Capítulo XC

Hubo un instante de abatimiento inexplicable para todos aquellos desgraciados detenidos en medio de un camino y amenazados de un peligro desconocido, pero terrible.

Isidoro salió de él el primero.

—Señor —dijo—, muerto o vivo, no pensemos más en mi hermano; pensemos en Vuestra Majestad, pues no hay un momento que perder. Los postillones conocen la posada… ¡al galope, a la posada del Gran Monarca!

Los postillones no se movieron.

—¿No habéis oído? —preguntó Isidoro.

—Sí, por cierto.

—¿Por qué no marcháis entonces?

—Porque el señor Drouet lo ha prohibido.

—¡Cómo que el señor Drouet lo ha prohibido! Y cuando el rey manda y el señor Drouet prohíbe, ¿obedecéis al señor Drouet?

—Obedecemos a la nación.

—Señores —dijo Isidoro, dirigiéndose a sus dos compañeros—, hay momentos en que la vida de un hombre nada vale… Encargaos cada cual de uno de esos, que yo me encargo de este; nosotros mismos conduciremos los carruajes.

Y cogiendo al postillón por el cuello, acercó a su pecho la punta de su cuchillo de monte.

La Reina vio brillar las tres hojas y lanzó un grito.

—¡Por piedad, señores —exclamó—, por piedad!…

Y dirigiéndose a los postillones, dijo:

—¡Amigos míos, cincuenta luises, que dividiréis inmediatamente entre los tres, y una pensión de quinientos francos para cada uno, si salváis al rey!

Intimidados por la demostración de los tres jóvenes, seducidos por este ofrecimiento, los postillones lanzaron los caballos y continuaron el camino.

El señor De Prefontaine entró en su casa y se atrincheró en ella.

Isidoro galopa delante del carruaje; se trata de atravesar la bóveda y de pasar el puente; salvados uno y otro, cinco minutos bastan para llegar a la posada del Gran Monarca.

El carruaje toma, al escape, la pendiente que conduce a la parte baja de la ciudad.

Pero al llegar a la bóveda que comunica con el puente y que pasa por debajo de la torre, se aperciben de que una de las hojas de la puerta está cerrada.

La abren, pero tres carretas obstruyen el puente.

—¡A mí, señores! —dice Isidoro saltando del caballo y dirigiéndose hacia las carretas.

En aquel momento se oyen los primeros redobles de un tambor y comienza el toque de rebato.

El viaje de Drouet empezaba a producir efecto.

—¡Ah, miserable! —exclamó Isidoro, rechinando los dientes—. ¡Si vuelvo a encontrarle!

Y con un esfuerzo inaudito echó a un lado una de las carretas, mientras que Malden y Valory empujaban la otra.

Quedaba aún la tercera.

—¡A la última, señores! —continuó Isidoro.

Y al mismo tiempo el carruaje entró en la bóveda.

De repente, y por entre los adrales de la última carreta, se vieron pasar los cañones de cuatro o cinco fusiles.

—¡Un paso más o sois muertos! —gritó una voz.

—Señores, señores —dijo el Rey, asomándose a la portezuela—, no tratéis de forzar el paso, os lo mando.

Los dos oficiales e Isidoro dieron un paso atrás.

—¿Qué se quiere de nosotros? —preguntó el Rey.

Al mismo tiempo se oyó dentro del carruaje un grito de espanto.

Además de los hombres que interceptaban el paso del puente, otros dos o tres se deslizaban al mismo tiempo por detrás del carruaje y asomaban a las portezuelas los cañones de sus fusiles.

Uno de ellos estaba dirigido al pecho de la Reina. Isidoro lo ve, se lanza a él, coge el cañón y lo separa.

—¡Fuego, fuego! —gritan varias voces.

Uno de aquellos hombres obedece; felizmente el tiro marró.

Isidoro, armado con su cuchillo de monte, alza el brazo para asesinarlo; la Reina lo detiene.

—¡Ah, señora! —exclamó furioso Isidoro—. ¡En nombre del cielo, dejadme cargar a esta canalla!

—No, caballero —dijo la Reina—, envainad vuestro cuchillo. ¿Lo oís?

Isidoro obedeció a medias, dejándolo caer.

—¡Ah! ¡Si encuentro otra vez a Drouet! —murmuró el vizconde.

—En cuanto a ese —dijo la Reina a media voz, y apretándole la mano de una manera extraña—, en cuanto a ese, os lo dejo.

—Pero, en fin, señores —volvió a decir el Rey—, ¿qué se quiere de nosotros?

—Queremos ver los pasaportes —contestaron dos o tres voces.

—¿Los pasaportes? —replicó el Rey—, bien; id a buscar las autoridades de la ciudad y se los enseñaremos.

—¡A fe mía esos son muchos melindres! —exclamó apuntando hacia el rey, el hombre cuyo fusil había marrado antes.

Los dos guardias de corps se arrojaron sobre él y le echaron al suelo.

En la lucha el tiro salió, pero la bala no hirió a nadie.

—¡Hola! ¿Quién ha tirado? —gritó una voz.

El hombre que los guardias de corps tenían entre sus pies, dio un rugido, gritando:

—¡A mí!

Los otros cinco o seis hombres armados acudieron a su socorro, mientras que los guardias de corps, tirando de sus cuchillos de monte, se aprestaban a combatir.

El Rey y la Reina hacían inútiles esfuerzos para contener a los unos y a los otros. La lucha iba a comenzar terrible, encarnizada, mortal.

Dos hombres, ceñido el uno con la faja tricolor, vestido de uniforme el otro, se precipitaron en aquel momento en medio de la refriega.

El primero era Sausse, síndico del ayuntamiento; el segundo era Hannonet, comandante de la guardia nacional.

Tras ellos, y al resplandor de dos o tres antorchas, se veía brillar una veintena de fusiles.

El Rey comprendió que en aquellos dos hombres había, si no un socorro, garantía al menos.

—Señores —dijo—, estoy pronto a confiarme a vos y a los que os acompañan; pero defendednos de las brutalidades de estas gentes.

Y mostró a los hombres armados de fusiles.

—¡Bajad las armas! —gritó Hannonet.

Los hombres obedecieron murmurando.

—Excusadnos, caballero —dijo el síndico del ayuntamiento dirigiéndose al Rey—, pero corren rumores de que Su Majestad Luis XVI trata de huir, y es nuestro deber asegurarnos de si es cierto.

—¡Aseguraros de si es cierto! —exclamó Isidoro—. Si, en efecto, fuese el rey el que va en ese carruaje, deberíais poneros a sus pies; si, por el contrario es un simple particular, ¿con qué derecho lo detenéis?

—Caballero —dijo Sausse, dirigiéndose al Rey— a vos es a quien yo hablo, ¿queréis tener la bondad de contestarme?

—Conviene ganar tiempo, señor —dijo Isidoro en voz baja—; el caballero de Damas y sus dragones nos siguen sin duda y no deben tardar.

—Sí, tenéis razón —contestó el Rey.

Y respondiendo a Sausse, dijo:

—Y si nuestros pasaportes están en regla, ¿nos dejaréis continuar nuestro camino?

—Sin duda —contestó Sausse.

—¡Bien! Entonces, señora baronesa —añadió el Rey dirigiéndose a madame Tourzel—, tened la bondad de buscar nuestro pasaporte y mostrarlo a estos señores.

Madame de Tourzel comprendió lo que el rey quería decirle, y se puso a buscar, en efecto, el pasaporte, pero en los bolsillos en que no estaba.

—Bien lo veis —exclamó una voz impaciente y amenazadora—, bien lo veis que no tienen pasaportes.

—Sí, señores, sí; tenemos uno —contestó la Reina—, pero ignorábamos que se nos perdería, y la baronesa de Korff no sabe lo que ha hecho de él.

—Hay una cosa bastante más sencilla de hacer —dijo Sausse—. ¡Postillones, conducid el carruaje a mi almacén; estas señoras y estos caballeros entrarán en mi casa, y todo se aclarará allí! ¡Postillones, en marcha! ¡Señores guardias nacionales, escoltad el carruaje!

Esta invitación se parecía demasiado a una orden, para tratar de oponerse a ella. Por otra parte, si se hubiera intentado hacerlo, nada se habría conseguido.

El toque de rebato continuaba, el toque de generala no había cesado, y la multitud que rodeaba el coche crecía por momentos.

El carruaje se puso en movimiento.

—¡Oh, señor de Damas, señor de Damas! —murmuró el Rey—, ¡con tal que llegue antes de que estemos en esa casa maldita!

La Reina nada decía; ahogaba sus suspiros y contenía sus lágrimas.

El carruaje llegó a la puerta del almacén de Sausse, sin que se oyese hablar del señor de Damas.

¿Qué había, pues, ocurrido al noble caballero en cuya lealtad podía confiarse plenamente, para impedirle cumplir las órdenes que había recibido y la promesa que había hecho?

Vamos a decirlo en dos palabras, a fin de poner el claro para siempre todos los puntos de esta lúgubre historia[35].

Hemos dejado al señor de Damas dando a los trompetas la orden de tocar botasillas, pues para mayor seguridad los había conservado consigo.

En el momento de oír el primer sonido, tomaba su dinero del cajón de su papelera, recogiendo a la vez algunos papeles que no quería dejar tras sí ni llevarse consigo.

En esto se ocupaba cuando la puerta de la habitación se abrió, presentándose en el umbral varios individuos del ayuntamiento.

Uno de ellos se acercó al conde.

—¿Qué deseáis? —preguntó este último, asombrado de aquella visita imprevista, e irguiéndose para ocultar dos pistolas que había dejado sobre la chimenea.

—Señor conde —contestó uno de los visitantes cortésmente, pero con firmeza—, deseamos saber por qué marcháis a esta hora.

El señor de Damas miró sorprendido al que se permitía hacer semejante pregunta a un oficial superior del ejército del rey.

—Es muy sencillo, caballero —replicó—, marcho a semejante hora porque tengo orden de hacerlo así.

—Pero ¿con qué objeto marcháis, señor coronel? —insistió el concejal.

El señor de Damas le miró con mayor asombro aún.

—¿Con qué objeto marcho? En primer lugar yo mismo lo ignoro, y además, aunque lo supiera no os lo diría.

Los concejales se miraron entre sí estimulándose unos a otros con el ademán, de modo que aquel que había comenzado a tomar la palabra, continuó:

—Caballero, el deseo de la municipalidad de Clermont es que no os vayáis hasta mañana a primera hora.

El señor de Damas sonrió con esa expresión maligna del soldado a quien se pide, por ignorancia o con la esperanza de intimidarle, una cosa incompatible con las leyes de la disciplina.

—¡Ah! —exclamó—, ¿conque la municipalidad de Clermont desea que yo permanezca aquí hasta mañana por la mañana?

—Sí, caballero.

—Pues bien, decid a la municipalidad que tengo el profundo sentimiento de negarme a su petición, atendido que ninguna ley —conocida de mí al menos— autoriza al ayuntamiento de Clermont a entorpecer la marcha de las tropas. En cuanto a mí no debo recibir órdenes más que de mi jefe militar, y he aquí la que dispone mi marcha.

Así diciendo, el señor de Damas presentó su orden a los concejales.

El que estaba más próximo al conde la recibió de sus manos y comunicóla a sus compañeros, mientras que el señor de Damas cogía tras sí las pistolas que estaban sobre la chimenea, ocultas por su cuerpo.

—Caballero —dijo el concejal que llevaba la palabra, después de haber examinado con sus colegas el papel que acababa de recibir—, cuanto más precisa es la orden, más debemos oponernos, pues sin duda dispone una cosa que en interés de Francia no se debe hacer. Os anuncio, pues en nombre de la nación, que os detenemos.

—Y yo, señores —replicó el conde, descubriendo las pistolas y apuntándolas a los dos concejales que tenía más próximos—, os anuncio que me marcho.

Los concejales no esperaban aquella amenaza armada; y el primer sentimiento de temor o tal vez de asombro, les hizo retroceder ante el señor de Damas, que franqueando el umbral del salón se precipitó en la antecámara, cerrando la puerta con dos vueltas de llave; después corrió a la escalera, encontró su caballo que le esperaba, montó de un salto y dirigióse a escape a la plaza, donde el regimiento se reunía. Uno de sus oficiales, el señor de Floirac, estaba allí a caballo, y dirigiéndose a él le dijo:

—Es necesario salir de aquí como podamos; lo esencial es salvar al rey.

Para el señor de Damas, que ignoraba la salida de Drouet de Sainte-Menehould, y no conocía tampoco la insurrección de Clermont, el rey estaba salvado, puesto que había pasado de este punto e iba a llegar a Varennes, donde estaban el señor de Choiseul y los húsares de Lauzun mandados por los señores Julio de Bouillé y de Raigecourt.

Mas para mayor precaución, dirigiéndose al cuartel maestre del regimiento, que había sido uno de los primeros en llegar a la plaza con los forrajes y los dragones alojados, le dijo en voz baja:

—Señor Remy, marchad por el camino de Varennes a escape, y alcanzad los coches que acaban de pasar; me respondéis con vuestra cabeza.

El cuartel maestre picó espuelas y partió con cuatro dragones y los furrieles; pero al salir de Clermont, llegado a un sitio donde el camino se bifurcaba, tomó el que no debía y se extravió.

¡Todo fue fatal en aquella noche funesta!

En la plaza, la tropa se formaba lentamente; los municipales encerrados por el señor Damas habían salido fácilmente de su prisión forzando la puerta, y excitaban al pueblo y a la guardia nacional, que se reunía con muy diferente entusiasmo que el de los dragones y con más imponente actitud. Al menor movimiento que el señor de Damas hacía, observaba que le apuntaban tres o cuatro fusiles, de los cuales era siempre el blanco, lo cual no dejaba de inquietarle. Veía a sus soldados pensativos y recorría sus filas para reanimar su celo en favor del Rey, pero aquellos movían la cabeza. Aunque no se hallasen todos reunidos, juzgó que ya era hora de marchar y dio la orden, pero nadie se movió. Entretanto los concejales gritaban:

—¡Dragones, vuestros oficiales son traidores y os llevan a la matanza!… ¡Viva los dragones!

En cuanto a los guardias nacionales y al pueblo, gritaban:

—¡Viva la nación!

Por lo pronto, el señor de Damas, que había dado a media voz la orden de marchar, creyó que no le habían oído; mas al volverse vio a los dragones de la segunda fila apearse y fraternizar con el pueblo.

Desde este momento comprendió que no debía esperarse ya nada de aquellos hombres, y reuniendo en torno suyo a los oficiales con una mirada, les dijo:

—Señores, los soldados hacen traición al rey… y apelo a los caballeros. ¡Quienquiera, que me siga! ¡A Varennes!

Y clavando las espuelas en los ijares de su caballo, se lanzó el primero a través de la multitud, seguido del señor de Floirac y de tres oficiales.

Estos tres oficiales, más bien subalternos, eran el ayudante Foucq y los dos cuartel maestres Saint-Charles y La Potterie.

Cinco o seis dragones fieles, separándose de las filas, siguieron también al señor de Damas.

Se dispararon algunos tiros contra estos heroicos fugitivos; mas fueron balas perdidas.

He aquí cómo el señor de Damas y sus dragones no se encontraron para defender al rey cuando este fue detenido bajo la bóveda de la torre del portazgo en Varennes, y donde hubo de apearse de su coche para ser conducido a la casa del procurador del distrito, señor de Sausse.