirabeau se habían hecho amigos de Barnave, elevándole y engrandeciéndole en las luchas tempestuosas que acompañaron el fin de la vida del ilustre tribuno. Barnave, como hemos dicho, tenía treinta años escasos y no representaba más que veinticinco, con sus hermosos ojos azules, la boca grande, la nariz remangada y la voz dura. Por lo demás, era elegante en sus modales y persona; y como era un duelista agresivo, parecía un capitán joven vestido de paisano: su aspecto era frío, seco y maligno, y valía más de lo que indicaba su exterior.

Pertenecía al partido realista constitucional.

En el mismo instante de tomar asiento en el coche, frente a la reina, Luis XVI dijo:

—Señores, comienzo por declarar que mi intención no ha sido nunca salir del reino.

Barnave, que aún no estaba sentado enteramente, se detuvo y miró al rey.

—¿Es eso cierto, señor? En tal caso, esa palabra salvará la Francia.

Y tomó asiento.

En aquel momento pasó un cierto no sé qué de extraño entre aquel hombre perteneciente a la clase media de una pequeña ciudad de provincia, y aquella mujer que casi había perdido ya uno de los tronos más grandes del mundo.

Ambos trataron de leer lo que pasaba en sus respectivos corazones; no como dos enemigos políticos que quieren escrudriñar los secretos del Estado, sino como un hombre y una mujer que buscan misterios amorosos.

¿De dónde provenía, en el corazón de Barnave, el sentimiento que María Antonieta sorprendió a los pocos minutos de estudio con su mirada penetrante?

Vamos a decirlo, y a poner en evidencia uno de esos misterios del corazón de donde toman origen las leyendas secretas de la historia, y que en el día de las grandes decisiones del destino pesan en la balanza mucho más que el gran libro de los acontecimientos oficiales.

Barnave tenía la pretensión de ser en todas las cocas el sucesor y el heredero de Mirabeau, y en su interior creía serlo efectivamente.

Pero quedaba todavía un punto.

Nosotros sabemos que a los ojos de todo el mundo, Mirabeau había pasado por hombre a quien el rey honró con su confianza y la reina con su benevolencia. La sola y única entrevista que obtuvo el negociador del palacio de Saint-Cloud, hizo creer que se habrían seguido muchas audiencias secretas, en las que la presunción de Mirabeau llegó hasta la audacia, y la condescendencia de la reina hasta la debilidad. En aquella época estaba de moda, no sólo calumniar a la pobre María Antonieta, sino dar crédito a las calumnias.

Lo que ambicionaba Barnave era la herencia entera de Mirabeau; y de aquí su afán en ser uno de los tres comisarios que debían ser enviados cerca del rey.

Efectivamente, conseguido esto marchó con la seguridad del hombre que sabe que en caso de no tener el talento de hacerse querer, a lo menos tendría el medio de hacerse odiar.

Esto es lo que la reina, con su rápido golpe de vista, había presentido, casi adivinado.

Y también adivinaba la preocupación actual de Barnave.

Durante el primer cuarto de hora que Barnave estuvo sentado frente a la reina, el joven diputado se volvió cinco o seis veces para examinar con escrupulosa atención a los tres hombres que iban sentados en el pescante, y después volvió otras tantas su vista hacia la reina con más dureza y más hostilidad.

Barnave sabía que uno de aquellos tres hombres era el conde de Charny. ¿Cuál era? Lo ignoraba; pero a juzgar por el rumor público, debía pensar que Charny era el amante de la reina.

Barnave estaba celoso. Explique quien pueda este sentimiento en el corazón del joven; pero el hecho era positivo.

Esto fue precisamente lo que la reina adivinó.

Desde ese momento se creyó fuerte; conocía el defecto de la coraza de su adversario, y sólo se trataba de herir con precisión.

—¿Habéis oído —dijo la reina dirigiéndose al rey—, lo que decía ese hombre que manda la escolta?

—¿Sobre qué? —preguntó el rey.

—Relativo al conde de Charny.

Barnave se estremeció.

No pasó esto desapercibido para la reina, cuya rodilla tocaba la del joven.

—¿No ha dicho que tomaba sobre él la responsabilidad de la vida del conde? —repuso el rey.

—Precisamente; y añadió que él respondía a la condesa de su existencia.

Barnave cerró los ojos a medias y puso mayor atención para no perder una sílaba de lo que la reina iba a decir.

—Y bien, ¿qué? —preguntó el rey.

—La condesa de Charny es una antigua amiga mía, la señorita Andrea de Taverney… ¿Creéis que al llegar a París convendría dar licencia al conde para que vaya a tranquilizar a su esposa? Se ha expuesto a muchos peligros; su hermano perdió la vida por nosotros, y creo que sería cosa cruel para los dos esposos exigir que continuase en el servicio.

Barnave respiró y abrió los ojos.

—Me parece bien —repuso el rey—, pero dudo que el señor de Charny acepte.

—Bueno, en tal caso, cada cual habrá hecho lo que debía hacer; nosotros ofreciendo el permiso para retirarse al señor de Charny, y este rehusándolo.

La reina, por una especie de intuición magnética, comprendió que disminuía la irritabilidad de Barnave, el cual, dotado además de un corazón generoso, reconoció la injusticia que había hecho a María Antonieta y avergonzóse de ello.

Hasta aquel momento su aire había sido insolente y arrogante, como el de un juez en presencia del culpable a quien debe juzgar y condenar; pero de pronto este culpable, contestando a una acusación que ella no podía adivinar, manifestaba su inocencia o su arrepentimiento.

Pero ¿por qué vio su inocencia?

—Estaremos tanto más satisfechos —continuó la reina—, cuanto que no habremos hecho venir al conde con nosotros. Cuando yo le suponía en París, muy tranquilo, le hemos visto llegar de pronto y acercarse a la portezuela del coche.

—Es verdad —contestó el rey—, eso prueba que no tiene necesidad de estímulo cuando cree cumplir su deber.

¡No había duda; la reina era inocente!

¿Cómo Barnave se haría perdonar por la reina el mal pensamiento que concibió contra la mujer?

El diputado, pues, no se atrevía a dirigir la palabra a María Antonieta. ¿Esperaría a que esta rompiese el silencio? La reina, satisfecha del efecto que habían producido las pocas palabras que acababa de pronunciar, no habló más.

Barnave volvía a ser bondadoso y casi humilde, imploraba una mirada de la reina; pero esta no parecía fijar su atención en él.

El joven se hallaba en uno de esos estados de exaltación nerviosa en que, para llamar la atención de una mujer indiferente, se emprenderían los doce trabajos de Hércules, a riesgo de sucumbir en el primero.

Imploraba al Ser Supremo —en 1791 no se imploraba a Dios— para que le enviase una ocasión, con pretexto que atrajese las miradas de la regia indiferente, cuando de improviso, y como si el Ser Supremo hubiese escuchado la súplica del joven diputado, un pobre sacerdote que estaba a la orilla del camino esperando el paso del rey, acercóse para contemplar mejor al augusto prisionero, y levantando al cielo sus manos y sus ojos llenos de lágrimas, exclamó:

—¡Señor, Dios guarde a Vuestra Majestad!

Mucho tiempo hacía que el pueblo no tenía motivo o pretexto de manifestar su cólera; y nada había ocurrido desde que hizo pedazos al viejo caballero de San Luis, cuya cabeza llevaban en la punta de una pica.

Se le ofreció con esto una ocasión, y la aprovechó.

A la expresión y a la súplica del anciano, el pueblo contestó con un clamoreo y se arrojó sobre el sacerdote, él cual, en un momento, antes de que Barnave pudiese despertar de su letargo cayó en tierra, e iba a ser despedazado, cuando la reina dijo a Barnave:

—¿No veis lo que pasa?

El diputado levantó la cabeza, paseó una rápida mirada sobre la multitud, en la que acababa de desaparecer el pobre anciano, y que se agitaba en tumultuosas oleadas amenazadoras en torno del coche, y al observar lo que se trataba de hacer, exclamó:

—¡Oh, miserables!

Y precipitóse con tal violencia, que la portezuela se abrió, de modo que hubiera caído, si por uno de esos primeros impulsos del corazón tan rápidos en madame Isabel, esta última no le hubiera retenido por el faldón de su levita.

—¡Oh, tigres! —añadió—, no debéis ser franceses, a menos que Francia, el país de los hombres valerosos, se haya convertido en un pueblo de asesinos.

El apostrofe, podrá parecemos acaso algo pretencioso, pero era del gusto de la época; además, Barnave representaba la Asamblea nacional y el poder supremo hablaba por su voz; el pueblo retrocedió y el anciano quedó salvo.

Se levantó y dijo:

—Joven, habéis hecho una buena acción… un anciano rogará por vos.

Y haciendo la señal de la cruz, se marchó.

El pueblo, a quien impuso el ademán y la mirada del joven diputado, le dejó pasar.

Cuando el anciano estuvo lejos, Barnave se volvió a sentar naturalmente, aparentando ignorar que acababa de salvar la vida a un hombre.

—Caballero, mil gracias —dijo la reina.

Barnave se estremeció al oír estas solas palabras.

Sin duda alguna, la razón es que en el largo período que acabamos de recorrer, jamás la reina estuvo más hermosa ni pareció más digna de interés.

En efecto; en vez de proceder como reina, se condujo como madre; tenía a su izquierda al delfín, hermoso niño de cabellos dorados, el cual, con la inocencia y la sencillez de sus años, había pasado de las rodillas de la madre a las piernas del virtuoso Pétion, quien se humanizó hasta el punto de ponerse a jugar con los rizos del niño. A su derecha la reina tenía a su hija, madame Royale, que parecía un retrato de la madre en la flor de la belleza y de la juventud; pero ahora, María Antonieta llevaba en vez de la corona de oro, la de espinas de la desgracia, y sobre sus negros ojos y su frente pálida ostentaban sus magníficos cabellos rubios, entre los cuales brillaban algunas tempranas hebras de plata precoces, que hablaban al corazón del joven diputado con más elocuencia de la que hubieran podido expresar las quejas más dolorosas.

Barnave contemplaba aquella gracia real y parecía estar dispuesto a caer de rodillas ante la moribunda majestad, cuando el delfín dio un grito de dolor.

El niño había hecho al virtuoso Pétion no sé que travesura, que aquel juzgó oportuno castigar tirándole vigorosamente de la oreja.

El rey se sonrojó de cólera y la reina palideció de vergüenza; alargó los brazos a la criatura y la retiró de las piernas de Pétion; y como Barnave hizo el mismo movimiento, el delfín, transportado en los cuatro brazos e impelido hacia el joven, se halló sobre las rodillas de este.

María Antonieta quiso cogerle, pero el niño dijo:

—No; estoy bien aquí.

Y como Barnave, habiendo visto el movimiento, separaba los brazos para que el delfín hiciera lo que quisiese, la reina —¿era coquetería de madre, o seducción de mujer?— dejó al príncipe donde estaba.

El corazón de Barnave sintió ciertos impulsos difíciles de explicar: estaba orgulloso y se creía feliz.

La criatura comenzó a jugar con la chorrera de Barnave, después con su cinturón y con los botones de su uniforme de diputado.

Los botones, que tenían una divisa grabada, llamaron particularmente su atención.

El delfín pronunció las letras una después de otra, y concluyó deletreando y leyendo estas cuatro palabras: «Vivir libre o morir».

—¿Qué quiere decir esto, caballero? —preguntó.

Barnave vaciló en contestar.

—Eso quiere decir, niño —contestó Pétion—, que los franceses han jurado no tener más amo. ¿Comprendes tú esto?

—¡Pétion! —exclamó Barnave.

—¡Bah! —contestó Pétion lo más naturalmente del mundo—, explica la divisa de otro modo si le encuentras otro sentido.

Barnave guardó silencio, y parecióle que la divisa que tan sublime creía el día anterior, era cruel en aquella situación.

Tomó la mano del delfín y la besó respetuosamente.

La reina enjugó una lágrima que asomó a sus ojos.

El coche, teatro de este singular drama, continuaba su marcha, rodando en medio de los gritos de la multitud, que conducía a la muerte a seis de las ocho personas que iban en él.

En esto llegaron a Dormans.