Las palabras del Rey «Vamos a informarnos aquí», se explicaban por la proximidad de dos o tres casas, centinelas avanzadas de la parte alta de la ciudad, que se extendían sobre el lado derecho del camino.
Una de ellas, la más inmediata, se abrió al ruido de los carruajes, y un rayo de luz se dejaba ver por la abertura de sus dos hojas.
La Reina se apeó, tomó el brazo del caballero de Malden, y se dirigió a aquella casa, cuya puerta se cerró al acercarse a ella.
No lo fue, sin embargo, con tanta rapidez que el caballero de Malden, apercibiéndose de las inhospitalarias intenciones del dueño de ella, no hubiese tenido tiempo de adelantarse y de detener la puerta antes de que echase el pestillo.
No obstante la resistencia opuesta por la parte interior, la puerta se abrió al impulso dado por el caballero de Malden.
El que había hecho esfuerzos para cerrarla era un hombre de unos cincuenta años, cubierto con una bata, sin medias y en pantuflas.
Fácilmente se comprenderá que no sin admiración se vio rechazado dentro de su misma casa, cuya puerta se abría bajo la presión de un desconocido, tras el cual había una mujer.
El de la bata dirigió una mirada a la Reina, sobre cuya fisonomía daba de lleno la luz que tenía en la mano, y se estremeció.
—¿Qué se os ofrece, caballero? —preguntó al de Malden.
—Caballero —contestó el guardia de corps—, no conocemos Varennes, y os rogamos que tengáis la bondad de indicarnos el camino de Stenay.
—Y si lo hago —dijo el desconocido—, se sabe que yo os he dado, las señas y soy perdido.
—¡Ah! —replicó el guardia de corps—, aun cuando debierais correr algún riesgo en hacernos ese servicio, sois demasiado cortés para dejar de favorecer a una dama que se halla en una situación peligrosa.
—La persona que está detrás de vos —añadió el hombre de la bata—, no es una dama, —y acercándose al oído del caballero Malden, añadió—: ¡Es la Reina, caballero, la he reconocido!
La Reina, que había oído o adivinado lo que acababa de decir, tocó en la espalda al caballero de Malden.
—Antes de ir más lejos —le dijo—, prevenid al Rey que me han reconocido.
El señor de Malden desempeñó la comisión en menos de un segundo.
—¡Bien! —contestó el Rey—, decid a ese hombre que venga a hablarme.
El caballero de Malden volvió, y creyendo que era inútil disimular, le dijo:
—Su Majestad desea hablaros, caballero.
El hombre exhaló un suspiro, dejó sus babuchas, y descalzo, para hacer menos ruido, se adelantó hacia la portezuela.
—¿Cómo os llamáis, caballero? —preguntó el Rey.
—De Prefontaine, señor —dijo titubeando.
—¿Qué sois?
—Mayor de caballería, y caballero de la real y militar orden de San Luis.
—En vuestra doble calidad de mayor y de caballero de San Luis, me habéis prestado dos veces juramento de fidelidad, y es vuestro deber ayudarme en el embarazo en que me hallo.
—Ciertamente, señor —contestó balbuceando el mayor—, pero yo ruego a Vuestra Majestad que se dé prisa… ¡si me viesen!
—¡Eh!, caballero —dijo el de Malden—, y aun cuando os viesen… ¡tanto mejor! Jamás tendréis más bella ocasión de cumplir con vuestro deber.
El mayor, que parecía no ser de esa opinión, exhaló una especie de gemido.
La Reina se encogió de hombros en señal de lástima y de impaciencia.
El Rey hizo una seña, y dirigiéndose al mayor, preguntó:
—¿Habéis oído decir por casualidad, caballero, que algunos caballos esperen un carruaje que debe pasar, y húsares que llegaron a la ciudad ayer?
—Señor, los caballos y los húsares están del otro lado de la ciudad: los caballos en la posada del Gran Monarca; los húsares en el cuartel probablemente.
—Gracias, caballero; ahora retiraos a vuestra casa… Nadie os ha visto; por consiguiente, nada os sucederá.
—Señor…
Sin escuchar más el Rey dio la mano a la Reina para que subiese al carruaje, y dirigiéndose a los guardias de corps, que esperaban sus órdenes, dijo:
—A vuestros asientos, señores, y al Gran Monarca.
Los dos oficiales ocuparon nuevamente sus puestos, y gritaron a los postillones: ¡Al Gran Monarca!
Pero en el mismo instante, una especie de sombra a caballa, un jinete fantástico, salió a escape del bosque, y cortando diagonalmente el camino, gritó:
—¡Postillones, ni un paso más!
—¿Por qué? —preguntaron estos admirados.
—Porque conducís al Rey, que huye… ¡En nombre de la nación os mando que no os mováis!
Los postillones, que habían hecho ya un movimiento para lanzar los caballos, se detuvieron murmurando:
—¡El Rey!
Luis XVI vio que el momento era decisivo.
—Y ¿quién sois vos —dijo—, para dar aquí órdenes?
—Un simple ciudadano… pero represento la ley y hablo en nombre de la nación. Postillones, no os mováis, os lo mando por segunda vez… Bien me conocéis, soy Juan Bautista Drouet, hijo del maestro de postas de Sainte-Menehould.
—¡Oh, malvado! —exclamaron los dos guardias de corps, arrojándose de sus asientos y desenvainando el cuchillo de monte. ¡Es él!
Pero antes que tocasen al suelo con los pies, Drouet había clavado ya la espuela en los ijares de su caballo y lanzándose hacia las calles de la parte baja de la ciudad.
—¡Ah, Charny, Charny!… —exclamó la Reina—; ¡qué habrá sido de él!
Y se dejó caer sobre el respaldo del coche, casi indiferente a cuanto iba a tener lugar.
¿Qué había ocurrido a Charny, y cómo había dejado pasar a Drouet?
¡Siempre la fatalidad!
El caballo del señor Dandoins era corredor; pero Drouet le llevaba casi veinte minutos de delantera, que necesitaba ganar.
Charny hundió la espuela, su caballo saltó, arrojó humo por su nariz y partió a escape.
Drouet, por su parte, sin saber que lo seguían, iba también a rienda suelta.
De esto resultó que al cabo de una legua, el conde había ganado ya la tercera parte del camino que lo separaba de Drouet.
Este entonces, viendo que era perseguido, redobló sus esfuerzos para escapar al que amenazaba alcanzarle.
Al concluir la segunda legua, Charny había ganado terreno en la misma proporción, y Drouet se volvía a mirar con más frecuencia y con creciente inquietud.
Drouet había partido con tal precipitación, que había olvidado tomar algún arma.
El joven patriota probó después suficientemente que no tenía miedo a la muerte, pero temía ser detenido; temía dejar escapar al Rey y perder esta fatal ocasión que se le presentaba de hacer su nombre para siempre memorable.
Faltábanle aún dos leguas para llegar a Clermont, y era evidente que sería alcanzado a la primera, o sea a la tercera, contando desde su salida de Sainte-Menehould.
Y sin embargo, para estimular su ardor presentía que el carruaje del Rey marchaba delante de él. Y decimos presentía, porque eran como las nueve y media, y aunque esto ocurría en los días más largos del año, la noche empezaba ya a cerrar.
Drouet redobló sus espolazos y castigó más y más con la fusta a su caballo.
Se hallaba ya sólo a tres cuartos de legua de Clermont; pero Charny estaba sólo a doscientos pasos de él.
Drouet sabía perfectamente que en Varennes no había caballos de postas, y el Rey indudablemente continuaría su viaje por Verdún. Empezaba, pues, a desesperar; antes de alcanzar al Rey, iba a ser alcanzado él.
A una media legua de Clermont, oía ya el galope y los relinchos del caballo de Charny, que estrechaba su carrera y contestaba a los relinchos del suyo.
Necesario era renunciar a su empeño o hacer frente a su adversario; y Drouet, como hemos dicho, no tenía armas.
De repente, y cuando Charny se hallaba sólo a cincuenta pasos de él, unos postillones que volvían con caballos de relevo cruzan a su lado; Drouet los reconoce por los que conducían los carruajes del Rey.
—¡Eh! —les dijo—, ¿sois vosotros?… Camino de Verdún, ¿no es verdad?
—¡Cómo camino de Verdún! —contestaron.
—Digo —repitió Drouet—, que los carruajes que habéis conducido han tomado el camino de Verdún.
Y siguió adelante, apretando su caballo hasta el último extremo.
—¡No —gritaron los postillones—, el de Varennes!
Drouet dio un rugido de gozo.
¡Él se había salvado y el Rey estaba perdido!
Si este hubiese tomado el camino de Verdún, él se hubiera visto forzado a seguir en línea recta, porque tal es la dirección del camino desde Sainte-Menehould a Verdún; pero el Rey se dirigía a Varennes, y el camino a esta última ciudad se inclinaba a Clermont hacia la izquierda y formaba casi un ángulo agudo.
Drouet se lanza, pues, en dirección a la selva de Argonne, cuyos senderos conoce, y cortándola diagonalmente ganará un cuarto de hora y la oscuridad del bosque lo protegerá.
Charny, que conoce la topografía del país casi tan bien como Drouet, comprende que este se le escapa, lanza a su vez un grito de cólera y dirige, casi al mismo tiempo que él, su caballo hacia el bosque, que una estrecha llanura separa del camino, gritando:
—¡Detente, detente!
Pero Drouet se guarda bien de responder; inclínase, por el contrario, más y más sobre el cuello de su caballo, que estimula con la espuela, con la fusta y con la voz. Ganarla es cuanto necesita para salvarse.
La ganará; pero habrá de pasar a diez pasos de Charny. Charny toma una de sus pistolas y le apunta.
—¡Detente —le grita—, o eres muerto! Drouet se inclina más sobre el cuello de su caballo y hunde la espuela entera en el ijar.
Charny afloja el disparador; pero las chispas que produce la piedra al caer sobre el rastrillo brillan sólo en la oscuridad.
Furioso arroja la pistola a Drouet, toma la otra, se interna en el bosque en pos del fugitivo, lo apercibe por entre los árboles, dispara sobre él, pero, como la vez primera, la pistola no hizo fuego.
Sólo entonces se acordó de que al alejarse a galope, el caballero Dandoins le había dicho algo que no pudo comprender.
—¡Ah! —exclamó—. He tomado otro caballo, y me decía sin duda que las pistolas de este no estaban cargadas. ¡No importa —continuó—, alcanzaré a ese miserable y le ahogaré si es preciso entre mis manos!
Y continuó persiguiendo la sombra, que distinguía aún en la oscuridad.
Pero apenas había andado cien pasos en aquella selva que no conocía, cuando su caballo cayó en una zanja; Charny, desprevenido, cae por la cabeza del animal; levántase, salta de nuevo a la silla… ¡Drouet había desaparecido!
De este modo pudo escapar a Charny; de este modo pudo atravesar el camino y mandar a los postillones que conducían al Rey no diesen un paso más.
Los postillones se han detenido, porque Drouet los ha conjurado en nombre de la nación, que comienza a ser más poderoso que el del Rey.
Apenas Drouet se interna en la parte baja de la ciudad y empieza a perderse el galope de su caballo, óyese el de otro que se acerca.
Es el de Isidoro, que aparece por la misma calle que Drouet había tomado.
Las noticias que trae son las mismas que había dado el señor De Prefontaine.
Los caballos del señor de Choiseul y los caballeros de Bouillé y de Raigecourt están al otro extremo de la ciudad, en la posada del Gran Monarca.
El tercer oficial, señor de Rohrig, está en el cuartel con los húsares.
Así se lo había dicho, como cierto, un mozo de café que cerraba su establecimiento.
Pero en vez de la alegría que pensaba ocasionar a los ilustres viajeros, los halló sumidos en el más profundo estupor.
El señor De Prefontaine se lamenta; los dos guardias de corps amenazan algo invisible y desconocido. Isidoro se detiene a mitad de su relato.
—¿Qué ha ocurrido, caballero? —preguntó.
—¿No habéis visto en esa calle —dijo el rey—, un hombre que pasaba al galope?
—Lo he visto, señor.
—Pues ese hombre es Drouet.
—¡Drouet! —prorrumpió Isidoro con un grito desgarrador—, ¡entonces… mi hermano ha muerto!
La Reina lanzó un gemido y ocultó la cabeza entre sus manos.