Veamos lo que hacía durante estas horas de angustia el señor marqués de Bouillé, con tanta impaciencia esperado en Varennes, y en el cual se cifraban las últimas esperanzas de la real familia.
A las nueve de la noche, es decir, poco después del momento en que los fugitivos llegaron a Clermont, el marqués de Bouillé y su hijo el señor Luis de Bouillé, salían de Stenay y se adelantaban hacia Dun, para aproximarse al rey.
Temiendo que su presencia en esta última ciudad fuese notada, el marqués y los que le acompañaban se detuvieron a un cuarto de legua de ella; Bouillé se situó en una zanja que limitaba el camino, hizo colocar los caballos detrás y esperó.
Era la hora en que, según toda probabilidad, debía aparecer el correo del rey.
En circunstancias semejantes, los minutos parecen horas, y las horas siglos.
Se oyeron dar lentamente, y con esa impasibilidad que los que esperan quisieran regular por los latidos de su corazón, las diez… las once… las doce… la una… las dos… y las tres de la madrugada.
El día empezaba a despuntar entre las dos y las tres. Durante aquellas seis mortales horas de espera, el más leve rumor que llegaba a sus oídos, bien aproximándose, bien alejándose, llevábales la esperanza o la desesperación; al salir el sol, la reducida tropa desesperaba ya.
El marqués pensó que había ocurrido algún accidente; pero ignorando cuál fuese, dio orden de volver a Stenay, a fin de poderle prevenir en lo posible, hallándose enmedio de sus fuerzas.
Montaron, pues, otra vez a caballo, y encamináronse al paso hacia Stenay.
Hallábanse ya casi a un cuarto de legua de la ciudad, cuando el señor Luis de Bouillé, al volverse, divisó a lo lejos, en el camino, el polvo que levantaba el galope de varios caballos.
Hicieron alto y esperaron.
A medida que los nuevos jinetes se acercaban, creíase reconocerlos, y la duda desapareció bien pronto: eran los señores Julio de Bouillé y de Raigecourt. La reducida tropa salió a su encuentro. En el momento de reunirse, todas las voces de los que esperaban hicieron la misma pregunta, y todas las de los recién llegados daban la misma respuesta:
—¿Qué ha ocurrido?
—El rey ha sido detenido en Varennes.
Serían aproximadamente las cuatro de la madrugada. Terrible era la noticia, y lo era tanto más cuanto que los dos jóvenes, situados en el extremo de la ciudad, en la posada del Gran Monarca, donde se vieron sorprendidos de repente por la insurrección, se habían visto precisados a abrirse paso a través de la multitud, y esto sin llevar consigo ninguna noticia detallada.
Por terrible que fuese la que daban, no hacía perder, sin embargo, toda esperanza.
El señor de Bouillé, como todos los jefes que se atienen a la observancia rigurosa de la disciplina, creía, sin tener en cuenta los obstáculos, que sus órdenes habían sido ejecutadas.
Así, pues, si se había detenido al rey en Varennes, las diferentes fuerzas que habían recibido orden de replegarse después de haber pasado el rey, habían llegado ya a Varennes.
Estas fuerzas debían componerse:
De los cuarenta húsares del regimiento de Lauzun, mandados por el duque de Choiseul.
De los treinta dragones de Saint-Menehould, mandados por el señor Dandoins.
De los ciento cuarenta dragones de Clermont, a las órdenes del señor de Damas.
Y, en fin, de los sesenta húsares de Varennes, a las órdenes de los señores de Bouillé y de Raigecourt, con los cuales, a decir verdad, los jóvenes no habían podido comunicarse al marchar, pero que en su ausencia quedaron bajo las órdenes del señor de Rohrig.
Cierto que nada se había querido confiar a este joven oficial de veinte años, pero los señores de Choiseul, Dandoins o de Damas le darían instrucciones, y reuniría sus fuerzas a las que acudían en auxilio del rey.
Su Majestad, pues, debía tener a su alrededor en aquel momento lo menos cien húsares y ciento sesenta o ciento ochenta dragones, y esto era cuanto se necesitaba para hacer frente a la insurrección de una pobre aldea de mil ochocientas almas.
Ya hemos visto como los acontecimientos vinieron a frustrar los cálculos estratégicos del señor de Bouillé.
Por lo demás, el primer desengaño respecto a esta seguridad del marqués no se hizo esperar.
Mientras que los señores de Bouillé y de Raigecourt daban sus noticias al general, se vio a lo lejos un nuevo jinete que se acercaba a galope tendido.
Todas las miradas se fijaron en él y se reconoció al señor Rohrig.
El marqués, que se hallaba en una de esas disposiciones de ánimo en que no le desagradaba desahogar, aunque fuera sobre un inocente, el peso de su cólera, se adelantó hacia él.
—¿Qué significa esto, caballero? —exclamó—. ¿Por qué habéis abandonado vuestro puesto?
—Perdonad, mi general —contestó el señor de Rohrig—, vengo de orden del señor de Damas.
—¿Qué decís? ¿No está el señor de Damas en Varennes con sus escuadrones?
—El señor de Damas está en Varennes con un oficial, un ayudante y dos o tres hombres.
—¿Y los demás?
—Los demás no han querido marchar.
—¿Y el señor Dandoins y sus dragones?
—Se dice que están detenidos en el ayuntamiento de Saint-Menehould.
—Pero, al menos, ¿está el señor de Choiseul en Varennes con sus húsares y los vuestros?
—Los húsares del señor de Choiseul se han pasado al pueblo, y gritan: ¡Viva la nación! Los míos están en su cuartel vigilados por la guardia nacional de Varennes.
—Y ¿no os habéis puesto a la cabeza de ellos, caballero?…
—Mi general olvida que yo no tenía orden alguna; que los señores de Bouillé y de Raigecourt eran mis jefes, y que yo ignoraba completamente que Su Majestad debiera pasar por Varennes.
—Es cierto, dijeron a la vez los señores de Bouillé y de Raigecourt, acatando la verdad.
—Al primer ruido que oí —continuó el subteniente—, bajé a la calle para informarme y supe que un carruaje, en el que, según se aseguraba, iban el rey y la familia real, acababa de ser detenido hacía un cuarto de hora poco más o menos. Las personas que iban en el coche habían sido conducidas a casa del procurador del distrito; me encaminé hacia ella y vi una considerable multitud de hombres armados; el tambor resonaba, y oíanse los tañidos de la campana de alarma. En medio de todo aquel tumulto sentí que me tocaban en el hombro, y al volver la cabeza reconocí al señor de Damas con una levita sobre su uniforme. «¿Sois el subteniente que manda los húsares de Varennes?», me preguntó. «Sí, mi coronel». «¿Me conocéis?». «Sois el conde de Damas». «Pues bien, montad a caballo sin perder un momento, y partid hacia Dun y Stenay; corred hasta que hayáis alcanzado al señor marqués de Bouillé; decidle que Dandoins y sus dragones se hallan prisioneros en Saint-Menehould; que los míos han rehusado obedecerme, que los de Choiseul amenazan pasarse al pueblo, y que el rey y la familia real, detenidos en esta casa, no tienen más esperanza que él». Con semejante orden, mi general, he creído que no debía hacer ninguna observación, sino, por el contrario, obedecer ciegamente. Monté a caballo, marché a escape y heme aquí.
—Y ¿no os ha dicho otra cosa el señor de Damas?
—Sí tal, me ha dicho también que se valdría de todos los medios para ganar tiempo, a fin de proporcionaros a vos lo que necesitéis para llegar a Varennes.
—Vamos —dijo el señor de Bouillé suspirando—, veo que cada cual ha hecho cuanto le era posible, y a nosotros nos toca ahora hacer lo que se pueda.
Y volviéndose hacia el conde Luis, añadió:
—Luis, yo me quedo aquí. Estos señores van a llevar las diversas órdenes que doy. En primer lugar, los destacamentos de Mouza y de Dun marcharán al punto sobre Varennes, guardando el paso de la Meuse, y comenzarán el ataque. Señor de Rohrig, llevadles esta orden de mi parte, y decidles que serán apoyados de cerca.
El joven a quien se daba esta orden saludó y marchó en dirección a Dun para ejecutarla.
El señor de Bouillé continuó:
—Señor de Raigecourt, id al encuentro del regimiento suizo de Castella, que está en marcha para ir a Stenay, y adonde quiera que lo encontréis, decidle cuánta es la urgencia de la situación, comunicándole mi orden de doblar las marchas. No perdáis tiempo.
Después de haber visto salir al joven oficial en dirección opuesta a la que seguía el señor de Rohrig con toda la celeridad de su caballo ya cansado, se volvió hacia su segundo hijo y díjole:
—Julio, cambiarás de caballo en Stenay para ir a Montmédy. Que el señor de Klinglin haga marchar sobre Dun el regimiento de infantería de Nassau, que está en Montmédy, y que se dirija personalmente a Stenay. ¡Anda!
El joven saludó y salió a su vez.
Por último, el señor de Bouillé, volviéndose hacia su hijo mayor, le dijo:
—Luis, el Real alemán está en Stenay.
—Sí, padre mío.
—Recibió orden de estar preparado al amanecer.
—Yo mismo se la di a su coronel de parte vuestra.
—Ve a buscarlo y que te acompañe; yo esperaré aquí, y tal vez en el camino recibiré otras noticias. El Real alemán es seguro, ¿no es verdad?
—Sí, padre mío.
—Pues entonces bastará, y con él marcharemos sobre Varennes. ¡Anda!
Y el conde Luis marchó a su vez.
Diez minutos después presentóse de nuevo.
—El Real alemán me sigue, dijo al general.
—¿Le has encontrado, pues, a punto de marcha?
—No, y con gran asombro mío. Preciso es que el comandante comprendiese mal la orden vuestra que le transmití ayer, pues lo he encontrado en la cama; pero se está levantando ya, y me ha prometido que iría él mismo a los cuarteles para apresurar la marcha. Temeroso de que os inquietárais, he venido a deciros la causa de la tardanza.
—Bien —contestó el general—, esto quiere decir que ya viene, ¿no es así?
—El comandante me ha dicho que me seguía.
Esperaron diez minutos, después un cuarto de hora y luego veinte minutos, pero nadie llegaba.
El general, impaciente, miró a su hijo.
—Vuelvo allá, padre mío —dijo el joven.
Y poniendo el caballo al galope, entró en la ciudad. Por largo que el tiempo pareciese, dada la impaciencia de los señores de Bouillé, había sido mal aprovechado por el jefe del Real alemán; apenas se contaban algunos hombres en estado de marchar; el joven oficial, quejándose amargamente, repitió la orden del general y volvió al lado de su padre con la promesa formal del comandante de que en cinco minutos él y sus soldados estarían fuera de la ciudad.
Al regresar advirtió que la puerta, por donde había pasado ya cuatro veces, estaba ocupada por la guardia nacional.
Se esperó aún cinco minutos más, diez, quince; pero nadie apareció.
Y el señor de Bouillé comprendía que cada minuto perdido era como un año menos de vida para los regios prisioneros.
Por el camino, y viniendo del lado de Dun, se vio llegar un carruaje.
Era el cabriolé de Leonardo, que continuaba su viaje cada vez más confuso.
El señor de Bouillé le detuvo; pero a medida que el pobre hombre se alejaba de París, el recuerdo de su hermano, cuyo sombrero y hopalanda había tomado, el de la señora de Aage, que nadie sino él peinaba bien y que lo esperaba sin duda, cruzaban su mente produciendo tanta confusión, tal caos, que el señor de Bouillé no pudo sacar de él nada que tuviera sentido común.
En efecto, Leonardo había salido de Varennes antes de la detención del rey, y nada nuevo podía comunicar al marqués de Bouillé.
Este ligero incidente sirvió para que durante algunos minutos tuviera más paciencia el general; pero al fin, después de transcurrida hora y media desdé que se dio la orden al jefe del Real alemán, el señor de Bouillé invitó a su hijo a ir por tercera vez a Stenay, previniéndole que no volviese sin el regimiento.
El conde Luis partió furioso.
Su cólera aumentó cuando, al llegar a la plaza, vio que apenas había cincuenta hombres a caballo.
Empezó a reunir aquellos cincuenta hombres y ocupar con ellos la puerta de la ciudad, a fin de tener libre la entrada y salida; volvió luego al lado del general y le aseguró que, en efecto, aquella vez lo seguían el jefe y los soldados.
Lo creía así; pero sólo después de transcurridos diez minutos, y cuando se disponía a entrar por cuarta vez en la ciudad, fue cuando se dejó ver la cabeza del Real alemán.
En cualquiera otra circunstancia el señor de Bouillé habría hecho arrestar al jefe por sus mismos soldados; pero en aquel momento temió descontentar a oficiales y subalternos, y se limitó a reconvenir al comandante por su lentitud. Arengó a los soldados, dándoles a conocer la honrosa misión que se les había reservado; díjoles que de ellos dependía, no sólo la libertad, sino la vida del rey y la familia real; por último, prometió honores a los oficiales, recompensas a los soldados, y para comenzar mandó distribuir a estos cuatrocientos escudos.
El discurso, terminado con esta peroración, produjo el efecto apetecido; resonó un grito inmenso de «¡Viva el rey!», y el regimiento partió al trote largo en dirección a Varennes.
Al llegar a Dun encontraron, guardando el puente del Meuse, el destacamento de treinta hombres que el señor Deslon, al salir de aquella ciudad con Charny, había dejado allí.
Se reunieron y continuó la marcha.
Se debían recorrer ocho leguas largas por un terreno de cuestas y pendientes; de modo que no se iba al paso deseado; era preciso llegar, pero con soldados que pudieran sostener un choque o dar una carga.
Sin embargo, comprendíase que se avanzaba por país enemigo, pues en los pueblos, a derecha e izquierda se oía el toque de rebato, mientras que delante resonaba algo parecido al fuego de fusilería.
Pero se avanzaba siempre.
En la Grang-au-Bois, un jinete sin sombrero, que parecía devorar la distancia, apareció de pronto haciendo señales de llamada. Se apresuró el paso, y el regimiento y el hombre se acercaron.
Aquel jinete era el señor de Charny.
—¡Al rey, señores, al rey! —gritó desde la distancia que podía vérsele y alzando la mano.
—¡Al rey!, ¡viva el rey! —gritaron a la vez oficiales y soldados.
Charny ocupa su puesto en las filas, y en cuatro palabras expone la situación: el rey estaba todavía en Varennes cuando el conde salió, y por lo tanto, no se ha perdido todo.
Los caballos están muy cansados, pero no importa; se sostendrá el paso, han recibido un abundante pienso de avena, y los hombres están entusiasmados con los discursos y los luises del señor de Bouillé; el regimiento avanza como un huracán a los entusiastas gritos de «¡Viva el rey!».
En Crépy encuentran un sacerdote; es constitucional, y al ver toda aquella tropa que se precipita hacia Varennes, exclama:
—¡Corred, corred, que por fortuna llegaréis demasiado tarde!
El conde de Bouillé le oye y precipítase sobre él con el sable levantado.
—¡Desgraciado! —le grita su padre—, ¿qué haces?
En efecto, el joven conde comprende que amenaza matar a un hombre indefenso, y que es un eclesiástico —doble crimen—; retira el pie del estribo y con la bota descarga un golpe en el pecho del sacerdote.
—¡Llegaréis demasiado tarde! —repite el eclesiástico rodando por tierra.
Se continúa la marcha maldiciendo al profeta de desgracias.
Pero poco a poco se acercan al fuego de fusilería.
Es el señor Deslon con sus setenta húsares, que sostiene una escaramuza con un número casi igual de guardias nacionales.
Se da una carga a la guardia nacional, la dispersan y se pasa.
Pero entonces se sabe por el señor Deslon, que el rey ha salido de Varennes a las ocho de la mañana.
El señor de Bouillé consulta su reloj: son las nueve menos cinco minutos.
¡Sea!, no hay que perder la esperanza; no debe pensarse en atravesar la ciudad, a causa de las barricadas; pero se dará la vuelta a Varennes.
Hacerlo por la derecha es imposible, a causa de la disposición del terreno.
Por la izquierda se deberá atravesar el río; pero Charny asegura que es vadeable.
Se deja Varennes a la derecha y se corre por las praderas.
Atacarán en el camino de Clermont a la escolta, por numerosa que sea, libertarán al rey o se dejarán matar.
A los dos tercios de la altura de la ciudad hallan el río; Charny se lanza el primero en la corriente con su caballo; le siguen los señores de Bouillé, después los oficiales y tras estos los soldados. Las aguas desaparecen bajo los caballos y los uniformes, y a los diez minutos se franquea el vado. Aquel paso a través del río ha refrescado a los caballos y también a sus jinetes, y se vuelve a emprender el galope hacia el camino de Clermont.
De repente Charny, que precede a la tropa a la distancia de veinte pasos, se detiene y profiere un grito: se halla a orillas de un canal profundamente encajonado.
No recordaba de este canal, aunque estaba anotado por él en sus trabajos topográficos. Este canal se prolonga a varias leguas de distancia, y en todas partes presenta la misma dificultad que en el punto donde primero se ha visto.
Si no se franquea en el acto, no se cruzará nunca. Charny da el ejemplo arrojándose el primero al agua; el canal no es vadeable, pero el caballo del conde nada vigorosamente hacia la otra orilla. Sin embargo, esta última tiene una pendiente rápida y resbaladiza, en la cual no pueden hacer hincapié las herraduras de los caballos. Tres o cuatro veces Charny trató de remontar; mas a pesar de toda la ciencia del hábil jinete, siempre su caballo, después de hacer esfuerzos desesperados e inteligentes, casi humanos, para llegar hasta la orilla, resbalaba hacia atrás por falta de un punto de apoyo sólido bajo sus pies delanteros, y vuelve a caer en el agua dando fuertes resoplidos, con su jinete casi desmontado.
Charny comprende que lo que su caballo no puede hacer, animal de raza conducido por un jinete consumado, cuatrocientos caballos de escuadrón no podrán hacerlo tampoco.
Por lo tanto, es una tentativa abortada; la fatalidad es la más fuerte; el rey y la reina están perdidos, y puesto que no le es dado salvarlos, tan sólo le resta un deber que cumplir: se reduce a perderse con ellos.
Intenta el último esfuerzo, inútil como los demás, para franquear el ribazo; mas en medio de este esfuerzo ha clavado su sable en la arcilla hasta la mitad de la hoja.
El sable sirve como de punto de apoyo, es inútil para el caballo; pero el jinete le aprovechará.
En efecto, Charny suelta brida y estribos; deja a su caballo bregar sin jinete en aquella agua fatal, nada hacia el sable, le coge, y después de algunos vanos esfuerzos consigue sentar el pie en tierra firme.
Entonces se vuelve y en el otro lado del canal ve al señor de Bouillé y a su hijo llorando de cólera; todos los soldados están sombríos e inmóviles, y comprenden por la lucha que Charny acaba de sostener a su vista, que inútil sería esforzarse para cruzar aquel canal infranqueable.
El señor de Bouillé, sobre todo, se retuerce los brazos con desesperación; él, cuyas empresas habían tenido todas buen resultado; él, cuyos actos se vieron coronados siempre de feliz éxito, lo cual dio en el ejército origen al proverbio Feliz como Bouillé.
—¡Oh!, señores —exclamó con voz dolorida—, decid ahora que soy feliz.
—No, general —contestó Charny desde la otra orilla—, pero estad tranquilo, pues yo diré que habéis hecho todo cuanto un hombre podía hacer; y aunque sea yo quien lo diga, me creerán. ¡Adiós, general!
Y a pie a través de las tierras, lleno de barro, empapado en agua, sin su sable, que había dejado en el canal, y con las pistolas inútiles, porque la pólvora se había mojado, Charny emprende la carrera y desaparece en medio de los grupos de los árboles, que como centinelas avanzados del bosque se elevan al otro lado del camino.
Por este último es por donde conducen al rey y a la familia real prisioneros, y basta seguirles para alcanzarlos.
Pero antes de hacerlo así se vuelve por última vez, y ve en la opuesta orilla el canal maldito al señor de Bouillé y su tropa, que a pesar de la imposibilidad bien reconocida de seguir adelante, no pueden decidirse a pronunciarse en retirada.
El conde les hace una última señal; después avanza por el camino, dobla un ángulo, y todo desaparece.
Mas para guiarse le queda el inmenso rumor que le precede, producido por los gritos, los clamores, las amenazas, las carcajadas y las maldiciones de diez mil hombres.