Capítulo C

Se llegó tarde a Châlons, donde el coche penetró en el patio de la intendencia, habiéndose enviado correo de antemano para preparar los alojamientos.

Aquel patio estaba obstruido por la guardia nacional y por los curiosos.

Se hizo preciso desviar a los espectadores para que el rey pudiera apearse del coche.

Fue el primero en bajar; seguíale la reina con el delfín en brazos; después madame Isabel con la princesa, y después la señora de Tourzel.

En el momento en que Luis XVI sentaba el pie en la escalera resonó un tiro, y la bala silbó en los oídos del rey.

¿Era un conato de regicidio, o un simple accidente?

—¡Bueno! —exclamó el rey, volviéndose con mucha calma—, ¡he ahí un torpe a quien se le ha disparado el fusil!

Y añadió en voz más alta:

—¡Es preciso tener cuidado, señores, porque una desgracia sucede muy pronto!

Charny y los dos guardias de corps pudieron seguir a la familia real sin que nadie lo impidiera, y subieron detrás de ella.

Mas exceptuando el enojoso tiro que acababa de resonar, habíale parecido a la reina que penetraba en una atmósfera más suave. En la puerta, donde quedó detenido el cortejo tumultuoso que escoltaba el coche, los gritos habían cesado también, y hasta se oyó cierto murmullo de compasión en el momento en que la familia real se apeó del coche. Al llegar al primer piso encontróse una mesa tan suntuosa como era posible, servida con tal elegancia, que los prisioneros se miraron con asombro.

Varios criados esperaban allí; pero Charny reclamó para sí y los dos guardias de corps el privilegio del servicio. Bajo aquella humildad, que hoy podría parecer extraña, el conde ocultaba el deseo de no separarse del rey, de permanecer a su alcance y de estar dispuesto a todo acontecimiento.

La reina lo comprendió así, pero sin volverse siquiera hacia él, no le dio gracias con la mano, la mirada o la palabra. Aquella frase de Billot: «¡Respondo de él a su esposa!», resonaba como una tempestad en el fondo del corazón de María Antonieta.

¡Charny, a quien esperaba arrancar de Francia; Charny, a quien creía expatriar consigo; Charny volvía con ella a París e iba a ver de nuevo a Andrea!

El conde, por su parte, no sabía lo que pasaba en el corazón de la reina, ni le era posible adivinar que esta las hubiese oído, sin contar que comenzaba a concebir algunas esperanzas.

Como ya hemos dicho, Charny había sido enviado de antemano para explorar el camino; como cumplió su misión concienzudamente, sabía cuál era el espíritu del más insignificante pueblo. En Châlons, donde abundaban los caballeros, los rentistas y la clase media, la opinión era realista.

De aquí resultó que apenas los augustos convidados estuvieron en la mesa, su patrón, el intendente del departamento, se adelantó e inclinóse ante la reina, que no esperando nada bueno, le miraba con inquietud.

—Señora —dijo—, las jóvenes de Châlons solicitan la gracia de ofrecer flores a Vuestra Majestad.

La reina se volvió con asombro hacia madame Isabel, y después miró al rey.

—¿Flores? —preguntó.

—Señora —replicó el intendente—, si se ha elegido mal el momento o la petición es demasiado atrevida, voy a dar orden para que esas jóvenes no suban.

—¡Oh!, no, no, caballero, todo lo contrario —exclamó la reina—. ¡Jóvenes y flores! ¡Dejad que suban!

El intendente se retiró, y un momento después, doce jóvenes de catorce a dieciséis años, las más lindas que se habían podido encontrar en la ciudad, presentáronse en la antecámara y se detuvieron en el umbral de la puerta.

—¡Oh!, entrad, entrad, hijas mías —exclamó la reina, alargando los brazos.

Una de las jóvenes, intérprete, no solamente de sus compañeras, sino de sus padres y hasta de la ciudad, había aprendido un gracioso discurso que se disponía a repetir; pero al oír el grito de la reina, al ver sus brazos abiertos y la emoción de la familia real, la pobre niña no pudo encontrar más que lágrimas, y estas palabras, que salidas de lo más profundo de su pecho, resumían la opinión general:

—¡Oh, Vuestra Majestad, qué desgracia!

La reina tomó el ramo y abrazó a la joven.

Charny, entretanto, se inclinaba al oído del rey y decíale:

—Señor, tal vez se pueda sacar buen partido de la ciudad, y acaso no se haya perdido todo. Si Vuestra Majestad me da permiso por una hora bajaré, y después daré cuenta de lo que haya visto y oído, o quizá hecho.

—Id, caballero —dijo el rey—, pero sed prudente, pues si os ocurriera una desgracia, no me consolaría nunca. ¡Ay!, demasiado es ya que tengamos dos muertos en la misma familia.

—¡Señor —contestó Charny—, mi vida es del rey, como lo era la de mis hermanos!

Y salió.

Pero al salir enjugó una lágrima.

Era necesaria la presencia de toda la familia real para convertir aquel hombre de corazón firme, pero delicado, en un estoico, y al examinarse a sí mismo, hallábase de nuevo ante su dolor.

—¡Pobre Isidoro! —murmuró.

Y con la mano oprimió su pecho para asegurarse de que estaba aún en su bolsillo los papeles que el señor de Choiseul le había entregado, recogidos en el cadáver de su hermano, y que se prometía leer en el primer momento de calma, con el mismo respeto que hubiera tenido para leer un testamento.

Detrás de las jóvenes, que madame Royale abrazó como a hermanas, presentáronse los padres: casi todos eran, como ya hemos dicho, o dignos ciudadanos o ancianos caballeros, que iban tímidamente y humildemente a solicitar la gracia de saludar a sus desgraciados soberanos. El rey se levantó cuando pasaron, y la reina les dijo con su más dulce voz:

—¡Entrad!

¿Se estaba en Châlons o en Versalles? ¿Era posible que pocas horas antes los prisioneros hubiesen visto asesinar ante sus ojos al desgraciado señor de Dampierre?

Al cabo de media hora, Charny entró.

La reina le había visto marcharse y volver; pero hubiera sido imposible para el más atento observador leer en su rostro el efecto que habían producido en su alma aquella salida y aquella entrada.

—Bien —exclamó el rey dirigiéndose hacia Charny—, ¿qué hay?

—Señor —contestó el conde—, todo va bien. La guardia nacional se ofrece a conducir mañana a Vuestra Majestad a Montmédy.

—¿Y habéis acordado alguna cosa? —preguntó el rey.

—Sí, señor, con los principales jefes. Mañana, antes de marchar, el rey solicitará oír misa, cosa que no se puede negar a Vuestra Majestad, por ser la fiesta del Corpus; el coche esperará al rey en la puerta de la iglesia, y al salir, este subirá al carruaje; resonarán los vivas, y en medio de estos el rey dará orden de marchar hacia Montmédy.

—Está bien —dijo el rey—, gracias, señor de Charny; si de aquí a mañana no ha cambiado nada, haremos como decís… Pero id a descansar un poco, vos y vuestros compañeros, porque debéis necesitarlo más aún que nosotros.

Como ya se comprenderá, aquella recepción de jóvenes, de buenos ciudadanos y de nobles caballeros, no se prolongó hasta muy entrada la noche; el rey y la familia real se retiraron a las nueve.

Al entrar en su habitación, el centinela que estaba en la puerta recordó al rey y a la reina que seguían prisioneros, mas a pesar de esto presentó las armas.

Por la precisión del movimiento con que se honró a la Majestad real, aun cautiva, el rey reconoció a un antiguo soldado.

—¿Dónde habéis servido, amigo mío? —preguntó el centinela.

—Señor, en las guardias franceses —contestó el hombre.

—Pues entonces —replicó el rey con sequedad—, no me sorprende veros aquí.

Luis XVI no podía olvidar que el 13 de julio de 1789 los guardias se habían pasado al pueblo.

El rey y la reina entraron en sus habitaciones; el centinela estaba en la misma puerta de la alcoba.

Una hora después, terminado su servicio, solicitó hablar con el jefe de la escolta, que era Billot.

Este último se hallaba en la calle cenando con los hombres que habían acudido de los diferentes pueblos inmediatos al camino, y procuraba hacerlos esperar allí hasta el día siguiente.

Pero los más, habiendo visto ya lo que deseaban, es decir, al rey, querían celebrar en su pueblo el día del Corpus.

Billot se esforzó para retenerlos, porque las disposiciones de la ciudad aristocrática le inquietaban.

Aquellos hombres, que eran unos honrados campesinos, le contestaron:

—Si no volvemos a nuestro pueblo, ¿quién celebrará la fiesta del Corpus y pondrá colgaduras en nuestras casas?

En medio de su ocupación, Billot fue interrumpido por el centinela.

Los dos hablaron en voz baja y animadamente.

En seguida Billot envió a buscar a Drouet.

Y se renovó la misma conversación a media voz, muy animada y con repetidos ademanes.

Después, Billot y Drouet fueron a casa del maestro de postas, que era amigo de este último.

El maestro de postas les dio dos caballos ensillados, y diez minutos después. Billot galopaba en dirección a Reims, y Drouet hacia Vitry-le-Français.

Al amanecer, apenas quedaban seiscientos hombres de la escolta, es decir, los entusiastas o los que estaban más rendidos; todos habían pasado la noche en la calle, echados sobre la paja que llevaron. Al despertar, muy temprano, pudieron ver una docena de personas con uniforme, que entraron en la intendencia y salieron corriendo un instante después.

En Châlons habían estado acuertelados los guardias de la compañía de Villeroy, y aún permanecían en la ciudad una docena de ellos.

Se presentaron a recibir órdenes de Charny.

El conde les recomendó que vistiesen el uniforme y se hallasen a caballo en la puerta de la iglesia en el momento de la salida del rey.

Los guardias se disponían a ejecutar esta orden. Según hemos dicho, algunos paisanos que la víspera habían formado parte de la escolta del rey, no se retiraron la noche anterior por estar cansados; pero al día siguiente, calculada la distancia, vieron que unos estaban a diez y otros a quince leguas de sus casas, y ciento o doscientos se marcharon, a pesar de las instancias de sus compañeros. Así es que los fieles se hallaron reducidos a cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta hombres todo lo más.

Se podía contar con igual número por lo menos de guardias nacionales identificados con el rey, prescindiendo de los guardias reales y de los oficiales que debían reclutarse; todos juntos componían una especie de batallón sagrado, dispuesto a dar ejemplo exponiéndose a todos los peligros.

Sabido es que, además de esto, la ciudad era aristocrática.

A las seis de la mañana del día siguiente, los habitantes más celosos por la causa del rey estaban ya en pie y esperando en el patio de la intendencia. Charny y los dos guardias estaban en medio de ellos.

El rey se levantó a las siete y dijo que tenía intención de asistir a la misa.

Buscóse a Drouet y a Billot para informarles de los deseos del Rey; pero fue en vano, pues no se encontró ni a uno ni a otro.

Nada se oponía, pues, a que se cumpliese este deseo de Su Majestad.

Charny subió a la habitación del rey y le anunció la ausencia de los dos jefes de la escolta.

Luis XVI se regocijó, pero Charny movió la cabeza; si no conocía a Drouet, en cambio sabía quién era Billot.

Sin embargo, los augurios parecían favorables; las calles estaban llenas de gente, y era fácil conocer que toda la población simpatizaba con la causa realista. Mientras que las ventanas de la habitación del rey y de la reina permanecieron cerradas, toda la multitud, temerosa de turbar el reposo de los reyes, había circulado sin hacer ruido y levantando las manos y los ojos al cielo; la concurrencia era tan numerosa que casi no se veían diseminados en ella los cuatrocientos o quinientos campesinos que no habían querido volver a sus pueblos.

Pero desde el momento en que se abrieron las ventanas de los augustos esposos, los gritos de «¡Viva el rey!», y «¡Viva la reina!», resonaron con tal energía, que sin haberse consultado salieron cada uno y a la vez a un balcón.

Entonces los gritos fueron unánimes, y las dos víctimas del destino pudieron tal vez hacerse ilusiones.

—¡Vamos —dijo Luis XVI a María Antonieta—, todo va bien!

Esta última levantó los ojos al cielo y no contestó.

En aquel momento las campanas anunciaron que la iglesia estaba abierta.

Al mismo tiempo Charny llamó a la puerta.

—Muy bien, estoy pronto —dijo el rey.

Charny dirigió una rápida mirada al rey, que estaba tranquilo y firme; había sufrido tanto, que se podía decir que a fuerza de padecer perdía su irresolución.

El coche estaba en la puerta.

El rey y la reina entraron en él rodeados de una inmensa multitud no menos considerable que la de la víspera, y que en vez de insultar a los prisioneros sólo deseaba una palabra o una mirada, creyéndose todos felices si podían tocar los faldones de la casaca del rey, y orgullosos si conseguían besar el borde del vestido de la reina.

Los tres oficiales volvieron a ocupar su sitio en el pescante.

El cochero recibió orden de dirigirse a la iglesia, y obedeció sin hacer la menor observación.

Además, ¿quién podía dar la contraorden? Los dos jefes estaban aún ausentes.

Charny miraba a todas partes buscando inútilmente a Billot y a Drouet.

Al fin llegaron a la iglesia.

La escolta del pueblo se había formado alrededor del coche; pero por momentos el número de guardias nacionales aumentaba, y por cada bocacalle veíaseles salir por compañías.

Al llegar a la iglesia, Charny juzgó que podía disponer de seiscientos hombres.

Se había reservado un puesto para la familia real bajo una especie de dosel, y a pesar de que sólo eran las ocho de la mañana, los eclesiásticos comenzaron la misa mayor.

Charny lo notó: nada temía tanto como una dilación, que podía ser mortal para las esperanzas que había vuelto a concebir; y así es que mandó a decir al oficiante cuán esencial era que la misa durase tan sólo un cuarto de hora.

—Comprendo —dijo el sacerdote—, voy a pedir a Dios que conceda a Sus Majestades un feliz viaje.

La misa duró justamente el tiempo indicado, y sin embargo, Charny consultó el reloj más de veinte veces, sin poder ocultar su impaciencia. La reina, de rodillas entre sus dos hijos, tenía la cabeza apoyada en el reclinatorio; madame Isabel estaba tranquila y serena como una virgen de alabastro: ya fuese porque ignoraba el proyecto, o porque hubiese encomendado su vida y la de su hermano al Señor, no manifestaba la menor impaciencia.

En fin, el sacerdote se volvió y pronunció las palabras sacramentales: ite missa est.

Y al bajar del altar con el Santo Copón en las manos, bendijo al paso al rey y a la familia real. Estos se inclinaron, contestando al deseo que formulaba el corazón del sacerdote con la palabra Amén.

En seguida se dirigieron a la puerta.

Todos cuantos habían oído misa con la familia real se arrodillaron al pasar el rey y la reina, y sus labios movíanse sin emitir el menor ruido; mas era fácil adivinar lo que pedían.

En la puerta de la iglesia se hallaban diez o doce guardias a caballo.

La escolta realista comenzaba a tomar proporciones colosales.

Sin embargo, era evidente que los campesinos, con su enérgica voluntad, con sus armas, tal vez menos mortales que las de los hombres de las ciudades, aunque más terribles a la vista —la tercera parte de ellos estaban armados de fusiles, y los restantes de hoces y de lanzas—, era evidente, decimos, que en un momento decisivo, los paisanos podían tener en la balanza un peso mortal.

No sin cierto temor, Charny se inclinó hacia el rey, a quien se pedían órdenes, y le dijo para animarle:

—¡Vamos, señor!

El rey estaba decidido.

Asomó la cabeza por la ventanilla del coche, y dirigiéndose a los que estaban próximos, les dijo:

—Señores, en Varennes se me ha violentado; yo di la orden de ir a Montmédy y se me ha obligado por la fuerza a dirigirme a una ciudad insurrecta; pero ayer me hallaba en medio de rebeldes y hoy estoy entre leales súbditos. Lo repito, señores: ¡a Montmédy!

—¡A Montmédy! —gritó Charny.

—¡A Montmédy! —repitieron los guardias de la compañía de Villeroy.

—¡A Montmédy! —dijo la guardia nacional de Châlons.

A estas palabras siguió un grito general de «¡Viva el rey!».

El coche dobló la esquina y tomó el camino que había recorrido la víspera.

Charny observaba toda aquella multitud de los pueblos que, en ausencia de Billot y de Drouet, parecía estar mandada por el guardia francés que había estado de centinela a la puerta del rey; y siguió e hizo seguir silenciosamente el movimiento a sus hombres, cuyas miradas sombrías indicaban bastante que no era de su gusto la maniobra que se ejecutaba.

Pero dejaron pasar toda la guardia nacional, agrupándose en la retaguardia.

En las primeras filas iban los hombres armados de picas y de hoces.

Seguían ciento cincuenta hombres, poco más o menos, armados de fusiles.

Esta maniobra, tan bien ejecutada como si la hubiesen hecho personas prácticas en el ejercicio, inquietó a Charny; pero no tenía medio alguno de oponerse, y desde el sitio en que se hallaba no le era posible tampoco pedir la explicación. Sin embargo, muy pronto la obtuvo.

A medida que se avanzaba hacia la puerta de la ciudad pareció que, a pesar del ruido del coche y de los rumores y gritos de los que le acompañaban, se oía algo como un redoble de tambor que iba en aumento.

De repente Charny palideció, y apoyando su mano sobre la rodilla del guardia de corps que tenía junto a sí, díjole:

—¡Todo se ha perdido!

—¿Por qué? —preguntó el guardia de corps.

—¿No comprendéis qué ruido es ese?

—Parece redoble de un tambor…

—¡Pues bien, ya veréis! —contestó Charny.

En aquel momento doblaron la esquina de una plaza.

Dos calles desembocaban en ella; la de Reims y la de Vitry-le-Français.

Por cada una de ellas, con los tambores a la cabeza y las banderas desplegadas, avanzaban dos fuerzas considerables de guardias nacionales.

Una de ellas se componía de mil ochocientos hombres poco más o menos, y la otra de mil quinientos a tres mil.

Cada una de estas dos tropas parecía mandada por un jinete.

Uno de ellos era Drouet y el otro Billot.

Charny no necesitó más que ver la dirección seguida por cada tropa para comprenderlo todo.

La ausencia de Drouet y de Billot, incomprensible hasta entonces, se explicaba ahora demasiado claramente.

Sin duda se les había prevenido del golpe que se intentaba en Châlons, y habían marchado, el uno para apresurar la llegada de la guardia nacional de Reims, y el Otro para ir a buscar la de Vitry-le-Français.

Habían tomado sus medidas de concierto, y los dos llegaban oportunamente.

Mandaron hacer alto a sus hombres en la plaza, y obstruyeron esta completamente.

Después, sin más demostración, dióse orden de cargar las armas.

El cortejo se detuvo.

El rey asomó la cabeza a la portezuela y vio a Charny de pie, pálido y con los dientes apretados.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Hay, señor, que nuestros enemigos han ido a buscar refuerzos, y que, como ya veis, se cargan las armas, mientras que detrás de la guardia nacional de Châlons los campesinos están con las suyas preparadas.

—¿Qué pensáis de todo esto, señor de Charny?

—Pienso, señor, que estamos cogidos entre dos fuegos, lo que no impide que si queréis pasar, sigáis adelante; pero no sé hasta dónde llegará Vuestra Majestad.

—Está bien —contestó el rey—, volvamos.

—¿Estáis bien resuelto, señor?

—Conde —contestó el rey—, se ha derramado ya bastante sangre por mi causa, sangre que lloro con lágrimas muy amargas, y no quiero que se vierta ni una gota más… Volvamos.

Al oír estas palabras, los dos jóvenes del pescante se lanzaron a la portezuela, y los guardias de la compañía de Villeroy acudieron. Aquellos valerosos y entusiastas militares no deseaban más que empeñar la lucha con los paisanos; pero el rey repitió la orden más terminantemente que la primera vez.

—Señores —dijo Charny en voz alta e imperiosa—, volvamos, pues el rey lo quiere así.

Y cogiendo él mismo la brida del caballo, hizo dar la vuelta al pesado carruaje.

En la puerta de París, la guardia nacional de Châlons, inútil ya, cedió su lugar a los campesinos, a la guardia nacional de Vitry y a la de Reims.

—¿Os parece que he obrado bien, señora? —preguntó Luis XVI a María Antonieta.

—Sí, señor —contestó la reina—, mas creo que el señor de Charny os ha obedecido muy fácilmente…

Y quedó sumida en profundas reflexiones que no se debían todas a la situación en que se hallaba, por terrible que fuese.