Capítulo LXXXV

Hemos visto marchar el coche que conducía al Rey y a su familia al trote largo de cuatro vigorosos caballos de posta, y vamos a seguirle por el camino en todos los detalles del viaje, como lo hicimos en todos los de su fuga. El acontecimiento es tan grande y ha ejercido una influencia tan fatal en su destino, que el menor accidente de este viaje nos parece de curiosidad o de interés.

Amaneció a eso de las tres de la madrugada; se debía de cambiar de tiro en Meaux; el Rey tenía apetito y se apeló a las provisiones. Estas últimas consistían en un pedazo de ternera fiambre que, con pan y cuatro botellas de champaña, el conde de Charny había mandado poner en las bolsas del coche.

Como no había cuchillo ni tenedores, el Rey llamó a Juan, nombre que, según se recordará, se había dado al señor de Malden.

Este se acercó.

—Juan, prestadme vuestro cuchillo de caza para cortar la ternera.

Juan alargó al Rey el cuchillo.

Durante este intervalo la Reina sacaba la cabeza del coche y miraba hacia atrás, sin duda para ver si venía Charny.

—¿Queréis tomar algo, señor de Malden? —dijo el Rey a media voz.

—No, señor, no necesito nada —contestó Malden también a media voz.

—Sed todos francos —dijo el Rey.

Dirigiéndose después a la Reina, que seguía mirando por la portezuela, añadió:

—¿En qué estáis pensando?

—¿Yo? —dijo la Reina procurando sonreírse—, pienso en el señor de Lafayette… probablemente no estará muy contento a estas horas.

Después continuó, dirigiéndose al señor de Valory, que se acercó a la portezuela:

—Francisco, creo que todo va bien, y estaríamos ya arrestados si debiésemos serlo…; tal vez no se sabe aún nuestra partida.

—Es más que probable, señora —contestó el señor de Valory—, porque no veo por ningún lado movimiento ni sospechas… ¡Vamos, ánimo, todo va bien! ¡Partamos! —gritó al postillón.

Malden y Valory subieron otra vez al pescante y el coche continuó su camino.

A eso de las ocho llegaron al pie de una larga cuesta, a cuya derecha e izquierda había un bonito bosque en donde cantaban los pájaros al reflejo de los primeros rayos del sol de uno de los más hermosos días del mes de junio.

El postillón puso los caballos al paso, y los dos guardias saltaron a tierra.

—Juan —dijo el Rey—, haced detener el coche y abrid la portezuela…; quisiera andar un poco, y me parece que la Reina y los niños no sentirán subir la cuesta a pie.

El caballero Malden hizo una seña y el postillón se detuvo; la portezuela se abrió, y el Rey y la Reina, madame Isabel y los niños, bajaron. Sólo madame de Tourzel se quedó en el coche por hallarse indispuesta.

En un momento toda la pequeña colonia se esparció por el camino: el delfín echó a correr detrás de una mariposa, y madame Royale comenzó a coger flores.

Madame Isabel tomó el brazo del Rey, y la Reina continuó sola.

Al ver esta familia esparcida de tal modo en el camino; a esos niños jugando y corriendo; a esa hermana apoyada en el brazo de su hermano y sonriendo con él; a aquella hermosa mujer pensativa y mirando atrás, y todo esto al reflejo de un temprano y hermoso sol de junio, rechazado por la sombra transparente del bosque hasta el centro del camino; todo esto, decimos, parecía una alegre familia que volvía a su casa de campo para gozar de los placeres de una vida tranquila y regular, y no un Rey y una Reina de Francia huyendo de un trono, al cual no debían volver sino para ser conducidos al cadalso.

Es verdad que un incidente debía turbar muy pronto los diferentes sentimientos que yacían en el fondo del corazón de los varios personajes que figuran en esta historia.

Repentinamente la Reina se detuvo como si sus pies hubieran echado raíces en la tierra, mirando hacia un hombre que aparecía a caballo, a la distancia de un cuarto de hora, rodeado de una nube de polvo.

María Antonieta no se atrevió a decir que era el conde de Charny.

Pero exhaló un suspiro.

—¡Ah! —dijo—, noticias de París.

Todos se volvieron, excepto el delfín, que acababa de coger la mariposa que perseguía; poco le importaban a él las noticias de París.

El Rey, que era algo miope, sacó del bolsillo un pequeño anteojo.

—¡Oh! Creo que es el conde de Charny —dijo.

—Sí —respondió la Reina—, él es.

—Sigamos, sigamos —dijo el Rey—, pronto nos alcanzará, no hay tiempo que perder.

La Reina no se atrevió a decir que las noticias que traía de París merecían que se le esperase.

En resumidas cuentas, sólo sería un retardo de pocos segundos, porque el jinete llegaba con toda la celeridad del caballo.

El mismo jinete miraba con gran atención, a medida que se iba aproximando, y parecía no comprender por qué el gigantesco coche había dejado en el camino a los viajeros.

Al fin los alcanzó en el momento en que el coche llegaba a la cima de la cuesta, y se paró.

Era el señor de Charny, según había adivinado el corazón de la Reina y los ojos del Rey. Llevaba levita verde de cuello flotante; sombrero con presilla y hebilla de acero; pantalón de piel ajustado y botas de montar. Su color, ordinariamente blanco mate, estaba animado por la carrera, y en sus ojos brillaba la llama que enardecía su rostro. Parecía en cierto modo un vencedor en su poderosa respiración y en su nariz dilatada.

La Reina, que nunca le había visto tan hermoso, dio un profundo suspiro.

Charny se apeó y se inclinó ante el Rey, y volviéndose en seguida a la Reina, la saludó.

Todos le rodearon, excepto los dos guardias a quienes la discreción había alejado.

—Acerqúense, señores —dijo el Rey—, las noticias que trae el conde de Charny interesan a todo el mundo.

—Primeramente —dijo Charny—, todo va bien; a las dos y media nadie sospechaba la fuga.

Cada uno empezó a respirar, y en seguida se multiplicaron las preguntas.

Charny contó cómo había llegado a París y encontrado, en la calle de la Echelle, la patrulla de los patriotas que le interrogaron, y a los que él dejó convencidos de que el Rey estaba acostado y durmiendo.

Después dijo cómo había subido a su cuarto, luego que llegó a Palacio; que estaba todo tranquilo como en tiempo ordinario; que cambió de traje, que volvió a bajar por los corredores del Rey, y que se había cerciorado de que nadie sospechaba la fuga, ni aun el señor de Gouvion, quien viendo que los centinelas que él había colocado en las inmediaciones del cuartel del Rey no servían de nada, los retiró y envió a los oficiales y jefes de batallón a descansar a sus casas respectivas.

Que entonces volvió a tomar su caballo, que al cuidado de un criado había dejado en el patio, y que pensando que sería muy difícil obtener en la casa de postas de París un relevo, volvió a Bondy en el mismo caballo; y que este desdichado llegó casi cojo, pero al fin llegó, que era lo que se necesitaba.

Que en Bondy tomó otro caballo y continuó en él su camino, sin que en este hubiese la menor indicación sospechosa.

La Reina halló el medio de alargar la mano a Charny, pues tan buenas noticias merecían muy bien semejante favor.

El conde besó respetuosamente la mano, y todos subieron al coche, que continuó la ruta.

Charny galopaba al lado de la portezuela.

En la posta inmediata hallaron preparados todos los caballos, excepto el del señor de Charny, porque Isidoro, ignorando que su hermano pudiese necesitarlo, no lo había encargado. Esto causó un nuevo retardo, pero el coche partió, y cinco minutos después Charny estaba ya montado: además, se había convenido que este seguiría, pero no escoltaría el coche.

Siguióle, pues, de modo que la Reina pudiese verle cuando sacaba la cabeza por la portezuela, y para poder llegar a todas las casas de postas con tiempo suficiente para hablar alguna cosa con los ilustres viajeros.

Charny acababa de cambiar de caballo en Montmirail y creía que el coche le aventajaba tan solo en un cuarto de hora, cuando al doblar la esquina de una calle, su caballo dio de hocicos contra el coche detenido y los dos guardias que trataban de arreglar una correa.

El conde se apea al punto, pasa la cabeza por la portezuela, para recomendar al Rey que se oculte y a la Reina que no se inquiete, y después abre una especie de cofre donde están todos los útiles y objetos necesarios para un accidente cualquiera; se encuentran dos tiros nuevos y se toma uno para sustituir al que se ha roto.

Los dos guardias se aprovechan de este tiempo de espera para pedir sus armas; pero el Rey se opone formalmente a que se las devuelvan, y al hacerse presente el caso en que el coche puede ser detenido, contesta que en ningún caso quiere que la sangre corra por causa suya.

Al fin queda arreglado el tiro; se cierra el cofre, los dos guardias vuelven al pescante, Charny monta de nuevo y el coche se pone en marcha.

Pero se ha empleado más de media hora, y esto cuando cada minuto perdido es irreparable.

A las dos se llega a Châlons.

—¡Si llegamos a Châlons sin que nos detengan —había dicho el Rey—, todo irá bien!

Se llegó a esta ciudad sin detención, y ya se cambiaba el tiro.

El Rey se dejó ver un instante; en medio de los grupos que rodeaban el coche, dos hombres le habían mirado con marcada atención.

De repente uno de ellos se aleja y desaparece.

El otro se aproxima.

—Señor —dice a media voz—, no os dejéis ver así, pues de lo contrario sois perdido.

Y dirigiéndose a los postillones, añadió:

—¡Vamos, perezosos! ¿Es así como se sirve a unos viajeros que pagan treinta sueldos de gratificación?

Y ayudó él mismo a los postillones. Era el maestro de postas.

Por fin quedan enganchados los caballos; los postillones están en la silla, y el primero quiere hacerlos arrancar. Pero los dos se caen.

Levantados a fuerza de latigazos, se quiere lanzar el coche; mas los caballos del segundo postillón caen a tierra a su vez, cogiendo al hombre debajo.

Charny, que espera silencioso, atrae al postillón hacia sí, levantándole al fin, pero no sin que deje debajo del animal sus gruesas botas.

—¡Oh! —exclama Charny, dirigiéndose al maestro de postas, cuya fidelidad no conoce—, ¿qué caballos nos habéis dado?

—Los mejores de la cuadra —contesta el hombre.

Pero los animales se han enredado de tal modo con las correas, que cuanto más se esfuerzan para levantarse, más se entorpecen.

Charny se precipita sobre el tiro.

—¡Vamos! —dice—, desenganchemos de una vez y se acabará antes.

El maestro de postas comienza a trabajar, llorando de rabia.

Entretanto, el hombre que se ha alejado corre a casa del alcalde, le anuncia que en aquel momento el Rey y toda la familia real cambian de tiro en la posta, y le pide una orden para detenerlos.

Por fortuna, el alcalde es poco republicano y no desea tomar sobre sí semejante responsabilidad. En vez de asegurarse del hecho, pide a su vez toda especie de explicaciones, niega que la cosa pueda ser cierta, y aburrido al fin, llega a la casa de postas en el momento en que el coche desaparece al doblar una esquina.

Se han perdido más de veinte minutos.

En el coche real hay mucha alarma: aquellos caballos cayéndose unos tras otros sin motivo alguno, recuerdan a la Reina las bujías que se apagaban por sí solas.

Sin embargo, al salir de las puertas de la ciudad, el Rey, la Reina y madame Isabel, dijeron a un tiempo:

—¡Nos hemos salvado!

Pero a cien pasos más allá un hombre se precipita, pasa la cabeza por la portezuela, y grita a los ilustres viajeros:

—¡Habéis tomado mal vuestras medidas, y seréis detenidos!

La Reina profirió un grito; el hombre se aparta a un lado y desaparece en una arboleda.

Por fortuna Pont-de-Sommevelle no dista más que cuatro leguas, y se encontrará al señor de Choiseul con sus cuarenta húsares.

¡Pero ya son las tres de la tarde, y se han perdido cerca de cuatro horas!…