La casa del señor de Sausse, por lo menos la que los ilustres fugitivos y sus compañeros de infortunio vieron, se componía de una tienda de comestibles, en cuyo fondo, a través de una puerta vidriera, divisábase un comedor; desde este último se podían ver, sentado a la mesa, las personas que entraran, sin contar que una campanilla, puesta en movimiento por la abertura de una puertecita baja, como las que cierran durante el día los almacenes de provincia, anunciaba la entrada de cualquiera.
En un ángulo de la tienda había una tosca escalerilla que conducía al primer piso.
Este último se componía de dos habitaciones; la primera, sucursal del almacén, estaba llena de fardos amontonados en el suelo; del techo pendían manojos de velas, y sobre la chimenea veíanse pilones de azúcar cubiertos con sus gruesos papeles azules; la segunda habitación era la alcoba del dueño del establecimiento despierto por Drouet, y en la cual notábanse aún las señales del desorden producido por la imprevista llamada.
La señora de Sausse, a medio vestir, salía de esta habitación, atravesaba la segunda, y presentábase en lo alto de la escalera en el momento en que la Reina, primero, después el rey, luego los hijos de Francia, y en fin, las señoras Isabel y de Turzel, franqueaban el umbral de la tienda.
Precediendo en algunos pasos a los viajeros, el procurador del distrito había entrado el primero.
Más de cien personas que acompañaban el coche permanecieron delante de la casa del señor de Sausse, situada en una plaza pequeña.
—¿Y bien? —dijo el Rey al entrar.
—Caballero —contestó Sausse—, se ha hablado de pasaporte; si la señora que se titula dueña del coche quiere mostrar el suyo, le llevaré a la Municipalidad, donde se halla reunido el consejo, para ver si es válido.
Como en todo caso, el pasaporte dado por madame de Korff al conde de Charny, y por este a la Reina, estaba en toda regla, el Rey hizo seña a madame Tourzel de que lo diese.
Esta sacó de su bolsillo aquel precioso papel y lo entregó a Sausse, el cual, encargando a su mujer que hiciese los honores de la casa a sus misteriosos huéspedes, partió al Ayuntamiento.
Todos los espíritus estaban allí exaltados, pues Drouet asistía a la sesión. Sausse entró con el pasaporte; todos sabían que los viajeros estaban en su casa, y la curiosidad hizo que a su llegada todos guardasen silencio.
El procurador entregó al alcalde el pasaporte, cuyo tenor hemos dado ya en otra parte.
Así, después de haber leído, el alcalde dijo:
—Señores, el pasaporte está en regla.
—¿En regla? —preguntaron ocho o diez voces con el acento de la admiración, al mismo tiempo que otras tantas manos se alargaban para cogerlo.
—¡En regla, indudablemente —dijo el alcalde—, pues lleva la firma del Rey!
Y presentó el pasaporte a todas aquellas manos extendidas, que se apoderaron inmediatamente de él.
Drouet lo arrancó casi de las que lo tenían.
—¡Firmado del Rey, bien! —dijo—. Pero ¿lo está por la Asamblea… por la Asamblea nacional?
—Sí —contestó uno de los que se hallaban más próximos, y que leía el pasaporte al mismo tiempo que él y a la luz de la misma vela de sebo—, aquí están las firmas de los individuos de una de las Juntas.
—Conformes —replicó Drouet—, pero ¿y la del Presidente?… Además —concluyó el joven patriota—, la cuestión no es esa. Los viajeros no son madame de Korff, señora rusa, con sus hijos, su mayordomo, dos señoras de su servidumbre y tres criados; son el rey, la reina y el delfín, madame Royale, madame Isabel, y alguna otra dama de palacio, tres correos… ¡La familia real, en fin! ¿Queréis o no que la familia real salga de Francia?
La cuestión se planteaba ahora bajo su verdadero punto de vista; mas no por eso era más fácil de resolver para pobres concejales de una ciudad de tercer orden como Varennes.
Se procedió, pues, a deliberar; y como todo demostraba que la deliberación se prolongaría mucho, el señor de Sausse resolvió dejar en ella a sus colegas y volver a su casa.
Los viajeros estaban aún de pie en el almacén. La señora de Sausse les había instado para que subiesen a su cuarto; después para que se sentasen en la tienda; y, por último, para que tomasen alguna cosa; pero se habían negado a todo.
Parecíales que permaneciendo en aquella casa, sentándose o aceptando en ella alguna cosa, hacían una concesión a los que los habían detenido, renunciando a su próxima partida, objeto de todas sus ansias.
Sus facultades todas se hallaban, por decirlo así, en suspenso hasta que volviese el dueño de la casa, que debía darles cuenta de lo que había decidido la Municipalidad sobre el importantísimo punto del pasaporte.
De repente se le vio hacer esfuerzos para atravesar la multitud, que obstruía la puerta, y entrar en su casa.
El Rey dio tres pasos para salirle al encuentro.
—¡Y bien! —le preguntó con una ansiedad que en vano se esforzaba en ocultar—. ¿Y el pasaporte?
—El pasaporte —contestó Sausse—, es asunto en este instante de una grave discusión en el Ayuntamiento.
—Y ¿cuál? —preguntó Luis XVI—. ¿Se dudará acaso de su validez?
—No, pero se duda que pertenezca efectivamente a madame de Korff, y corren voces de que son en realidad el rey y su familia los que nos hacen el honor de hallarse en nuestra ciudad.
Luis XVI dudó un momento en contestar; pero tomando de repente un partido, dijo:
—Pues bien; sí, yo soy el Rey… He aquí la Reina, he aquí mis hijos… y os ruego que tengáis por nosotros las consideraciones que los franceses tuvieron siempre con sus reyes.
Las palabras del rey fueron oídas, no sólo dentro, sino fuera de la puerta, abierta como hemos dicho, y obstruida por los curiosos que estacionaban la calle.
Por desgracia, si estas palabras habían sido pronunciadas con cierta dignidad, la chaqueta de bombasí[36], el calzón y medias azules, y la peluca a lo Rousseau que llevaba el que las profirió, se avenían mal con esta dignidad.
¿Cómo reconocer, en efecto, a un rey de Francia bajo tan innoble disfraz?
La Reina se apercibió de la impresión que habían producido en la multitud, y se ruborizó.
—Aceptamos las ofertas de la señora de Sausse —se apresuró a decir—, y subiremos al piso principal.
Sausse tomó una luz y subió el primero la escalera, para mostrar el camino a sus ilustres huéspedes.
Durante este tiempo la noticia de que el rey estaba en Varennes, y que él mismo lo había confesado, corría de boca en boca y se propagaba con rapidez por las calles de la ciudad.
Un hombre entró despavorido en el Ayuntamiento.
—Señores —dijo—, los viajeros detenidos en casa del señor de Sausse son, efectivamente, el rey y la familia real… Acabo de oírselo confesar al mismo rey.
—¿No os lo decía yo, señores? —exclamó Drouet.
En aquel momento se oía gran ruido en toda la ciudad, juntamente con el toque de rebato y de generala, que no había cesado.
¿Cómo, pues, tantos rumores diferentes no atrajeron al centro de la ciudad, y al lado de los fugitivos, al señor de Bouillé[37], al de Raigecourt y a los húsares que estacionaban en Varennes, para esperar al rey?
Vamos a decirlo.
A eso de las nueve de la noche, y apenas acababan los dos oficiales de entrar en la fonda del Gran Monarca, oyeron el ruido de un carruaje y corrieron a la ventana de la sala del piso bajo en que se hallaban.
Aunque aquel carruaje era un simple cabriolé, los dos caballeros se dispusieron a pedir los relevos si necesario era.
Pero el viajero que en él vieron no era el Rey, sino un grotesco personaje con un sombrero de alas anchas y extendidas y embozado en una enorme hopalanda.
Ambos daban un paso para retirarse de la ventana, cuando el viajero les gritó:
—¡Eh!, señores. ¿No es uno de vosotros el caballero Julio de Bouillé?
El joven se detuvo.
—Sí, yo soy —dijo.
—En ese caso —replicó el hombre de la hopalanda, tengo muchas cosas que deciros.
—Estoy pronto a escucharlas, aunque no tenga el honor de conoceros —contestó el caballero de Bouillé—; pero si os tomáis la molestia de bajar de vuestro cabriolé y de entrar, haremos conocimiento.
—Con mucho gusto, caballero, con mucho gusto —exclamó el de la hopalanda.
Y saltando del carruaje sin tocar en el estribo, entró en la posada.
—¡Ah!, señor mío —exclamó el desconocido—, vais a darme los caballos que hay aquí, ¿no es verdad?
—¿Cómo los caballos que hay aquí? —replicó el caballero de Bouillé, en el colmo del asombro.
—Sí, sí, vais a dármelos. No tenéis que ocultarme nada… estoy en el asunto… lo sé todo.
—Permitidme que os diga que la sorpresa me impide contestaros, —continuó el caballero de Bouillé—, y que no comprendo ni una palabra de lo que queréis decir.
—Os repito que lo sé todo. El Rey salió ayer noche de París, pero no hay señales de que pueda proseguir su camino, y ya he prevenido al señor de Damas, que ha hecho retirar sus fuerzas… El regimiento de dragones se ha amotinado; ha habido una asonada en Clermont… Yo mismo, yo que os hablo, he hallado dificultades para pasar.
—Pero, en fin —dijo con impaciencia el caballero de Bouillé—, ¿quién sois vos que así me habláis?
—¿Cómo? ¿No me conocéis?… Soy Leonardo, el peluquero de la Reina… Figuraos, el señor de Choiseul me ha traído consigo contra mi voluntad; yo llevaba los diamantes de la Reina y de madame Isabel… ¡Y cuando pienso, caballero, que mi hermano, cuyo sombrero y hopalanda llevo encima, no sabe lo que ha sido de mí; y que la pobre madame de Aage me esperaba ayer para que la peinase, y me está esperando aún a la hora que es! ¡Oh! ¡Dios mío, qué historia esta!
Y Leonardo comenzó a pasearse con precipitación por la sala, levantando los brazos con desesperación.
El caballero de Bouillé empezaba a comprender.
—¡Ah! ¿Sois vos el señor Leonardo? —dijo.
—Ciertamente que yo soy ese, Leonardo —contestó el viajero, suprimiendo, como los grandes hombres, el título que le había dado el caballero de Bouillé—, y ahora que me conocéis, vais a darme vuestros caballos, ¿no es verdad?
—Señor Leonardo —contestó el caballero, obstinándose en hacer entrar al ilustre peluquero en la clase ordinaria de los mortales—, los caballos que hay aquí son del rey, y nadie más se servirá de ellos.
—Pero si os digo que es probable que el rey no pase…
—Es posible, señor Leonardo; pero el rey puede pasar, y si entonces no encontrara sus caballos y yo le contestase que os los había entregado, quizá me dijera que le daba muy mala razón.
—¿Cómo una mala razón? —dijo Leonardo—. ¿Creéis que en un caso extremo como el en que nos encontramos, Su Majestad llevaría a mal que yo tomase sus caballos?
El caballero no pudo menos de sonreírse.
—Yo no pretendo —repuso—, que el rey llevase a mal que hubieseis tomado sus caballos; pero indudablemente diría que yo no he tenido razón al dároslos.
—¡Ah, ah! —exclamó Leonardo—. ¡Diablo!… Yo no había considerado la cuestión bajo este punto de vista… Conque, ¿me negáis los caballos, señor mío?
—Positivamente.
Leonardo suspiró.
—Pero al menos —dijo, insistiendo otra vez—, ¿os cuidaréis de que den otros?
—En cuanto a eso, mi querido señor Leonardo, con mucho gusto.
Leonardo, en efecto, era un huésped sobrado molesto; no sólo hablaba alto, sino que acompañaba sus palabras de una pantomima de las más expresivas, la cual, gracias a las enormes alas de su sombrero y a la desmesurada anchura de su hopalanda, tomaba una forma grotesca, cuyo ridículo recaía, aunque fuese poco, sobre sus interlocutores.
El señor de Bouillé tenía, pues, extremada prisa en desembarazarse de Leonardo. Llamó, por consiguiente, al posadero del Gran Monarca, le rogó buscase caballos que condujeran al viajero hasta Dun, y hecha esta recomendación abandonó a Leonardo a su suerte, diciéndole —y era verdad— que iba a buscar noticias.
Los dos oficiales, los señores de Bouillé y de Raigecourt, se internaron efectivamente en la ciudad, cruzáronla del uno al otro extremo, se adelantaron un cuarto de legua por el camino de París, y no observando ni oyendo nada, comenzaron a creer que, en efecto, el rey, cuya llegada se habría retrasado ocho o diez horas, no pasaría ya.
Por lo tanto, se retiraron a la fonda.
Eran las once y Leonardo acababa de partir.
Muy inquietos ya por la tardanza, aun antes de haber oído al peluquero de la Reina, habían enviado, a eso de las nueve, una ordenanza. Fue el que vimos cruzarse con los coches a la salida de Clermont y llegar a casa del caballero de Damas.
Los dos oficiales esperaron hasta la medianoche, hora en que, vestidos, se echaron sobre la cama.
A las doce y media despertaron al ruido del toque de generala y los gritos. Se asomaron a la ventana y vieron la agitación de la ciudad, cuyos habitantes corrían, o más bien, se precipitaban en dirección al Ayuntamiento, armados la mayor parte, unos con fusiles de munición, otros con escopetas de dos cañones, estos con sables, aquellos con espadas, y hasta con simples pistolas.
Los dos caballeros comenzaron por dirigirse a las cuadras para sacar los caballos del rey, que a todo evento y a fin de conservarlos condujeron fuera de la ciudad. Atravesada esta, el rey los hallaría allí.
Luego volvieron a buscar sus propios caballos, a fin de reunirlos con los del rey, guardados por postillones.
Pero estas idas y venidas habían excitado sospechas, y para salir de la posada con sus propios caballos, tuvieron que sostener una especie de combate, en el cual les dispararon dos o tres tiros.
En medio de los gritos y amenazas que entonces pudieron oír, supieron que el rey acababa de ser detenido y llevado a casa del procurador del Ayuntamiento.
En su consecuencia, deliberaron acerca de lo que convendría hacer. ¿Debían reunir los húsares e intentar un esfuerzo para salvar al rey, o montar a caballo y prevenir al marqués de Bouillé, a quien, según toda probabilidad, hallarían en Dun, e indudablemente en Stenay?
Dun no distaba de Varennes sino cinco leguas, y Stenay tan sólo ocho; en hora y media podían estar en el primer punto, en dos horas en Stenay, y marchar inmediatamente sobre Varennes con el pequeño cuerpo de ejército que mandaba el señor de Bouillé.
Se decidieron por este último partido, y a las doce y media, momento en que el rey subía al cuarto del procurador del Ayuntamiento, abandonaron el punto que les estaba confiado y partieron a galope tendido hacia Dun.
¡Era otro de los socorros inmediatos con que el rey contaba, y que se le escapaba también!