La Reina entró en su habitación y se dejó caer en un canapé, haciendo seña a Charny para que cerrase la puerta.
Por fortuna el gabinete estaba solitario, pues Gilberto había solicitado hablar a la Reina sin testigos para referirle lo que acababa de pasar y entregarle la última recomendación de Mirabeau.
Apenas sentada, su corazón demasiado lleno se desbordó y prorrumpió en sollozos.
Estos sollozos eran tan violentos y sinceros, que conmovieron en el fondo del corazón de Charny los restos de su amor.
Decimos los restos de su amor, porque cuando una pasión semejante a la que hemos visto nacer y desarrollarse ha abrasado el corazón de un hombre, a menos de uno de esos choques terribles que sustituyen el amor con el odio, aquel no se extingue jamás completamente.
Charny se hallaba en aquella posición extraña que solamente pueden apreciar los que la han conocido: en él había a la vez un antiguo y un nuevo amor.
Amaba ya a Andrea con todo el fuego de su corazón.
Y amaba a la Reina con toda la piedad de su alma.
A cada desengaño de este pobre amor, debido al egoísmo, había sentido, por decirlo así, el sufrimiento en el corazón de la mujer, y cada vez comprendiendo aquel egoísmo, como todos aquellos para quienes un amor pasado se convierte en una carga, pero sin tener fuerza para rechazarle.
Y sin embargo, siempre que este dolor tan verdadero se manifestaba delante de él sin recriminaciones ni quejas, medía la profundidad de aquella pasión, recordando cuantas preocupaciones humanas, cuantos deberes sociales había despreciado aquella mujer por él; e inclinado sobre este abismo no podía menos de dejar caer en él a su vez una lágrima de sentimiento y una palabra de consuelo.
Pero a través de los sollozos se revelaban las quejas, a través de las lágrimas reconocíanse las recriminaciones; y en el mismo instante el conde recordaba las exigencias de aquel amor, aquella voluntad absoluta, aquel despotismo real que sin cesar se mezclaba con las frases de ternura, con las pruebas de pasión. El conde se hacía fuerte contra las exigencias, se armaba contra el despotismo, y entraba en lucha contra aquella voluntad; entonces comparaba la mujer que antes amó con la inalterable figura de Andrea, y prefería esta última por más que la creyese una estatua de hielo, a la imagen de la pasión siempre dispuesta a lanzar por sus ojos los relámpagos de su amor, de sus celos o de su orgullo.
Esta vez la Reina lloraba sin decirle nada.
Hacía más de ocho meses que no había visto a Charny; fiel a la promesa que hizo al Rey, el conde no se había revelado a nadie durante este tiempo; así es que la Reina no supo nada de aquella existencia tan íntimamente ligada con la suya que durante dos o tres años había creído que no era posible separar una de otra sin separar las dos.
Y sin embargo, ya hemos visto que Charny se había separado de ella sin decir adonde iba.
Pero a la Reina le quedaba el consuelo de saber que estaba ocupado en el servicio del Rey, y por lo tanto, se decía: «Trabajando para mi esposo, también trabaja para mí; de modo que aunque quisiera olvidarme, se verá obligado a pensar en mí».
Pero era un débil consuelo este pensamiento que se repetía en ella; y así es qué al ver de nuevo, de improviso al señor de Charny en el momento en que menos lo esperaba, y al encontrarle en la habitación del Rey, casi en el mismo sitio donde le vio el día de su marcha, todos los dolores que antes angustiaron su alma, todos los pensamientos que habían atormentado su corazón, todas las lágrimas que abrasaron sus ojos durante aquella larga ausencia del conde, volvían a la vez juntos tumultuosamente a inundar sus mejillas o a llenar su pecho de todos los dolores que ella creía desvanecidos.
Lloraba sin decir palabra. ¿Era de alegría o de dolor?… Por la una o por el otro, toda emoción poderosa se resume en lágrimas.
Por eso sin decir nada, pero con más amor que respeto, Charny se acercó a la Reina, separó una de las manos con que se cubría el rostro, y apoyando en ella sus labios, dijo:
—Señora, me complace y enorgullece afirmaros que desde el día que me despedí de vos no habéis dejado de ocupar una hora mi pensamiento.
—¡Oh, Charny, Charny! —exclamó la Reina—, hubo un tiempo en que tal vez os hubierais ocupado menos de mí, pero habríais pensado más.
—Señora —contestó Charny—, el Rey me había confiado una grave responsabilidad, que me imponía el más absoluto silencio hasta que hubiera cumplido mi delicada misión. Hasta hoy no ha terminado, y por eso puedo veros y hablaros otra vez; mientras que antes ni siquiera me era lícito escribiros.
—Es un hermoso ejemplo de lealtad el que habéis dado, Oliverio —dijo la Reina, melancólicamente—; tan sólo siento una cosa, y es que no hayáis podido darla sino a expensas de otro sentimiento.
—Señora —exclamó Charny—, permitid, puesto que el Rey ha consentido en ello, que os instruya sobre lo que se ha hecho para vuestra salvación.
—¡Oh, Charny, Charny! —replicó, la Reina—, ¿no tenéis nada más interesante que decirme?
Y oprimió tiernamente la mano del conde, fijando en él una de esas miradas por la cual este hubiera ofrecido en otro tiempo su vida, y que siempre estaba dispuesto, si no a ofrecer, por lo menos a sacrificar.
Y mirándole así vio, no un viajero cubierto de polvo que se apea de una silla de posta, sino un cortesano lleno de elegancia, que ha sometido su fidelidad a todas las reglas de la etiqueta.
Su traje era tan perfecto que la Reina más exigente hubiera podido darse por contenta; pero precisamente esto mismo inquietó visiblemente a la mujer.
—¿Cuándo habéis llegado? —preguntó.
—Acabo de llegar, señora.
—Y venís de…
—De Montmédy.
—¿De modo que habéis atravesado la mitad de Francia?
—He recorrido noventa leguas desde la mañana de ayer.
—¿A caballo o en coche?
—En silla de posta.
—Y ¿cómo es que después de este fatigoso viaje venís vestido con tanto esmero y tan pulcro como un ayudante de campo del general Lafayette que saliera de un salón? ¿Tienen tan poca importancia las noticias que traéis?
—Son muy importantes por el contrario, señora; pero he pensado que si me apeaba en las Tullerías de una silla de posta cubierta de barro o de polvo, despertaría la curiosidad. Hace un momento el Rey me decía cuan estrechamente os vigilan, y al oírle me felicité de mi precaución de haber venido a pie y de uniforme, como un simple oficial que vuelve para hacer su corte al cabo de una semana a dos de ausencia.
La Reina oprimió convulsivamente la mano de Charny; veíase que aún deseaba hacer la última pregunta, y que le era tanto más difícil de formular cuanto que le parecía de mayor importancia.
Por eso apeló a otra forma de interrogatorio.
—¡Ah, sí! —dijo con voz ahogada—, ahora recuerdo que tenéis casa en París.
Charny se estremeció, y solamente entonces pudo ver el objeto de todas aquellas preguntas.
—¿Yo casa en París? —exclamó—. Y ¿dónde, señora?
La Reina hizo un esfuerzo.
—En la calle de Coq-Héron. ¿No es allí dónde vive la condesa?
Charny estuvo a punto de arrebatarse como un caballo a quien se excita con la espuela en la herida viva aún; pero en la voz de la Reina había tal vacilación, tal expresión de dolor, que se compadeció de lo que debía sufrir, ella, tan altiva, y que de tal modo sabía dominarse para ocultar lo que sentía.
—Señora —contestó con un acento de profunda tristeza que tal vez no era del todo debido al padecimiento de la Reina—, creía haber tenido el honor de manifestaros antes de mi marcha que la casa de la señora de Charny no era la mía. Me he apeado en casa de mi hermano, el vizconde Isidoro de Charny, y allí es donde cambié de traje.
La Reina profirió un grito de alegría y deslizóse sobre sus rodillas, llevando a sus labios la mano de Charny.
Pero tan rápido como ella, el conde la cogió en sus brazos y levantólo, exclamando:
—Señora, ¿qué hacéis?
—Os doy las gracias, Oliverio —dijo la Reina con voz tan dulce que este sintió las lágrimas agolparse a sus ojos.
—¡Qué me dais gracias! —exclamó tristemente el conde—. Y ¿de qué?
—¿Vos me lo preguntáis? —exclamó la Reina—. Pues sencillamente por haberme proporcionado el único instante de alegría completa de que he disfrutado desde vuestra marcha. ¡Dios mío! Ya sé que la pasión de los celos es una locura, una cosa insensata, pero también muy digna de compasión. Vos también fuisteis celoso en otro tiempo, Charny; pero hoy lo olvidáis. ¡Oh! ¡Los hombres! Cuando están celosos son muy felices, porque pueden batirse con sus rivales, matar o ser muertos; pero las mujeres deben limitarse a llorar, aunque vean que sus lágrimas son inútiles y peligrosas, pues ya sabemos que las nuestras, en vez de acercar a nosotras al que nos la hace derramar, le alejan más. Este es el vértigo del amor; se ve el abismo, y en vez de huir de este nos precipitarnos en él. De nuevo os doy las gracias, Oliverio; ya me veis contenta y no lloro más.
En efecto; la Reina trató de sonreír, pero como si a fuerza de dolores hubiese olvidado lo que era la alegría, su risa tuvo un aire de tristeza tan doloroso que el conde se estremeció.
—¡Dios mío! —murmuró—, ¿es posible que hayáis sufrido tanto?
—¡Bendito seáis, Señor! —exclamó la Reina juntando las manos—, pues el día que comprenda mi dolor, no tendrá ya fuerza para no amarme.
Charny se sentía llevar sobre una pendiente, en la que, en un momento dado, no le sería posible contenerse, e hizo un esfuerzo como esos patinadores que para detenerse se echan hacia atrás, a riesgo de romper el hilo sobre el cual se deslizan.
—Señora —dijo—, ¿no me permitiréis recoger el fruto de mi larga ausencia, explicándoos lo que he tenido la suerte de hacer por vos?
—¡Ah!, Charny —contestó la Reina—, hubiera preferido hablar del asunto que me ocupaba antes; pero, tenéis razón, es preciso no olvidar demasiado a la mujer que es Reina. Hablad, señor embajador, la mujer ha obtenido ya cuanto tenía derecho a esperar, y la Reina os escucha.
Entonces Charny refirió todo: cómo había sido enviado al señor de Bouillé; cómo el conde Luis llegó a París; cómo él, Charny, había estudiado el camino por donde la Reina debía huir, y cómo, en fin, había venido para anunciar al Rey que en cierto modo no faltaba más que la parte material del proyecto para ponerlo en ejecución.
La Reina escuchó a Charny muy atenta y con profundo agradecimiento a la vez, pareciéndole imposible que la simple abnegación llegase hasta este punto. Solamente el amor, ardiente e inquieto, podía prever esos obstáculos e inventarlos medios que debían combatirlos y vencerlos.
Le dejó, pues, decir desde el principio hasta el fin, y cuando hubo concluido, mirándole con una suprema expresión de ternura, le dijo:
—Y os tendréis por muy feliz al haberme salvado.
—¡Oh! —exclamó el conde—, ¿a mí me preguntáis eso, señora? ¡Es el sueño de mi ambición, y si lo consigo será la gloria de mi vida!
—Preferiría que fuera simplemente la recompensa de vuestro amor —dijo la Reina con melancolía—; pero no importa… Bien veo que deseáis ardientemente que esta gran obra de la salvación del Rey, de la Reina y del delfín de Francia sea llevada a cabo por vos.
—No espero más que vuestro asentimiento para consagrar a ella mi existencia.
—Sí, y lo comprendo, amigo mío —dijo la Reina—; esta abnegación debe estar pura de todo sentimiento extraño, de toda afectación material. Es imposible que mi esposo y mis hijos sean salvados por una mano que no osara extenderse hacia ellos para sostenerlos; si resbalaran en ese camino que vamos a recorrer juntos, os confío su vida y la mía, y espero que me compadeceréis.
—¿Compadeceros yo, señora?… —exclamó Charny.
—Sí. ¿No querréis en tales momentos, en los que yo necesitaré toda mi fuerza, todo mi valor y mi presencia de ánimo, no querréis, digo, que por una idea, loca tal vez, se pierda todo, acaso por falta de una promesa, de una palabra dada? ¿No es así?
Charny interrumpió a la Reina.
—Señora —dijo—, quiera la salvación de Vuestra Majestad, quiero la felicidad de Francia, quiero la gloria de terminar la obra que he comenzado, y os confieso que me desespera no poder serviros más que con este ligero sacrificio: os juro no visitar a la condesa de Charny sino con el permiso de Vuestra Majestad.
Y saludando respetuosa y fríamente a la Reina se retiró, sin que esta, helada por el acento con que había pronunciado estas palabras, tratara de retenerle.
Mas apenas Charny hubo cerrado la puerta tras sí, retorcióse los brazos, exclamando dolorosamente:
—¡Oh! ¡Mejor quisiera que hubiera hecho el juramento de no verme jamás, y que me hubiera amado como la ama!…