Capítulo LXXXII

Ahora vamos a ver lo que ocurría el 20 de junio, entre las nueve y las doce y media de la noche, en diversos puntos de la capital.

No sin razón se había desconfiado de madame de Rochereul, pues aunque su servicio terminara el 11, habiendo concebido algunas dudas, encontró medio de volver al palacio y notó que, si bien los estuches de la Reina se hallaban siempre en su sitio, los diamantes faltaban. En efecto; María Antonieta los había confiado a su peluquero Leonardo, el cual debía marchar en la noche del 20, algunas horas antes que su augusta señora, con el señor de Choiseul, jefe del primer destacamento apostado en Pont-de-Sommevelle, y encargado además del cambio de tiro en Varennes, cuyos seis caballos esperaban en su casa, calle de Artois, las últimas órdenes del Rey y de la Reina. Tal vez era algo indiscreto entorpecer al señor de Choiseul con la persona del peluquero, y algo imprudente llevarle consigo; pero ¿qué artista hubiera podido hacer en el extranjero aquellos admirables peinados que Leonardo ejecutaba chanceándose? ¡Qué queréis, cuando se tiene un peluquero hombre de genio, no se renuncia a él fácilmente!

De aquí resultó que la doncella del señor delfín, sospechando que la marcha se había fijado para el lunes 20 a las once de la noche, dio aviso, no solamente a su amante el señor de Gouvion, sino también al señor de Bailly.

El señor de Lafayette había ido a buscar al Rey para explicarse francamente con él sobre aquella denuncia; mas el soberano se encogió de hombros.

El señor de Bailly hizo más: mientras que Lafayette quedaba ciego como un astrónomo, Bailly se hacía cortés como un caballero y había enviado a la Reina la misma carta de la señora de Rochereul.

El señor de Gouvion, en quien se había influido directamente, era el único que conservaba las más persistentes sospechas; avisado por su querida atrajo a su casa, bajo pretexto de una reunión militar, a una docena de oficiales de la guardia nacional; apostó cinco o seis centinelas en varias puertas, y él mismo con otros cinco se encargó de vigilar las puertas de la habitación del señor de Villequier, más particularmente señaladas a su atención.

Hacia la misma hora, en la calle de Coq-Héron, número 9, en un salón que ya conocemos, y sentada en un canapé donde ya la hemos visto, una mujer joven, hermosa, tranquila al parecer, pero muy conmovida en el fondo de su corazón, hablaba con un joven de veintitrés o veinticuatro años, de pie delante de ella, que vestía chaqueta de correo de color de gamuza, pantalón de piel ceñido y botas acampanadas: sus armas consistían en un cuchillo de caza.

En la mano tenía un sombrero redondo y galoneado.

La mujer parecía insistir, y el joven se excusaba.

—Pero una vez más, Vizconde —decía la dama—, ¿por qué no ha venido él mismo, haciendo dos meses y medio que está de regreso en París?

—Mi hermano, señora, me encargó varias veces desde su vuelta que viniera a daros noticias suyas.

—Ya lo sé, y se lo agradezco mucho, así como a vos, Vizconde; pero me parece que en el momento de marchar hubiera podido venir él mismo a despedirse de mí.

—Sin duda, señora; pero le habría sido imposible, puesto que me ha dado a mí el encargo.

—Y, ¿será largo el viaje que emprendéis?

—Lo ignoro, señora.

—Digo emprendéis, vizconde, porque, a juzgar por vuestro traje, debo pensar que también estáis de marcha.

—Según todas las probabilidades, señora, habré salido de París hoy a medianoche.

—¿Acompañáis a vuestro hermano, o seguís dirección opuesta a la suya?

—Creo, señora, que vamos por el mismo camino.

—¿Le diréis que me habéis visto?

—Si, señora, pues a juzgar por su solicitud para enviarme a veros, y por las reiteradas recomendaciones qué me ha hecho para que no me reúna con él sin haberos visitado, seguramente no me perdonaría semejante olvido.

La joven pasó la mano por sus ojos, exhaló un suspiro y dijo, después de un instante:

—Vizconde, sois caballero y vais a comprender todo el alcance de lo que pienso pediros; contestadme como lo haríais si fuese verdaderamente vuestra hermana, contestadme como lo haríais para Dios. ¿Corre algún peligro grave el Conde en el viaje que emprende?

—¿Quién podría decirlo, señora? —replicó Isidoro, tratando de eludir la pregunta—. ¿En qué lugar no hay peligro en la época en que vivimos?… El 5 de octubre por la mañana, si se hubiese preguntado a nuestro pobre hermano Jorge si creía correr peligro, seguramente habría contestado que no; pero al día siguiente estaba echado, pálido y sin vida, a través de la puerta de la Reina. El peligro, señora, en la época en que estamos sale de la tierra, y a veces uno se encuentra con la muerte sin saber de dónde viene ni quién la ha llamado.

Andrea palideció.

—De modo —dijo—, que hay peligro de muerte, ¿no es verdad, Vizconde?

—No he dicho eso, señora.

—No, pero lo pensáis.

—Pienso, señora, que si tenéis algo importante que decir a mi hermano, puesto que la empresa en que se aventura, así como yo, es bastante grave, os lo advierto para que, de viva voz o por escrito, me encarguéis de transmitirle vuestro deseo o recomendación.

—Está bien, Vizconde —dijo Andrea levantándose—, os pido cinco minutos.

Y con aquel paso lento y frío que le era habitual, la Condesa entró en su habitación, cerrando la puerta tras sí.

Entonces el joven consultó el reloj con inquietud.

—Las nueve y cuarto —murmuró—; el Rey nos espera a las nueve y media…; por fortuna no hay más que un paso de aquí a las Tullerías.

Pero la Condesa no empleó siquiera la suma de tiempo que había pedido.

A los pocos segundos entró, llevando en la mano una carta sellada.

—Vizconde —dijo con acento solemne—, a vuestro honor confío esto.

Isidoro alargó la mano para coger la carta.

—Esperad —dijo Andrea— y comprended bien lo que voy a deciros: si vuestro hermano, si el señor conde de Charny lleva a cabo sin accidente la empresa en que se aventura, nada hay que decirle más de lo que os he dicho, simpatía por su lealtad y admiración por su carácter… Si es herido… —la voz de Andrea se alteró ligeramente—, si recibe una herida grave, le rogaréis que me conceda la gracia de reunirme con él, y si me la otorga, me enviaréis un mensajero que me diga con seguridad dónde encontrarle, porque yo marcharía al punto; si está herido de muerte… —la emoción estuvo a punto de cortar la palabra de Andrea—, le entregaréis esta carta; si no puede leerla, leedla vos, pues antes de que muera quiero que sepa lo que le digo. Dadme vuestra palabra de caballero de que procederéis como deseo, Vizconde.

Isidoro, tan conmovido como la Condesa, ofreció su mano.

—Por mi honor, señora —dijo.

—Pues entonces, tomad esta carta y adiós, Vizconde.

El joven tomó la carta, besó la mano de la Condesa y salió.

—¡Oh! —exclamó Andrea, dejándose caer en su canapé—, si muere, quiero que por lo menos sepa que le amo.

Precisamente en el momento en que Isidoro se despedía de la Condesa, poniendo la carta en su pecho junto a otras cuyas señas acababa de leer a la luz de un reverbero de la calle de Coquilliere, dos hombres, que vestían exactamente el mismo traje que él, dirigíanse hacia un lugar de reunión común, hacia aquel gabinete de la Reina adonde ya hemos conducido a nuestros lectores por dos pasajes diferentes; el uno se prolongaba por la galería del Louvre que costea el muelle, esa galería donde hoy está el Museo de Pinturas, y el otro por la escalerilla que hemos visto a Charny tomar a su llegada de Montmédy. En lo alto de esta escalera esperaba a uno de los hombres Francisco Hue, el ayuda de cámara del Rey, así como en la extremidad de la galería del Louvre esperaba el otro Weber, el ayuda de cámara de la Reina.

Se les introdujo a los dos, y casi al mismo tiempo, por dos puertas diferentes; el primero era el señor de Valory.

Pocos segundos después, como ya hemos dicho, se abrió una segunda puerta, y con cierto asombro el señor de Valory vio aparecer otro personaje en un todo semejante a él.

Los dos oficiales no se conocían; mas presumiendo que trabajaban por la misma causa, reuniéronse y se saludaron.

En aquel momento se abrió una tercera puerta y el vizconde de Charny se presentó.

Era el tercer correo, tan desconocido de los otros como estos de él.

Solamente Isidoro sabía con qué objeto estaban reunidos y qué obra común debían llevar a cabo.

Sin duda se disponía a contestar a las preguntas que le dirigían sus dos futuros compañeros, cuando la puerta se abrió de nuevo y el Rey se presentó.

—Señores —dijo Luis XVI dirigiéndose a Malden y Valory—, dispensadme por haber dispuesto de vosotros sin vuestro permiso; pero os consideraba como fieles servidores de la monarquía, puesto que habéis pertenecido a mis guardias. Os invité a pasar por casa de un sastre, dándoos las señas, para que os hicieran a cada cual un traje de correo y pudierais estar esta noche en las Tullerías a las nueve y media. Vuestra presencia me prueba que aceptáis la misión que deseo encargaros, sea cual fuere.

Los dos antiguos guardias de corps se inclinaron.

—Vuestra Majestad sabe —contestó el señor de Valory—, que no necesita consultar a sus servidores para disponer de su abnegación, de su valor y de su vida.

—Señor —dijo a su vez Malden—, mi colega ha contestado por mí, y presumo que también por nuestro tercer compañero.

—Vuestro tercer compañero, señores, con el cual os invito a trabar conocimiento, es el señor vizconde Isidoro de Charny, cuyo hermano fue muerto defendiendo en Versalles la puerta de la Reina. Estamos acostumbrados a las fidelidades de su familia, y esas abnegaciones son ahora para nosotros cosa tan familiar que ni siquiera damos gracias por ellas.

—Según lo que dice el Rey —replicó el señor de Valory—, el vizconde de Charny sabe sin duda el motivo que nos reúne, mientras que nosotros lo ignoramos, señor, y nos urge saberlo.

—Señores —contestó el Rey—, no ignoráis que estoy prisionero, prisionero del comandante de la guardia nacional, prisionero del presidente de la Asamblea, prisionero del alcalde de París, prisionero del pueblo, prisionero, en fin, de todo el mundo. Pues bien, señores, he contado con vosotros para ayudarme a salir de esta humillación y a recobrar mi libertad. Mi suerte, la de la Reina y la de mis hijos está entre vuestras manos; todo se halla dispuesto para que podamos huir esta noche; encargaos solamente de hacernos salir de aquí.

—Señor —dijeron los tres jóvenes—, disponed.

—Cómo ya comprendéis, no podemos salir juntos; nuestro punto de reunión está en la esquina de la calle de San Nazario, donde el conde de Charny nos esperará con un coche; vos, Vizconde, os encargaréis de la Reina y contestaréis al nombre de Melchor; vos, señor de Malden, os cuidaréis de madame Isabel y madame Royale, y os llamaréis Juan, y vos, señor de Valory, os encargaréis de madame Tourzel y del Delfín, tomando el nombre de Francisco. No olvidéis vuestros nombres, señores, y esperad aquí nuevas instrucciones.

El Rey presentó sucesivamente su mano a los tres jóvenes, y salió dejando en aquella habitación tres hombres dispuestos a morir por él.

Sin embargo, el señor de Choiseul, que había declarado al Rey la víspera, de parte del señor de Bouillé, que era imposible esperar hasta más del 20 a medianoche, anunciando que el 21 partiría a las cuatro de la madrugada; en el caso de no recibir noticias, llevándose consigo todos los destacamentos a Dun, a Stenay y a Montmédy, el señor de Choiseul, como ya hemos dicho, estaba en su casa, calle de Artois, en la cual debía recibir las últimas órdenes del Rey, y como eran las nueve de la noche comenzaba a desesperar, cuando el único de sus criados que conservaba a su lado y que le creía a punto de marchar a Metz, entró para decirle que un hombre deseaba hablarle de parte de la Reina.

El señor de Choiseul mandó que subiera.

Y, en efecto, un hombre entró, con un ancho sombrero hundido hasta los ojos, y el cuerpo oculto por una enorme hopalanda.

—Sois vos, Leonardo —dijo—, os esperaba con impaciencia.

—Si os he hecho esperar, Duque, no es culpa mía, sino de la Reina, quien me ha dicho que tan sólo me retrasaba diez minutos.

—¿No os ha dicho nada más?

—Sí tal, señor Duque; me ha encargado que recoja todos sus diamantes y que os traiga esta carta.

—¡Dádmela! —dijo el Duque con una ligera impaciencia que no le impidió admirar la inmensa confianza de que gozaba el importante personaje de quien recibía la carta real.

Esta última, que era larga y llena de recomendaciones, anunciaba que se marcharía a medianoche; invitaba al duque de Choiseul a partir al punto, y le rogaba de nuevo que llevase consigo a Leonardo, el cual había recibido orden de obedecerle como a ella misma.

Y subrayaba las cinco palabras siguientes:

«Le repito aquí esta orden».

El Duque miró a Leonardo, que esperaba con visible inquietud; el peluquero estaba ridículo con su enorme sombrero y su inmensa hopalanda.

—Veamos —dijo el Duque—, evocad bien todos vuestros recuerdos. ¿Qué os ha dicho la Reina?

—Voy a repetir sus palabras una por una, señor Duque.

—Bien, ya os escucho.

—Me mandó llamar hace tres cuartos de hora, poco más o menos, señor Duque.

—Bueno.

—Y me dijo en voz baja…

—¿No estaba Su Majestad sola?

—No, señor Duque; el Rey decía algo junto a la ventana a madame Isabel; el Delfín y madame Royale jugaban; y en cuanto a la Reina, apoyábase contra la chimenea.

—Continuad, Leonardo, continuad.

—La Reina me dijo en voz baja: «Leonardo, espero que puedo contar con vos». —¡Ah!, señora, contesté, disponed de mí; Vuestra Majestad sabe que le soy fiel en cuerpo y alma. «Pues tomad estos diamantes y guardadlos en vuestro bolsillo, y llevad esta carta a la calle de Artois, al duque de Choiseul, cuidando de entregarla en propia mano; si no ha vuelto aún, le encontraréis en casa de la señora de Grammont». Cuando me alejaba ya para obedecer las órdenes de la Reina, Su Majestad me llamó de nuevo: «Poneos un sombrero de anchas alas y un gran levitón, a fin de que no os reconozcan, querido Leonardo, añadió, y sobre todo, obedeced al señor de Choiseul como a mí misma». Entonces subí a mi habitación, tomé el sombrero y la hopalanda de mi hermano, y heme aquí.

—¿Con que —preguntó el señor de Choiseul—, la Reina os ha recomendado que me obedezcáis como a ella misma?

—Son las augustas palabras de Su Majestad.

—Me alegro mucho que recordéis tan bien esa recomendación verbal; la veo escrita igualmente aquí, y como debo quemar la carta, leedla.

Y el señor de Choiseul dejó ver a Leonardo el pie de la carta, donde este leyó en alta voz:

«He dado a mi peluquero Leonardo orden de obedeceros como a mí misma, y se la repito aquí de nuevo».

—¿Comprendéis? —preguntó el señor de Choiseul.

—¡Oh!, caballero, creed que bastaba con la orden verbal de Su Majestad.

—No importa —dijo el señor de Choiseul.

Y quemó la carta.

En aquel momento entró el criado y anunció que el coche estaba dispuesto.

—Vamos, venid, amigo Leonardo —dijo el Duque.

—¿Cómo, he de ir yo? ¿Y los diamantes?

—Los lleváis con vos.

—¿Adónde?

—Adonde yo os conduzca.

—Pero ¿adónde me lleváis?

—A pocas leguas de aquí, a un sitio en que debéis cumplir una misión particular.

—Señor Duque, esto es imposible.

—¡Cómo imposible! ¿No os ha dicho la Reina que me obedezcáis como a ella misma?

—Es verdad; pero ¿cómo hacerlo? He dejado la llave en la puerta de nuestra habitación; cuando mi hermano vuelva no encontrará su hopalanda ni su sombrero, y no viéndome no sabrá dónde estoy. Por otra parte, he prometido peinar a la señora Aage, que me espera; y la prueba es, señor Duque, que mi cabriolé y mi criado están en el patio de las Tullerías.

—¡Pues bien, querido Leonardo —replicó el señor de Choiseul riéndose—, cómo ha de ser! Vuestro hermano comprará otro sombrero y otra hopalanda; peinaréis a la señora de Aage otro día; y vuestro criado, viendo que no volvéis, desenganchará el caballo para conducirlo a la cuadra. El nuestro nos espera, marchemos.

Y sin hacer más caso de las quejas y lamentos de Leonardo, el duque de Choiseul le hizo subir al cabriolé, a pesar de su desesperación, y lanzó su caballo al trote largo hacia la barrera de la Petite-Villette.

El duque de Choiseul no había traspasado aún las últimas casas de la Petite-Villette, cuando un grupo de cinco personas que volvían del club de los Jacobinos desembocó en la calle de San Honorato, dirigiéndose hacia el Palais-Royal y admirando la profunda tranquilidad de aquella noche.

Estas cinco personas eran: Camilo Desmoulins, que refiere el hecho él mismo, Danton, Fréron, Chénier y Legendre.

Llegados a la altura de la calle de la Escala, y dirigiendo una mirada a las Tullerías, Camilo Desmoulins exclamó:

—A fe mía, diríase que París está más tranquilo esta noche, como si lo hubieran abandonado. En todo el trayecto que acabamos de recorrer no hemos encontrado una sola patrulla.

—Es que se han adoptado medidas para dejar libre el paso al Rey.

—¿Cómo para dejar paso libre al Rey? —preguntó Danton.

—Seguramente —dijo Fréron—, esta noche es cuando marcha.

—¡Vamos! —replicó Legendre—, ¡vaya una broma!

—Tal vez lo sea —repuso Fréron—, pero a mí me lo avisan en una carta.

—¿Tú has recibido una carta que te anuncia la fuga del Rey? —preguntó Desmoulins—. ¿Y está firmada?

—No, es anónima; aquí la llevo…

Los cinco patriotas se acercaron a un coche que aún estacionaba a la altura de la calle de San Nicasio, y a la luz del farol leyeron las líneas siguientes:

«Se avisa al ciudadano Fréron, que esta noche es cuando el señor Capeto, la Austríaca y sus dos lobeznos salen de París para reunirse con el señor de Bouillé, el matador de Nancy, que los espera en la frontera».

—¡Toma!, ¡el señor Capeto! —dijo Desmoulins—, el nombre es bueno, y así llamaré en lo sucesivo a Luis XVI.

—Y sólo tendrán que corregirte una cosa —dijo Chénier—, y es que Luis XVI no es Capeto, sino Borbón.

—¡Bah!, ¿quién sabe esto? —preguntó Camilo Desmoulins—. Dos o tres pedantes como tú. ¿No es verdad, Legendre, que Capeto es un buen nombre?

—¡Entretanto! —observó Danton—, si la carta dijese verdad, si fuera verdaderamente esta noche cuando esa gente debe escapar…

—Puesto que estamos en las Tullerías —dijo Camilo—, veamos.

Y los cinco patriotas se entretuvieron en dar la vuelta al palacio, volviendo hacia la calle de San Nicasio, donde vieron que Lafayette y todo su Estado Mayor entraban en las Tullerías.

—A fe mía —dijo Danton—, he aquí al Blondinet que viene a visitar a la familia real a la hora de acostarse; nuestro servicio ha terminado y el suyo comienza. ¡Buenas noches, señores! ¿Quién viene conmigo hacia la calle del Paon?

—Yo —contestó Legendre.

Y el grupo se disolvió en dos partes.

Danton y Legendre atravesaron el carrousel, mientras que Chénier, Fréron y Camilo Desmoulins desaparecieron en la esquina de la calle de Rohan y la de San Honorato.