Capítulo XCIX

Sin embargo, la familia real continuaba su camino hacia París, siguiendo lo que podemos llamar la vía dolorosa.

¡Ah! Luis XVI y María Antonieta tuvieron también su calvario. ¿Redimieron ellos, por aquella pasión terrible, las culpas de la monarquía, como Jesucristo redimió con la suya las de los hombres? Acaso el porvenir resolverá este problema, cuya incógnita no ha despejado aún el pasado.

Caminaban despacio, porque los caballos debían marchar al paso de la escolta, que, compuesta en su mayor parte, como hemos dicho, de hombres armados de horquillas, fusiles, hoces, sables y picas, se completaba con una considerable multitud de mujeres y chiquillos; las mujeres levantaban en alto a sus hijos para que viesen aquel rey a quien se conducía por fuerza a la capital, y que sin esta circunstancia, probablemente no habrían visto jamás.

En medio de aquella multitud que avanzaba por el camino desbordándose a uno y otro lado en la llanura, el gran carruaje del rey, seguido del cabriolé en que iban las señoras Brunier y la de Neuville, parecía un buque perdido con su chalupa en medio de las furiosas olas a punto de absorverle.

A intervalos —permítasenos seguir la comparación— una circunstancia imprevista daba nueva forma a aquella tempestad; los gritos, las imprecaciones y las amenazas redoblaban; las olas humanas agitándose, elevábanse y descendían, subiendo cual la marea, y algunas veces ocultaban completamente en sus abismos el barco que trabajosamente las hendía con su proa, los náufragos y la frágil chalupa que llevaba a remolque.

Llegaron a Clermont, sin que en casi cuatro leguas que habían recorrido se hubiese visto disminuir aquella terrible escolta. Si de entre los que la componían algunos se retiraban, llamados por sus ocupaciones, eran substituidos por otros que de los alrededores acudían, y que deseaban disfrutar a su vez del espectáculo de que los primeros, estaban ya satisfechos.

De todos los cautivos que conducía aquella prisión ambulante, dos se hallaban más particularmente expuestos a la cólera de la turba y eran blanco de sus amenazas: los dos desgraciados guardias sentados en el espacioso pescante del coche. A cada instante —y este era un medio de hacer sufrir a la familia real, inviolable gracias a una orden de la Asamblea—, a cada instante las bayonetas se dirigían hacia sus pechos; una hoz, que era en realidad la guadaña de la muerte, se alzaba amenazadora sobre sus cabezas, o una pica, deslizándose pérfida cual la serpiente, iba a morderles con su agudo dardo, y volvía con rápido movimiento a presentar su punta húmeda y enrojecida ante los ojos de su amo, satisfecho de no haber errado el golpe.

De repente, un hombre sin sombrero, sin armas y cubierto de lodo, penetra por en medio de la multitud, y después de saludar respetuosamente al rey y a la reina, se lanza a la delantera del coche y toma asiento en el pescante entre los dos guardias de corps.

La reina profirió un grito, a la vez que de temor, de alegría y de pesar.

Había reconocido a Charny.

Grito de temor, porque lo que hacía a la vista de todos era tan arriesgado, que parecía milagroso que hubiese llegado hasta el sitio en que se colocó sin ser herido.

De alegría, porque la regocijaba ver que el conde había escapado de los peligros a que debió exponerse en su fuga, tanto mayores cuanto que la realidad, sin particularizar ninguna, dejaba el pensamiento libre para suponerlos todos.

De dolor, en fin, porque comprendía que, viendo a Charny volver solo y en aquel estado, debía renunciar a toda especie de socorro de parte de los señores de Bouillé.

Por lo demás, la multitud pareció respetar a aquel hombre, a causa de su mismo atrevimiento.

Al rumor que su llegada produjo en torno del carruaje, Billot, que marchaba a la cabeza de la escolta, se volvió y reconoció a Charny.

—¡Ah! —murmuró—, me alegro que no le haya sucedido nada; pero desgraciado del insensato que intente ahora hacerle daño, porque se arrepentirá de ello.

Las dos de la tarde eran cuando llegaron a Saint-Menehould.

La falta de sueño durante la noche en que salieron de París, y el cansancio y las emociones de las que acababan de pasar, se hacían sentir para todos, y especialmente para el delfín. Al llegar a Saint-Menehould, el pobre niño fue acometido de una fiebre violenta.

El rey mandó hacer alto.

Desgraciadamente, de todas las poblaciones escalonadas en el camino, Saint-Menehould era quizá la que se había sublevado más encarnizadamente contra aquella infortunada familia que llevaban prisionera.

Ningún caso hicieron de la orden del rey; se obedeció en cambio a la que en contrario dio Billot para que enganchasen nuevos caballos.

El delfín lloraba, y en medio de sus sollozos decía: «Estoy malo… ¿por qué no me desnudan y me acuestan en mi cama?».

La reina no pudo resistir a estas quejas, y su orgullo se abatió un instante.

Tomó en sus brazos al joven príncipe, lloroso y presa de la fiebre, y mostrándole al pueblo exclamó:

—¡Señores, por piedad para este niño, deteneos!

Los caballos estaban en el carruaje.

—¡En marcha! —gritó Billot.

—¡En marcha! —repitió el pueblo.

Y como el labrador pasase por delante de la portezuela para ir a ocupar su puesto a la cabeza del cortejo, la reina, dirigiéndose a él, exclamó:

—¡Forzoso es, os repito, que no tengáis hijos!

—Y yo os repetiré, señora —contestó Billot con voz y mirada siniestra—, que los he tenido y ya no los tengo.

—Haced como gustéis —dijo la reina—, pues sois los más fuertes…; pero tened en cuenta que ninguna voz grita tan alto ¡desgracia!, como la voz débil de los niños.

La comitiva prosiguió su marcha.

Cuando se atravesó la ciudad, la escena fue cruel; el entusiasmo que excitaba la presencia de Drouet, a quien se debía la detención de los prisioneros, hubiera sido una lección terrible para estos, si lecciones hubiese para los reyes; pero en aquellos gritos, Luis XVI y María Antonieta no veían sino un ciego furor; en aquellos hombres, patriotas convencidos de que salvaban la Francia, el rey y la reina tan sólo veían rebeldes.

El rey estaba aterrado; la reina tenía la frente bañada por el sudor de la vergüenza y de la cólera; madame Isabel, ángel del cielo extraviado en la tierra, rezaba en voz baja, no por ella, sino por su hermano, por su cuñada, por sus sobrinos y por todo el pueblo. La regia santa no sabía separar a los que consideraba víctimas de los que miraba como a verdugos, y en una misma invocación ponía unos y otros a los pies del Señor.

Al entrar en Saint-Menehould, la oleada que, semejante a una inundación, cubría toda la llanura, no pudo penetrar por la estrecha calle.

Se deshizo como la espuma por ambos lados de la ciudad y volvió a reunirse en furioso remolino al otro extremo de ella, para acometer con más violencia al carruaje, que sólo se había detenido el tiempo necesario para cambiar los tiros.

El rey había creído —y acaso fue esta creencia la que le hizo seguir mal camino— el rey había creído, decimos, que sólo en París se había extraviado el espíritu público, y he aquí que su buena provincia, no sólo le faltaba, sino que se revolvía despiadada contra él. Esta provincia era la que había inquietado al señor de Choiseul en Pont-de-Sommevelle; la que había reducido a prisión al señor Dandoins en Saint-Menehould; la que había hecho fuego al señor de Damas en Clermont, y la que acababa de asesinar a Isidoro ante el mismo rey; todo se sublevaba contra aquella fuga, hasta el sacerdote que el señor de Bouillé había derribado fuera del camino con el tacón de su bota.

Pero mayor hubiera sido su desengaño si el rey hubiese podido ver lo que pasaba en los lugares, en las aldeas adonde llegaba la noticia de la detención de la familia real. Apenas recibida, toda la población se ponía en movimiento: las mujeres tomaban en sus brazos a los niños en mantillas; las madres cogían de la mano a sus hijos si podían andar; los hombres cargaban con cuantas armas tenían, llevándolas al hombro o pendientes de la cintura, y llegaban decididos, no a escoltar, sino a matar al rey, a ese rey que en el momento de la recolección —triste recolección la de la pobre Champaña, tanto que el pueblo, con su expresivo lenguaje, la llama la ¡Champaña piojosa!— iba a buscar, para que la hollasen con los pies de sus caballos, al pandour[38] merodeador y al húsar ladrón. Pero tres ángeles guardaban el coche del rey: el pobre delfín, calenturiento y tembloroso sobre las rodillas de su madre; madame Royale, que con su esplendente belleza estaba de pie junto a la portezuela, mirando con asombro cuanto pasaba, pero sin manifestar temor, y por último, madame Isabel, que a pesar de tener ya veintisiete años, gracias a su castidad de alma y de cuerpo, parecía estar coronada de la brillante aureola de la más pura juventud. Aquellos hombres veían todo esto, y además aquella reina inclinada sobre su hijo y aquel rey abatido; entonces su cólera se desvanecía y buscaban otro objeto para desahogarse.

Entonces gritaban contra los guardias, los injuriaban, y llamábanlos —a ellos, que eran tan nobles y fieles— cobardes y traidores. Por otra parte, sobre todas aquellas cabezas exaltadas, descubiertas las más, caldeadas casi todas por el mal vino de los ventorrillos y tabernas, caía a plomo el sol de junio, formando un arco iris de fuego en el polvo cretoso que aquel inmenso acompañamiento levantaba en el camino.

¿Qué habría dicho aquel rey, que quizá se ilusionaba aún, si hubiese visto salir de Mazieres a un hombre con un fusil al hombro, andar sesenta leguas en tres días para matar al rey, alcanzarlo en París, y al verle tan pobre, tan infeliz y tan humillado, mover la cabeza y renunciar a su proyecto?

¿Qué habría dicho, si hubiese visto salir del fondo de la Borgoña a un joven carpintero que, creyendo que el rey fuese juzgado y condenado inmediatamente después de su detención, se daba prisa para llegar, a fin de presenciar el juicio y oír la condena? Pero en el camino, un maestro carpintero le hace comprender que el asunto será más largo de lo que él cree, le detiene para fraternizar con él, le lleva a su casa, y una vez allí el joven carpintero se casa con la hija del viejo maestro[39].

Lo que Luis XVI veía era tal vez más expresivo, aunque menos terrible, porque, como hemos dicho, un triple broquel de inocencia le preservaba contra la cólera, que recaía en sus servidores.

A legua y media de la ciudad, después de salir de Saint-Menehould, se vio llegar a campo traviesa y al galope de su caballo, un viejo hidalgo, caballero de San Luis, que ostentaba en el ojal de su casaca la cruz de la orden. El pueblo creyó, por un instante, que aquel hombre venía atraído por la curiosidad, y le dejó paso; el noble anciano se acercó a la portezuela con el sombrero en la mano, saludó al rey y a la reina, y les dio el debido tratamiento de majestades. El pueblo, que acababa de comprender dónde estaba la fuerza y la majestad física, se indignó al oír que se daba a los que llevaban prisioneros un título que se le debía a él, y empezó a murmurar y amenazar.

El rey había aprendido a conocer aquellos murmullos; los había oído en derredor de la casa en que estuvo en Varennes, y adivinaba su significación.

—Caballero —dijo al de San Luis—, la reina y yo estamos vivamente agradecidos por la muestra de adhesión que acabáis de darnos de una manera tan pública; pero, en nombre de Dios retiraos, porque vuestra vida está en peligro.

—Mi vida es de Vuestra Majestad —dijo el viejo caballero—, y el último día de ella será el más hermoso si muero por mi rey.

Algunos oyeron estas palabras y murmuraron más alto.

—¡Retiraos, caballero, retiraos! —exclamó el rey.

Y sacando la cabeza por la portezuela, dijo:

—Amigos míos, haced el favor de dejar paso al caballero de Dampierre.

Los que se hallaban inmediatos al carruaje y oyeron las palabras del rey abrieron paso, pero un poco más lejos, caballo y jinete se vieron oprimidos; el caballero hostigó al caballo con la brida y con la espuela; más la multitud era tan compacta, que no era dueña de sus movimientos. Algunas mujeres, estrujadas en las apreturas, gritaron; un niño, asustado, rompió a llorar; los hombres levantaron los puños; el viejo, obstinado, alzó la frente, y entonces las amenazas se convirtieron en alaridos. Aquella inmensa cólera popular y leonina estalló al fin; pero el señor de Dampierre estaba ya en el lindero de aquel bosque de hombres, picó espuelas a su caballo y este franqueó valerosamente el foso, partiendo después a galope a través de las tierras. En aquel momento el anciano caballero se volvió, y con el sombrero en la mano, gritó: «¡Viva el rey!». Último homenaje a su soberano, pero supremo insulto al pueblo.

En aquel instante resonó un tiro.

El caballero sacó una pistola del arzón y devolvió golpe por golpe.

Entonces, todos cuantos tenían cargado su fusil hicieron fuego a la vez sobre aquel insensato.

El caballo, acribillado a balazos, cayó.

¿Fue el hombre herido o muerto por aquella espantosa descarga? No se supo nada. La multitud se precipitó como una avalancha hacia el sitio donde el jinete y el caballo habían caído, a cincuenta pasos del coche del rey; después se produjo uno de esos tumultos como los que se observan alrededor de los cadáveres: movimientos desordenados, un caos informe, un estrépito de gritos y clamores, y de pronto, en la punta de una pica, vióse surgir una cabeza de cabellos blancos.

Era la del desgraciado caballero de Dampierre.

La reina profirió un grito, ocultándose en el fondo del carruaje.

—¡Monstruos, asesinos! —gritó Charny.

—¡Callaos, callaos, señor conde! —dijo Billot—, pues de lo contrario no responderé ya de vos.

—¡Sea! —exclamó Charny—. Ya estoy harto de la vida. ¡No será mi suerte peor que la de mi hermano!

—Vuestro hermano —contestó Billot—, era culpable, y vos no lo sois.

Charny hizo un movimiento para saltar del pescante; pero los dos guardias le detuvieron, y pudo ver veinte bayonetas dirigidas contra él.

—Amigos —dijo Billot señalando a Charny, y con su voz enérgica e imponente—, haga ese o diga lo que quiera, prohíbo que caiga un sólo cabello de su cabeza… Respondo de él a su esposa.

—¡A su esposa!… —murmuró la reina estremeciéndose, como si una de las bayonetas que amenazaban a Charny la hubiese pinchado en el corazón—, ¡a su esposa! Y ¿por qué?…

¿Por qué? Billot no hubiera podido decirlo él mismo. Había invocado el nombre y la imagen de la mujer de Charny, sabiendo hasta qué punto influyen esos nombres en las multitudes, compuestas generalmente de padres y de maridos.