Capítulo LXXVII

En efecto; a partir de aquel instante, las pocas horas que Mirabeau vivió no fueron más que una agonía.

Gilberto no cumplió menos la promesa dada, y permaneció junto al lecho hasta el último minuto.

Por lo demás, aunque muy doloroso, siempre es una gran enseñanza para el médico y el filósofo el espectáculo de esa última lucha entre la materia y el alma.

Cuanto más grande es el genio, más curioso es observar cómo este sostiene el combate contra la muerte, que debe vencerle al fin.

Por otra parte, el doctor encontraba ante el espectáculo de aquel gran hombre expirante otro motivo para hacer sombrías reflexiones.

¿Por qué moría Mirabeau, el hombre de temperamento atlético y de constitución hercúlea?

¿No era por haber extendido la mano para sostener aquella monarquía que se derrumbaba? ¿No era porque se había apoyado un instante en su brazo aquella mujer de desgracia que se llamaba María Antonieta?

¿No le había predicho Cagliostro algo semejante a la muerte de Mirabeau, y no eran aquellos dos seres extraños que había encontrado, el uno matando la reputación y el otro la salud del gran orador de Francia, convertido en sostén de la monarquía, una prueba evidente de que todo debía hundirse, como la Bastilla, ante aquel hombre, o más bien, ante la idea que representaba?

Mientras que Gilberto estaba sumido en lo más profundo de sus meditaciones, Mirabeau hizo un movimiento y abrió los ojos.

Volvía a la vida por la puerta del dolor.

Trató de hablar, aunque inútilmente; pero lejos de mostrarse afectado por este nuevo percance, apenas comprendió que su lengua estaba muda, sonrió y esforzóse para que sus ojos expresasen el agradecimiento que sentía por Gilberto y por aquellos cuya solicitud y cuidados le acompañaban en aquella suprema y última etapa cuyo fin era la muerte.

Sin embargo, una idea única parecía preocuparle; tan sólo Gilberto podía adivinarla, y la adivinó:

El enfermo no podía apreciar la duración del desvanecimiento de que acababa de salir. ¿Había sido de una hora o de un día, y en este tiempo habría enviado la Reina a preguntar por su salud?

Se mandó subir el registro que estaba abajo, y donde cada cual, bien llegase como mensajero o por su propia cuenta, escribía su nombre.

No se encontró ninguno que fuese de la intimidad real, ni siquiera que revelase una solicitud encubierta.

Se llamó a Teisch y a Juan para interrogarles, y contestaron que nadie, ni ayuda de cámara ni ujier, se había presentado.

Entonces se vio a Mirabeau hacer un esfuerzo supremo para pronunciar algunas palabras, uno de esos esfuerzos como el que debió hacer el hijo de Creso cuando, al ver a su padre amenazado de muerte, consiguió romper las ligaduras que encadenaban su lengua y gritar: «¡Soldado, no mates a Creso!».

Y Mirabeau pudo decir:

—¡Oh! No saben, pues, que una vez muerto yo, están perdidos. Conmigo llevo el duelo de la monarquía, y sobre mi tumba los facciosos se compartirán sus restos…

Gilberto se precipitó hacia el enfermo. Para un médico hábil hay esperanza mientras que hay vida; y además, aunque tan sólo fuera para conseguir que aquella boca elocuente pronunciase aún algunas palabras, debía servirse de todos los medios de la ciencia.

Cogió una cucharita y echó en ella algunas gotas de ese licor verdoso del que había dado ya un frasquito a Mirabeau, y sin mezclarle esta vez con aguardiente, le acercó a los labios del enfermo.

—¡Oh, querido doctor! —dijo Mirabeau, sonriendo—, si queréis que el licor de vida produzca efecto en mí, dadme la cuchara llena o el frasco entero.

—¿Cómo? —exclamó Gilberto mirando a Mirabeau.

—¿Creéis —replicó el enfermo—, que yo, el que siempre abusó de todo, he tenido este tesoro de vida entre las manos sin abusar también? No; mandé descomponer vuestro licor, querido Esculapio; supe que se sacaba de la raíz del cáñamo indio, y entonces bebí, no tan sólo por gotas, sino por cucharadas, no solamente para vivir, sino para soñar.

—¡Desgraciado, desgraciado! —murmuró Gilberto—, bien sospeché que os daba veneno.

—Dulce veneno, doctor, gracias al cual he duplicado, cuadruplicado y hasta centuplicado las últimas horas de mi existencia; gracias al cual, muriendo a los cuarenta y dos años, habré vivido tanto como un centenario; gracias al cual, en fin, he poseído en sueños todo cuanto se me escapaba en realidad, fuerza, riqueza y amor… ¡Oh!, doctor, doctor, no os arrepintáis, sino, por el contrario, felicitadme. Dios no me había dado más que la vida real, triste, pobre, sin calor, desgraciada, poco apetecible, y que el hombre debería estar siempre dispuesto a devolverle como un préstamo; doctor, yo no sé si debo dar gracias a Dios por la vida; pero sí que debo dároslas por vuestro veneno. Llenad, pues, la cuchara y dádmela, doctor.

Gilberto hizo lo que Mirabeau deseaba, y este saboreó el licor con delicia.

Al cabo de algunos segundos de silencio, exclamó, como si a la aproximación de la eternidad la muerte le permitiera levantar el velo del porvenir:

—¡Felices los que mueran en este año de 1791, pues no habrán visto de la Revolución más que el lado resplandeciente y tranquilo! Por fortuna, hasta hoy nunca revolución más grande ha costado menos sangre, y es que hoy se hace tan sólo en los ánimos; pero llegará el momento en que se verifique en los hechos y en las cosas. Tal vez creáis que me echarán de menos en las Tullerías; nada de esto, mi muerte les libra de un compromiso contraído; conmigo necesitaban gobernar de cierto modo; lejos de serles yo un apoyo, no tenían en mí más que un obstáculo, y ella se excusaba de mí con su hermano, escribiéndole: «Mirabeau cree que me aconseja, y no echa de ver que yo le divierto». ¡Oh! He aquí por qué hubiera querido que esa mujer fuese mi querida y no mi Reina. ¡Qué gran papel desempeñaría en la historia, doctor, el hombre que, sosteniendo con una mano a la joven libertad y con la otra a la antigua monarquía, las obligase a marchar con el mismo paso hacia un objeto único, la felicidad del pueblo y el respeto a la corona! Tal vez fuera esto posible, o acaso no pasaría de un sueño; pero tengo la convicción de que solamente yo hubiera podido realizarlo. Lo que me contrista, doctor, no es morir, sino morir incompleto, haber emprendido una obra y comprender que no puedo llevarla a cabo. ¿Quién glorificará mi idea, abortada y truncada ahora? Lo que se sabrá de mí, doctor, será precisamente lo que no se debería saber, es decir, mi vida desarreglada, loca y vagabunda; lo que se leerá de mí son las Cartas a Sofía, La Erótica Biblión, La monarquía prusiana, varios folletos y libros obscenos; lo que me censurarán es el haber pactado con la corte, porque de este pacto no habrá resultado nada de cuanto debería resultar; mi obra no será más que un feto informe, un monstruo sin cabeza; y sin embargo, me juzgarán a mí, muerto a los cuarenta y dos años, como si hubiese vivido tanto como otro cualquier hombre; a mí, que desaparezco en medio de una tempestad, como si en vez de verme obligado a caminar siempre sobre las olas, es decir, sobre un abismo, hubiese andado por una idea firme y segura al amparo de las leyes y de los reglamentos. Doctor, ¿a quién legaré yo, no mi fortuna dilapidada —poco importa esto, porque no tengo hijos—, pero a quien legaré ya mi memoria calumniada, que podría ser algún día una honrosa herencia para Francia, para Europa y para el mundo?…

—Y ¿por qué os habéis apresurado tanto a morir? —preguntó Gilberto con tristeza.

—Sí —dijo Mirabeau—, hay momentos en que yo me pregunto esto mismo, como vos lo hacéis ahora; pero escuchadme bien: yo no podía nada sin ella, y ella no ha querido. Me comprometí como un necio; había jurado como un imbécil, siempre sometido a las alas invisibles de mi cerebro, que se llevan el corazón, mientras que ella no había jurado nada ni se había comprometido a cosa alguna… Así, pues, todo es mejor, amigo mío, y si queréis prometerme una cosa, ningún sentimiento doloroso perturbará ya las pocas horas que me quedan de vida.

—Y ¿qué puedo prometeros, Dios mío?

—Pues bien; prometedme, si mi paso de esta vida a la otra fuera demasiado difícil y doloroso, prometedme, doctor —y no es solamente al médico, sino al hombre y al filosofo a quien solicito—, prometedme que me ayudaréis.

—Y ¿por qué pedís semejante cosa?

—¡Ah!, voy a decíroslo; es porque siento que aunque la muerte está aquí, conozco también que en mí queda mucha vida. No muero difunto, querido doctor, sino vivo, y el último paso será duro de franquear.

El doctor inclinó su rostro sobre el de Mirabeau.

—Os he prometido no abandonaros, amigo mío —dijo—; si Dios ha condenado vuestra vida, en el momento supremo sabré lo que debo hacer en mi profunda ternura por vos. Si la muerte está ahí, yo estaré también.

Hubiérase dicho que el enfermo no esperaba más que esta promesa.

—Gracias —murmuró, y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

Esta vez, a pesar de la esperanza que era de su deber comunicar al enfermo, Gilberto no dudó más. La dosis abundante del licor de vida que Mirabeau acababa de tomar, bastó, como las sacudidas de una pila voltaica, para devolver al enfermo la palabra, con el fuego de los músculos, esa vida del pensamiento, si podemos decirlo así, que le acompaña; pero cuando dejó de hablar los músculos quedaron inertes, aquella vida de pensamiento se desvaneció, y la muerte, impresa ya en su rostro desde la última crisis, reapareció más profundamente grabada que nunca.

Durante tres horas, su mano helada permaneció entre las del doctor, y en este tiempo, es decir, de cuatro a siete, la agonía fue tranquila, tanto que se pudo hacer entrar a todo el mundo, y se hubiera creído que Mirabeau dormía.

Pero a eso de las ocho, Gilberto sintió estremecerse entre sus manos la del moribundo, que estaba helada, y con tal fuerza que no pudo engañarse.

—Vamos —dijo—, he aquí la hora de la lucha; la verdadera agonía comienza ahora.

Y, en efecto, la frente del moribundo estaba bañada en sudor, y sus ojos acababan de abrirse, lanzando un relámpago.

Entonces hizo un movimiento indicando que deseaba beber.

Se apresuraron a ofrecerle agua, vino y naranjada; pero movía la cabeza, como si no fuese aquello lo que deseaba.

Hizo una seña para que le diesen una pluma y papel.

Cogió la primera y con mano firme trazó estas dos palabras:

«Dormir, morir».

Eran las dos palabras de Hamlet.

Gilberto aparentó no comprender.

Mirabeau soltó la pluma, cogióse el pecho con las manos cual si quisiera romperle, profirió algunos gritos inarticulados, tomó de nuevo la pluma, y haciendo un esfuerzo sobrehumano para dominar el sufrimiento un instante, escribió: «Los dolores son agudos, insoportables. ¿Se dejará a un amigo en la rueda durante horas o días tal vez, cuando se le puede librar del tormento con algunas gotas de opio?».

Pero el doctor vacilaba. Como había dicho a Mirabeau, en el momento supremo estaría allí frente a la muerte; mas para combatirla, no para secundarla.

Los dolores eran cada vez más violentos; el moribundo se revolvía, retorciéndose las manos, y mordía la almohada.

Al fin rompieron las ligaduras de la parálisis.

—¡Oh! ¡Los médicos, los médicos! —exclamó de pronto—. ¿No sois vos mi médico y mi amigo, Gilberto? ¿No me habéis prometido librarme de los dolores de semejante muerte? ¿Queréis que lleve conmigo el sentimiento de haber depositado en vos mi confianza? ¡Gilberto, apelo a vuestra amistad, apelo a vuestro honor!

Y, con un suspiro, una queja, y un grito de dolor, dejó caer su cabeza sobre la almohada.

Gilberto suspiró a su vez, y alargando la mano a Mirabeau, le dijo:

—Está bien, amigo mío, vamos a daros lo que pedís.

Y tomó la pluma para escribir una receta, que no era otra cosa sino una fuerte dosis de jarabe de adormidera en agua destilada.

Mas apenas había escrito la última palabra, cuando Mirabeau se incorporó en su lecho, alargando la mano y pidiendo la pluma.

Gilberto se apresuró a dársela.

Entonces la mano del agonizante, crispada por la muerte, agarró el papel, y con una escritura apenas legible, escribió: «¡Huir, huir, huir!».

Quiso firmar, pero no pudo escribir más que las cuatro primeras letras de su nombre, y extendiendo el brazo convulsivo hacia Gilberto, murmuro:

—¡Para ella!

Y volvió a caer sobre su almohadón, sin movimiento, sin mirada, sin respiración.

Había muerto.

El doctor se acercó al lecho, miró el cadáver, le tomó el pulso, le puso la mano sobre el corazón, y después, volviéndose hacia los espectadores de aquella escena suprema, dijo:

—Señores, Mirabeau no sufre ya.

Y apoyando por última vez sus labios sobre la frente del difunto, cogió religiosamente el papel cuyo destino él sólo conocía, y salió pensando que no tenía derecho de perder un instante más que el tiempo justo para ir desde la Chaussée-d’Antin a las Tullerías, cumpliendo la recomendación del ilustre difunto.

Algunos segundos después de la salida del doctor de la cámara mortuoria resonó en la calle un gran rumor.

Era que se comenzaba a propagar la noticia de la muerte de Mirabeau.

Muy pronto llegó un escultor enviado por Gilberto, para conservar a la posteridad la imagen del gran orador en el momento mismo en que acababa de sucumbir en su lucha contra la muerte.

Algunos minutos de eternidad habían devuelto ya la expresión serena que un alma poderosa refleja al abandonar el cuerpo en la fisonomía que antes animó.