Apenas había dado la Reina diez pasos fuera del postigo, cuando un hombre que vestía taima azul y llevaba el rostro oculto bajo el ala del sombrero, cogió convulsivamente su brazo y atrájola hacia un coche parado en la esquina de la calle de San Nicasio.
Aquel hombre era el conde de Charny.
El coche era el mismo que hacía más de media hora esperaba a la familia real.
Creíase ver llegar a la Reina consternada, abatida, moribunda; pero estaba risueña y alegre; los peligros que había corrido, la fatiga, el error en que incurrió perdiendo el tiempo, las consecuencias que aquel retraso podía tener, todo lo había olvidado después del golpe que aplicó con su varita en el coche de Lafayette, pareciéndole que se lo había dado a él mismo.
A diez pasos del coche, un criado tenía un caballo de la brida.
Charny no hizo más que indicarle con el dedo a Isidoro, que montando de un salto partió al galope.
Marchaba a Bondy para pedir los caballos.
La Reina, al verle partir, le dirigió algunas palabras de agradecimiento que él no oyó.
—Vamos, señora, vamos —dijo Charny con esa voluntad mezclada de respeto que los hombres verdaderamente enérgicos saben tomar en las grandes ocasiones—, no hay un segundo que perder.
La Reina entró en el carruaje, donde se hallaban ya madame Isabel con la princesa Royale, el Delfín y la señora de Tourzel, es decir, cinco personas; sentóse en el fondo, colocando al Delfín sobre sus rodillas; el Rey se puso a su lado, y las otras damas tomaron asiento en la delantera.
Charny cerró la portezuela, subió al pescante, y para desorientar a los espías, si hubiese alguno, hizo dar vuelta a los caballos, remontó la calle de San Honorato, tomó los bulevares hacia la Magdalena y los siguió hasta la puerta de San Martín.
Allí estaba el coche esperando en un camino exterior completamente desierto.
El conde de Charny saltó de su pescante y abrió la portezuela del coche.
La del gran carruaje que debía servir para viajar estaba abierta ya; el señor de Malden y el de Valory se hallaban a los dos lados del estribo.
En un instante las seis personas que ocupaban el coche de alquiler estuvieron instaladas.
Entonces el conde de Charny condujo este coche a orillas del camino y le hizo caer en un foso.
Después se dirigió hacia el otro.
El Rey subió el primero, después la Reina, madame Isabel, los dos niños y la señora de Tourzel.
El señor de Malden subió a la trasera; el señor de Valory se colocó junto a Charny en el pescante.
El coche iba tirado por cuatro caballos, que a una señal partieron al trote.
Un cuarto de hora después, daba la una en la iglesia de San Lorenzo. Se empleó una hora para llegar a Bondy.
Los caballos, con los arneses ya a punto de ser enganchados, esperaban fuera de la cuadra, e Isidoro permanecía junto a ellos.
En el otro lado del camino se veía también un cabriolé de alquiler con caballos de posta.
En aquel cabriolé hallábanse dos doncellas pertenecientes al servicio del Delfín y la princesa Royale.
Habían esperado encontrar un coche de alquiler en Bondy, y no habiéndolo hallado se arreglaron con el dueño del cabriolé, que les vendió su vehículo por mil francos.
Este hombre, satisfecho de su venta y queriendo ver sin duda qué hacían las personas que habían cometido la necedad de darle mil francos por semejante bicoca, esperaba en la misma casa de postas bebiendo un trago.
A poco vio llegar el coche del Rey conducido por Charny; este último bajó del pescante y acercóse a la portezuela. Debajo del capote de cochero llevaba su uniforme, y en el cajón del pescante su sombrero.
Estaba convenido entre el Rey, la Reina y Charny, que este último, al llegar a Bondy, ocuparía en el interior el lugar de la señora de Tourzel, la cual volvería sola a París.
Mas para este cambio se había olvidado consultar con la interesada.
El Rey sometió la cuestión a su juicio.
La señora de Tourzel, además de su profunda fidelidad a la familia real, mostrábase tan severa como la anciana señora de Noailles en lo relativo a la etiqueta.
—Señor —contestó—, tengo la misión de velar sobre los hijos de Francia sin separarme de ellos un instante, a menos de una orden expresa de Vuestra Majestad, orden que no tendría precedente; de modo que no los dejaré.
La Reina se estremeció de impaciencia, pues una doble razón le hacía desear que Charny estuviera en el coche: como Reina veía en ello su seguridad, y como mujer su alegría.
—Querida señora de Tourzel —dijo la Reina—, os estamos muy agradecidos; pero sufrís y habéis venido por una exageración de vuestra fidelidad; permaneced en Bondy, y donde quiera que estemos podréis volver a reuniros con nosotros.
—Señora —contestó madame Tourzel—, que ordene el Rey, y me apearé, si es necesario, en medio del camino; pero solamente esta orden puede hacerme faltar a mi deber y hasta renunciar a mi derecho.
—¡Señor —exclamó la Reina—, señor!
Pero Luis XVI no osaba resolver en esta grave cuestión y buscaba una salida, una escapatoria.
—Señor de Charny —dijo—, ¿no podéis permanecer en el pescante?
—Puedo lo que el Rey quiera —contestó el señor de Charny—; pero debo conservar mi uniforme de oficial o mi taima y mi sombrero de cochero; cuatro meses hace que me ven de uniforme en el camino y todos me reconocerán; el segundo traje es demasiado modesto para un carruaje tan elegante.
—Entrad en el coche, señor de Charny, entrad —dijo la Reina—; yo sentaré al Delfín sobre mis rodillas, madame Isabel colocará a María Teresa sobre las suyas, y así nos acomodaremos, aunque algo oprimidos.
Charny esperaba la decisión del Rey.
—Imposible, amiga mía —contestó este—; pensad que hemos de recorrer aún noventa leguas.
La señora de Tourzel permanecía en pie dispuesta a obedecer a la orden del Rey, si este disponía que bajase, pero el Rey no se atrevía a ello; tan poderosas son a veces las más pequeñas preocupaciones en la gente de la corte.
—Señor de Charny —dijo el Rey al Conde—, ¿no podéis ocupar el puesto de vuestro hermano, y correr delante de nosotros para pedir caballos?
—Ya he dicho al Rey que estaba dispuesto a todo; pero observaré que de ordinario los caballos van dirigidos por un correo y no por un capitán de navío; este cambio llamaría la atención de los maestros de posta, pudiendo producir graves inconvenientes.
—Es muy justo —dijo el Rey.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró la Reina en el colmo de la impaciencia.
Y volviéndose hacia Charny, añadió:
—Arreglaos como gustéis, señor Conde; mas no quiero que os separéis de nosotros.
—Tal es mi deseo —dijo Charny—; pero no veo más que un medio.
—¿Cuál? Decidlo pronto —replicó la Reina.
—Se reduce a que en vez de entrar en el coche, de subir al pescante o de adelantarme corriendo, os siga con mi simple traje de hombre que corre la posta; marchar, señora, y antes de que hayáis recorrido diez leguas estaré a quinientos pasos de vuestro carruaje.
—¿Con que volvéis a París?
—Sin duda, señora, pero hasta Châlons Vuestra Majestad no tiene nada que temer, y antes de que llegue estaré yo de vuelta.
—Pero ¿cómo vais a volver a París?
—Con el caballo en que ha venido mi hermano, señora; corre mucho, ha tenido tiempo de reposar, y en menos de media hora estaré en París.
—¿Y después?
—Después, señora, me pondré un traje conveniente, tomaré un caballo en la posta y correré a escape hasta haberos alcanzado.
—¿No hay ningún otro medio? —preguntó María Antonieta.
—¡Diantre! —contestó el Rey—, yo no veo ninguno.
—Pues entonces —dijo Charny—, no perdamos el tiempo. ¡Vamos, Juan Francisco, a vuestro puesto; adelante, Melchor; postillones, a vuestros caballos!
La señora de Tourzel, triunfante, volvió a sentarse, y el coche partió al galope seguido del cabriolé.
La importancia de la discusión fue causa de que se olvidase distribuir al vizconde de Charny, al señor de Valory y al de Malden las pistolas cargadas que estaban en la caja del coche.
¿Qué ocurría en París, hacia dónde Charny corría a escape?
Un peluquero llamado Buseby, habitante en la calle de Borbón, había ido a visitar por la noche en las Tullerías a uno de sus amigos, que estaba de guardia; este último había oído hablar mucho a sus oficiales de la fuga que se preparaba para aquella misma noche, y habló del asunto al peluquero, quien ya no pudo desechar de su pensamiento la idea de que tal proyecto era verdadero, y de que la huida de la familia real debía efectuarse durante la noche. De vuelta a su casa refirió a su mujer lo que acababa de oír en las Tullerías, pero esta trató la cosa de sueño; la duda de la peluquera influyó en el marido y este acabó por desnudarse, acostándose sin fijarse más en sus sospechas.
Pero una vez en cama le acosó la primera preocupación, y entonces con tanta fuerza, que no pudo resistir. Saltó del lecho, vistióse de nuevo y corrió a casa de uno de sus amigos llamado Hucher, que era a la vez tahonero y zapador del batallón de los Teatinos.
Allí contó cuanto le habían dicho en las Tullerías, comunicando sus temores tan vivamente al tahonero respecto a la fuga de la familia real, que el hombre, no solamente participó de ellos, sino que, más ardiente que su compañero, saltó de la cama, detúvose apenas el tiempo necesario para ponerse el pantalón, salió a la calle y llamó a las puertas, despertando a unos treinta vecinos.
Serían entonces las doce y cuarto de la noche, y esto sucedía pocos minutos después de haber encontrado la Reina al general Lafayette en el postigo de las Tullerías.
Los ciudadanos despiertos por el peluquero Buseby y el tahonero Hucher, resolvieron ir con el uniforme de la guardia nacional a casa del general Lafayette, para prevenirle de lo que pasaba.
Así se hizo al punto. El señor de Lafayette vivía en la calle de San Honorato, en el palacio de Noailles. Los patriotas emprendieron la marcha y llegaron allí a eso de las doce y media de la noche.
El general, después de visitar al Rey antes de retirarse, y de anunciar a su amigo Bailly que el Rey estaba acostado, fue a ver al señor Emmery, individuo de la Asamblea nacional; acababa de entrar en su casa y se disponía a desnudarse.
En aquel momento llamaron a la puerta del palacio; el señor de Lafayette envió a su ayuda de cámara a preguntar quién era.
Muy pronto volvió este diciendo que veinticinco o treinta ciudadanos deseaban hablar al punto al general sobre una cosa de la mayor importancia.
En aquella época el general Lafayette acostumbraba a recibir a cualquier hora.
Por lo demás, como un asunto por el cual se molestaban veinticinco o treinta ciudadanos podía y hasta debía ser muy importante, ordenó que fuesen introducidos estos.
Al general le bastó ponerse la casaca para recibir a los visitantes.
Entonces los ciudadanos Buseby y Hucher, en su nombre y en el de sus compañeros, expusieron sus temores; el primero los apoyaba en lo que había oído decir en las Tullerías, y los otros en lo que oían decir diariamente en todas partes.
El general no hizo más que reírse, y como era hombre de buenos principios y amante de la conversación, refirió a los ciudadanos de dónde procedían todos aquellos rumores, esparcidos por la señora Rochereul y el señor de Gouvion; añadió que él, para asegurarse de su falsedad, había visto al Rey acostarse, lo mismo que sus visitantes podrían verle a él hacerlo también si se esperaban unos minutos; y, en fin, como todo esto no pareciera tranquilizarlos del todo, el señor de Lafayette les dijo que respondía del Rey y de la familia real con su cabeza.
Después de esto era imposible manifestar la menor duda, por lo cual se contentaron con pedir al señor de Lafayette el santo y seña para que no se les molestase en su vuelta. El general no tenía dificultad en esto y los complació.
Sin embargo, provistos del santo y seña, resolvieron visitar la sala del Picadero, para ver si ocurría algo nuevo por allí, así como también los patios del palacio, a fin de ver si pasaba algo extraordinario.
Ya regresaban por la calle de San Honorato e iban a penetrar en la de la Escala, cuando un jinete que venía de galope vino a dar en medio de ellos; y como en semejante noche todo era acontecimiento, cruzaron sus fusiles, gritando al desconocido que se detuviera.
El jinete se detuvo.
—¿Qué deseáis? —preguntó.
—Queremos saber adonde vais —dijeron los guardias nacionales.
—Voy a las Tullerías.
—¿Para qué?
—Para dar cuenta al Rey de una misión de que me ha encargado.
—¿A esta hora?
—Sí, a esta hora.
Uno de los más maliciosos hizo seña a los otros para que le dejaran hablar.
—Pero a esta hora —observó—, el Rey está acostado.
—Sí —contestó el jinete—; pero le despertarán.
—Para hablar con el Rey —replicó el mismo hombre—, debéis llevar el santo y seña.
—Esto no sería una razón —contestó el jinete—, puesto que podría llegar de la frontera en vez de venir de un punto distante tres leguas de aquí, y haber marchado un mes há en lugar de partir dos horas hace.
—Es verdad —dijeron los guardias nacionales.
—Pues entonces, ¿habéis visto al Rey, dos horas hace? —continuó el que interrogaba.
—Sí.
—¿Le habéis hablado?
—Sí.
—¿En qué se ocupaba hace dos horas?
—Esperaba la salida del general Lafayette para acostarse.
—¿De modo que tenéis el santo y seña?
—Es claro; el general, sabiendo que debía volver a las Tullerías a eso de la una o las dos de la madrugada, me lo dio, a fin de que no sufriese ningún retraso.
—¿Y ese santo y seña es?…
—París y Poitiers.
—Vamos —dijeron los guardias nacionales—, bien está. Buena suerte, compañero, y decid al Rey que nos habéis encontrado vigilando en la puerta del palacio, por temor de que se escape.
Y apartáronse para dejar pasar al jinete.
—No dejaré de hacerlo —contestó este.
Y picando espuelas a su caballo, lanzóse hacia el postigo de las Tullerías, donde desapareció.
—Podríamos esperar a que saliese para saber si ha visto al Rey —dijo uno de los guardias nacionales.
—Pero si habita en las Tullerías —replicó otro—, esperaríamos hasta mañana.
—Es verdad —repuso el primero—, y puesto que el Rey está acostado, así como también el señor Lafayette, vamos a dormir, y viva la nación.
Los veinticinco o treinta patriotas repitieron este grito y volvieron a sus casas, muy satisfechos y orgullosos de haber sabido de la misma boca del general Lafayette que no debía temerse que el Rey saliera de París.