No se habrá olvidado la situación en que se halló el señor de Choiseul, comandante del primer puesto situado en Pont-de-Sommevelle. Al ver que la insurrección iba en aumento, y queriendo evitar el venir a las manos, había dicho que probablemente el tesoro había pasado ya, y se replegó sobre Varennes sin esperar más al rey.
Pero a fin de no pasar por Sainte-Menehould, donde la agitación comenzaba a manifestarse, había tomado el camino de travesía, teniendo la precaución de ir al paso hasta el momento de dejar el camino real, a fin de dar al correo ocasión de reunírsele.
El correo, sin embargo, no le alcanzó, y en Orvebal tomó el camino de travesía.
Isidoro pasó tras él.
El señor de Choiseul creía muy de veras que algún accidente imprevisto había detenido al rey; por otra parte, si él se equivocaba, si el rey continuaba su camino, ¿no hallaría al caballero Dandoins en Sainte-Menehould, y al conde de Damas en Clermont?
Ya hemos visto lo que había sucedido al caballero Dandoins, retenido en la municipalidad con toda su fuerza, y al conde de Damas, obligado a huir casi solo.
Pero lo que conocemos nosotros, que miramos esta terrible jornada desde la altura de sesenta años, y que tenemos ante nuestros ojos la descripción que de ella hace cada uno de los actores de este gran drama, se ocultaba al señor de Choiseul bajo la nube del presente. El duque, que había tomado en Orvebal el camino de travesía, llegó a media noche al bosque de Varennes en el momento mismo en que Charny se internaba en él por otra parte de la selva persiguiendo a Drouet. En el último pueblo colocado sobre el límite del bosque, esto es, en Neuville-au-Pont, tuvo que perder una media hora esperando un guía. En todas las aldeas de los alrededores se oía tocar a generala, y la retaguardia, compuesta de cuatro húsares, era cogida prisionera por los campesinos. El señor de Choiseul, prevenido inmediatamente, sólo logró alcanzarlos y libertar a los húsares dando una carga a los paisanos; pero desde aquel instante al toque de rebato se dejó oír con mayor fuerza y no cesó.
Caminar por medio del bosque era en extremo incómodo, y aun a veces peligroso. El guía, fuese de propósito o sin querer, perdió la pequeña tropa; los húsares se veían forzados a echar pie a tierra a cada instante para subir o bajar una montaña, y el camino era en ocasiones tan estrecho que tenían que marchar uno a uno. Un húsar cayó en un precipicio; sus gritos hicieron conocer que no había muerto y sus camaradas se negaron a abandonarlo, y se perdieron para sacarlo de aquel barranco tres cuartos de hora; los mismos precisamente durante los cuales el Rey era detenido y conducido a casa del señor Sausse.
A las doce y media, hora en que los señores de Bouillé y de Raigecourt corrían por el camino de Dun, el duque de Choiseul, desembocando por el camino de travesía, se presentaba al otro extremo de la ciudad.
A la altura del puente fue acogido por un vigoroso ¿quién vive?, dado por un guardia nacional que estaba de centinela.
—¡Francia! ¡Húsares de Lauzun! —contestó el señor de Choiseul.
—¡No se pasa! —contestó el guardia.
Y gritó: «¡A las armas!».
En el mismo instante, un movimiento inmenso se produjo en la población; las masas de hombres armados viéronse aumentarse en la oscuridad, y los fusiles brillaron al resplandor de las luces que aparecían en las ventanas.
El duque ignoraba con quién tenía que habérselas y lo que había ocurrido, y quiso orientarse ante todo. Pidió que se le pusiera en comunicación con el puesto del destacamento que se hallaba en Varennes; esta petición ocasionó una larga conferencia, mas al fin se accedió a los deseos del duque.
Mientras se tomaba esta decisión, el señor de Choiseul pudo ver que los guardias nacionales hacían sus preparativos de defensa, cortaban árboles para parapetarse, y apuntaban hacia él y sus cuarenta húsares dos pequeñas piezas de artillería. En el momento de acabar su tarea el artillero, llegó la guardia del destacamento de húsares; pero venía, desmontada; los que la componían sabían sólo de oídas que el rey había sido detenido y conducido al Ayuntamiento. En cuanto a ellos, habían sido sorprendidos y desmontados por el pueblo, e ignoraban lo que había sido de sus compañeros.
Cuando acababan de dar esta explicación, el duque de Choiseul creyó ver adelantarse, en medio de la oscuridad, una pequeña tropa a caballo, al mismo tiempo que oyó gritar:
—¿Quién vive?
—¡Francia! —contestó una voz.
—¿Qué regimiento?
—Dragones del príncipe.
A estas palabras sonó un tiro disparado por la guardia nacional.
—¡Bien! —dijo el duque en voz baja al sargento que estaba a su lado—, ahí está el señor de Damas con sus dragones.
Sin esperar a más y deshaciéndose de los dos hombres que sujetaban la brida de su caballo, y que le gritaban que debía obedecer a la municipalidad, mandó salir al trote, cogió desprevenidos a los que iban a detenerle, forzó el paso y penetró en las calles iluminadas y llenas de gente.
Al acercarse a la casa del señor Sausse vio el carruaje del rey y desenganchado en una pequeña plaza frente a una casa de poca apariencia, delante de la cual había una guardia numerosa.
Con objeto de no poner su tropa en contacto con el pueblo, se dirigió al cuartel de los húsares, cuya situación conocía.
El cuartel estaba vacío; el duque encerró en él a los cuarenta húsares.
Cuando el señor Choiseul salía, dos hombres que venían de la casa comunal detuviéronle y le intimaron a entregarse al Ayuntamiento.
Pero el señor de Choiseul que estaba aún cerca de su gente, despidió a los dos hombres diciéndoles que se presentaría a la municipalidad cuando tuviese tiempo, y ordenó en voz baja al centinela que no dejara pasar a nadie.
Sólo habían quedado dos o tres hombres del servicio de cuadra, que interrogados por el duque le respondieron: que los húsares, no sabiendo lo que había sido de sus jefes, habían seguido a los paisanos que vinieron a buscarlos, y que, esparcidos por la ciudad, bebían con ellos.
Al oír esta noticia, el duque entró en el cuartel; no contaba más que con los cuarenta hombres, cuyos caballos habían recorrido más de veinte leguas; de modo que jinetes y animales estaban rendidos.
No había, pues, medio de paliar con la situación; el duque empezó por ver si sus pistolas estaban cargadas; después declaró en alemán a sus húsares, que no entendían una palabra de francés, y que por tanto no podían darse cuenta de lo que pasaba en derredor de ellos, que estaban en Varennes, que el rey, la reina y la familia real acababan de ser detenidos, y que se trataba de librarlos de manos de los que los tenían prisioneros, o de morir.
La arenga, corta, pero apasionada, pareció producir una viva impresión en los húsares, que repetían con asombro: Der Koenig!, die Koenigin!
Sin darles tiempo a que se enfriasen, el señor de Choiseul les mandó tirar del sable, formar en columna por cuatro, y se dirigió a trote hacia la casa en que había visto una guardia, sospechando que en ella era donde el rey estaba prisionero.
Llegado a ella, y sin hacer caso de las invectivas de los guardias nacionales, colocó dos vigilantes en la puerta y echó pie a tierra para entrar.
En el momento de franquear el umbral sintió que le tocaban en el hombro.
Volvióse y vio al conde Carlos de Damas, cuya voz había reconocido cuando contestó al quién vive de los nacionales.
Acaso al tomar su decisión, el duque había contado con el auxilio del conde.
—¡Ah! ¿Sois vos? —le dijo—. ¿Contáis con fuerzas?
—Estoy solo o poco menos —contestó Damas.
—¿Cómo, pues?
—Mi regimiento se ha negado a seguirme, y tengo cinco o seis hombres conmigo.
—Es una desgracia… Pero ¡no importa! Me quedan mis cuarenta húsares; veamos lo que se puede hacer con ellos.
El rey recibía una diputación del Ayuntamiento presidida por Sausse, que venía a decirle:
«Que no siendo ya dudoso para los habitantes de Varennes que tenían el honor de que el rey estuviese en la ciudad, venían a recibir sus órdenes».
—¿Mis órdenes? —contestó Luis XVI—, pues haced entonces que enganchen mis carruajes para que pueda marcharme.
Ignórase lo que iba a responder a esta demanda perentoria la diputación municipal, cuando se oyó el galope de los caballos del señor de Choiseul, y se vio, a través de los cristales, a los húsares que, sable en mano, se formaban en la plaza.
La Reina se estremeció, y un rayo de alegría brilló en sus ojos.
—¡Nos hemos salvado! —murmuró la Reina al oído de madame Isabel.
—¡Dios lo quiera! —contestó la regia santa, que siempre ponía en manos del Señor el bien o el mal, la esperanza o la desesperación.
El rey se irguió y esperó.
Los individuos de la Comisión se miraron con inquietud.
En este momento se oyó un gran rumor en la antecámara, que guardaban campesinos armados de guadañas. Hubo palabras, luego una lucha, y el señor de Choiseul, sin sombrero y espada en mano, apareció en la puerta.
Por encima de su hombre veíase la fisonomía pálida, pero decidida del señor de Damas.
Había en la mirada de estos dos oficiales tal expresión de amenaza, que los diputados del Ayuntamiento se separaron, dejaron libre el espacio que mediaba entre los recién llegados y la familia real.
He aquí el cuadro que presentaba la habitación en el momento en que aquellos se presentaron.
En el centro había una mesa, y sobre ella una botella de vino empezada, pan y algunos vasos.
El Rey y la Reina oían de pie a los diputados de la municipalidad; cerca de la ventana estaban madame Isabel y madame Royale; sobre la cama, medio desecha, dormía el delfín, muerto de cansancio, y a su lado, sentada y con la cabeza apoyada en sus dos manos, estaba madame de Tourzel; detrás de esta, y de pie, las señoras Brunier y de Neuville; en el fondo, en fin, perdidos en la penumbra y medio recostados en sillas, los dos guardias de corps e Isidoro de Charny, agobiados a la vez de dolor y de fatiga.
Al divisar al señor de Choiseul, la Reina se adelantó hacia él, atravesó la alcoba, y tomándole la mano, dijo:
—¡Ah, sois vos, señor de Choiseul! ¡Bienvenido seáis!
—Por desgracia, señora —dijo el duque—, llego demasiado tarde, según parece.
—No importa, si venís bien acompañado.
—Al contrario, señora, vengo casi solo: el caballero Dandoins ha sido detenido con sus dragones en el Ayuntamiento de Sainte-Menehould; el conde de Damas ha sido abandonado por los suyos…
La Reina movió tristemente la cabeza.
—Pero ¿dónde está —continuó el duque—, el caballero de Bouillé? ¿Dónde está el señor de Raigecourt?
Y en tanto los buscaba mirando en derredor suyo.
El Rey se acercó.
—Ni he visto siquiera a esos caballeros —dijo.
—Señor —contestó el duque—, os doy mi palabra que los creía muertos bajo las ruedas de vuestro carruaje.
—Y ¿qué hacer? —preguntó el Rey.
—¡Salvaros, señor! —contestó el conde de Damas—. Dadnos vuestras órdenes.
—Señor —repuso el duque de Choiseul—, tengo conmigo cuarenta húsares; han andado veinte leguas en el día, pero podrán ir aún hasta Dun.
—Pero nosotros… —añadió el Rey.
—He aquí, señor —prosiguió el duque—, lo único que puede hacerse. De los cuarenta húsares de que dispongo, haré desmontar siete. Vos, señor, montaréis en uno, llevando al delfín en vuestros brazos; Su Majestad la Reina ocupará otro; madame Isabel, madame Royale, las señoras de Tourzel, de Neuville y Brunier, harán lo mismo… Os rodearemos con los treinta y tres húsares restantes, nos abriremos paso a sablazos, y tendremos una probabilidad de salvarnos. Pero, reflexionando bien, señor; es medida que debe ser adoptada inmediatamente si se adopta. En una hora, en medía, antes de un cuarto de hora quizá, pueden ser ganados mis húsares.
El duque guardó silencio esperando la respuesta del Rey, a quien la Reina, que parecía aprobar el proyecto, interrogaba con su mirada.
Pero Luis XVI, por el contrario parecía huir la mirada de la Reina, y esquivar la influencia que en su determinación pudiera ejercer.
Mirando, al fin, al duque de Choiseul, dijo:
—Sí, ya sé que es un medio, y acaso el sólo. Pero ¿podéis responderme de que en esta horrible sarracina de treinta y tres hombres contra setecientos o más no habrá un tiro que mate a mi hijo o a mi hija, a mi mujer o a mi hermana?
—Si tal desventura ocurriese, señor —contestó el duque—, y ocurriese porque Vuestra Majestad hubiera seguido mi consejo, no tendría más que matarme a vuestra vista.
—Pues bien; en vez de dejarnos llevar de esos proyectos extraños, razonemos con frialdad.
La Reina suspiró y dio tres o cuatro pasos hacia atrás.
En este momento, en que no disimulaba en manera alguna su sentimiento, encontró a Isidoro que, atraído por el ruido de la calle, y esperando siempre que el ruido fuese ocasionado por la llegada de su hermano, se había acercado a la ventana.
María Antonieta e Isidoro cambiaron dos o tres palabras, y este salió precipitadamente de la alcoba.
El Rey continuó, sin apercibirse al parecer de lo que acababa de pasar entre la Reina e Isidoro.
—El Ayuntamiento —dijo—, no se niega a dejarme pasar; me pide solamente que espere aquí hasta el amanecer. No hablo del conde Charny, cuya adhesión por nosotros es completa, y de quien nada sabemos; pero los señores de Bouillé y de Raigecourt marcharon, según me han asegurado, diez minutos después de mi llegada, para prevenir al marqués de Bouillé y hacer marchar las tropas, que indudablemente estarán prevenidas. Si yo estuviese solo, seguiría vuestro consejo, y pasaría; pero la Reina, mis dos hijos, mi hermana, esas señoras, es imposible se arriesguen tanto con la poca gente que tenéis, y de la cual es menester aún desmontar una parte; porque no partiré de modo alguno dejando aquí mis tres guardias de corps.
Y miró su reloj.
—Van a dar las tres… el joven Bouillé partió a las doce y media… su padre ha escalonado sin duda tropas de distancia en distancia; las primeras serán advertidas por el caballero y llegarán sucesivamente. De aquí a Stenay hay ocho leguas; un hombre puede andarlas fácilmente a caballo en dos horas o dos y media: en la noche, pues, pueden llegar destacamentos, y el marqués mismo puede estar aquí a las cinco o las seis: entonces, sin peligro ninguno para mi familia, sin violencia alguna, saldremos de Varennes y continuaremos nuestro viaje.
El duque reconocía la lógica de este razonamiento, y, sin embargo, su instinto le decía que hay momentos en que no debe escucharse a la lógica. Volvióse hacia la Reina y con una mirada pareció suplicarla otras órdenes, o al menos que obtuviese del rey la revocación de la que acababa de dar.
María Antonieta movió la cabeza.
—Nada quiero tomar sobre mí —dijo—, al rey le toca mandar, mi deber es obedecer. Por otra parte, soy del parecer de Su Majestad; el señor de Bouillé no debe tardar.
El duque de Choiseul se inclinó y dio algunos pasos hacia atrás; llevóse consigo al señor de Damas, con el cual necesitaba concertarse, e hizo señas a los dos guardias de corps para que fuesen a tomar parte en el consejo que iban a celebrar.