Capítulo XCIV

La alcoba estaba llena de guardias nacionales y de personas extrañas que la curiosidad había atraído.

María Antonieta se vio, pues, retenida en su primer movimiento, que hubiera sido salir al encuentro de Charny, hacer desaparecer con su pañuelo la sangre de que estaba cubierto, y decirle algunas de esas palabras consoladoras que llegan al corazón porque del corazón han nacido.

Pero sólo pudo levantarse de su asiento, extender hacia él su brazo y murmurar:

—¡Oliverio!…

Charny, melancólico y sosegado, hizo una seña a los extraños, y con voz mesurada, pero firme, dijo:

—Perdón, señores, necesito hablar a Sus Majestades.

Los guardias nacionales intentaron contestar que estaban, por el contrario, allí para impedir que el rey comunicase con personas del exterior; Charny cerró sus labios frunció el entrecejo, desabrochó su levita, que al abrirse dejó ver un par de pistolas, y repitió con voz quizá más mesurada, pero por lo mismo más amenazadora:

—Señores, he tenido el honor de deciros que tenía que hablar particularmente a Sus Majestades.

Y al mismo tiempo hacía con la mano a los extraños seña de que saliesen.

A esta voz y a esta fuerza que Charny, ejerciéndola sobre sí mismo, ejercía sobre los demás, el señor de Damas y los dos guardias de corps recobraron toda su energía un momento alterada, y llevando ante sí a los guardias nacionales y a los curiosos, hicieron despejar la alcoba.

La Reina comprendió entonces de qué utilidad hubiera sido semejante hombre en el carruaje del rey, si la etiqueta no hubiese exigido que madame de Tourzel subiese en lugar suyo.

Charny miró en su derredor para asegurarse de que, por el momento, sólo quedaban servidores fieles cerca de la Reina, y acercándose a ella, dijo:

—Señora, heme aquí… En la puerta de la ciudad tengo sesenta húsares, con los, cuales creo poder contar. ¿Qué me ordenáis, señora?

—¡Oh! Ante todo —dijo la Reina en alemán—, ¿qué os ha ocurrido, Charny?

Este hizo a la Reina una seña, indicándola que el caballero de Malden estaba allí y que hablaba en alemán.

—No viéndoos volver —prosiguió la Reina en francés—, os hemos creído muerto.

—¡Desgraciadamente, señora —contestó Charny con profunda melancolía—, no soy yo aún el que ha muerto… sino mi pobre hermano Isidoro!

Y no pudo contener una lágrima.

—¡Pero mi vez llegará! —añadió en voz baja.

—¡Charny, Charny! ¿Qué os ha ocurrido, y por qué habéis desaparecido de este modo?

—Creía, señora, que mi hermano hubiese informado a Vuestra Majestad de la causa que momentáneamente me había hecho alejarme.

—Sí, ya sé…; perseguíais a ese malvado Drouet, y un momento hubo en que temíamos que en esa persecución os hubiese ocurrido alguna desgracia.

—Una me ha ocurrido, en efecto, y bien grande… No obstante mis esfuerzos, no pude darle alcance a tiempo; por un postillón que regresaba, supo que los carruajes de Vuestra Majestad, que él creía iban por el camino de Verdún, habían tomado el de Varennes. Entonces se internó en el bosque de Argonne; disparé dos veces sobre él, pero las pistolas no estaban cargadas; en Sainte-Menehould había tomado el caballo del señor de Dadoins en vez del mío… ¡Qué queréis, señora! ¡Una fatalidad!… No por eso dejé de perseguirlo en la selva; pero yo ignoraba el camino y él conocía hasta los senderos; la oscuridad se hacía además más intensa a cada momento… En tanto que pude verlo, lo seguí como se sigue a una sombra; en tanto que pude oírlo, lo perseguí por el ruido; pero el ruido se extinguió, se desvaneció la sombra, y me hallé solo, perdido en la selva, extraviado en las tinieblas… ¡Oh! Bien me conocéis, señora; ¡en este momento no lloro!… ¡En medio de la selva, en medio de la oscuridad, he derramado lágrimas de rabia, he lanzado gritos de desesperación!

La Reina le tendió la mano.

Charny se inclinó y tocó con sus labios aquella mano trémula.

—Pero nadie me contestaba —siguió diciendo Charny—; errante toda la noche, me hallé al amanecer cerca de la aldea de Geves, camino de Varennes a Dun. ¿Habían Vuestras Majestades tenido la suerte de escapar de Drouet, como él me había escapado? Posible era, y en ese caso, habiendo pasado de Varennes, inútil era mi presencia en este punto. ¿Habíais sido detenidos en Varennes? Estaba solo y mi lealtad era de poco resultado. Entonces resolví continuar mi camino hacia Dun. Poco antes de llegar a él encontré al caballero Deslon y cien húsares. Estaba inquieto, pero carecía de noticias. Había visto pasar, corriendo a toda brida con dirección a Stenay, a los señores de Bouillé y de Raigecourt. ¿Por qué no le habían dicho nada? Sin duda desconfiaban de él. Adiviné entonces que Vuestra Majestad se hallaba detenida en Varennes, y que los señores Bouillé y Raigecourt habían escapado para prevenir al general. Conociendo yo al señor Deslon por un bueno y leal caballero, le confié todo, le rogué que me siguiese con sus húsares, lo que hizo en el mismo instante, dejando treinta que guardasen el puente sobre el Meuse, y una hora después estábamos en Varennes, habiendo corrido cuatro leguas. Yo quería comenzar inmediatamente el ataque y destrozar cuanto me impidiese llegar hasta Vuestras Majestades, pero encontramos barricada tras barricada; intentar franquearlas hubiera sido una locura; intenté, pues, parlamentar. Un destacamento de guardia nacional se presentó y me rehusó el permiso que yo pedí de reunir mis húsares con los que había en la ciudad; pedí entonces que se me permitiese venir a tomar órdenes del rey, y viendo que se preparaban a negármelo también, piqué a mi caballo, salté la primera barricada… la segunda… Guiado por el rumor y con mi caballo al galope, llegué a la plaza en el instante en que Vuestra Majestad, haciéndose atrás, dejaba el balcón… Ahora, señora, aguardo las órdenes de Vuestra Majestad.

La Reina estrechó nuevamente entre las suyas las manos de Charny. Luego, volviéndose hacia el rey, sumido siempre en el mismo entorpecimiento, le dijo:

—Señor, ¿ha oído Vuestra Majestad lo que dice su fiel servidor el conde de Charny?

Pero el Rey no respondió.

La Reina, entonces, acercándose a él, añadió:

—Señor, no hay tiempo que perder, y desgraciadamente hemos perdido ya demasiado… Aquí está el señor de Charny, que dispone de setenta hombres, seguros, según dice, y que espera vuestras órdenes.

El Rey movió la cabeza.

—¡Señor, en nombre del cielo —exclamó la Reina—, dad vuestras órdenes!

Y Charny imploraba con su mirada, mientras la Reina lo hacía de palabra.

—Mis órdenes —repitió el Rey—. No tengo ninguna que dar, estoy preso. Haced cuanto creáis que puede hacerse.

—Bien —dijo la Reina—, es cuanto necesitamos.

Y llevando aparte a Charny, prosiguió:

—Tenéis carta blanca: Haced como ha dicho el rey, cuanto creáis que puede hacerse.

Luego, en voz baja, añadió:

—¡Pero haced pronto y obrad con energía, o somos perdidos!

—Está bien, señora, permitidme conferenciar con esos señores, y lo que decidamos será ejecutado inmediatamente.

En este momento, el señor de Choiseul entró.

Traía en su mano algunos papeles envueltos en un pañuelo ensangrentado, que presentó a Charny sin decir una palabra.

El conde comprendió que eran papeles hallados sobre su hermano.

Tendió la mano para recibir la sangrienta herencia, acercó a sus labios el pañuelo y lo besó.

La Reina no pudo contener un sollozo.

Pero Charny, sin volverse y guardando en su pecho los papeles, dijo:

—Caballero, ¿podéis ayudarme en el último esfuerzo que voy a intentar?

—Estamos prontos a sacrificar nuestras vidas —respondieron los jóvenes.

—¿Creéis poder responder de una docena de hombres que permanezcan fieles aún?

—Somos ya ocho o nueve.

—Pues bien, yo me vuelvo al lado de mis setenta húsares. Mientras yo ataco las barricadas de frente, haréis una división por retaguardia, y merced a ella yo puedo forzar las primeras; reunidas luego nuestras fuerzas, penetraremos hasta aquí y nos llevamos al rey.

Los jóvenes por toda respuesta dieron la mano al conde de Charny.

Este entonces, volviéndose a la Reina, le dijo:

—Señora, dentro de una hora estará Vuestra Majestad libre, o yo muerto.

—¡Conde! ¡No pronunciéis esa palabra, que me hace mucho mal!

Oliverio se contentó con inclinarse en confirmación de su promesa, y sin inquietarse nada por un nuevo rumor, por una nueva algazara que se había dejado oír y que parecía haberse perdido dentro de la casa, se dirigió a la puerta.

En el momento de poner la mano en la llave, la puerta se abrió para dar paso a un nuevo personaje que iba a mezclarse en la intriga harto complicada ya.

Era un hombre de cuarenta a cuarenta y dos años y de fisonomía severa y melancólica; el cuello de su camisa caído sobre los hombros, su casaca abierta, sus ojos enrojecidos por el cansancio, sus vestidos cubiertos de polvo, indicaban claramente que él también impulsado por alguna pasión violenta, acababa de hacer un viaje largo y precipitado. Un sable y dos pistolas pendían de su cintura. Sin aliento, casi sin voz en el momento de abrir la puerta, sólo pareció tranquilizarse al reconocer al rey y a la Reina. Una sonrisa de venganza satisfecha animó su cara, y sin inquietarse de los personajes secundarios que ocupaban el fondo de la habitación ni las inmediaciones de la puerta, que cerraba casi completamente con su grande corpulencia, alzó la mano, diciendo:

—¡En nombre de la Asamblea nacional, todos sois mis prisioneros!

Rápido como el pensamiento, el señor de Choiseul se adelantó un paso, con una pistola en la mano, y tendió el brazo hacia la cabeza del recién venido, que parecía exceder en insolencia y resolución a cuantos hasta entonces habían aparecido.

Pero por un movimiento más rápido aún, la Reina detuvo aquella mano, y dijo en voz baja al duque:

—No anticipéis nuestra pérdida, caballero… ¡Prudencia! Todo esto nos hace ganar tiempo, y el señor de Bouillé no debe estar lejos.

—Tenéis razón, señora —contestó el duque de Choiseul.

Y volvió a ocultar la pistola en su pecho.

La Reina dirigió una mirada a Charny, admirada al ver que en aquel nuevo peligro no había sido el primero en presentarse: pero ¡cosa extraña! El conde parecía desear no ser visto por el recién llegado, y para esquivar sin duda sus miradas, acababa de retirarse al ángulo más oscuro de la habitación.

Pero conociendo al de Charny, la Reina no dudaba que en el momento en que fuese necesario, saldría a la vez de aquella oscuridad y aquel misterio.