Capítulo LXXXVII

Diez minutos después de la salida de Isidoro de Charny, llegó el coche del Rey. La multitud se había retirado, precisamente como lo había previsto el duque de Choiseul.

El conde de Charny, sabiendo que en Pont-de-Sommevelle debía encontrar el primer destacamento, no creyó urgente quedarse atrás y galopaba al lado del coche, apurando a los postillones, que parecían tener encargo de caminar despacio.

El Rey, que al llegar al pueblo no vio a los húsares ni al duque de Choiseul, asomó con alguna inquietud la cabeza por la portezuela.

—¡Señor, por Dios —dijo Charny—, no os dejéis ver! Voy a informarme de lo que pasa.

Y en seguida entró en la casa de postas.

El Rey comprendió que el duque se había retirado para dejar el paso libre.

Lo que importaba era salir al camino y llegar a Sainte-Menehould, donde, sin duda alguna, el señor de Choiseul se había replegado; de modo que allí se hallarían reunidos los dragones y los húsares. En el instante de partir, Charny se acercó a la portezuela y dijo:

—¿Qué dispone Vuestra Majestad, señora? ¿Debo adelantarme o quedarme atrás?

—No os separéis de mí —contestó la Reina.

Charny se inclinó y siguió galopando cerca de la portezuela.

Entretanto, Isidoro corría delante, sin comprender la soledad del camino, el cual era tan recto que, en ciertos puntos, la vista alcanzaba una legua o legua y media. Inquieto hostigaba a su caballo y adelantábase más de lo ordinario, temiendo que los vecinos de Sainte-Menehould se amotinasen al ver los dragones del señor Dandoins, así como los habitantes de Pont-de-Sommevelle se habían alarmado al ver los húsares del de Choiseul.

No se engañaba, pues lo primero que vio en Sainte-Menehould fue un gran número de guardias nacionales diseminados por las calles, los primeros que encontraban desde la salida de París. La ciudad entera estaba revuelta, y en el barrio opuesto se oía ya el tambor.

El vizconde penetró en las calles sin manifestar alteración, atravesó la plaza mayor y se detuvo en la casa de postas.

Al atravesar la plaza vio una docena de dragones sentados en un banco, que tenían puesta la gorra de cuartel. A pocos pasos más lejos, el marqués de Dandoins estaba asomado a la ventana de un cuarto bajo, con su gorra en la cabeza y un látigo en la mano.

Isidoro pasó sin detenerse, aparentando no haber reparado en nada. Presumió que Dandoins, sabiendo cómo debían estar vestidos los correos, los reconocería, y por consiguiente, no necesitaba más indicios.

Un joven de veintiocho años, con los cabellos cortados a lo Tito, como los patriotas de la época, y las patillas formando cerco alrededor de la cara, estaba en la puerta de la casa de postas vestido con una bata. Como Isidoro buscaba una persona a quien dirigirse, el joven de las patillas le preguntó.

—¿A quién buscáis?

—Deseo hablar al maestro de postas —dijo Isidoro.

—El maestro de postas está ausente por el pronto, pero yo soy su hijo, Juan Bautista Drouet… si puedo servir de algo, decid…

El joven recalcó las palabras Juan Bautista Drouet, como si adivinase que ellas, o mejor dicho, que estos nombres obtendrían en la historia una triste celebridad.

—Deseo seis caballos de posta para dos coches que me siguen.

Drouet hizo una seña manifestando que todo quedaría dispuesto; dirigióse al patio y gritó:

—¡Postillón! Seis caballos para dos coches, y uno para el correo.

En este momento entró precipitadamente el marqués de Dandoins.

—Caballero —dijo dirigiéndose a Isidoro—, precedéis al coche del Rey, ¿no es verdad?

—Sí, señor, y extraño mucho veros, a vos y a vuestros soldados con gorras de cuartel.

—Nada se nos ha prevenido; además, estamos viendo por todas partes muchas demostraciones alarmantes… y se está tratando de corromper a mis soldados. ¿Qué se hace?

—El Rey pasará pronto; vigilad el coche, tomad consejo de las circunstancias, y partid media hora después de la familia real, formando la retaguardia.

Pero, interrumpiéndose de pronto, añadió:

—¡Silencio! ¡Nos están espiando! ¡Tal vez nos hayan oído!… Reuníos con vuestro escuadrón, y haced lo posible por mantener en el deber a vuestros soldados.

Efectivamente, Drouet estaba en la puerta de la cocina, donde se decía esto.

Dandoins se marchó y en el mismo instante se oyeron los látigos de los postillones; el coche de postas. Al ruido se agolpó la muchedumbre con curiosidad.

Dandoins, que deseaba explicar al Rey por qué él y sus hombres estaban descansando en vez de hallarse sobre las armas, se acercó a la portezuela, con la gorra en la mano, y con todas las muestras posibles de respeto se excusó con el Rey y con la familia real. El Rey, al contestarle, asomó varias veces la cabeza por la ventanilla del coche.

Isidoro, con el pie en el estribo, se colocó delante de Drouet, que estaba mirando el coche con la mayor atención. Este joven había asistido el año anterior a la fiesta de la Federación, donde pudo ver al Rey, y ahora creyó reconocerle. Además, aquella mañana había recibido una cantidad de dinero en asignados con el retrato del Rey, y los había examinado unos tras otros para ver si había alguno falso; la efigie quedó impresa en su memoria, y todo parecía decirle ahora: «El hombre que está delante de ti es el Rey».

Sacando de su bolsillo uno de los asignados, compara el retrato con la fisonomía del Rey, y murmura:

—Decididamente es el mismo.

Isidoro pasa al otro lado del coche; su hermano oculta con su cuerpo la portezuela en que la Reina se apoya.

—El Rey acaba de ser reconocido —le dijo—; apresura la marcha de los postillones, y mira a ese joven moreno… es el hijo del maestro de postas, y ha reconocido al Rey. Se llama Juan Bautista Drouet.

—¡Bien —contestó Oliverio—; vigilaré; marchad!

Isidoro sale a galope para ir a encargar los caballos en Clermont.

Apenas llegó a la extremidad del pueblo, cuando los postillones, estimulados por las instancias del caballero Malden y del de Valory, y la promesa de un escudo de propina, hacen arrancar el coche, que parte al trote largo.

El conde no pierde de vista a Drouet, el cual no se mueve, pero habla en voz baja con uno de los mozos de la cuadra.

Charny se acerca a él.

—¿Se ha mandado preparar un caballo para mí? —le dice.

—Sí, señor —contesta Drouet—, pero no hay más caballos.

—¿Cómo que no hay más caballos? ¿Y ese que ensillan en el patio?

—Es el mío.

—¿Podéis cedérmelo? Pagaré lo que se pida.

—Imposible, caballero; es tarde y tengo que evacuar una diligencia precisa.

Insistir más era infundir sospechas; tomar el caballo a la fuerza, sería comprometerlo todo. Charny, sin embargo, halló un medio que podía conciliarlo todo.

Se dirige al señor Dandoins, que ha seguido con la mirada el coche del Rey hasta perderle de vista, y le apoya una mano en el hombro. El marqués se vuelve.

—¡Chist! Soy yo… el conde Charny… —murmuró Oliverio—; en la casa de postas no hay caballo para mí; dadme uno de los de vuestros dragones, porque es preciso que yo siga al Rey y a la Reina, pues tan sólo yo sé dónde está el relevo del señor de Choiseul, y si no me hallo allí, el Rey se verá obligado a quedarse en Varennes.

—Conde —contesta el señor Dandoins—, os daré uno de los míos.

—Acepto… la salvación del Rey y de la familia real depende del menor incidente… cuanto mejor sea el caballo, tantas más probabilidades tendremos.

Y ambos se alejan, dirigiéndose al alojamiento del señor Dandoins; pero antes de marchar, Charny encarga a un sargento que vigile todos los movimientos de Drouet.

Desgraciadamente, la casa de Dandoins está situada a quinientos pasos de la plaza, y cuando los caballos se hallen ensillados, se habrá perdido un cuarto de hora por lo menos. Decimos los caballos, porque Dandoins debe también montar de orden del Rey, para replegarse detrás del coche y formar la retaguardia.

Repentinamente, Charny cree oír muchos gritos mezclados con las palabra: «¡El Rey! ¡La Reina!».

Entonces sale precipitadamente de la casa, recomendando a Dandoins que le envíe su caballo a la plaza.

Efectivamente; todo el pueblo estaba alborotado, y apenas Dandoins y Charny salieron de la plaza, cuando Drouet, como si únicamente hubiera esperado este momento, exclamó:

—¡El coche que acaba de pasar es el coche del Rey… el Rey, la Reina y los hijos de Francia van en carruaje!

Y diciendo esto, montó a caballo. Muchos de sus amigos trataron de detenerle.

—¿Adónde va? ¿Qué quiere hacer? ¿Qué proyectos tiene?

Drouet contestó en voz baja:

—¡El coronel y el destacamento de Dragones estaban aquí, y no había medio de arrestar al Rey sin una colisión desfavorable para nosotros! Yo haré en Clermont lo que no me ha sido posible hacer aquí… ¡Detened a los dragones; esto es lo único que os pido!

Y con esto parte a galope, siguiendo las huellas del Rey.

Entonces fue cuando cundió la voz de que el Rey y la Reina iban dentro del coche que acababa de pasar, y cuando se oyeron los gritos que llegaron a oídos de Charny.

El alcalde y la municipalidad acudieron al oír los gritos; el primero ordenó a los dragones que entrasen en el cuartel, atendido que ya eran las ocho.

Charny lo ha oído todo; el Rey ha sido descubierto; Drouet ha marchado, y el conde salta de impaciencia.

En este momento llega Dandoins.

—¿Y los caballos? ¿Y los caballos? —le pregunta Charny apenas le divisa.

—Al instante vienen.

—¿Habéis hecho poner las pistolas en las pistoleras del mío?

—Sí.

—¿Están corrientes?

—Yo mismo las he cargado.

—¡Bueno! Todo depende ahora de la velocidad de vuestro caballo, porque es indispensable que yo alcance y mate a un hombre que me lleva un cuarto de hora de ventaja.

—¡Cómo matarle!

—Sí, de lo contrario todo está perdido.

—¡Vamos, pues, al encuentro de los caballos!

—No os ocupéis de mí; cuidad de los dragones, a quienes se trata de sublevar…; ved cómo el alcalde les está arengando… ¡No perdáis un solo instante, marchad… marchad!…

En este momento el criado llega con los dos caballos. Charny monta en el más próximo, arrancando las bridas de manos del criado, recoge las riendas, clava espuelas y sale a escape siguiendo a Drouet, sin oír bien las últimas palabras que le dirigió el marqués Dandoins. Estas palabras, que se llevó el viento, tienen, sin embargo, su importancia.

—¡Habéis tomado mi caballo en lugar del vuestro —ha gritado el marqués—; las pistolas no están cargadas!