Capítulo LXXXVIII

El carruaje del Rey, precedido de Isidoro, volaba, sin embargo, por el camino de Sainte-Menehould a Clermont.

El día declinaba, como hemos dicho; las ocho acababan de dar y el coche entraba en la selva de Argonne, por medio de la cual atravesaba el camino.

Charny no había podido prevenir a la Reina del contratiempo que le retenía, puesto que el carruaje había partido antes que Drouet le contestara que no había más caballos.

La Reina se apercibió, al salir de la ciudad, de que el conde no iba junto al estribo; pero no había medio ni de acortar el paso, ni de preguntar a los postillones.

Tal vez se inclinó más de diez veces fuera del carruaje para mirar hacia atrás, sin que pudiese descubrir nada; y aunque una de ellas creyó divisar un jinete que galopaba a gran distancia, este jinete comenzaba a perderse entre las sombras nacientes de la noche.

Entretanto —pues para la inteligencia de los acontecimientos, y a fin de ilustrar cada una de las circunstancias de este terrible viaje, debemos ocuparnos alternativamente de cada uno de los actores—, entretanto, decimos, esto es, mientras que Isidoro, como correo, precede en un cuarto de legua al carruaje; mientras que este sigue el camino de Saint-Menehould a Clermont, y acaba de entrar en la selva de Argonne; mientras que Drouet corre tras el carruaje y Charny en pos de Drouet, el marqués Dandoins reúne su tropa y hace tocar botasillas.

Pero cuando los soldados intentan ponerse en marcha, las calles se encuentran de tal modo obstruidas de gente, que los caballos no pueden adelantar un paso. Entre aquella multitud hay trescientos guardias nacionales uniformados y con el fusil en la mano.

Arriesgar un combate que, según todas las apariencias, había de ser encarnizado, era perder al Rey.

Mejor era, por consiguiente, quedarse, y de este modo contener al pueblo. El marqués parlamenta con él, preguntando a los jefes del motín lo que quieren, y el porqué de aquellas amenazas y demostraciones hostiles. El Rey, en tanto, llegará a Clermont, donde se halla el señor de Damas con sus ciento cuarenta dragones.

Si el marqués Dandoins hubiera tenido, como el señor de Damas, una fuerza respetable, habría intentado alguna cosa; pero ¿qué podía hacer con sólo treinta hombres contra tres o cuatro mil? Parlamentar, y así lo hizo.

El carruaje del Rey, que Isidoro precedía en algunos centenares de pasos solamente, a causa de la prisa que los postillones se habían dado, llegó a Clermont a las nueve y media, habiendo empleado hora y cuarto en las cuatro leguas que separan esta ciudad de la de Sainte-Menehould.

Esto, hasta cierto punto, explicaba a la Reina la ausencia de Charny.

Los alcanzará cuando se cambie de tiro.

El señor de Damas espera el coche del Rey antes de llegar a la ciudad, prevenido por Leonardo; reconoce la librea del correo y detiene a Isidoro.

—Perdonad, caballero —le dice—, ¿precedéis, en efecto a Su Majestad?

—Y vos, caballero —pregunta Isidoro—, ¿sois el señor conde Carlos de Damas?

—El mismo.

—Pues bien, caballero, precedo, en efecto, a Su Majestad. Reunid vuestros dragones y escoltad su carruaje.

—Caballero —contesta el conde—, corre un viento de insurrección que me espanta, y me veo precisado a confesaros que no respondo de mis dragones si reconocen al Rey. Todo lo que puedo prometeros es replegarme detrás del carruaje, luego que haya pasado, e interceptar el camino.

—Haced lo que os sea posible —dijo Isidoro—; he aquí al Rey.

Y señaló en medio de la oscuridad el carruaje que llegaba, y cuya carrera se podía seguir por las chispas que saltaban bajo los pies de los caballos.

En cuanto a Isidoro, su deber es adelantarse para pedir los relevos.

Cinco minutos después se detiene en la casa de postas.

Casi al mismo tiempo llegan el señor de Damas y cinco o seis dragones.

Después el carruaje del Rey.

Seguía tan cerca a Isidoro, que este no tuvo tiempo de volver a montar a caballo. El carruaje, aunque no magnífico, era tan notable, que gran número de personas empezaron a agruparse delante de la casa del maestro de postas.

El señor de Damas estaba frente a la portezuela, sin aparentar que conociese a los ilustres viajeros.

Pero ni el Rey ni la Reina pudieron resistir al deseo de informarse.

El Rey hizo señas por un lado al señor de Damas, y la Reina por el otro a Isidoro.

—¿Sois el señor de Damas? —preguntó el Rey.

—Yo mismo, señor.

—¿Por qué no están sobre las armas vuestros dragones?

—Señor, Vuestra Majestad ha llegado cinco horas más tarde; mi escuadrón estaba montado desde las cuatro; yo procuré entretener el tiempo cuanto me fue posible; pero la ciudad comenzó a agitarse, y hasta mis dragones hacían conjeturas que me inspiraban alguna inquietud. Si la fermentación estallaba antes de pasar Vuestra Majestad, habrían tocado a rebato e interceptado el camino; por eso conservé tan sólo una docena de hombres, e hice entrar a los demás en sus alojamientos, encerrando en mi casa los trompetas, a fin de hacer tocar botasillas cuando sea necesario. Por lo demás, Vuestra Majestad ve que todo se presenta bien, pues el camino se halla desembarazado.

—Muy bien, caballero —dijo el Rey—, habéis obrado con prudencia… Cuando yo marche, dad la orden de montar y seguid el carruaje a un cuarto de legua de distancia poco más o menos…

—Señor —dijo la Reina—, ¿queréis escuchar lo que dice el señor Isidoro de Charny?

—Y ¿qué dice? —preguntó el Rey con alguna impaciencia.

—Dice, señor, que el hijo del maestro de postas de Sainte-Menehould os ha reconocido; que está seguro de ello por haberlo visto con un asignado en la mano, asegurándose de la semejanza de vuestro retrato por la confrontación con vos mismo; que su hermano, a quien previno, se quedó atrás, y que sin duda ocurre algo grave en este momento, pues no vuelve el señor de Charny.

—Pues si nos han reconocido, razón de más para darnos prisa. Señor Isidoro, dad prisa a los postillones, y marchad delante…

El caballo de Isidoro estaba dispuesto; el joven saltó sobre la silla y gritó a los postillones:

—¡Camino de Varennes!

Los dos guardias de corps sentados en el pescante, repitieron: «¡Camino de Varennes!».

El señor de Damas retrocedió saludando respetuosamente al Rey, y los postillones arrearon sus caballos.

El tiro se había cambiado en un abrir y cerrar de ojos, y el carruaje se alejó con la rapidez del relámpago.

Al salir de la ciudad, se cruzó con un sargento de húsares que entraba en ella.

El señor de Damas pensó un momento en seguir al carruaje del Rey con los pocos hombres que tenía disponibles; pero el Rey acababa de darle órdenes totalmente contrarias; creyó, pues, deber atenerse a ellas, y con mayor razón al notar que cierta agitación empezaba a declararse en la ciudad. Las ventanas se abrían; veíanse en ellas cabezas y luces, y el señor de Damas, preocupado con el toque de rebato, corrió a la puerta de la iglesia para guardarla.

Por otra parte, el marqués Dandoins debía llegar de un instante a otro con sus treinta hombres, y este era un refuerzo.

Todo pareció calmarse, sin embargo. Al cabo de un cuarto de hora el señor de Damas volvió a la plaza, halló en ella a su jefe de escuadrón, señor de Noirville, y le dio sus instrucciones para el camino, así como orden de poner la fuerza sobre las armas.

En este momento le dieron aviso de que un sargento segundo de dragones, enviado por el marqués Dandoins, lo esperaba en su alojamiento.

El mensajero venía para anunciarle que no debía esperar ni al señor de Dandoins ni a sus dragones, pues el primero se hallaba detenido en la Municipalidad por los habitantes de Sainte-Menehould; y que además —esto lo sabía ya el señor de Damas—, Drouet había salido a rienda suelta detrás del coche, al que probablemente no había dado alcance, pues no se le había visto en Clermont.

Aquí llegaban los informes dados por el sargento segundo del regimiento Real, cuando anunciaron al señor de Damas una ordenanza de los húsares de Lauzun.

Esta ordenanza era enviada por el señor de Rohrig, que, con los señores de Bouillé hijo y de Raigecourt, mandaba el puesto de Varennes. Inquietos al ver pasar las horas sin que nadie llegase, aquellos nobles caballeros deseaban saber si el señor de Damas tenía algunas noticias del Rey.

—¿En qué estado habéis dejado el puesto de Varennes? —preguntó primeramente el señor de Damas.

—Perfectamente tranquilo —contestó el ordenanza.

—¿Dónde están los húsares?

—En el cuartel, con los caballos ensillados.

—¿No habéis encontrado en el camino ningún carruaje?

—Sí, señor; uno con cuatro caballos y otro con dos.

—Esos son los carruajes de que venís a pedir noticias. Todo va bien —dijo el señor de Damas.

Y entrando en su casa, dio orden a los trompetas de tocar botasilla.

Se preparaba a seguir al Rey y a prestarle auxilio en Varennes, si necesario era.

Cinco minutos después, los clarines resonaban.

Todo iba, pues, cual podía desearse, excepto el incidente que retenía en Sainte-Menehould a los treinta hombres del señor Dandoins.

Pero con sus ciento cuarenta dragones, el señor de Damas podía pasarse sin aquel aumento de fuerza.

Volvamos, pues, al carruaje del Rey, que en vez de seguir, saliendo de Clermont, la línea recta que conducía a Verdún, torció a la izquierda y tomó el camino de Varennes.

Ya hemos dicho la situación topográfica de esta ciudad, dividida en alta y baja; hemos dicho también que se había decidido cambiar los tiros al extremo de la ciudad, por la parte de Dun, y qué, para llegar a este punto, necesario era dejar el camino que sube la pendiente de la colina, tomar el que conduce al puente, atravesar este pasando bajo la bóveda de la torre, y llegar al relevo del señor Choiseul, alrededor del cual debían velar los señores de Bouillé y de Raigecourt. En cuanto a de Rohrig, joven oficial de dieciocho años, no se hallaba en la confidencia, y creía haber venido allí para escoltar el tesoro del ejército.

Por lo demás, llegados a este punto difícil, no se habrá olvidado que Charny debía guiar los caballos del carruaje del Rey en el dédalo de calles; Charny había estado quince días en Varennes y había visitado y estudiado todo; ni un guardacantón le era desconocido, ni una callejuela dejaba de serle familiar.

Desgraciadamente, Charny no estaba allí.

Por esto la Reina estaba doblemente inquieta. Para que Charny no hubiese alcanzado el carruaje en una circunstancia tan crítica, necesario era que le hubiese ocurrido algún accidente grave.

El Rey mismo empezó a inquietarse cerca ya de Varennes; confiado en Charny, ni aun había traído el plano de la ciudad.

La noche, alumbrada sólo por estrellas, era de las más oscuras; una de esas noches en que es fácil extraviarse en una localidad conocida, y con mayor razón en las revueltas de una ciudad extraña.

Isidoro tenía la consigna, dada por el mismo Charny, de detenerse antes de llegar a la ciudad. Su hermano lo relevaría allí como hemos dicho y conduciría la caravana.

Estaba, pues, inquieto como la Reina, y quizá tanto como ella, por la ausencia de su hermano. La única esperanza que le quedaba era que los señores de Bouillé o Raigecourt, en su impaciencia, se hubiesen adelantado al encuentro del Rey, y esperasen a la parte de acá de Varennes.

Hacía tres o cuatro días que estaban en la ciudad, debían conocerla, y podrían fácilmente servir de guías.

Así que, llegado al pie de la colina, y al ver dos o tres luces, las solas que brillaban en la ciudad, Isidoro se detuvo indeciso, miró en derredor suyo y trató de penetrar con su mirada en aquella oscuridad. Pero nada vio.

Entonces llamó en voz baja primero, más fuerte después, en alta voz por último, a los señores de Bouillé y de Raigecourt.

Nadie respondió.

El ruido del carruaje que llegaba, a un cuarto de legua aún, se dejó distinguir como el de una tormenta que se acerca poco a poco.

Isidoro pensó entonces que aquellos señores estarían ocultos en el límite del bosque que se extendía a la izquierda del camino.

Corrió a él, exploró todo el límite.

¡Nadie!

Sólo quedaba una cosa que hacer: esperar. Isidoro esperó.

Cinco minutos después el carruaje del Rey había llegado.

El Rey y la Reina asomaron al mismo tiempo la cabeza cada uno por un lado, y ambos preguntaron al mismo tiempo también:

—¿No habéis visto al conde de Charny?

—No lo he visto señor —dijo Isidoro—, y cuando no está aquí, necesario es que persiguiendo a ese malhadado Drouet le haya sucedido algún accidente grave.

La Reina lanzó un gemido.

—¿Qué hacer? —dijo el Rey.

Y dirigiéndose a los dos guardias de corps que se habían apeado, preguntó:

—¿Conocéis la ciudad, caballero?

Ninguno la conocía, y la respuesta fue negativa.

—Señor —dijo Isidoro—, el silencio es completo y, por consiguiente, todo parece tranquilo… Si Vuestra Majestad se digna esperar aquí diez minutos, voy a entrar en la ciudad y a procurar adquirir noticias de los señores de Bouillé y de Raigecourt, o al menos del relevo del señor de Choiseul… ¿No recordaría Vuestra Majestad el nombre de la posada en que deben esperarle los caballos?

—¡Oh!, no —dijo el Rey—, lo sabía y lo he olvidado. No importa, id; entretanto vamos a procurar informarnos aquí.

Isidoro se lanzó en dirección a la parte baja de la ciudad, y desapareció bien pronto detrás de las primeras casas.