En la mañana del 2 de abril, tal vez una hora antes de que Mirabeau exhalase el poster aliento, un oficial superior de la marina, revestido de su gran uniforme de capitán de navío, y viniendo de la calle de San Honorato, se encaminaba hacia las Tullerías por la de San Luis y la de la Escala.
A la altura de las Cocheras dejó un patio a la derecha, franqueó las cadenas que le separaban del interior, devolvió su saludo al centinela que le presentaba las armas y se encontró en el patio de los Suizos.
Llegado aquí, tomó como hombre para quien el camino es familiar, una escalerilla de servicio, que por largo corredor circular comunicaba con el despacho del Rey.
Al verle el ayuda de cámara profirió un grito de sorpresa, casi de alegría; pero aplicando un dedo a sus labios, el visitante le dijo:
—Señor Hué, ¿puede el Rey recibirme en este mismo instante?
—El Rey está con el señor general Lafayette, a quien da sus órdenes para el día —contestó el ayuda de cámara—; mas apenas haya salido el general…
—¿Me anunciaréis? —preguntó el oficial.
—¡Oh!, sin duda es inútil, atendido que su Majestad os espera, pues desde anoche me dio orden de introduciros apenas llegaseis.
En aquel momento resonó la campanilla en el despacho del Rey.
—Ya lo veis —dijo el ayuda de cámara—, sin duda el Rey llama para informarse sobre vos.
—Pues entrad, señor Hue, y no perdamos tiempo si, en efecto, el rey puede recibirme.
El ayuda de cámara abrió la puerta, y casi al punto, prueba de que el Rey estaba solo, anunció:
—El señor conde de Charny.
—¡Oh!, ¡que entre, que entre! —exclamó el Rey—, desde ayer le espero.
El Conde se adelantó vivamente, y con una respetuosa rapidez se acercó al Rey.
—Señor —dijo—, me he retardado algunas horas, según parece; mas espero que cuando haya dicho a Vuestra Majestad las causas de esta tardanza, me dispensará.
—Venid, venid caballero de Charny, os esperaba con impaciencia, es verdad; pero de antemano soy de vuestro parecer; solamente una causa importante ha podido contribuir a que vuestro viaje fuera menos rápido de lo que debía ser. Y ahora, sed bienvenido.
Y le ofreció al conde su mano, que este besó con respeto.
—Señor —continuó Charny, que veía la impaciencia del Rey—, he recibido vuestra orden en la noche de anteayer, y ayer salí de Montmédy a las tres de la madrugada.
—¿Cómo habéis venido?
—En coche de posta.
—Esto me explica las pocas horas de retraso —dijo el Rey, sonriendo.
—Señor —contestó Charny—, hubiera podido venir a caballo a todo correr, es cierto, y de este modo hubiera estado aquí entre diez y once de anoche, o tal vez antes, tomando la vía directa; pero he querido dar cuenta a Vuestra Majestad de las probabilidades buenas o malas del camino que eligió; he querido conocer las postas bien montadas y las que están mal servidas, y sobre todo, averiguar precisamente cuánto tiempo, por minuto y segundo, se empleaba para ir desde Montmédy a París, y de consiguiente, desde París a Montmédy. Lo he anotado todo, y ahora estoy en disposición de contestar a todo.
—¡Bravo, señor de Charny! —dijo el Rey—, sois un admirable servidor; pero permitidme comenzar a deciros cómo estamos aquí, y después me diréis cómo están allá.
—¡Oh, señor! —contestó Charny—, a juzgar por mis noticias, las cosas van muy mal por aquí.
—Tanto es así que estoy prisionero en las Tullerías, querido conde, y hace poco se lo decía a ese querido señor de Lafayette, mi carcelero. Mejor hubiera querido ser Rey de Metz que de Francia; pero felizmente ya estáis aquí.
—Su Majestad me hacía el honor de manifestarme que iba a ponerme al corriente de la situación.
—Sí, es verdad, y lo haré en dos palabras… ¿Habéis sabido la fuga de mis tías?
—Como todo el mundo, señor; pero ningún detalle.
—¡Ah! Dios mío, es cosa muy sencilla; ya sabéis que la Asamblea no nos permite más que los sacerdotes juramentados, y las pobres mujeres se asustaron al acercarse las Pascuas; creyeron que había riesgo para sus almas en confesarse con un sacerdote constitucional, y por mi consejo, debo decirle, marcharon a Roma. Ninguna ley oponía obstáculo a este viaje, y no se debía temer que las pobres viejas reforzaran mucho el partido de los emigrados. Narbona fue quien se encargó de la marcha, y no sé cómo procedió; pero es el caso que se descubrió la cosa, y recibieron una visita por el estilo de la que tuvimos nosotros en Versalles el 5 y 6 de octubre; esto sucedió en Bellevue, la misma noche de su marcha. Por fortuna ellas salían por una puerta, mientras que aquella canalla llegaba por la otra. ¿Comprendéis? Ni un sólo carruaje preparado, siendo así que debía haber tres dispuestos en las cocheras. Debieron ir hasta Meudon a pie, y aquí encontraron al fin los coches y les fue posible marchar. Tres horas después, rumor inmenso en todo París; los que habían llegado para suspender la fuga, encontraron el nido aún caliente, pero vacío; al otro día toda la prensa produjo un clamoreo. Marat gritó que se llevaban millones, y Desmoulins que llevaban en su compañía al delfín. Nada de esto era verdad; las pobres mujeres tenían tres o cuatrocientos francos en su bolsa, y estaban bastante bien apuradas por sí solas para que pudieran pensar en llevarse un niño que seguramente las descubriría; la prueba es que aun sin él se las reconoció, primeramente en Moret, que las dejó pasar, y después en Arnayle-Due, donde se las detuvo. Me ha sido necesario escribir a la Asamblea para que continuaran su camino, y a pesar de mi carta, se discutió sobre el particular todo el día. Al fin fueron autorizadas para que continuaran su viaje, pero a condición de que el Comité presentara una ley sobre los emigrantes.
—Sí —replicó Charny—, pero me parece que después de oído un magnífico discurso del señor de Mirabeau, fue desechado el proyecto.
—Sin duda que lo fue; pero junto a este pequeño triunfo, me esperaba una gran humillación. Al oír las murmuraciones que producía la marcha de mis pobres tías, algunos amigos leales —aún me quedaban algunos con que yo no contaba, querido conde—, un centenar de caballeros, se precipitaron en las Tullerías para ofrecerme sus vidas, y al punto circuló el rumor de una conspiración para sacarme de aquí. Lafayette, a quien se había hecho correr al arrabal de San Antonio bajo el pretexto de que la Bastilla se elevaba de nuevo, furioso al ver que se le había engañado, vuelve hacia las Tullerías, entra espada en mano, detiene a nuestros pobres amigos y los desarma. Se les encuentra a los unos pistoletes y a los otros cuchillos, pues cada cual había tomado lo primero que encontró a su alcance. Bueno; este día se suscribirá en la historia con otro nombre, se titulará «El día de los caballeros del puñal».
—¡Oh, señor, señor! ¡A qué tiempos tan terribles hemos llegado! —exclamó Charny moviendo la cabeza.
—Esperad. Todos los años vamos a Saint-Cloud, cosa convenida y resuelta. Anteayer dimos orden de que engancharan los coches, y comenzamos a bajar. Alrededor de ellos habría unas mil quinientas personas, y subimos sin vacilar; pero fue imposible dar un paso; el pueblo salta a la brida de los caballos y declara que yo quiero huir, pero que no huiré. Después de una hora de inútiles tentativas no hubo más remedio que apearse y entrar de nuevo; la Reina lloraba de cólera.
—Pero ¿no estaba allí el general Lafayette para que se respetara a Vuestra Majestad?
—¿Sabéis lo que hacía Lafayette? Mandaba echar a vuelo la campana de San Roque, y corría a la Casa Municipal en busca de la bandera roja para declarar la patria en peligro. ¡La patria en peligro porque los reyes iban a Saint-Cloud! ¿Sabéis quién rehusó la bandera y hasta se la arrancó de las manos, porque ya la tenía cogida? Pues fue Danton; y por esto pretende el general que Danton está comprado y que ha recibido de mí cien mil francos. He aquí cómo estamos, querido conde, sin contar que Mirabeau habrá muerto tal vez a estas horas.
—Pues entonces, razón demás para apresurar la marcha, señor.
—Esto es lo que haremos. Veamos, ¿qué habéis resuelto allá abajo con Buillé? Ahora debe sentirse fuerte, pues por el asunto de Paney he tenido ocasión para extender su mando, poniendo nuevas tropas a sus órdenes.
—Sí, señor; mas por desgracia, las disposiciones del ministro de la Guerra anulan las nuestras. Acaba de retirarle el regimiento de húsares de Sajonia, y le rehúsa los de Suiza; de modo que con mucha dificultad ha conservado en la fortaleza de Montmédy el regimiento de infantería de Bouillon.
—Entonces quizá dude ahora…
—No, señor; son algunas probabilidades menos, pero ¿qué importa? En semejantes empresas se debe dejar una parte a la casualidad, y siempre tendremos, si la empresa se conduce bien, noventa probabilidades sobre ciento.
—Pues bien; si es así, volvamos a nosotros.
—Señor, ¿estáis siempre bien resuelto a seguir el camino de Sainte-Menehould de Clermont y de Stenay, aunque tenga veinte leguas más que los otros y no haya postas en Varennes?
—Ya he dicho al señor de Bouillé qué motivos me hacían preferir este camino.
—Sí, señor, y nos ha transmitido sobre este punto las órdenes de Vuestra Majestad. Precisamente según ellas he estudiado todo el camino, matorral por matorral, piedra por piedra; el trabajo debe estar en manos de Vuestra Majestad.
—Y es un modelo de claridad, querido conde; de modo que ahora conozco el camino como si lo hubiera hecho yo mismo.
—Pues bien, señor, he aquí los detalles que mi último viaje ha agregado a los otros.
—Hablad, señor de Charny, y para mayor claridad, he aquí el diseño hecho por vos mismo.
Al pronunciar estas palabras, el Rey sacó de una carpeta una especie de carta topográfica, no trazada, sino dibujada a mano, y como lo había dicho Charny, no faltaba ni un árbol ni una piedra; era la obra de ocho meses de trabajo.
Charny y el Rey se inclinaron sobre aquella carta.
—Señor —dijo el conde—, el verdadero peligro comenzará para Vuestra Majestad en Sainte-Menehould y cesará en Stenay. En estas dieciocho leguas se deben distribuir nuestros destacamentos.
—¿No se podría acercarlos más a París, señor de Charny, hacerlos venir, por ejemplo, hasta Châlons?
—Señor —contestó Charny—, me parece difícil. Châlons es una ciudad demasiado fuerte para que cuarenta, cincuenta, y hasta cien hombres hagan algo eficaz para salvar a Vuestra Majestad si se viese amenazada, y, por otra parte, el señor de Bouillé no responde de nada sino a partir desde Sainte-Menehould. Todo cuanto puede hacer —y aun esto no sin discutirlo antes con Vuestra Majestad—, es situar su primer destacamento en Pont-de-Sommevelle. Ya veis, señor, cómo está aquí marcada la primera posta después de Châlons.
Y Charny mostraba con el dedo en la carta el punto de que se hablaba.
—Bien, sea —dijo el Rey—, en diez o doce horas se puede estar en Châlons. ¿Cuántas habéis empleado para recorrer vuestras noventa leguas?
—Treinta y seis.
—Pero en un coche ligero en que ibais sólo con un criado.
—Señor, he perdido tres horas de camino para examinar en qué punto de Varennes se debía cambiar de tiro, si más acá de la ciudad, por el lado de Sainte-Menehould, o más allá por la parte de Dun. Esto viene a ser poco más o menos lo mismo; las tres horas perdidas compensarán el peso del coche; y mi parecer es, por lo tanto, que el Rey puede ir de París a Montmédy en treinta y cinco o treinta y seis horas.
—Y ¿qué habéis resuelto respecto al servicio de posta de Varennes? Este es el punto importante, y es preciso asegurarse de que no carecemos allí de caballos.
—Sí, señor, y mi parecer es que el cambio de tiro se debe efectuar más allá de la ciudad, por el lado de Dun.
—¿En qué fundáis vuestra opinión?
—En la posición misma de la ciudad, señor.
—Explicadme esa posición, conde.
—Señor, la cosa es fácil. He pasado cinco o seis veces por Varennes desde mi salida de París, y ayer permanecí en este punto desde mediodía hasta las tres. Varennes es una pequeña ciudad de mil seiscientos habitantes, poco más o menos, formada por dos barrios muy distintos, que se llaman la ciudad alta y la ciudad bajo; están separadas por el río Aire y se comunican entre sí por un puente. Si Su Majestad quiere seguirme en la carta… aquí, señor, cerca del bosque de Argonne, ahí mismo… eso es… en el lindero, verá…
—¡Oh! Ya estoy —dijo el Rey—; el camino hace un recodo enorme en el bosque para conducir a Clermont.
—Eso es, señor.
—Pero todo esto no me dice por qué se ha de cambiar de tiro más allá de la ciudad y no más acá.
—Esperad, señor, el puente que conduce de un barrio a otro está dominado por una alta torre muy antigua, que domina una bóveda sombría, oscura y estrecha. Aquí el menor obstáculo puede impedir el paso; por lo tanto, más vale que, en vez de correr un peligro en este punto, exponerse a él con caballos y postillones a escape, llegando de Clermont, que no cambiar de tiro a quinientos pasos más acá del puente, donde si se reconociera al Rey, tres o cuatro hombres bastarían para impedir el paso.
—Muy bien —dijo el Rey—, y por lo demás, en caso de vacilación, estaréis allí, conde.
—Será a la vez un deber y un honor para mí, si es que el Rey me juzga digno de él.
Luis XVI ofreció de nuevo la mano a Charny.
—¿Conque así —dijo el Rey—, el señor de Bouillé ha señalado ya las etapas y elegido los hombres que escalonarán en mi camino?
—Salvo la completa aprobación de Vuestra Majestad, sí, señor.
—¿Os ha entregado alguna nota sobre este punto?
Charny sacó de su bolsillo un papel doblado y le presentó al Rey inclinándose.
El Rey le desdobló y leyó:
El parecer del marqués de Bouillé es que los destacamentos no han de ir más allá de Sainte-Menehould; pero si el Rey exigiera que fueran hasta Pont-de-Sommevelle, he aquí cómo propongo a Su Majestad repartir las fuerzas que deben servirle de escolta:
1.º En Pont-de-Sommevelle, cuarenta húsares del regimiento de Lauzun, mandados por el señor de Chaiseul, que tendrá a sus órdenes a su teniente Boudet.
2.º En Sainte-Menehould, treinta dragones del regimiento Real, mandados por el capitán Dandoins.
3.º En Clermont, cien dragones del regimiento del príncipe y cuarenta del regimiento Real, mandados por el conde Carlos de Damas.
4.º En Varennes, sesenta húsares del regimiento de Lauzun, mandados por los señores Rohrig, Bouillé hijo y Raigecourt.
5.º En Dun, cíen húsares del regimiento de Lauzun, mandados por el capitán Deslon.
6.º En Mouzay, cincuenta jinetes del Real alemán, mandados por el capitán Guntzer.
7.º Y por último, en Stenay, el regimiento Real alemán, mandado por su teniente coronel el señor barón de Mandell.
—Me parece muy bien así —dijo el Rey después de haber leído—; pero si esos destacamentos se ven obligados a permanecer dos o tres días en dichas ciudades, ¿qué pretexto darán?
—Ya está encontrado, señor; dirán que esperan un convoy de dinero enviado por el ministro al ejército del Norte.
—Vamos —dijo el Rey con visible satisfacción—, todo está previsto.
Charny se inclinó.
—Y a propósito del convoy de dinero —dijo el Rey—, ¿sabéis si el señor de Bouillé ha recibido el millón que le remití?
—Sí, señor, pero Vuestra Majestad sabe que este millón era en asignados, que pierden el veinte por ciento.
—¿Ha podido descontarlos, por lo menos a este tipo?
—Señor, por lo pronto, un súbdito fiel de Vuestra Majestad ha tenido la suerte de tomar él sólo por valor de cien mil escudos, sin descuento, por supuesto.
—¿Y el resto, conde? —preguntó el Rey mirando fijamente a Charny.
—El resto —contestó el conde—, fue descontado por Bouillé hijo en casa del banquero de su padre, el señor Perregaux, que le pagó el total en letras de cambio contra los señores Belhmann, de Francfort, que las han aceptado; de modo que cuando llegue la hora no faltará el dinero.
—Gracias, señor conde —dijo Luis XVI—; pero ahora debéis decirme el nombre de ese fiel servidor, que tal vez haya comprometido su fortuna para dar los cien mil escudos al señor de Bouillé.
—Señor, ese fiel servidor de Vuestra Majestad es muy rico, y de consiguiente no ha tenido ningún mérito en hacer lo que ha hecho.
—No importa, caballero, el Rey desea conocer su nombre.
—Señor —contestó Charny inclinándose—, la única condición que impuso, en el supuesto de que prestaba a Vuestra Majestad dicho servicio, fue la de conservar el anónimo.
—Sin embargo —dijo el Rey—, vos le conocéis seguramente.
—Sí, señor.
—Señor de Charny —repuso entonces el Rey con esa dignidad de alma que le caracterizaba a veces—, he aquí una sortija muy preciosa para mí… —y sacó de su dedo un simple anillo de oro—; la tomé de un dedo de mi padre al besar su mano helada por la muerte, y por lo tanto no tiene más valor del que yo le doy; mas para un corazón que sepa comprenderme, esta sortija será más preciosa que el más rico brillante. Repetid a ese fiel servidor lo que acabo de manifestaros, señor de Charny, y dadle la sortija de mi parte. Dos lágrimas se escaparon de los ojos de Charny; su pecho se dilató, y dobló una rodilla en tierra para recibir la sortija de manos del Rey.
En aquel momento la puerta se abrió. El Rey se volvió vivamente, pues aquella puerta, abriéndose así, era tal infracción a las reglas de la etiqueta, que constituía una gran injuria si no se excusaba por una gran necesidad. Era la Reina, pálida y con un papel en la mano. Pero a la vista del conde arrodillado besando la sortija del Rey y pasándola a su dedo, dejó escapar el papel, profiriendo una exclamación de asombro.
Charny, levantándose al punto, saludó respetuosamente a la Reina, que balbucía entre dientes:
—¡El señor de Charny… el conde de Charny… aquí… en la habitación del Rey… en las Tullerías!… Y en voz baja añadió: —¡Y sin saberlo yo!
Había tal intensidad de dolor en los ojos de la pobre mujer, que Charny, que no había oído el fin de la frase, pero que le adivinó, dio dos pasos hacia ella.
—Ahora mismo he llegado —dijo—, e iba a pedir permiso a Su Majestad para presentaros mis respetos.
El color reapareció en las mejillas de la Reina. Hacía largo tiempo que no había oído la voz de Charny, y en esta voz la dulce entonación que acababa de dar a sus palabras.
Alargó sus dos manos como para ir hacia él; pero casi en el mismo instante aplicó una sobre su corazón, que sin duda latía con demasiada violencia.
Charny lo vio y lo adivinó todo, aunque estas sensaciones, que necesitaríamos diez líneas para transcribir y explicar, se hubiesen producido durante el tiempo que el Rey había necesitado para ir a recoger el papel caído de manos de la Reina, y que la corriente de aire establecida entre la puerta y las ventanas había hecho volar hasta el fondo del despacho.
El Rey leyó lo que estaba escrito en el papel, pero sin comprender nada.
—¿Qué quieren decir estas tres palabras: «¡Huir, huir, huir!…» y esta media firma? —preguntó el Rey.
—Señor —contestó la Reina—, quieren decir que el señor de Mirabeau ha muerto diez minutos hace, y que este es el consejo que me da al exhalar el postrer aliento.
—Señora —replicó el Rey—, el consejo será atendido porque es bueno, y porque ha llegado la hora de poner le en ejecución.
Y volviéndose hacia Charny, añadió:
—Conde, podéis seguir a la Reina a su habitación y decírselo todo.
La Reina se levantó, miró sucesivamente al Rey y a Charny, y dirigiéndose después a este último le dijo:
—Venid, señor conde.
Y salió precipitadamente, porque si hubiera permanecido un minuto más allí, no le habría sido posible reprimir todos los sentimientos opuestos que su corazón encerraba.
Charny se inclinó por última vez ante el Rey, y siguió a María Antonieta.