Los dos hombres, encontrándose de frente se observaron un instante, sin que la mirada del noble pudiese hacer bajar los ojos al hombre del pueblo.
Más aún, Billot fue el primero que tomó la palabra.
—El señor conde —dijo—, me hizo el honor de anunciarme que me debía comunicar alguna cosa. Espero que tenga la bondad de hablar.
—Billot —preguntó Charny— ¿por qué os encuentro aquí encargado de una misión de venganza? Os creía amigo de nosotros los nobles, y además súbdito fiel del rey.
—He sido súbdito bueno y fiel al rey, señor conde; he sido, no vuestro amigo, pues semejante honor no estaba reservado para un pobre labrador como yo, pero sí vuestro humilde servidor.
—Y ¿bien?
—Y bien, ya veis que ahora no soy nada de esto.
—No os comprendo, Billot.
—Y ¿para qué habéis de comprenderme, señor conde? ¿Os pregunto yo, por ventura, las causas de vuestra fidelidad al rey, las de vuestra adhesión a la reina? No; presumo que tenéis vuestras razones para obrar así, y que siendo, como sois, un hombre honrado y prudente, vuestras razones son buenas, o cuando menos, conformes con vuestra conciencia. Yo no tengo vuestra elevada posición, señor conde, ni tampoco vuestro saber; me conocéis o me habéis conocido hombre honrado también y prudente… Suponed, pues, que, como vos, yo tengo mis razones, si no buenas, conformes con mi conciencia al menos.
—Billot —replicó Charny, que ignoraba completamente los motivos de odio que el labrador podía tener contra la nobleza o la monarquía—, os he conocido, y no hace aún mucho tiempo, bien diferente de lo que sois hoy.
—¡Oh!, sí, no lo niego —dijo Billot con amarga sonrisa—, sí, me habéis conocido bien diferente de lo que soy. Voy a deciros como era, señor conde; yo fui verdadero patriota, fiel a dos hombres y a una cosa; aquellos eran el rey y el señor Gilberto, y la cosa mi país. Un día los agentes del rey vinieron a mi casa, y mitad por fuerza, mitad por sorpresa, me arrebataron una cajita, depósito precioso que me había confiado el señor Gilberto. Apenas me vi libre marché a París, adonde llegué en la noche del 13 de julio. Era cuando el motín de los bustos del señor duque de Orleáns y del señor Necker, que el pueblo paseaba por las calles gritando: «¡Viva el duque de Orleáns! ¡Viva Necker!». Esto no hacía gran daño al rey, y sin embargo, sus soldados nos atacaron. Yo vi pobres diablos que no habían cometido otro crimen sino el de dar vivas a dos hombres a quienes probablemente no conocían, caer a mi lado, los unos con la cabeza hendida a sablazos, los otros con el pecho agujereado por los proyectiles; vi al señor de Lámbese, amigo del rey, perseguir en las Tullerías a mujeres y niños que no habían dado ningún viva, y hollar con los pies de su caballo a un anciano de setenta años. Esto continuó desaviniéndome con el rey. Al día siguiente me presenté en el colegio de Sebastián, y supe por el pobre niño que su padre estaba en la Bastilla, en virtud de una orden del rey, que una dama de la corte había solicitado; entonces continuó diciéndome que el rey, a quien se suponía tan bueno, tenía enmedio de esa bondad, momentos de error, de ignorancia o de olvido; y para enmendar, en cuanto de mi dependiera, una de las faltas cometidas por el rey en uno de esos momentos de olvido, de ignorancia o de error, contribuí cuanto pude a la toma de la Bastilla. Lo conseguimos, no sin trabajo; los soldados del rey, haciendo fuego contra nosotros, nos mataron próximamente doscientos hombres… y esto me dio nuevos motivos para no opinar como todo el mundo respecto a la gran bondad del rey… Pero, en fin, se tomó la Bastilla, en uno de cuyos calabozos hallé al señor Gilberto, por quien acababa de exponerme veinte veces a morir, y la alegría de volver a encontrarle me hizo olvidar muchas cosas. Por otra parte, el señor Gilberto fue el primero en decirme que el rey era bueno, que ignoraba la mayor parte de las indignidades que se cometían en su nombre, y que no debía querérsele mal a él, sino a los ministros. Como todo lo que me decía el señor Gilberto en aquella época era para mi letra del Evangelio, le creí; y tomada la Bastilla, el señor Gilberto en libertad, Pitou y yo sanos y salvos, olvidé los fusilamientos de la calle de San Honorato, las cargas de las Tullerías, los ciento cincuenta o doscientos hombres muertos por la gaita del señor príncipe de Sajonia, y la prisión del señor Gilberto a petición de una dama de la corte… Pero dispensad, señor conde —dijo Billot interrumpiéndose—, nada de esto os importa, y no habéis querido hablarme a solas para escuchar las quejas de un pobre campesino sin educación, vos que sois a la vez un gran señor y un sabio.
Y Billot hizo un movimiento para llevar la mano a la cerradura y entrar en la habitación del rey.
Pero Charny le detuvo, y esto por dos razones:
La primera, porque sabía las causas de la enemistad de Billot, lo cual en semejante circunstancia, no dejaba de ser importante, y la segunda, porque ganaba tiempo.
—No —le dijo—, contádmelo todo, mi querido Billot; sabéis la amistad que os profesamos, mis pobres hermanos y yo, y lo que me decís me interesa en el más alto grado.
Al oír las palabras mis hermanos, Billot sonrió con amargura.
—Pues bien —replicó—, voy a referiros todo, señor de Charny, y siento que vuestros pobres hermanos… uno sobre todo… el señor Isidoro… no esté aquí para oírme.
Billot había pronunciado las palabras uno sobre todo… el señor Isidoro… con una expresión tal, que Charny reprimió el sentimiento de dolor que el nombre de su hermano querido despertaba en su alma, y sin contestar nada a Billot, el cual ignoraba evidentemente la desgracia ocurrida a este hermano, cuya presencia deseaba, le hizo seña para que continuase.
Billot prosiguió:
—Así, cuando el rey se puso en camino para París, no vi más que un padre volviendo a reunirse con sus hijos; yo iba con el señor Gilberto cerca del carruaje real, formando con mi cuerpo como un escudo a los que en él se hallaban, y gritando con todas mis fuerzas: ¡Viva el rey! Esto era en el primer viaje, en el cual, alrededor del soberano, delante y detrás en el camino, bajo los pies de los caballos y bajo las ruedas del coche, había flores y bendiciones. Al llegar a la plaza de la Casa Ayuntamiento se vio que el rey no llevaba ya la escarapela blanca, pero tampoco la tricolor. Entonces gritaron: ¡La escarapela, la escarapela! Yo cogí la que llevaba en el sombrero y se la entregué; la tomó y me dio las gracias, y la puso en el suyo en medio de las aclamaciones de la multitud. Loco de alegría al ver mi escarapela en el sombrero de ese buen rey, grité yo solo, y más fuerte que todos: ¡Viva el rey! Y mi entusiasmo por él era tal, que permanecí en París. Mi cosecha estaba aún por recoger y exigía mi presencia; pero ¡bah!, ¿qué me importaba? Yo era bastante rico para perder una, y si mi presencia podía ser de alguna utilidad a ese buen rey, al padre del pueblo, al Restaurador de la libertad francesa, como nosotros, necios, le llamábamos en aquella época, más valía quedarme en París que no regresar a Pisseleu… En cuanto a mi cosecha, que yo había confiado a la solicitud de Catalina, se perdió casi completamente… Mi hija, según parece, tenía que ocuparse en otra cosa… Pero dejemos esto. Sin embargo, se decía que el rey no aceptaba francamente la revolución; que obraba impulsado por la fuerza, y que no era la escarapela tricolor la que hubiera querido llevar en su sombrero, sino la blanca… Los que decían esto eran calumniadores, y quedó plenamente probado en el banquete de los señores guardias de corps, en el cual la reina no se puso la escarapela tricolor, ni la blanca, ni la nacional, ni la francesa, sino simple y llanamente la de su hermano José II. ¡La escarapela austríaca, la negra! Confieso que esta vez mis dudas comenzaron; pero como el señor Gilberto me decía: «Billot, no es el rey, sino la reina, quien ha hecho eso; y como la reina es mujer, es preciso mostrarse indulgente con las mujeres…», yo lo creí de tal modo, que cuando llegaron de París para asaltar el palacio, aunque comprendiera en el fondo de mi corazón que los que venían para atracar no iban del todo descaminados, me puse de parte de los defensores; de modo que yo fui quien corrió a despertar al señor de Lafayette, el cual dormía, ¡pobre hombre!, como un bendito, y quien lo condujo a palacio justamente a tiempo para salvar al rey. ¡Ah!, aquel día vi a madame Isabel estrechar en sus brazos al señor de Lafayette; vi a la reina darle a besar su mano; vi al rey llamarle amigo, y me dije: ¡A fe mía, creo que quién tiene razón es el señor Gilberto! Ciertamente un rey, una reina y una princesa real no hacen por miedo semejantes demostraciones; y si no participasen de las opiniones de aquel hombre, cualquiera que fuese la utilidad que pudiera reportarles en tal momento, tres personajes como esos no se rebajarían mintiendo. Esta vez también acabé por compadecerme de esa pobre reina, que tan sólo era imprudente, y de ese pobre rey, hombre débil; pero los dejé volver a París sin mi… Yo estaba ocupado en Versalles… ya sabéis en qué, señor de Charny.
El conde suspiró.
—Dicen —continuó Billot—, que este segundo viaje no fue tan alegre como el primero; que en vez de bendiciones hubo maldiciones, mueras en lugar de vivas, y que los ramilletes de flores arrojados bajo los pies de los caballos y las ruedas del coche, se sustituyeron con cabezas cortadas y puestas en las puntas de las picas… Yo no lo sé porque no estaba allí, pues me había quedado en Versalles. Yo dejaba siempre la granja sin dueño… ¡Bah!, ¡era bastante rico, después de perder la cosecha de 1789, para perder también la de 1790! Pero una mañana, Pitou llegó para anunciarme que yo estaba a punto de sufrir una pérdida que un padre no es jamás bastante rico para soportar… ¡Era mi hija!
Charny se estremeció.
Billot, mirándole fijamente prosiguió:
—Necesito deciros, señor conde, que hay a una legua de mi casa, en Boursonne, una familia noble, una familia de grandes señores, una familia inmensamente rica. Esa familia se componía de tres hermanos; cuando eran niños e iban de Boursonne a Villers-Cotterêts, los más jóvenes casi siempre me hacían el honor de detenerse en mi granja; decían que nunca habían bebido leche mejor que la de mis vacas, ni comido pan tan bueno como el de la madre Billot; y de vez en cuando añadían —yo creía, pobre necio, que era pagarme mi hospitalidad— que jamás habían visto una niña tan bonita como la hija Catalina. ¡Yo les agradecía que bebiesen la leche de mi granja, comiesen mi pan y juzgasen linda a mi Catalina! ¡Qué queréis! ¡Creyendo en el rey, que según dicen es medio alemán por su madre, bien podía creerlos a ellos! Así, pues, cuando el menor, que hacía mucho tiempo se hallaba ausente del país, y que se llamaba Jorge, fue muerto en Versalles, en la puerta de la habitación de la reina, en la noche del 5 al 6 de octubre, cumpliendo valerosamente con su deber de caballero, Dios sabe hasta qué punto sentí el golpe que le mataba. ¡Ah!, señor conde, su hermano me vio —su hermano mayor, aquel que no iba a mi casa, aunque no porque fuera muy orgulloso, sino porque había salido del país mucho más pequeño que su hermano Jorge—, me vio, repito, delante del cadáver, derramando tantas lágrimas como él derramó sangre… Aún creo hallarme… allí… en el fondo de un pequeño patio verde y húmedo, adonde yo le llevé en mis brazos para que no fuese mutilado, ¡pobre joven!, como lo habían sido sus compañeros, los señores de Varicourt y Des Huttes, tanto que yo tenía en mis ropas no menos sangre que vos en las vuestras, señor conde. ¡Oh!, era un joven muy apreciable, que me parece estar viendo siempre cuando iba al colegio de Villers-Cotterêts con su caballito gris, con su cesta en la mano…, y tan cierto es, que pensando en eso, y si sólo me acordase de él, creo que lloraría aún como vos, señor conde…; pero pienso en el otro, y no lloro.
—¡En el otro!, ¿qué queréis decir? —exclamó Charny.
—Esterad —contestó Billot—, ya llegaremos… ¡Pitou vino a París y me dijo dos palabras, que me probaron que no era mi cosecha, sino mi hija, lo que corría peligro; que no era mi fortuna, sino mi felicidad lo que iba a perder! Dejé al rey en París —pues como era hombre de buena fe, según me decía Gilberto, las cosas no podían menos de marchar bien, ya estuviese o no allí— y regresé a la granja. Primeramente creí que Catalina estaba enferma de peligro: tenía delirio, fiebre cerebral, ¡qué sé yo!… El estado en que la hallé me inquietó mucho, y con mayor razón cuando el médico me dijo que me prohibía entrar en la habitación hasta que estuviese buena; pero si no podía entrar, pobre padre desesperado, creí que me seria permitido escuchar en la puerta, y escuché. ¡Entonces supe que había estado a punto de morir, que tenía fiebre cerebral, y que estaba, en fin, casi loca, porque su amante se había marchado! Yo también había partido un año antes, y en vez de volverse loca porque su padre se separaba de ella, había sonreído al ver que me iba… ¡Mi ausencia la dejaba en libertad para ver a su amante!… Catalina recobró la salud, pero no la alegría; un mes, dos meses, tres, seis, pasaron sin que un sólo rayo de alegría iluminase aquel rostro, del cual no se apartaban mis ojos. Una mañana la vi sonreír y temblé; sin duda su amante regresaba, pues ella había sonreído… Al día siguiente, un pastor que le vio pasar me anunció que había llegado aquella misma mañana, y yo no dudé un momento que por la noche vendría a mi casa, es decir, a la habitación de Catalina. Así es que, llegada la noche, cargué mi escopeta de dos tiros y me puse al acecho…
—¿Habéis hecho eso, Billot? —exclamó Charny.
—Y ¿por qué no? Espero al acecho para matar al jabalí que viene a revolver mis patatas, al lobo que viene a devorar mis ovejas, a la zorra que roba mis gallinas. Y ¿no me pondría al acecho también para matar al hombre que viene a robarme mi felicidad, al amante que viene a deshonrar a mi hija…?
—Pero cuando llegó el momento os faltó corazón, ¿no es cierto? —dijo con viveza Charny.
—No, corazón no; ojo y mano sí. Un rastro de sangre me probó, sin embargo, que no había errado del todo; pero ya comprenderéis que mi hija no puede titubear entre un padre y un amante. Cuando entré en su habitación. Catalina había desaparecido.
—¿Y no la habéis vuelto a ver? —preguntó Charny.
—No —contestó Billot—. Y ¿para qué he de verla?… ¡Harto sabe ella que si la encontrase la mataría!
Charny se estremeció, mirando con un sentimiento de admiración y de terror al hombre enérgico que tenía ante sí.
—Volví a ocuparme en los trabajos de la granja —continuó Billot—. ¡Qué importaba mi desgracia, con tal que Francia fuese feliz! ¿No entraba el rey francamente en la vía de la revolución? ¿No debía presidir la fiesta de la federación? ¿No iba yo a ver allí otra vez a ese buen rey a quien yo había dado una escarapela tricolor el dieciséis de julio, y casi salvado la vida el seis de octubre? ¡Qué alegría debía ser para él ver a la Francia entera reunida en el campo de Marte, jurando como un sólo hombre la unidad de la patria! Por eso, al verlo allí olvidé todo por un instante; todo, hasta Catalina… ¡No, miento: un padre no olvida jamás a su hija! El rey juró, pero me pareció que juraba mal, con los labios solamente, desde su asiento y no sobre el altar de la patria. Mas ¡qué importaba!, había jurado, y esto era lo esencial. Un juramento es siempre un juramento; el lugar en que se pronuncia no lo hace más ni menos sagrado, y un hombre de bien cumple siempre lo que jura. El rey, pues, lo cumpliría también. A mi vuelta; a Villers-Cotterêts, como me faltaba mi hija, no tenía otra cosa de qué ocuparme sino de política, y así oí decir que el rey había querido fugarse con el señor de Favras, pero que el plan había fracasado; que trató de huir con sus tías, sin poder conseguirlo tampoco; y que habiendo intentado ir a Saint-Cloud, para escapar desde allí a Rouen, el pueblo se había opuesto. Verdad es que aunque yo oía decir todo esto, no lo creía. ¿No había yo visto al rey en el campo de Marte, alzar el brazo para jurar? ¿No había oído pronunciar ese mismo juramento a la Nación? ¿Cómo creer que un rey tendría por menos sagrado que el de los otros hombres un juramento hecho ante trescientos mil ciudadanos? ¡No era probable! Así, pues, anteayer, día en que fui al mascado de Meaux, me extraño mucho ver (debo advertiros qué dormí en casa del maestro de postas, amigo mío, a quien hice una venta considerable de cereales), me extrañó mucho, repito, ver y reconocer al rey, a la reina y al delfín, en un carruaje que cambiaba de tiro. No era posible engañarse; y además, yo estaba acostumbrado a verlos en coche, pues los había acompañado el dieciséis de julio desde Versalles a París. Entonces oí a uno de esos señores vestidos de amarillo, decir: «Camino de Châlons». La voz llamó mi atención, volvíme y reconocí, ¿a quién?, al que me había robado mi Catalina. ¡Todo un noble corriendo como un lacayo delante del carruaje del rey!…
Al decir estas palabras, Billot miró fijamente al conde, para ver si este comprendía que se trataba de su hermano Isidoro; pero Charny guardó silencio y se limitó a enjugar con su pañuelo el sudor que corría por su frente. Billot prosiguió:
—Quise perseguirle, pero ya estaba lejos. Tenía él un buen caballo, estaba armado y yo no. Un instante hubo en que mis dientes rechinaban de cólera al ver aquel rey que escapaba de Francia, y aquel raptor que se me escapaba a mí; pero de repente me ocurrió una idea: «Yo también he prestado un juramento a la nación, me dije, y aunque el rey quebrante el suyo, yo cumpliré el mío… ¡A fe mía que sí! No estoy más que a diez leguas de París; son las tres de la mañana, y con un buen caballo es asunto de horas. Hablaré de esto con el señor Bailly, que es hombre de bien y que parece pertenecer al partido de los que cumplen sus juramentos». Decidido esto, y para no perder tiempo, rogué a mi amigo el maestro de postas de Meaux (aunque sin decirle, por supuesto, lo que trataba de hacer) que me prestase su uniforme de guardia nacional, su sable y sus pistolas; tomé el mejor caballo de su cuadra, y en vez de marchar al trote a Villers-Cotterêts, salí al galope para París. ¡A fe mía que llegué a tiempo! Se sabía ya la fuga del rey, pero no la dirección en que huía. El señor de Romeuf había sido enviado por el general Lafayette hacia Valenciennes, pero ¡ved lo que es la casualidad! Detenido en la Barrera, pudo obtener que lo condujesen a la Asamblea nacional, en la cual entraba en el momento mismo en que el señor de Bailly, informado por mí, daba detalles circunstanciados sobre el itinerario de Su Majestad. No había, pues, otra cosa que hacer sino expedir una orden bien terminante. El señor de Romeuf fue enviado en dirección a Châlons, y yo recibí el encargo de acompañarlo, que cumplí como veis… Ahora —añadió Billot con aire sombrío—, he alcanzado al rey, que me ha engañado como francés, y estoy tranquilo, pues no se me escapará. Ahora me falta alcanzar al que me ha engañado como padre, y os juro, señor conde, que no se escapará tampoco.
—¡Oh!, apreciable Billot —dijo Charny suspirando—, os engañáis.
—¿Cómo es eso?
—¡Digo que el desgraciado de quién habláis, se os ha escapado!
—¿Ha huido?… —exclamó Billot con una indescriptible expresión de rabia.
—¡No —dijo Charny—, ha muerto!
—¿Muerto?… —exclamó Billot, estremeciéndose a su pesar y enjugando el sudor que empezaba a inundar su frente.
—¡Muerto! —repitió Charny—. ¡Y esta sangre, que hace un momento teníais razón en comparar con la que os cubría en el patio de Versalles, esta sangre era la suya!… Y si lo dudáis, señor Billot, bajad y hallaréis su cuerpo tendido en un patio pequeño muy semejante al de Versalles, y muerto por igual causa que aquella de que fue víctima su hermano.
Billot miró con ojos extraviados y fisonomía azorada a Charny, que le hablaba con voz serena, mientras que dos gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
De repente profirió un grito.
—¡Ah! —exclamó—, ¿conque hay una justicia en el cielo?
Y precipitándose afuera de la habitación, el honrado Billot dijo:
—Os creo, señor conde, pero no importa, voy a cerciorarme por mis ojos de que se ha hecho justicia.
Charny le vio alejarse, ahogó un suspiro y enjugó sus lágrimas.
Después, comprendiendo que no podía perderse ni un minuto, entró precipitadamente en la habitación donde se hallaba la reina, y dirigiéndose a ella, preguntóle en voz baja:
—¿El señor de Romeuf?
—Es nuestro —contestó, la reina.
—Me alegro —dijo Charny—, porque del otro nada puede esperarse.
—¿Qué hacer entonces? —preguntó la reina.
—Ganar tiempo, señora, hasta que llegue el señor de Bouillé.
—Pero ¿llegará?
—Sí, pues yo mismo voy a buscarle.
—¡Oh!, no… —exclamó la reina—, las calles están obstruidas, os conocen ya y no os dejarán pasar, no pasaréis, no, porque primero os asesinarán… ¡Oliverio! ¡Oliverio!
Pero Charny, sonriendo, abrió sin contestar la ventana que daba al jardín, dirigió una última promesa al rey, un último saludo a la reina, y franqueó los quince pies que lo separaban del suelo.
La reina profirió un grito de terror y ocultó la cabeza entre sus manos; pero los jóvenes corrieron a la ventana y contestaron con otro de alegría al grito de terror de la reina.
Charny acababa de saltar el muro del jardín y desaparecía al otro lado del mismo.
Ya era tiempo. En aquel instante Billot reapareció en el umbral de la habitación.