El 19 de junio siguiente, a eso de las ocho de la mañana, Gilberto se paseaba a grandes pasos por su habitación de la calle de San Honorato, dirigiéndose a veces hacia la ventana y asomándose como hombre que espera con impaciencia alguna persona que debe llegar.
Tenía en la mano un papel en cuatro dobleces con varias cartas e impresos, y sin duda el papel era de gran importancia pues dos o tres veces, durante aquellos ansiosos momentos de espera, Gilberto le desdobló y releyó para repetir luego la misma operación.
Por fin, el rumor de un coche deteniéndose en la puerta le hizo correr a la ventana; pero llegó demasiado tarde, pues el que acababa de llegar hacía entrado ya.
Sin embargo, Gilberto no dudaba al parecer de la identidad del personaje, pues empujando la puerta de la antecámara, gritó:
—¡Bastián! Abrid al señor conde de Charny, a quien espero.
Y por última vez desdobló el papel que se disponía a leer de nuevo, cuando Bastián, en vez de anunciar al conde de Charny, gritó:
—¡El señor conde de Cagliostro!
Tan lejos estaba este nombre del pensamiento de Gilberto, que se estremeció como si un relámpago anunciándole el rayo acabara de pasar por delante de sus ojos.
Dobló vivamente el papel y ocultóle en el bolsillo de su traje.
—¿El señor conde de Cagliostro? —repitió asombrado aún del anuncio.
—¡Pues sí, Dios mío, yo mismo, querido Gilberto! —contestó el conde—; ya sé que no me esperabais a mí, sino al señor de Charny; pero este se haya ocupado —ahora os diré en qué—, de modo que no podrá estar aquí hasta dentro de media hora. Sabiendo esto y hallándome en el barrio, me dije que bien podría subir un instante casa del doctor Gilberto, y confío en que no seré menos bien recibido aunque no me esperaseis.
—Querido maestro —repuso el doctor—, bien sabéis que a toda hora del día y de la noche se os abrirán aquí dos puertas, la de la casa y la de mi corazón.
—Gracias, Gilberto; algún día tal vez me sea dado a mí también probaros hasta qué punto os tengo aprecio, y llegado este día, la prueba no se hará esperar. Ahora, hablemos.
—Y ¿de qué? —preguntó Gilberto, sonriendo—, pues la presencia de Cagliostro le anunciaba siempre alguna noticia que le asombraba.
—¿De qué? —repitió Cagliostro—. Pues bien: de la conversación de moda, de la próxima marcha del Rey.
Gilberto se estremeció de pies a cabeza, pero la sonrisa no desapareció un instante de sus labios; y gracias a su fuerza de voluntad, si no pudo impedir que el sudor humedeciese la raíz de sus cabellos, impidió al menos que la palidez apareciera en sus mejillas.
—Y como tendremos para algún tiempo, porque la materia se presta —continuó Cagliostro—, me siento.
Y así lo hizo.
Por lo demás, pasado el primer movimiento de terror, Gilberto reflexionó que si era una casualidad lo que había traído a Cagliostro a su casa, por lo menos sería providencial, pues no teniendo el conde secretas para él, sin duda iba a referirle todo cuanto sabía de la marcha del Rey y de la Reina.
—Y bien —añadió Cagliostro, viendo que Gilberto esperaba—, ¿conque es cosa resuelta para mañana?
—Querido maestro —contestó el doctor—, bien sabéis que mi costumbre es dejaros hablar hasta el fin, pues aunque os engañéis en algo, siempre hay para mí alguna cosa que aprender, no sólo en un discurso vuestro, sino hasta en una palabra.
—Y ¿en qué me he engañado hasta ahora, Gilberto? —preguntó Cagliostro—. ¿Fue acaso cuando os anuncié la muerte de Favras, que en el momento decisivo hice todo lo posible para impedir? ¿Fue cuando os previne de que el mismo Rey intrigaba contra Mirabeau, y que este último no sería ministro? ¿Fue cuando os dije que Robespierre reproduciría el cadalso de Carlos I, y Bonaparte el trono de Carlomagno? En cuanto a esto, no podéis acusarme de error, pues los tiempos no han pasado aún, y de estas cosas las unas pertenecen a fines de este siglo y las otras a principios del siguiente. Ahora bien; hoy, querido Gilberto, bien sabéis mejor que nadie que digo la verdad al manifestaros que el Rey debe huir durante la noche de mañana, puesto que sois uno de los agentes de esa fuga.
—¿En tal caso —contestó el doctor—, no esperáis sin duda que yo os lo confiese?
—Y ¿qué necesidad tengo de ello? Ya sabéis, no sólo que soy quien soy, sino que soy quien sabe.
—Pero si sois quien sabe —dijo Gilberto—, bien sabéis que la Reina dijo ayer al señor de Montmorin, con motivo de la negativa de madame Isabel a tomar parte en la fiesta del Corpus: «No quieren venir con nosotros a Saint-Germain-l’Auxerrois, y esto me aflije, pues podría muy bien hacer el Rey el sacrificio de sus opiniones». Ahora bien, si la Reina va el domingo con el Rey a Saint-Germain-l’Auxerrois, no marchan esta noche, ni pueden emprender un largo viaje.
—Sí; pero también sé —contestó Cagliostro—, que un gran filósofo dijo: «La palabra fue concedida al hombre para disimular su pensamiento». Ahora bien, Dios no es tan exclusivo que haya hecho al hombre sólo un don tan precioso.
—Querido maestro —dijo el doctor, tratando siempre de permanecer en el terreno de la broma—, ¿conocéis la historia del apóstol incrédulo?
—Sí; que comenzó a creer cuando Cristo le hubo mostrado sus pies, sus manos y su costado. Pues bien, querido Gilberto, la Reina, que está habituada a todas sus comodidades, y que no quiere verse privada de ellas durante el viaje, aunque no deba durar, si el cálculo del señor de Charny es exacto, más que treinta y cinco o treinta y seis horas, la Reina ha mandado construir en casa de Desbrosses, calle de Notre-Dame-des-Victoires, un rico estuche de plata sobredorada, que se supone destinado a su hermana la archiduquesa Cristina, gobernadora de los Países Bajos. El estuche no se terminó hasta la mañana de ayer, y se llevó a las pocas horas a las Tullerías; he aquí por lo que se refiere a las manos. Se emprende el viaje en una gran berlina, espaciosa y cómoda, en la cual cogen fácilmente seis personas. Se ha mandado construir a Luis, el primer maestro de coches de los Campos Elíseos, por el señor de Charny, que en este momento se halla en su casa y le cuenta ciento veinticinco luises, o sea la mitad de la suma convenida; ayer la probaron, haciéndola correr la posta cuatro caballos, y resistió perfectamente, por lo cual ha sido muy bueno el informe del señor Isidoro de Charny; he aquí respecto a los pies. Por último, el señor de Montmorin firmó esta mañana, sin saber lo que era, un pasaporte para la señora baronesa de Korff, sus dos hijos, sus doncellas, su intendente y tres criados. La señora Korff, es madame de Tourzel, aya de los hijos de Francia; sus dos hijos son madame Real y el señor delfín; las dos doncellas, la Reina y madame Isabel; el intendente es el mismo Rey; y los tres criados, que deben vestir de correos, preceder y acompañar el coche, son los señores Isidoro de Charny, Malden y Valory; en cuanto al pasaporte, es el papel que teníais en la mano cuando yo llegué, que doblasteis para ocultarle en vuestro bolsillo, y que está concebido en estos términos:
De orden del Rey.
Mandamos que se deje pasar a la señora baronesa de Korff con sus dos hijos, una mujer, una doncella y tres criados.
El ministro de Negocios Extranjeros,
MONTMORIN.
—He aquí el plan. ¿Estoy bien informado?
—Salvo una ligera contradicción entre vuestras palabras y la redacción del pasaporte.
—¿Cuál?
—Decís que la Reina y madame Isabel representan las dos doncellas de madame Tourzel, y en el pasaporte no veo una sola doncella.
—¡Ah! Es que al llegar a Bondy se suplicará a la señora de Tourzel, que cree hacer el viaje hasta Montmédy, que tenga la bondad de apearse, y el señor de Charny, hombre fiel, con el cual se puede contar, ocupará su sitio para asomar la nariz por la portezuela en caso necesario, y hacer uso de dos pistoletes de bolsillo si se creyera oportuno. Entonces la Reina será la señora de Korff, y como hecho esto no quedará más que una mujer en el coche, madame Isabel, era inútil poner en el pasaporte dos doncellas. ¿Queréis ahora más detalles? Pues os los daré, porque no faltan. La marcha debía efectuarse el 1 de junio, y el señor de Bouillé tenía mucho empeño en que así fuese; tanto que hasta escribió al Rey una curiosa carta invitándole a darse prisa, atendido que, dijo, las tropas se pervertían diariamente, y no respondía de nada si se dejaba prestar juramento a los soldados. Ahora bien —añadió Cagliostro, con su aire socarrón—, por la palabra pervertirse se ha de comprender que el ejército comienza a darse cuenta de que, debiendo elegir entre una monarquía que desde hace tres siglos ha sacrificado el pueblo a la nobleza y el soldado al oficial, y una constitución que proclama la igualdad ante la ley, haciendo de los grados la recompensa del mérito y del valor, este ejército ingrato comienza a preferir la Constitución. Pero volvamos a los detalles: ni la berlina ni lo necesario estaba corriente aún, y fue imposible marchar el día 1, verdadera desgracia, porque desde entonces el ejército ha podido pervertirse cada vez más, prestando los soldados juramento a la Constitución. La marcha se aplazó, por lo tanto, para el 8; pero el señor de Bouillé recibió demasiado tarde la indicación, y a su vez debió contestar que no estaría dispuesto para esta fecha. Entonces, de común acuerdo, señalóse el día 12; se hubiera preferido el 11, pero una mujer muy demócrata, querida del señor de Gouvion, ayudante de campo del general Lafayette —la señora de Rochereul, si queréis saber su nombre—, estaba de servicio junto al delfín y temíase que observase alguna cosa y denunciara. El día 12 el Rey echó de ver que no debía esperar más que seis días para percibir seis millones, o sea la cuarta parte de la lista civil. ¡Diablo! Convendréis conmigo, querido Gilberto, en que bien valía la pena esperar seis días; y además, Leopoldo, el gran temporizador, el sabio de los reyes, acababa de prometer al fin que quince mil austríacos ocuparían el 15 las desembocaduras de Arlon. ¡Cáspita! Comprended que no es la voluntad lo que les falta a esos buenos reyes; pero deben ventilar sus asuntillos. Austria había devorado ya Lieja y el Brabante, y estaba en disposición de digerir la ciudad y la provincia; pero Austria es como las boas, que cuando digiere duerme. Por otra parte, Catalina se preparaba a batir a ese reyezuelo de Gustavo III, a quien concedió al fin una tregua para que tuviese tiempo de ir a recibir en Saboya, en Aix, a la Reina de Francia al apearse de su coche; pero, entretanto, roería lo que pudiera de Turquía, chupando los huesos de Polonia, pues a esa digna emperatriz le agrada mucho la médula del león. Prusia filósofa e Inglaterra filantrópica, están a punto de cambiar de piel, a fin de que la una pueda extenderse razonablemente por las orillas del Rhin y la otra por el mar del Norte; pero estad tranquilo, pues así como los caballos de Diómedes[33], los reyes han probado carne humana y no querrán comer otra cosa, si es que no les interrumpimos en ese delicioso festín. En una palabra, la marcha se aplazó hasta el 19 a media noche; pero en la mañana del 18 se expidió otro despacho señalando el lunes 20 a la misma hora, es decir, mañana por la noche, lo cual podrá tener sus inconvenientes, atendido qué el señor de Bouillé había enviado ya sus órdenes a todos los destacamentos, y que habrá sido necesario dar contraórdenes. Cuidado, amigo Gilberto, tened cuidado, porque esto fatiga a las tropas y da que pensar a las poblaciones.
—Conde —contestó Gilberto—, no negaré que todo cuanto habéis dicho es verdad, y tanto menos cuanto que no era mi opinión que el Rey marcharse ni saliera siquiera de Francia. Ahora bien, confesadlo francamente; bajo el punto de vista del peligro personal y del riesgo de la Reina y de sus hijos, si el Rey debe permanecer como tal, ¿no creéis, querido maestro, que están autorizados para huir el hombre, el esposo y el padre?
—Pues bien; ¿queréis que os diga una cosa, querido Gilberto? Es que Luis XVI no huye como padre, como esposo o como hombre; no sale de Francia a consecuencia de las jomadas del 5 y 6 de octubre; por su padre es Borbón, y los Borbones saben lo que es mirar el peligro de frente, no; abandona la Francia a causa de esa Constitución que acaba de imponerle, a ejemplo de los Estados Unidos, la Asamblea nacional, sin reflexionar que el modelo que tomó está cortado para una república, y que aplicándolo a una monarquía, no deja al Rey suficiente cantidad de aire respirable. No se va de Francia a causa de ese famoso asunto de los Caballeros del Puñal, en el que vuestro amigo Lafayette procedió muy irrespetuosamente con la monarquía y sus fieles, no; deja la Francia a causa de ese asunto de Saint-Cloud, en el que quiso demostrar su libertad, y en que el pueblo le probó que estaba prisionero. Ahora bien; vos que sois leal y honradamente realista constitucional, vos que creéis en esa dulce y consoladora utopía de una monarquía templada por la libertad, preciso es que sepáis una cosa, y es que los reyes, a imitación de Dios, de los cuales pretenden ser los representantes en la tierra, tienen una religión, la de la monarquía; no solamente su persona, oleada en Reims, es sacrosanta, sino que su palacio es santo y sus servidores sagrados; su palacio es un templo donde no se ha de entrar sino orando; sus servidores son sacerdotes a quienes no se debe hablar sino de rodillas, y no se puede tocar a los reyes sino bajo pena de muerte, ni a sus fieles sin exponerse a la excomunión. Ahora bien, el día en que se impidió al Rey hacer su viaje a Saint-Cloud le tocaron; y el día en que se expulsó de las Tullerías a los Caballeros del Puñal se tocó a sus servidores. Esto es lo que el Rey no ha podido soportar; he aquí el verdadero desconsuelo; he aquí por qué se ha hecho volver de Montmédy al señor de Charny; he aquí por qué el Rey, que había rehusado dejarse llevar por el señor de Favras y huir con sus tías, consiente ahora en huir mañana con un pasaporte firmado por el señor Montmorin, bajo el nombre de Durand y con el disfraz de criado, aunque no sin recomendar —los reyes son siempre reyes por una punta— que no se olvidara guardar en sus cofres la casaca roja bordada de oro que llevaba en Cherburgo.
Mientras que Cagliostro hablaba, Gilberto le había mirado fijamente, queriendo adivinar lo que había en el fondo del pensamiento de aquel hombre.
Pero era cosa inútil, ninguna mirada humana tenía suficiente fuerza para traspasar aquella máscara burlona con que el discípulo de Althotas[34] acostumbraba a cubrir su rostro.
Gilberto, pues, tomó el partido de abordar la cuestión francamente.
—Conde —dijo—, todo cuanto acabáis de manifestarme es verdad, lo repito; pero quisiera saber con qué objeto venís a decírmelo. ¿Bajo qué titulo os presentáis a mí? ¿Venís como enemigo leal para avisar a quien vais a combatir, o como amigo que trata de ofrecer su auxilio?
—Vengo, primeramente, querido Gilberto —contestó el conde con tono afectuoso—, como el maestro que visita al discípulo para decirle: «Amigo mío, sigues mal camino al declararte en favor de esa ruina que cae, de ese edificio que se derrumba, de ese principio que muere y que se llama la monarquía. Los hombres como tú no son los del pasado, ni aun los del presente, son los del porvenir. Abandona la cosa en que no crees por aquella en que creemos; no te alejes de la realidad para seguir la sombra, y si no te haces soldado activo de la Revolución, mírala pasar y no la detengas en su camino. Mirabeau era un gigante, y Mirabeau acaba de sucumbir en la obra».
—Conde —contestó Gilberto—, contestaré a eso el día en que el Rey, que se ha fiado de mí, esté en seguridad. Luis XVI me ha tomado por confidente, por auxiliar, por cómplice, si lo queréis así, en la obra que emprende; y yo he aceptado esta misión, que cumpliré hasta el fin, con los ojos abiertos y el corazón cerrado. Soy médico, querido conde, y ante todo miro por la salvación material de mi enfermo. Ahora contestadme a vuestra vez. En vuestros misteriosos proyectos, en vuestras sombrías combinaciones, ¿necesitáis que esa fuga tenga buen resultado o que aborte? Si deseáis esto último, es inútil luchar. Decid: «¡No marchéis!», y permaneceremos donde estamos, con la cabeza inclinada, esperando el golpe.
—¡Hermano! —dijo Cagliostro—, si impelido por el Dios que me ha trazado mi camino debiese herir a los que tu corazón ama o que tu genio protege, permanecería en la sombra, sin pedir más que una cosa al poder sobrehumano a que obedezco, y es que te dejase ignorar de quién ha partido el golpe. No; si no vengo como amigo —pues no puedo serlo de los reyes, de quienes he sido víctima—, tampoco vengo como enemigo, no; vengo con una balanza en las manos, para decirte: «He pesado los destinos de ese último Borbón, y no creo que su muerte importe a la salvación de la causa. Ahora bien; Dios me libre a mí, que, como Pitágoras, apenas reconozco el derecho de disponer de la vida del último insecto criado, de tocar imprudentemente a la del hombre, ese Rey de la creación. Aún hay más, no solamente vengo a decirte: “Permanece neutral”, sino que añadiré: ¡Si necesitas mi auxilio, te lo ofrezco!».
Gilberto trató por segunda vez de leer hasta en el fondo del corazón de Cagliostro.
—¡Bueno! —dijo este tomando de nuevo su tono burlón—; hete aquí que ahora dudas. Veamos, hombre ilustrado, ¿no conoces la historia de la lanza de Aquiles, que hería y curaba? Esa lanza la poseo yo. La mujer que pasó por la reina en los bosquecillos de Versalles, no puede también pasar por ella en las habitaciones de las Tullerías, o en algún camino opuesto al que siguiera a la verdadera fugitiva. Veamos, no es cosa despreciable la que os ofrezco, querido doctor.
—Pues entonces sed franco hasta el fin, conde, y decidme el objeto que os guía en vuestro ofrecimiento.
—Es muy sencillo, amigo mío, con el fin de que el Rey se vaya abandonando el país, con el fin de que nos deje proclamar la república.
—¡La república! —exclamó Gilberto con asombro.
—¿Por qué no? —preguntó Cagliostro.
—Pero querido conde, miro la Francia en torno mío, desde el Mediodía al Norte, desde Oriente a Occidente, y no veo un solo republicano.
—Por lo pronto os engañáis, yo veo tres: Pétion, Camilo Desmoulins y vuestro servidor; después veo otros que vos no veis aún, y que no se presentarán hasta que sea tiempo. Entonces confiad en mí para un golpe de teatro que os admirará; pero comprended que deseo que en el cambio a la vista no ocurran accidente demasiado graves, porque estos últimos recaen siempre sobre el maquinista.
Gilberto reflexionó un instante. Después, ofreciendo la mano a Cagliostro, le dijo:
—Conde, si no se tratara más que de mí, si no se tratara más que de mi vida, de mi honor, de mi reputación y de mi memoria, aceptaría al instante; pero se trata de un reino, de un soberano, de una reina, de una raza, de una monarquía, y no puedo tratar por ellos bajo mi responsabilidad. Permaneced neutral, querido conde, y esto es todo cuanto os pido.
Cagliostro sonrió.
—¡Sí, comprendo —dijo—, el hombre del collar!… Pues bien, querido Gilberto, el hombre del collar os dará un consejo.
—¡Silencio! —exclamó el doctor—, llaman.
—¡Qué importa! Bien sabéis que el que llama es el señor conde de Charny, y advertid que el consejo que voy a daros también puede oírle él. Entrad, señor conde, entrad.
Charny, en efecto, acababa de presentarse en la puerta, y al ver a un extraño donde no esperaba encontrar más que al doctor, se detuvo inquieto y vacilante.
—Ese consejo —continuó Cagliostro—, hele aquí: desconfiad de los objetos demasiado ricos, de los coches que pesen con exceso y de los retratos que se asemejen más de lo conveniente. ¡Adiós, Gilberto, adiós, señor conde, y para emplear la fórmula de aquellos a quienes como a vos deseo un feliz viaje, Dios os tenga en su santa y digna guarda!
Y el profeta, saludando amistosamente al doctor y con mucha cortesía a Charny, se retiró, seguido de la mirada inquieta del uno y de la mirada interrogadora del otro.
—¿Quién es ese hombre, doctor? —preguntó Charny cuando el ruido de los pasos se hubo extinguido en la escalera.
—Un amigo mío —dijo Gilberto—, un hombre que lo sabe todo; pero que acaba de darme palabra de no vendernos.
—¿Y le llamáis?
Gilberto vaciló un instante.
—El barón Zannone —dijo.
—Es singular —replicó Charny—, no conozco el nombre, y sin embargo, me parece conocer esa cara. ¿Tenéis el pasaporte, doctor?
—Hele aquí, Conde.
Charny tomó el pasaporte, le dobló con viveza, y completamente absorto por la atención que fijaba en este documento importante, olvidó al parecer, al menos por el pronto, al barón Zannone.