Capítulo XCVIII

Sabemos como el rey había partido.

Pero nos falta decir algunas palabras sobre esta marcha y el viaje, durante los cuales veremos cumplirse los diversos destinos de los fieles servidores y de los últimos amigos que la fatalidad, el acaso o la abnegación, habían agrupado en torno de la monarquía moribunda.

Volvamos, pues, a la casa del señor de Sausse.

Ya hemos dicho que apenas Charny había tocado el suelo cuando la puerta se abrió, apareciendo Billot en el umbral.

Tenía el rostro sombrío; sus ojos, cuyas cejas se fruncían por el pensamiento, tenían una expresión investigadora y profunda; examinó los diversos personajes del drama, y en todo el círculo que su mirada recorría no hizo al parecer más que dos observaciones: La fuga de Charny, que era patente; el conde no estaba allí ya, y el señor de Damas cerraba la ventana tras él, inclinándose hacia adelante, Billot pudo ver al conde franquear la tapia del jardín.

También notó la especie de pacto concluido entre la reina y el señor de Romeuf, pacto en el que todo cuanto este había podido prometer era mantenerse neutral.

Detrás de Billot, la primera habitación se había llenado de esos mismos hombres del pueblo armados de fusiles, de hoces o de sables, que a una señal del labrador se retiraron.

Aquella gente, por lo demás, parecía impulsada por una influencia magnética a obedecer a aquel jefe plebeyo como ellos, en el que adivinaban un patriotismo análogo al suyo, o mejor dicho, un odio del todo semejante.

Billot miró por última vez hacia atrás, y su mirada, cruzándose con la de los hombres armados, le demostró que podía contar con ellos, aun en el caso de que fuera preciso apelar a la violencia.

—Al fin —preguntó al señor de Romeuf—, ¿están decididos a marchar?

La reina dirigió a Billot una de esas miradas oblicuas que hubieran pulverizado a los imprudentes en quienes las fijaba, si hubiese podido comunicarles la fuerza del rayo.

Después, sin contestar, sentóse, cogiendo el brazo de su sillón y oprimiéndole con fuerza.

—El rey necesita aún algunos momentos —contestó el señor de Romeuf—, nadie ha dormido anoche, y Sus Majestades están rendidos de cansancio.

—Señor de Romeuf —replicó Billot—, bien sabéis que Sus Majestades no piden algunos momentos porque estén cansados, sino porque esperan que muy pronto llegará el señor de Bouillé; pero —añadió Billot con afectación—, que anden con cuidado. Sus Majestades, porque si rehúsan venir de buen grado, se les arrastrará hasta su coche.

—¡Miserable! —gritó el señor de Damas, precipitándose hacia Billot, sable en mano.

Pero Billot se volvió, cruzándose de brazos.

En efecto; no necesitaba defenderse a sí propio, pues ocho o diez hombres se lanzaron desde la primera habitación a la segunda, y el señor de Damas se vio amenazado a la vez por diez armas diferentes.

El rey vio que bastaba una palabra o un ademán para que los dos guardias de corps, señores Choiseul y de Damas, y los dos o tres oficiales subalternos que estaban junto a él, fueran asesinados.

—Está bien —dijo—, que enganchen los caballos al coche y marcharemos.

La señora Brunier, una de las dos damas de la reina, profirió un grito y se desvaneció.

Este grito despertó a los dos niños.

El delfín comenzó a llorar.

—¡Ah! —dijo la reina dirigiéndose a Billot— no tenéis ningún hijo, puesto que tan cruel sois para una madre.

Billot se estremeció, pero replicó al punto con amarga sonrisa:

—No, señora, ya no tengo más.

Y añadió volviéndose hacia el rey:

—No es necesario enganchar los caballos al coche, porque ya está hecho.

—Pues bien, que se adelante.

—Está en la puerta.

El rey se acercó a la ventana y vio, en efecto, el coche enganchado; en medio del inmenso rumor que había en la calle no le había oído llegar.

El pueblo vio al rey a través de los vidrios.

Y entonces, un ruidoso grito, o más bien una formidable amenaza, partió de la multitud. El rey palideció.

El señor de Choiseul se acercó a la reina.

—¿Qué ordena Su Majestad? —preguntó—. Yo y mis compañeros preferimos morir a ver lo que pasa.

—¿Creéis que el señor de Charny se haya salvado? —preguntó la reina vivamente y en voz baja.

—¡Oh!, en cuanto a eso, sí —contestó el señor de Choiseul—, respondería de ello.

—Pues bien, marchemos; pero en nombre del cielo, más bien por vos que por nosotros, no nos abandonéis, ni vos ni vuestros amigos.

El rey comprendió qué temor tenía la reina.

—En efecto —dijo—, los señores de Choiseul y de Damas nos acompañan, y no veo sus caballos.

—Es verdad —contestó el señor de Romeuf dirigiéndose a Billot—, no podemos impedir que esos señores sigan al rey y a la reina.

—Esos señores —contestó Billot—, seguirán si quieren; nuestras órdenes se reducen a llevar al rey y la reina, y en nada se refieren a esos señores.

—Pero yo —dijo el rey con más firmeza de la que se hubiera podido esperar de él—, declaro que no marcharé sin que esos señores tengan sus caballos.

—¿Qué decís a eso? —preguntó Billot volviéndose hacia los hombres que llenaban la habitación—. ¡El rey no marchará si esos señores no tienen sus caballos!

Los hombres soltaron la carcajada.

—Voy a mandar que se acerque —dijo el señor de Romeuf.

Pero Choiseul, dando un paso hacia adelante, impidió al señor de Romeuf pasar, diciéndole:

—No os separéis de Sus Majestades; vuestra misión os da cierta autoridad sobre el pueblo, e importa a vuestro honor que no se toque ni un cabello de Sus Majestades.

El señor de Romeuf se detuvo. Billot se encogió de hombros.

—Está bien —dijo—, ya voy yo. Y salió al punto.

Pero volviéndose en el umbral de la puerta, dijo, frunciendo el ceño:

—¿Me siguen, no es verdad?

—¡Oh!, estad tranquilo —contestaron los hombres, riéndose de una manera que indicaba que en caso de resistencia no se debía esperar de ellos compasión.

En efecto; llegados a tal punto de irritabilidad, aquellos hombres hubieran apelado seguramente a la violencia contra la familia real, o hecho fuego sobre cualquiera que hubiese intentado huir.

Por eso Billot no se hubo de tomar la molestia de volver a subir.

Uno de los hombres permanecía junto a la ventana, observando lo que pasaba en la calle.

—¡He ahí los caballos —dijo Billot—, en marcha!

—¡En marcha! —repitieron sus compañeros con un acento que no admitía réplica.

El rey salió primero.

Después el señor de Choiseul, dando el brazo a la reina; el señor de Damas conduciendo a madame Isabel; luego la señora de Tourzel con los dos niños, y alrededor de ellos, formando un grupo, el resto de los servidores fieles.

El señor de Romeuf, como enviado de la Asamblea nacional, y revestido por lo tanto de un carácter sagrado, tenía la misión de velar sobre el cortejo real.

Mas, forzoso es decirlo, el señor de Romeuf tenía él mismo gran necesidad de que velaran sobre su persona, pues había circulado el rumor de que no solamente manifestó tibieza para cumplir las órdenes de la Asamblea, sino que había favorecido, si no activamente, cuando menos por su descuido, la fuga de uno de los más fieles servidores del rey, el cual, según se aseguraba, no se había separado de Sus Majestades sino para transmitir al señor de Bouillé la orden de acudir en su auxilio.

De aquí resultó que, llegado al umbral de la puerta, mientras que la conducta de Billot era ensalzada por todo aquel pueblo que parecía dispuesto a reconocerle como único jefe, el señor de Romeuf oyó pronunciar en torno suyo, acompañadas de amenazas, las palabras aristócrata y traidor.

Se subió a los coches en el mismo orden con que se había bajado la escalera.

Los dos guardias de corps volvieron a ocupar sus asientos en el pescante.

En el momento de bajar, el señor de Valory se había acercado al rey.

—Señor —le dijo—, mi compañero y yo pedimos un favor a Vuestra Majestad.

—¿Cuál señores? —preguntó él rey, asombrado de que aún pudiera él otorgar algún favor.

—Señor, se reduce a pedir que, no teniendo ya la dicha de serviros como militares, nos permitáis ocupar junto a vos el puesto de vuestros criados.

—¿De mis criados, señores? —exclamó el rey—. ¡Imposible!

Pero el señor de Valory se inclinó.

—Señor —dijo—, en la situación en que Vuestra Majestad se halla, nuestro parecer es que ese lugar honraría a los mismos príncipes, y con más razón a unos pobres caballeros como nosotros.

—Pues bien, señores —contestó el rey con lágrimas en los ojos—, permaneced aquí y no nos separemos ya.

Así fue como los dos jóvenes, haciendo una realidad de su librea y de sus funciones ficticias de correos, volvieron a ocupar sus asientos en el pescante.

El señor de Choiseul volvió a cerrar la portezuela.

—Señores —dijo el rey—, doy positivamente la orden de que me conduzcan a Montmédy. ¡Postillones, a Montmédy!

Pero una sola voz, voz inmensa, no de una sola población, sino de diez reunidas, gritó:

—¡A París, a París!

Después, en un momento de silencio, Billot, mostrando con la punta de su sable el camino que era preciso seguir, dijo:

—¡Postillones, camino de Clermont!

El coche se puso en movimiento para obedecer la orden.

—Os tomo a todos por testigos de que se me hace violencia —dijo Luis XVI.

Después, el desgraciado rey, fatigado por este esfuerzo de voluntad que excedía a todos cuantos había hecho hasta entonces, volvió a quedar sentado en el fondo del coche entre la reina y madame Isabel. El carruaje continuó su marcha.

Al cabo de cinco minutos, y antes de que hubiese recorrido doscientos pasos, se oyeron fuertes gritos detrás.

Por la disposición de las personas, y acaso también por la de los temperamentos, la reina fue la primera en asomar la cabeza por la portezuela.

Pero en el mismo instante se echó hacia atrás, cubriéndose los ojos con ambas manos.

«¡Oh, desgraciados de nosotros —exclamó—, están asesinando al señor de Choiseul!».

El rey quiso hacer un movimiento; pero la reina y madame Isabel le empujaron hacia atrás, obligándole a quedar sentado. Por lo demás, el coche acababa de doblar la esquina de una calle, y era imposible ver lo que pasaba a veinte pasos de distancia.

He aquí lo que había ocurrido:

En la puerta de la casa del señor de Sausse, los señores de Choiseul y de Damas montaron; pero el caballo del señor de Romeuf había desaparecido.

El delegado de la Asamblea, el señor de Floirac y el ayudante Foucq, seguían, pues, a pie esperando encontrar caballos de dragones o de húsares, bien ofrecidos por estos, o ya utilizándose de los que se encontraran abandonados de sus jinetes, los más de los cuales fraternizaban con el pueblo y bebían a la salud de la nación.

Pero no se habían recorrido aún quince pasos, cuando desde la portezuela del coche que escoltaba el señor de Choiseul, este ve que Romeuf, Floirac y Foucq corren peligro de ser envueltos, dispersados y ahogados por la multitud.

Entonces se detiene, deja pasar el carruaje y grita a su criado Jaime Brisack, mezclado también con la turba:

—¡Mi otro caballo al señor de Romeuf! Apenas había pronunciado estas palabras, el pueblo se irrita, vocifera y rodéale, gritando:

—¡Es el duque de Choiseul…! ¡Es uno de los que trataban de llevarse al rey…! ¡Muera el aristócrata! ¡Muera el traidor!

Sabida es la rapidez con que en las conmociones populares la ejecución sigue a la amenaza.

Arrancado de la silla y derribado hacia atrás, el duque desapareció en aquel remolino terrible que se llama la multitud, y del cual, en aquella época de mortales pasiones, tan sólo se salía hecho pedazos.

Pero al mismo tiempo que caía, precipitábanse en su auxilio cinco personas, el señor de Damas, el de Floirac, el de Romeuf, el ayudante Foucq y su criado Jaime Brisack, de cuyas manos se acababa de arrancar el caballo que conducía.

Hubo entonces un instante de refriega terrible, semejante a los combates que los pueblos de la antigüedad y los árabes de nuestros días sostienen alrededor de los ensangrentados cuerpos de sus heridos o de sus muertos. Afortunadamente, y contra toda probabilidad, el señor de Choiseul no estaba ni muerto ni herido; y si lo estaba, sus heridas eran leves, no obstante las peligrosas armas que las habían causado.

Un gendarme paró con el cañón de su mosquete un golpe asestado con una hoz, y Jaime Brisack rechazó otro con un garrote que arrancó de las manos a uno de los agresores, y que fue cortado en dos como una caña; pero el golpe había perdido su dirección y sólo hirió al caballo.

Foucq tuvo la idea de gritar:

—¡A mí, dragones!

Algunos soldados, avergonzados de permitir que se degollara al que había sido su jefe, acudieron a este grito y se abrieron paso hasta el duque.

El señor de Romeuf, alzando entonces la voz, dijo:

—En nombre de la Asamblea nacional, de quien soy mandatario, y del general Lafayette, por quien he sido enviado, conducid a estos señores a la Municipalidad.

Los nombres de la Asamblea nacional y del general Lafayette, gozaban entonces de todo su prestigio y produjeron efecto.

—¡A la Municipalidad, a la Municipalidad! —gritaron muchas voces.

Los hombres honrados hicieron un esfuerzo, y el señor de Choiseul y sus compañeros se vieron impulsados hacia la casa Ayuntamiento, a la que tardaron en llegar más de media hora.

Cada minuto de esa media hora era una amenaza o una tentativa de muerte. La más pequeña abertura que en derredor de los presos dejaban sus defensores, daba paso a la hoja de un sable, al tridente de una horquilla o a la punta de una hoz.

Llegaron al fin a la casa Ayuntamiento. Tan sólo un individuo de esta corporación estaba allí, y asustado en extremo al pensar en la responsabilidad que sobre él pesaba, dispuso que los señores Choiseul, de De Damas y de Floirac fueran encerrados en un calabozo y custodiados por la guardia nacional, librándose así de todo compromiso.

El señor de Romeuf declaró entonces que no quería separarse del duque de Choiseul, pues por él se había expuesto a cuanto ocurría; y el concejal mandó en su consecuencia que Romeuf fuese encerrado con los otros.

A una seña del Señor de Choiseul, su criado, que era poca cosa para que se pensase en él, desapareció, y su primer cuidado —no debemos olvidar que era mozo de caballeriza— fue ocuparse de los caballos.

Entonces supo que, sanos y salvos o poco menos, estaban en una posada, custodiados por varios centinelas.

Tranquilo sobre este punto, entró en un café, pidió te, tinta y pluma, y escribió a la señora de Choiseul y a la señora de Grammont, a fin de calmar su inquietud acerca de la suerte de su hijo y de su sobrino, el cual estaba salvo, según toda la probabilidad, desde el momento en que se hallaba preso.

El pobre Jaime Brisack se adelantaba mucho al dar estas buenas noticias. El señor de Choiseul estaba prisionero, sí, y en un calabozo, custodiado por la guardia nacional, es cierto; pero no se habían puesto centinelas junto a los tragaluces de aquel, y por ellos se disparaban muchos tiros a los presos, que se vieron obligados a retirarse a los ángulos.

Situación tan peligrosa duró veinticuatro horas, durante las cuales el señor de Romeuf, con admirable decisión, se negó a separarse de sus compañeros.

El 23 de junio llegó al fin la guardia nacional de Verdún; el señor de Romeuf obtuvo qué los prisioneros le fueran entregados, y no se separó de ellos hasta que los oficiales le dieron su palabra de honor de velar por ellos, mientras tanto se les condujera a las prisiones del alto tribunal.

En cuanto al pobre Isidoro, su cuerpo había sido arrastrado hasta la casa de un tejedor, donde manos piadosas, aunque extrañas, le dieron sepultura, menos feliz en esto que su hermano Jorge, el cual recibió los últimos honores de las manos fraternales del conde y de los amigos de Gilberto y de Billot.

Porque Billot era entonces un amigo fiel y respetuoso; y ya hemos visto cómo esa amistad, esa fidelidad y ese respeto se habían cambiado en odio; pero odio tan implacable como sinceros habían sido sus anteriores sentimientos.