Capítulo XCIII

La alcoba había cambiado de aspecto.

Madame Royale no había podido resistir el cansancio, y madame Isabel y madame Tourzel la habían acostado junto a su hermano.

La pobre niña se había quedado dormida.

Madame Isabel, de pie junto a la cama, apoyaba su cabeza en uno de los ángulos de aquella.

La Reina, dominada por la cólera, estaba en pie junto a la chimenea mirando alternativamente al rey, que se había sentado sobre uno de los fardos de géneros que había en el suelo, y a los cuatro oficiales que deliberaban cerca de la puerta.

Una mujer octogenaria estaba de rodillas, como ante un altar, al pie de la cama en que estaban acostados los dos niños; era la abuela del síndico del Ayuntamiento, que admirada de la belleza de aquellos y del aire imponente de la Reina, se había arrodillado, se deshacía en lágrimas y rezaba.

¿Rogaba a Dios que perdonase a aquellos dos ángeles, o que estos perdonasen a los hombres?

El señor Sausse y los otros diputados se habían retirado, prometiendo al rey que iban a engancharse los caballos en los carruajes.

La Reina, sin embargo, mostraba perfectamente en su mirada el poco crédito que daba a esta promesa. Así el señor de Choiseul decía al de Damas, al de Floirac y al señor Foucq, que lo habían seguido, así como también a los dos guardias de corps:

—No nos detengamos, señores, en la aparente tranquilidad del rey y de la reina; la cuestión no es desesperada; pero considerémosla tal como es.

Los oficiales hicieron seña de que escuchaban, y de que podía continuar.

—Es probable que a esta hora esté ya advertido el señor de Bouillé, y que llegue aquí entre cinco y seis de la mañana, puesto que debe tener, entre Dun y Stenay, un destacamento del Real alemán; es también posible que su vanguardia se encuentre aquí media hora antes que él, porque, en circunstancias como las en que nos hallamos, debe hacerse todo lo que posible sea. Pero es menester no olvidar que estamos rodeados por cuatro o cinco mil hombres, y que en el momento en que se aperciban las tropas del señor Bouillé, será de un riesgo inminente y de una efervescencia espantosa… Se tratará de sacar al rey de Varennes, de hacerle montar a caballo y de llevarlo a Clermont; su vida peligrará; se atenderá acaso a ella… Este peligro, sin embargo, durará solo un instante, señores; y una vez franqueada la barrera y los húsares dentro de la ciudad, la derrota será completa. ¡Necesitamos, pues, sostenernos diez minutos; somos diez; con la disposición particular en que este local se encuentra, podemos esperar que no muera más de un hombre por minuto; en su consecuencia, tiempo tenemos!

Los oyentes se contentaron con hacer una señal afirmativa de cabeza; la adhesión que significaba hasta la muerte, propuesta simplemente, era aceptada con igual sencillez.

—Pues bien, señores —continuó el duque—, he aquí lo que hay que hacer: a los primeros tiros que oigamos, tos primeros gritos que resonarán alrededor nuestro, nos, precipitaremos en la antecámara; mataremos a cuantos hallemos en ella y nos apoderaremos de las ventanas. Hay tres, y tres de nosotros las defenderán; los otros siete se colocarán por grados en la escalera, cuya forma de caracol la hace fácil defensa, puesto que un sólo hombre puede hacer frente en ella a seis sitiadores; y hasta los mismos cadáveres de los que mueran servirán de muralla a los demás. Hay, pues, cien probabilidades contra una de que las tropas serán dueñas de la ciudad antes que seamos degollados hasta el último; y si debiésemos serlo, el lugar que ocuparemos en la historia será sobrada bella recompensa de nuestra lealtad.

Los jóvenes se estrecharon mutuamente la mano, como debieron hacer los espartanos en el momento del combate; luego se señaló a cada uno su puesto en la batalla: los dos guardias e Isidoro de Charny, cuyo lugar se reservaba, aunque ausente, en las tres ventanas que daban a la calle; el señor de Choiseul, al pie de la escalera; detrás el conde de Damas; luego el señor de Floirac, el señor de Foucq, y los otros dos sargentos segundos del regimiento de dragones que habían permanecido fieles al señor de Damas.

Apenas acababan de concertarse estas disposiciones, un rumor, procedente de la calle, llegó a oídos de los caballeros.

Eran una segunda diputación, compuesta de Sausse, elemento primario al parecer de todas las diputaciones; de Hannonet, capitán de la guardia nacional, y de tres o cuatro miembros del Ayuntamiento.

Hiciéronse anunciar, y el rey, que creyó venía a decirle que los caballos estaban enganchados, dio orden de que entrasen.

Fueron introducidos. Los jóvenes oficiales que interpretaban el menor gesto, la menor señal, el más pequeño movimiento, creyeron notar en la fisonomía de Sausse cierta vacilación, y en la frente de Hannonet una decisión firme, que no les parecieron de buen agüero.

Isidoro de Charny subió al mismo tiempo, dijo algunas palabras a la Reina, y volvió a bajar precipitadamente.

La Reina dio un paso atrás, y cubierta de una mortal palidez se apoyó en la cama donde dormían sus hijos.

En cuanto al rey, interrogaba con la mirada a los enviados del Ayuntamiento, y esperaba que le dirigiese la palabra.

Pero estos, sin hablar, se inclinaron ante el rey. Este fingió equivocarse en la intención que los guiaba.

—Señores —dijo—, los franceses sólo están extraviados y su amor por el rey es verdadero; cansados de los continuos ultrajes de que soy objeto en mi capital, he decidido retirarme al fondo de mis provincias, donde arde aún la llama sagrada de la lealtad… Allí estoy seguro de hallar el antiguo amor de mi pueblo por sus soberanos.

Los enviados se inclinaron de nuevo.

—Y la prueba de que confío en mi pueblo estoy pronto a darle —continuó el Rey—. Tomaré una escolta, mitad de guardias nacionales y mitad de tropas de línea, y esa me acompañará hasta Montmédy, donde estoy decidido a retirarme. En su consecuencia comandante, os ruego escojáis vos mismo los hombres de vuestra guardia nacional que me han de acompañar, y que hagáis que enganchen los caballos en mi coche.

A estas palabras siguió un momento de silencio durante el cual Sausse esperaba sin duda que Hannonet hablase, y este que Sausse tomara la palabra.

Hannonet fue, al fin, el que, inclinándose, contestó:

—Señor, sería para mí la mayor felicidad obedecer a las órdenes de Vuestra Majestad, pero hay un artículo en la Constitución que prohíbe al rey salir del reino, y a los buenos franceses ayudarle en su fuga.

El Rey se estremeció.

—En su consecuencia —continuó Hannonet, haciendo al Rey una señal con la mano para que le dejase concluir—, en su consecuencia, la municipalidad de Varennes ha decidido que, antes de permitir al rey pasar adelante, enviará un correo a París y esperará respuesta de la Asamblea nacional.

El Rey sintió que el sudor brotaba de su frente; la Reina mordió de impaciencia sus pálidos labios, mientras madame Isabel alzaba sus manos y sus ojos hacia el cielo.

—¡Hola, señores! —exclamó el Rey con la dignidad de que no carecía en los momentos, extremos—. ¿No soy dueño ya de ir adónde me convenga? ¡En ese caso soy más esclavo que el último de mis súbditos!

—Señor —contestó el comandante de la guardia nacional—, Vuestra Majestad es siempre dueño… Solamente que todos, rey o simple ciudadano, se han obligado por un juramento… Lo habéis prestado, señor; obedeced el primero a la ley; esto es, no sólo dar un gran ejemplo, sino cumplir un noble deber.

El duque de Choiseul, entretanto, consultaba con una mirada a la Reina, y obtenida una respuesta afirmativa a la pregunta muda que le hacía, bajó a su vez.

Luis XVI comprendió que, si se plegaba sin resistir a esa rebelión, y a sus ojos lo era, de una municipalidad de aldea, estaba perdido.

Conocía por otra parte ese mismo espíritu revolucionario que Mirabeau había querido combatir en provincias, y que había visto ya alzarse ante él en París, el 14 de julio, el 5 y 6 de octubre y el 18 de abril, día en que, para ensayar su libertad, había querido ir a Saint-Cloud y el pueblo se lo había impedido.

—Señores —dijo—, esta es una violencia; pero no estoy tan aislado como parezco estar; delante de la puerta tengo cuarenta hombres fieles, y diez mil soldados alrededor de Varennes. Os mando, pues, señor comandante, que hagáis enganchar inmediatamente mis caballos al carruaje… ¿Lo oís? ¡Os lo mando!… ¡Lo quiero!

La Reina se acercó al Rey, y en voz baja le dijo:

—¡Bien, bien!, señor, arriesguemos aquí nuestra vida; pero no abandonemos nuestro honor.

—Y sí rehusamos obedecer a Vuestra Majestad —dijo el comandante de la guardia nacional—, ¿qué resultará?

—Resultará, señor comandante, que apelaré a la fuerza, y que seréis responsable de la sangre que yo evito hacer correr, y que en este caso será vertida en realidad por vos.

—Pues bien, señor, sea —dijo el comandante—, tratad de apelar a vuestros húsares; yo por mi parte apelaré a mis guardias nacionales.

Y bajó a su vez.

El Rey y la Reina se miraron casi aterrorizados; ni uno ni otro habrían tal vez arriesgado el último esfuerzo, si la mujer del síndico Sausse separando a su abuela, que continuaba orando al pie de la cama, no se hubiese acercado a la Reina a decirle con la tosquedad y ruda franqueza de la mujer de un pueblo:

—¡Eh, señora! ¿Sois en verdad la Reina?

María Antonieta se volvió, sintiéndose mordida en su dignidad por aquella interjección más que familiar.

—Así lo creía al menos hace una hora.

—Pues bueno —continuó madame Sausse, sin turbarse—, os dan veinticuatro millones, por estar en vuestro puesto… que no es malo, digo, me parece, y está bien pagado; ¿por qué queréis entonces dejarlo?

La Reina lanzó un grito de dolor, y volviéndose hacia el Rey, exclamó:

—¡Oh! ¡Todo, todo, caballero, antes que semejantes vilipendios!

Luego, tomando al delfín, dormido en su cama, corrió a la ventana, y abriéndole, dijo:

—Mostrémonos, caballero, mostrémonos a ese pueblo, y veamos si está completamente gangrenado… En ese caso apelemos a los soldados y alentémoslos con el gesto y con la voz. ¡Algo más merecen los que van a morir por nosotros!

El Rey la siguió maquinalmente y apareció con ella en la ventana.

Toda la plaza, que tenían ante sus ojos Luis XVI y María Antonieta, presentaba el espectáculo de una viva agitación.

La mitad de los húsares del señor Choiseul estaban a pie y la otra a caballo. Los que estaban a pie, seducidos, perdidos, ahogados en medio de los grupos de paisanos, dejaban a estos llevar sus caballos en todas direcciones, estaban ganados a la nación; los otros que estaban a caballo parecían aún sometidos al señor de Choiseul, que los arengaba en alemán; pero mostraban a su coronel la mitad de sus compañeros que faltaban a su deber.

Isidoro de Charny, con su cuchillo de caza en la mano, extraño a todo aquel tumulto, parecía esperar a un hombre, como el cazador que acecha una pieza.

—¡El rey, el rey! —gritaron a la vez quinientas bocas.

Eran, en efecto, el rey y la Reina, que aparecían en la ventana; la Reina como hemos dicho con el delfín en sus brazos.

Si Luis XVI hubiese estado vestido de rey o de militar; si hubiese tenido en la mano el cetro o la espada, y hablado con esa voz firme e imponente que en aquella época parecía aún al pueblo la voz de Dios o de su enviado descendido del cielo, quizá habría ejercido sobre la multitud la influencia que esperaba.

Pero el Rey, al amanecer, al fulgor de un incierto crepúsculo que afea a la beldad misma; el Rey vestido de lacayo, con esa casaca cenicienta, sin empolvar; con la innoble peluca de que hemos hablado; el Rey, pálido, grueso, sin afeitar, con sus abultados labios, su mirada triste, que no expresaba idea alguna, ni la de la tiranía ni la de la paternidad; el Rey, tartamudeando alternativamente estas palabras: «Señores, hijos míos…». ¡Ah! No era eso, no, lo que esperaban en el balcón los amigos de la dignidad real, ni tampoco sus enemigos.

Y sin embargo, tal era aún el prestigio de esta dignidad, que, no obstante aquel aspecto que tan mal correspondía a la idea formada del jefe de un gran reino, cuando el señor de Choiseul grito ¡Viva el Rey!, algunas voces repitieron entre la multitud: «¡Viva el Rey!».

Pero un grito lanzado por el jefe de la guardia nacional, fue repetido con mayor entusiasmo y produjo mayor efecto: era el grito de «¡Viva la nación!».

Este grito, en aquel momento, era una rebelión, y el Rey y la Reina pudieron ver que había sido dado por una parte de los húsares.

María Antonieta lanzó a su vez uno de rabia, y estrechando contra su pecho al delfín, pobre niño que ignoraba la gravedad de los acontecimientos que tenían lugar, se inclinó hacia fuera de la ventana, murmurando entre dientes y lanzando a las turbas esta palabra:

—¡Miserables!

Algunos la oyeron y respondieron con amenazas.

La plaza no era ya sino un gran tumulto.

El señor de Choiseul, desesperado y queriendo hacerse matar, intentó un último esfuerzo.

—¡Húsares —gritó—, en nombre del honor, salvad al rey!

Pero en este momento un nuevo actor salió a la escena de en medio de una veintena de hombres armados.

Era Drouet que salía del Ayuntamiento, donde había hecho que se tomase la decisión de impedir al rey continuar su marcha.

—¡Ah! —exclamó marchando hacia el señor de Choiseul—. ¿Queréis llevaros al rey? ¡Pues bien! Yo soy quien os lo dice: sólo lo tendréis cadáver.

El duque dio un paso en dirección a Drouet con el sable levantado.

Pero el comandante de la guardia nacional estaba allí.

—¡Si dais un paso más —dijo al señor de Choiseul, sois muerto!

Un hombre se lanzó a estas palabras, sin que las amenazas ni los grupos pudieran detenerle.

Era Isidoro de Charny; el hombre a quien acechaba era Drouet.

—¡Atrás, atrás! —gritó, hendiendo la multitud con el pecho de su caballo, ¡ese hombre me pertenece!

Y con el cuchillo de monte levantado, se arrojó sobre Drouet.

En el momento de alcanzarlo, dos tiros partieron a la vez.

La bala de la pistola botó sobre la clavícula de Isidoro.

La del fusil le atravesó el pecho.

Ambos disparos habían sido hechos tan de cerca, que el desgraciado joven se halló literalmente envuelto en una oleada de fuego y en una nube de humo.

Viósele abrir los brazos y oyósele murmurar: ¡Pobre Catalina!…

Luego, dejando escapar su cuchillo de caza, cayó de espaldas sobre la grupa del caballo, y desde ella rodó a tierra.

La Reina lanzó un grito terrible; estuvo a punto de dejar escapar al delfín de entre sus brazos y se hizo atrás. Por esto no puedo ver un nuevo jinete que llegaba a todo escape de la parte de Dun, y que entraba, por decirlo así, en la estela que acababa de trazar en la multitud el paso del pobre Isidoro.

El Rey se retiró en pos de la Reina y cerró la ventana.

No eran ya algunas voces las que gritaban: «¡Viva la nación!». No eran ya los húsares de a pie; era la multitud entera, y con ella los veinte húsares que habían quedado fieles, única esperanza de la angustiada dignidad real.

La Reina fue a arrojarse en un sillón, con la cabeza entre sus manos, pensando en que había visto morir por ella y a sus pies a Isidoro de Charny, como había visto morir a Jorge. De repente, un rumor producido en la puerta la hizo alzar los ojos.

No intentaremos describir lo que pasó en un segundo en aquel corazón de mujer y de Reina.

Oliverio de Charny, pálido y ensangrentado por el último abrazo de su hermano, estaba en el dintel.

En cuanto al rey, parecía anonadado.