Se recordará que dejamos al duque de Choiseul corriendo la posta con Leonardo, el cual se desesperaba cada vez más por haber dejado abierta la puerta de su habitación, llevándose el sombrero y la levita de su hermano, y haber faltado a la promesa que hizo a madame de Aage de ir a peinarla.
Pero lo que le consolaba era que el duque le había dicho terminantemente que tan sólo se alejaría dos o tres leguas, y que, cuando quedase libre, le daría una comisión especial en nombre de la Reina.
Así es que al llegar a Bondy, y viendo que el coche paraba, respiró con más libertad y tomó las medidas necesarias para apearse; pero el duque le contuvo, diciendo:
—Todavía no hemos llegado.
Los caballos estaban ya dispuestos, y pocos segundos después el carruaje partió como un rayo.
—Pero, señor duque —exclamó Leonardo—, ¿adónde vamos?
—Con tal que mañana por la mañana estéis de vuelta, ¿qué os importa?
—El hecho es —contestó Leonardo—, que con tal que yo me halle a las diez en las Tullerías para peinar a la Reina…
—Basta eso, ¿no es verdad?
—Sin duda… pero, cuanto antes será mejor; porque podré tranquilizar a mi hermano y explicar a la señora de Aage que la falta no está de mi parte.
—Si no es más que eso, tranquilizaos, buen Leonardo; las cosas saldrán bien —replicó el duque de Choiseul.
Como Leonardo no tenía ningún motivo para creer que el duque le llevaba contra su voluntad, se tranquilizó, a lo menos momentáneamente. Pero al ver que en Claye cambiaban otra vez de caballos y que no se trataba de detenerse en aquel sitio, el desgraciado exclamó:
—¿Vamos acaso a lo último del mundo?
—Escuchad, Leonardo —le dijo entonces el duque con gravedad—, no os llevo a una casa inmediata a París, sino a la frontera.
Leonardo profirió una exclamación, apoyó sus manos en las rodillas y miró al duque medio aterrado.
—¿A la… a la… frontera? —balbuceó.
—Sí, Leonardo; allí está mi regimiento; debo recibir una carta del mayor interés para la Reina, y no pudiendo entregársela yo mismo, he de valerme de alguien para ello. Pedí a Su Majestad que me indicase una persona y la Reina os eligió, como hombre de quien se puede fiar por su celo.
—¡Oh, señor duque! —exclamó Leonardo—, ¿creéis que soy digno de la confianza de la Reina? Y ¿cómo volveré vestido de este modo, con escarpines, calzón y medias blancas de seda? ¡No tengo dinero ni ropa que ponerme!
El buen Leonardo olvidaba que llevaba en su bolsillo dos millones en brillantes pertenecientes a la Reina.
—No os inquietéis, querido amigo —le dijo el duque—, tengo en el coche ropa, botas, dinero y todo lo que podáis necesitar; nada os faltará.
—Sin duda, señor duque, seguro estoy de que en vuestra compañía nada podrá faltarme…; pero mi pobre hermano, cuyo sombrero y hopalanda he tomado… y madame de Aage, que nunca está bien peinada sino por mi mano… ¡Dios mío, Dios mío! ¡En qué vendrá a parar todo esto!
—Es lo mejor, querido Leonardo; a lo menos así lo espero —contestó el duque.
Corrían como el viento, y el duque de Choiseul había encargado a su hermano que hiciese preparar cena y dos camas en Montmirail, donde pasarían el resto de la noche. Al llegar a este punto, los viajeros hallaron pronto todo lo que necesitaban.
Excepto lo de la levita y el sombrero, y el pesar de haber dejado burlada a madame de Aage, Leonardo estaba casi consolado. De vez en cuando dejaba escapar alguna expresión de gozo, siendo fácil ver que creía su orgullo bastante lisonjeado porque la Reina le hubiese elegido para una misión tan importante como la que le parecía tener a su cargo.
Ambos viajeros se acostaron después de cenar, y el duque encargó que el coche estuviese pronto a las cuatro de la mañana.
A las cuatro menos cuarto llamaron a su puerta, con el objeto de despertarle por si acaso se hubiese dormido.
Pero a las tres el duque no había podido cerrar aún los ojos, y entonces oyó desde su cama el ruido de un carruaje y el de los látigos con que los postillones anuncian su llegada.
En un momento saltó del lecho, se asomó a la ventana y vio parado en la puerta un cabriolé, del cual bajaron dos hombres vestidos de guardias nacionales, que pedían caballos con la mayor insistencia.
¿Quiénes eran estos guardias nacionales? ¿Qué venían a buscar en aquella hora? Y ¿por qué tanto interés en pedir caballos?
El duque llamó a su criado, ordenóle que enganchasen, y al punto despertó a Leonardo.
Los dos viajeros se habían echado vestidos en la cama para no perder tiempo. Al bajar hallaron los dos coches preparados.
El duque de Choiseul recomendó al postillón que dejase salir primero el carruaje de los guardias nacionales, y que le siguiese sin perderle de vista ni un solo momento. En seguida examinó las pistolas que tenían en el coche y las cargó de nuevo, lo cual inspiró a Leonardo cierta inquietud.
Siguieron así durante una legua o legua y media, y entre Etoge y Chaintry el cabriolé tomó por un camino lateral que conducía hacia Jalons y Epernay.
Los guardias nacionales que habían alarmado al duque de Choiseul eran dos buenos ciudadanos que volvían de Ferté y se dirigían a sus casas.
Tranquilo sobre este punto, el duque continuó su marcha.
A las diez atraviesa por Châlons; a las once llega a Pont-de-Sommevelle.
Aquí se informa: los húsares no han llegado aún.
Deteniéndose en la casa de postas se apea, pide una habitación y se pone su uniforme.
Leonardo contemplaba estos preparativos con viva inquietud, suspirando de un modo que enternecía al duque de Choiseul.
—Leonardo —dijo este—, ya es tiempo de que sepáis la verdad.
—¿Cómo la verdad? —exclamó Leonardo cada vez más sorprendido—, pues qué, ¿no sé la verdad?
—Sabéis una parte y voy a deciros el resto.
Leonardo juntó las manos.
—Creo, Leonardo, que sois fiel a vuestros amos, ¿no es verdad?
—Con toda mi alma y corazón, señor duque.
—Pues bien, dentro de dos horas estarán aquí.
—¡Oh, Dios mío! ¿Es posible? —exclamó Leonardo.
—Sí —continuó el duque—, aquí… con los niños… con madame Isabel… ¿Sabéis cuántos riesgos han corrido?
Leonardo hizo con la cabeza una señal afirmativa.
—Y ¿qué peligro corren aún?
Leonardo levantó los ojos al cielo.
—Pues bien, dentro de dos horas estarán salvados.
Leonardo no podía hablar; las lágrimas le ahogaban; pero consiguió decir:
—Aquí, dentro de dos horas… ¿Estáis bien seguro de ello?
—Sí; en dos horas… Ayer, a las once u once y media de la noche, han debido salir de las Tullerías, y al mediodía habrán llegado a Châlons… Pongamos cuatro horas y media para recorrer las cuatro leguas que nosotros acabamos de franquear…; deben estar aquí a las dos, lo más tarde. Ahora comeremos, porque estoy esperando un destacamento de húsares que debe venir con el caballero de Goguelat; trataremos de hacer durar la comida todo el tiempo posible.
—¡Oh, señor duque! No tengo ganas.
—No importa, haced un esfuerzo y comeréis.
—Está bien, señor duque.
—Haremos porque se prolongue la comida todo el tiempo posible, para tener un pretexto de permanecer aquí… ¡Mirad, mirad! ¡Ya llegan los húsares!
Y, efectivamente, se oyó la trompeta y el paso de los caballos.
Un momento después el señor de Goguelat entró en el cuarto y entregó al duque de Choiseul un despacho de parte del señor de Bouillé.
Este pliego contenía seis firmas en blanco, y el duplicado de la orden formal dada por el Rey a todos los oficiales del ejército, cualquiera que fuese su grado o antigüedad, de obedecer al duque de Choiseul. Este mandó llevar los caballos a la cuadra, distribuyó pan y vino a los soldados y se puso a comer.
Las noticias que traía el señor Goguelat no eran buenas; por todas partes en el camino, se notaba gran efervescencia, pues hacía más de un año que circulaban rumores sobre la fuga del Rey, no sólo en París, sino en provincias; los destacamentos de los cuerpos de diferentes armas que estacionaban desde Sainte-Menehould a Varennes habían infundido más vivas sospechas, y en una aldea inmediata al camino se había tocado a rebato.
Todas estas cosas podían privar del apetito al señor de Choiseul; por eso, después de haber estado una hora en la mesa y al dar la una y media, el duque dejó su asiento, y confiriendo el mando del destacamento al señor Boudet fue a situarse en una eminencia a la entrada de Pont-de-Sommevelle, desde donde podía abarcar con la vista media legua de circuito.
A pesar de su atención no descubrió correo ni carruaje alguno; pero esto nada tenía de extraño aún. No tan sólo el duque tenía en cuenta cualquier accidente fortuito, sino que, como hemos dicho, no esperaba al correo antes de una hora u hora y media, ni al Rey antes de la una y media o las dos.
Pero el tiempo pasaba y nada se veía en el camino, a lo menos nada que se pareciese a lo que se estaba esperando.
El duque consultaba la hora cada cinco minutos, y siempre que sacaba el reloj, Leonardo decía:
—¡Ah! ¡Veréis cómo no vienen! ¡Pobres amos! ¡Alguna desgracia debe haberles ocurrido!
El pobre hombre aumentaba con su desesperación la inquietud del duque de Choiseul.
Dieron las dos y media, las tres, las tres y media; ni correo ni coche aparecían. No se habrá olvidado que el Rey salió de Châlons a las tres en punto.
Mientras que el duque esperaba en medio del camino, la fatalidad preparaba en Pont-de-Sommevelle un suceso que debía ejercer la más grave influencia en el drama que referimos.
La fatalidad, repitámoslo, había querido que, precisamente pocos días antes, los vecinos de una propiedad perteneciente a madame d’Elbceuf, propiedad situada cerca de Pont-de-Sommevelle, rehusaran el pago de ciertos derechos y fueran amenazados con ejecuciones militares; pero la federación había producido sus frutos, y los campesinos de los pueblos inmediatos prometieron socorrer a los de la propiedad de madame d’Elbceuf, si la amenaza se realizaba.
Al ver llegar y estacionarse a los húsares, los campesinos supusieron que estos venían con fines hostiles. Expidieron propios a Pont-de-Sommevelle y a los pueblos vecinos, y tres horas después se armaba el somatén en todo el país.
Al oír el ruido el duque de Choiseul volvió a Pont-de-Sommevelle y halló muy inquieto al señor de Boudet.
Se amenazaba a los húsares, que en aquella época era uno de los cuerpos más aborrecidos del ejército; los paisanos se burlaban de ellos y venían a cantar en su presencia la siguiente letrilla improvisada:
Los húsares son guitones,
riamos de esos bribones.
Además, personas mejor informadas o más perspicaces empezaban a decir en voz baja que los húsares habían venido, no para lo que se decía respecto a los vecinos de la propiedad de madame d’Elbceuf, sino para esperar al Rey y la Reina.
En esto dieron las cuatro, sin que correo ni carruaje hubiesen aparecido.
Sin embargo, el duque de Choiseul se decidió a permanecer aún en el pueblo; pero hizo enganchar los caballos de posta, se encargó de los diamantes que llevaba Leonardo y despachó a este a Varennes, recomendándole dar cuenta de paso al caballero Dandoins en Sainte-Menehould, al de Damas en Clermont y al de Bouillé en Varennes, de la situación en que se hallaba.
En seguida, para calmar la agitación que notaba en todas partes, declaro que tanto él como sus húsares no estaban allí, según se creía, para proceder contra los paisanos de Bout, sino para esperar un tesoro que el ministro de la Guerra enviaba al ejército.
Pero la palabra tesoro, que puede tomarse en dos sentidos, al calmar la irritación por un lado, confirmó por otro las sospechas. El Rey y la Reina eran también un tesoro, y este era precisamente el que esperaba el señor de Choiseul.
Un cuarto de hora después el duque y los húsares se vieron tan estrechados y comprometidos, que el primero creyó no poder permanecer más tiempo en semejante situación, y que si, por desgracia, el Rey y la Reina llegaban en aquel momento, ni él ni sus húsares podrían protegerlos.
Tenía la orden de obrar de modo que el coche del Rey pudiese continuar su marcha sin obstáculo; pero su presencia, en vez de servir de protección, era ya un estorbo.
Creyó que lo mejor de todo, aun en el caso en que el Rey llegase, sería partir al momento, pues su marcha dejaría expedito el camino.
Pero se necesitaba un pretexto en qué fundar esta determinación.
El maestro de postas estaba allí en medio de quinientos o seiscientos curiosos, que una sola palabra bastaría para convertir en otros tantos enemigos. Miraba con los brazos cruzados del mismo modo que los demás, y se hallaba enfrente del duque de Choiseul, que le preguntó:
—¿Sabéis algo de una conducción de dinero que ha sido expedida estos días para Metz?
—Esta misma mañana —contestó el maestro de postas—, la diligencia ha llevado trescientos mil escudos escoltados por dos gendarmes.
—¿De veras? —repuso el duque, maravillado de la parcialidad con que le servía la fortuna.
—Es tan cierto —dijo un gendarme—, que Robin y yo hemos ido escoltándolo.
—En ese caso —repuso el duque con calma, volviéndose al señor de Goguelat—, el ministro habrá preferido ese medio; y como nuestra presencia en este sitio no tiene ya objeto, creo que debemos retirarnos. ¡Húsares, preparad los caballos!
Los soldados, que ya estaban bastante alarmados, nada deseaban tanto como obedecer una orden semejante; en un momento todos estuvieron a caballo y formaron en batalla.
El duque pasó delante de la línea, miró del lado de Châlons y, exhalando un suspiro, dijo:
—¡Húsares, cuatro de frente! ¡Al paso!
Y salió de Pont-de-Sommevelle, con el trompeta a la cabeza, en el momento en que daban las cinco y media. A doscientos pasos del pueblo el duque hizo un rodeo para evitar Sainte-Menehould, donde, según decían, los ánimos estaban bastante agitados.
Precisamente en el mismo instante, Isidoro de Charny, picando espuelas y dando latigazos al caballo en que había corrido cuatro leguas en dos horas, llegaba a la casa de postas y pedía otro, preguntando al mismo tiempo si habían visto un destacamento de húsares; se le respondió que sí, y que estos acababan de partir, hacía un cuarto de hora, por el camino de Sainte-Menehould. Mandó, pues, preparar los demás caballos, y esperando alcanzar y detener al duque salió a escape. Acabamos de ver que el señor de Choiseul se separó del camino de Sainte-Menehould y tomó otro de travesía, precisamente cuando Charny llegaba a la casa de postas; de manera que no pudo alcanzar al duque ni a los húsares.