Capítulo LXXXIII

A las once de la noche, en efecto, en el momento en que las señoras, después de haber desnudado y acostado a madame Royale y al Delfín, los despertaban y vestían, poniéndoles su ropa de viaje, con gran vergüenza del Delfín, que pedía su traje de muchacho, rehusando con tenacidad el vestido de niña, el Rey, la Reina y madame Isabel recibían al general Lafayette y a los señores Gouvion y Romeuf, sus ayudantes de campo.

Esta visita era una de las más alarmantes, sobre todo después de las sospechas que se tenían respecto a madame de Rochereul.

La Reina y madame Isabel habían ido por la tarde a dar un paseo en el bosque de Bolonia, y volvieron a las ocho.

El señor de Lafayette preguntó a la Reina si el paseo había sido bueno; pero añadió que hacía mal en volver tarde, pues era de temer que la niebla de la noche la perjudicara.

—¡La niebla de la noche en el mes de junio! —exclamó la Reina riéndose—. A menos de que no mande hacer una para ocultar nuestra huida, no sé dónde la encontraría… Digo ocultar nuestra huida, porque presumo que seguirá circulando el rumor de que nos vamos.

—El hecho es, señora —contestó Lafayette—, que se habla más que nunca de esta marcha, y que hasta he recibido aviso de que se efectuaba esta noche.

—¡Ah! —exclamó la Reina—, apuesto a que habéis recibido esta buena noticia del señor Gouvion.

—Y ¿por qué de mí, señora? —preguntó el oficial ruborizándose.

—Porque creo que tenéis inteligencias en el palacio. Ved ahí al señor Romeuf, que no las tiene; segura estoy de que respondería de nosotros.

—Y no sería en mí gran mérito, señora —contestó el joven ayudante de campo—, puesto que el Rey ha dado a la Asamblea su palabra de no salir de París.

Esta vez fue la Reina quien se ruborizó.

Después se habló de otra cosa.

A las once y media el señor de Lafayette y sus dos ayudantes de campo se despidieron del Rey y de la Reina.

Sin embargo, el señor de Gouvion, mal seguro aún, volvió a su habitación del palacio, donde sus amigos estaban de centinela, y en vez de relevarlos, les recomendó que redoblasen la vigilancia.

En cuanto al señor de Lafayette, iba a la Casa Consistorial para tranquilizar a Bailly sobre las intenciones del Rey, suponiendo que aquel pudiera temer algo.

Una vez fuera el señor de Lafayette, el Rey, la Reina y madame Isabel llamaron a la servidumbre para que prestasen los servicios de tocador que eran de costumbre, y después de esto, a la hora habitual, despidieron a todo el mundo.

La Reina y madame Isabel se vistieron mutuamente: sus trajes eran sumamente sencillos, y sus sombreros de anchos bordes que ocultaban del todo sus facciones.

Cuando estuvieron vestidos el Rey entró: llevaba traje gris, una de esas pelucas llamadas a lo Rousseau, calzón corto, medias de color gris y zapatos con hebilla.

Hacía ocho días que el ayuda de cámara Hue, vistiendo un traje igual, salía por la puerta del señor de Villequier, que había emigrado hacía seis meses, y dirigíase a la plaza del Carrousel y a la calle de San Nicasio, precaución que se había tomado para que se acostumbrasen a ver un hombre vestido así pasar todas las noches, y no se fijara la atención en el Rey cuando él lo hiciese.

Se fue a llamar a los tres correos encerrados en el gabinete de la Reina, donde habían esperado a que llegase la hora, y se les hizo pasar por el salón al aposento de madame Royale, en el que esta se hallaba con el Delfín.

Aquel aposento, en la previsión de la fuga, se había tomado de la habitación del señor Villequier el día 11.

El Rey pidió las llaves del mismo el día 13.

Una vez en el cuarto del señor Villequier, no era ya muy difícil salir del castillo; sabíase que la habitación estaba desierta, se ignoraba que el Rey tuviese las llaves, y en las circunstancias ordinarias no se vigilaba.

Además, los centinelas de los patios estaban acostumbrados a ver salir mucha gente a la vez apenas daban las once.

Eran las personas del servicio que no durmiendo en el palacio volvían a sus casas.

Se concertaron todas las disposiciones del viaje.

El señor Isidoro de Charny, que había recorrido el camino con su hermano y que conocía todos los parajes difíciles y peligrosos correría delante, a fin de avisar a los postillones para que el cambio de tiros no sufriese ningún retraso.

Los señores de Malden y Valory, sentados en el pescante, pagarían a los postillones a razón de treinta sueldos de agujetas; de ordinario se daban veinticinco; pero aumentábanse cinco por la pesadez del coche.

Cuando los postillones hubieran recorrido una larga distancia, recibirían gratificaciones más considerables, pero sin pagarse nunca más de cuarenta sueldos; solamente el Rey abonaba un escudo.

El señor conde de Charny permanecía en el coche dispuesto a prevenir todos los accidentes; estaría muy bien armado, así como los otros tres correos; cada uno de ellos encontraría un par de pistolas en el coche.

Pagándose treinta sueldos de agujetas, y si se caminaba a un paso muy regular, debían llegar a Châlons dentro de trece horas.

Todas estas instrucciones se habían concertado entre el conde de Charny y el duque de Choiseul.

Se repitieron varias veces a los tres jóvenes, a fin de que se compenetraran bien de lo que debían hacer.

El vizconde de Charny corría adelante para preparar los caballos.

Los señores de Malden y de Valory, sentados en el pescante del coche, pagarían.

El conde de Charny, colocado en el interior, asomaría su cabeza por la portezuela para hablar si era necesario.

Todos prometieron atenerse al programa, apagáronse las luces y se avanzó a tientas por la habitación del señor de Villequier.

Las doce de la noche daban cuando se pasaba desde el aposento de madame Royale a dicha habitación. El conde de Charny debía estar en su puesto hacía más de una hora.

El Rey encontró la puerta a tientas.

Y ya iba a introducir la llave en la cerradura, cuando la Reina le detuvo.

—¡Silencio! —dijo en voz muy baja.

Se escuchó con atención.

Oíanse pasos y cuchicheos en el corredor.

Sin duda ocurría algo extraordinario.

La señora de Tourzel, que habitaba en el palacio, y cuya presencia en el corredor, a cualquier hora que fuese, no podía producir ninguna extrañeza, se encargó de practicar un reconocimiento y ver de dónde procedía aquel rumor de pasos y de palabras.

Se esperó en una inmovilidad completa, reteniendo todos la respiración.

Cuanto más profundo era el silencio, más fácil era reconocer que el corredor estaba ocupado por varias personas.

La señora de Tourzel volvió; había reconocido a Gouvion y visto varios uniformes.

Imposible era salir por la habitación del señor de Villequier, a menos que esta tuviese otra puerta.

Pero no había luz.

En la habitación de madame Royale ardía una lamparilla, y madame Isabel fue allí a encender la bujía que acababa de apagar.

Después, con ayuda de esta luz, los fugitivos comenzaron a buscar una salida.

Durante largo tiempo se creyó que era inútil, y en esta pesquisa se perdió más de un cuarto de hora.

Por fin se encontró una escalerilla que conducía a una habitación aislada en el entresuelo; era la del criado del señor de Villequier, y tenía salida a un corredor y una escalera de servicio. Pero la puerta estaba cerrada.

El Rey probó en la cerradura todas las llaves que tenía en su mano, pero ninguna sirvió.

El vizconde de Charny trató de empujar el pasador con la hoja de su cuchillo de caza; pero se resistió.

Se tenía una salida, y sin embargo, los fugitivos estaban prisioneros como antes.

El Rey tomó la bujía de manos de madame Isabel, y dejando a todos a oscuras volvió a su alcoba; por la escalera secreta pudo llegar a la fragua, donde tomó varios ganchos de formas diferentes, algunos muy extraños.

Antes de reunirse con el grupo que le esperaba ansioso, había hecho ya su elección.

El gancho elegido por el Rey penetró en el agujero de la cerradura, rechinó al girar, mordió el pestillo y le dejó escapar dos veces; pero a la tercera se agarró tan bien que a los dos o tres segundos hubo de ceder.

La puerta se abrió, y con esto respiraron todos al fin.

Luis XVI se volvió hacia la Reina con aire triunfante.

—¿Qué os parece, señora? —preguntó.

—Sí, señor —contestó la Reina sonriendo—, no digo que sea malo ser cerrajero, pero sí que a veces conviene también ser Rey.

Ahora se trataba de regular la salida.

Madame Isabel salió la primera, conduciendo a la princesa Royale.

A veinte pasos debía seguirle la señora de Tourzel, conduciendo al Delfín.

Entre las dos iría el señor de Malden.

Estas primeras cuentas desprendidas del rosario real, los pobres niños cuyo amor miraba hacia atrás buscando aquel otro que le seguía con los ojos, bajaron temblando, penetraron en el círculo de luz formado por el reverbero que iluminaba la puerta del palacio, y pasaron por delante del centinela, sin que este se ocupara de ellos.

—¡Bueno! —dijo madame Isabel—, ya hemos salido de un mal paso.

Al llegar al postigo que daba al Carrousel se encontró al centinela, que se cruzaba en el paso de los fugitivos.

—¿Adónde vais? —preguntó.

—Tía mía —dijo la princesa Royale, estrechando la mano de Madama Isabel—, estamos perdidas, ese hombre nos reconoce.

—No importa, hija mía, de otro modo lo estaremos más si retrocedemos.

Cuando no estuvieron más que a cuatro pasos del centinela, este volvió la espalda y pudieron pasar.

¿Las había reconocido aquel hombre? ¿Sabía que dejaba pasar a las ilustres fugitivas? Las princesas estaban convencidas de ello, y al huir enviaron mil bendiciones a este salvador desconocido.

Al otro lado del postigo vieron el rostro inquieto de Charny.

El Conde estaba embozado en su gran taima azul, y tenía la cabeza cubierta con un ancho sombrero.

—¡Ah! —murmuró—, ¡estáis aquí! ¿Y el Rey y la Reina?

—Nos siguen —contestó madame Isabel.

—Venid —dijo Charny.

Y condujo rápidamente a las fugitivas al carruaje que esperaba en calle de San Nicasio.

Otro coche de plaza se había colocado junto a él como para espiarle.

—Y bien, compañero —dijo el auriga, al ver que el coche de Charny se llenaba—, ya veo que has cargado.

—Sí, compañero —contestó Charny.

Y dijo en voz baja el guardia de corps:

—Caballero, tomad ese coche de plaza e id a la puerta de San Martín, donde os costará poco reconocer el carruaje que nos espera.

El señor de Malden saltó al coche.

—¡Y tú también has cargado! —exclamó—. ¡A la ópera pronto!

Este teatro se hallaba entonces en la puerta de San Martín.

El cochero creyó que aquel sería un dependiente que iba a reunirse con su amo en el teatro, y partió sin más observación que algunas palabras sobre el precio de la carrera.

—Ya sabéis que es medianoche —dijo.

—Está bien; no tengas cuidado.

Como en aquella época los dependientes eran a veces más generosos que los amos, el cochero partió al trote largo sin más observación.

Apenas había doblado la esquina de la calle Rohan, cuando por el mismo postigo que había dado paso a madame Royale, a su tía Isabel, a la señora de Tourzel y al Delfín, se vio avanzar con paso regular y como hombre que sale de su oficina después de un día laborioso, a un individuo vestido con traje gris, con un pico del sombrero ocultando la frente y las roanos en los bolsillos.

Era el Rey.

Iba seguido del señor de Valory.

Durante el trayecto, una de las hebillas de los zapatos del primero se desprendió; el Rey continuó sin hacer caso, pero su acompañante la recogió.

Charny se adelantó algunos pasos, habiendo reconocido al Rey, no por su persona, sino por el señor de Valory, que le seguía.

Era de aquellos que siempre quieren ver un Rey en quien lo es.

Y dejó escapar un suspiro de dolor.

—Venid, señor, venid —murmuró.

Y preguntó en voz baja al señor de Valory:

—¿Y la Reina?

—Nos sigue con vuestro hermano.

—Bien; tomad el camino más corto e id a esperarnos en la puerta de San Martín; yo tomaré el más largo; la cita es alrededor del coche.

El señor de Valory se precipitó por la calle de San Nicasio, ganó la de San Honorato, después la de Richelieu, luego la plaza de las Victorias, y por último la de Bourbon-Villenueve.

Entonces se esperó a la Reina.

Transcurrió más de media hora.

No trataremos de pintar la ansiedad de los fugitivos: Charny, sobre el cual pesaba toda la responsabilidad, estaba como un loco.

Quería volver al castillo, preguntar e informarse; pero el Rey le detuvo.

El pequeño Delfín lloraba, llamando a su mamá.

La princesa Royale, madame Isabel y la señora Tourzel, no podían consolarle.

El terror redobló cuando se vio volver a la luz de varias hachas el coche del general Lafayette, que volvía al Carrousel.

He aquí lo que había ocurrido:

En la puerta del patio, el vizconde de Charny, que daba el brazo a la Reina, quiso tomar por la izquierda; pero la Reina le detuvo.

—¿Adónde vais? —preguntó.

—A la esquina de la calle de San Nicasio, donde nos espera mi hermano —contestó Isidoro.

—¿Está la calle de San Nicasio a orillas del agua? —preguntó la Reina.

—No, señora.

—Pues bien, vuestro hermano espera en el postigo próximo al agua.

Isidoro quiso insistir; pero parecía tan segura de lo que decía, que durante un momento dudó.

—¡Dios mío, señora —exclamó—, tengamos mucho cuidado, porque todo error nos sería mortal!

—A orillas del agua —repitió la Reina—, yo lo he oído muy bien.

—Pues vamos allá, señora; pero si no encontramos el coche, volveremos al punto a la calle de San Nicasio. ¿No es verdad?

—Sí, pero vamos.

Y la Reina condujo a su caballero a través de los tres patios, separados en aquella época por un grueso muro, y que se comunicaban entre sí por medio de una estrecha abertura contigua al palacio y cerrada por una cadena junto a la cual había un centinela.

La Reina e Isidoro franquearon una tras otra las tres aberturas y sus cadenas.

A ningún centinela se les ocurrió detenerlos.

¿Quién hubiera creído, en efecto, que aquella mujer vestida de criada de buena casa, dando el brazo a un apuesto joven con librea del príncipe de Condé y saltando ligeramente por las cadenas, era la misma Reina de Francia?

Se llegó a la orilla del agua.

El muelle estaba desierto.

—Entonces será en el otro lado —dijo la Reina.

Isidoro quiso volver.

Pero la Reina presa de un vértigo, le dijo:

—No, no es por aquí.

Y condujo a Isidoro hacia el puente Real. Atravesado este último, se encontró el muelle de la orilla izquierda, tan desierto como el de la derecha.

—Veamos en esa calle —dijo la Reina.

Y obligó a Isidoro a llegar a la calle de Bac.

A los cien pasos, no obstante, reconociendo que debía haberse equivocado, se detuvo jadeante. Casi le faltaban las fuerzas.

—Y bien, señora, ¿insistís aún? —preguntó Isidoro.

—No —dijo la Reina—, conducidme adonde queráis.

—¡Señora, en nombre del cielo, valor!

—¡Oh! —exclamó la Reina—, no es el valor lo que me falta, sino fuerzas.

Y echándose hacia atrás añadió:

—Me parece que jamás podré encontrar el aliento que necesito. ¡Dios mío, Dios mío!

Isidoro sabía que en aquel momento la Reina necesitaba el aliento tanto como la corza perseguida por los perros.

Y se detuvo.

—Respirad, señora —dijo—, aún nos queda tiempo; os respondo de mi hermano, que esperará si es preciso hasta el amanecer.

—¿Creéis pues, que me ama? —exclamó María Antonieta con tanta viveza como imprudencia, estrechando el brazo del joven contra su pecho.

—Creo que su vida os pertenece, así como la mía, y que el sentimiento que en mí es amor y respeto, en él es adoración.

—¡Gracias —dijo la Reina—, esto me consuela mucho y ya respiro! Vamos…

Y con movimiento febril emprendió la marcha, volviendo a pasar otra vez por el mismo camino que acababa de recorrer.

Pero en vez de entrar en las Tullerías, Isidoro se dirigió al postigo del Carrousel.

Se atravesó la inmensa plaza, que hasta la medianoche suele estar llena de puestos ambulantes y de coches de alquiler.

Ahora estaba casi desierta y sombría.

Sin embargo, oíase como un gran ruido de ruedas de coches y pasos de caballos.

Se había llegado al postigo de la calle de la Escala, y era evidente que los caballos y el coche cuyo ruido se oía iban a pasar por allí.

Ya se veía un resplandor, sin duda el de las hachas que acompañaban al coche.

Isidoro quiso retroceder, pero la Reina le empujó hacia adelante.

El joven se precipitó bajo el postigo para protegerla en el momento mismo en que las cabezas de los que llevaban las hachas y de los caballos aparecían por la entrada opuesta.

Y empujó a la Reina en el arco de una puerta, colocándose delante; pero aquella quedó iluminada muy pronto por la luz de las hachas. En medio de aquellos hombres, recostado en su coche, y con su elegante uniforme de general de la guardia nacional, veíase a Lafayette.

En el momento de pasar el coche, Isidoro sintió que un brazo fuerte por su voluntad, ya que no por otra cosa, le separaba vivamente.

Era el brazo izquierdo de la Reina.

En la mano derecha llevaba una varilla de bambú con puño de oro, como las que usaban las mujeres en aquella época:

Y golpeando con ella las ruedas del coche, exclamó:

—¡Anda, carcelero, ya estoy fuera de tu prisión!

—Pero ¿qué hacéis, señora, exponiéndoos así?

—Vengarme —contestó la Reina—, y bien se puede arriesgar alguna cosa.

Y se lanzó detrás del último portador de hacha, radiante como una diosa, como una niña.