Capítulo LXXVI

Mirabeau estaba en su lecho y había recobrado el conocimiento, viéndose allí también los platos y las flores, testigos tan acusadores como lo son en el fondo de un vaso los restos del veneno junto a la cama del suicida.

Gilberto se adelantó vivamente hacia él y respiró al verle.

—¡Ah! —exclamó—, aún no se halla tan malo como yo temía.

Mirabeau sonrió.

—¿Lo creéis así, doctor? —repuso.

Y movió la cabeza como hombre que piensa conocer su estado tan bien como el médico, que a veces quiere engañarse a sí propio para engañar mejor a los demás.

Esta vez Gilberto no se detuvo en el diagnóstico exterior; tomó el pulso, acelerado en aquel momento, miró la lengua, pastosa y amarga, y preguntó por el estado de la cabeza. Mirabeau sentía en ella pesadez y dolor.

También se manifestaba un principio de frío en las extremidades inferiores.

De repente se reprodujeron los espasmos que el enfermo había sufrido dos días antes, atacando sucesivamente el omoplato, las clavículas y el diafragma. El pulso, que, como hemos dicho, era acelerado, llegó a ser intermitente y convulsivo.

Gilberto prescribió los mismos revulsivos que habían producido la primera mejoría.

Por desgracia, bien porque el enfermo no tuviera fuerza para resistir el doloroso remedio, o porque no quisiera que le curasen, al cabo de un cuarto de hora se quejaba de tan agudos dolores en las regiones en que se aplicaron los sinapismos, que fue forzoso retirarlos.

Desde aquel momento, la mejoría que se había manifestado durante esta aplicación desapareció.

No es nuestra intención seguir en todas sus variaciones las fases de la terrible enfermedad; pero desde la mañana de aquel día circuló el rumor en la ciudad, y esta vez más seriamente que la primera: había habido recaída, y esta con síntomas de muerte.

Entonces fue cuando se pudo juzgar de la inmensa importancia que puede alcanzar un hombre en medio de una nación. Todo París se conmovió como en los días en que una calamidad general amenaza a la vez a los individuos y a la población. Todo el día, como había sucedido ya la víspera, la calle quedó obstruida y guardada por hombres del pueblo, a fin de que el ruido de los coches no llegase hasta el paciente; de hora en hora, los grupos reunidos bajo las ventanas pedían noticias, entregábanse los partes y al momento circulaban desde la calle de la Chaussée-d’Antin hasta las extremidades de París. La puerta estaba sitiada por una multitud de ciudadanos de todas las clases y de todas las opiniones, como si cada partido, por opuesto que fuese a los otros, tuviese algo que perder por la muerte de Mirabeau. Entretanto, los parientes, los amigos y conocidos particulares del gran orador llenaban los patios, los vestíbulos y la habitación de abajo, sin que el mismo, paciente tuviera la menor idea de ello.

Por lo demás, pocas palabras se habían cruzado entre Mirabeau y el doctor Gilberto.

—¿Decididamente queréis morir? —había preguntado el segundo.

—¿De qué me sirve la vida? —replicó el conde.

Y Gilberto, recordando los compromisos contraídos por Mirabeau respecto a la Reina y las ingratitudes de esta, no había querido insistir de otro modo, prometiéndose, sin embargo, cumplir con su deber de médico hasta el fin; pero conociendo muy bien que no era un Dios para luchar contra lo imposible.

En la noche de aquel primer día de la recaída, la sociedad de los Jacobinos envió, para informarse sobre la salud de su expresidente, una diputación, al frente de la cual iba Barnave. Se había querido que acompañasen a este los dos Lameth; pero rehusaron.

Cuando Mirabeau tuvo conocimiento de esta circunstancia, exclamó:

—¡Ah!, ¡ya sabía yo que eran cobardes; pero ignoraba que fuesen imbéciles!

Durante veinticuatro horas, el doctor Gilberto no se apartó un instante del lecho del paciente.

Pero en la noche del miércoles, a eso de las once, estaba bastante bien para que Gilberto consintiese pasar a la habitación contigua a fin de reposar algunas horas.

Antes de acostarse, el doctor mandó que al menor síntoma de accidente se le avisase.

Al romper el día se despertó; nadie había turbado su sueño durante la noche, y sin embargo, se levantó inquieto, pues parecíale imposible que se hubiese mantenido la mejoría sin accidente alguno.

En efecto, al bajar, Teisch le anunció, con los ojos llenos de lágrimas, que su amo estaba muy mal, pero que había prohibido, por malo que se hallara, despertar al doctor.

Y sin embargo, el enfermo debía haber sufrido cruelmente; el pulso presentaba de nuevo su carácter más alarmante; los dolores habían aumentado y eran más agudos que nunca, y, en fin, la sofocación y los espasmos se reproducían.

Varias veces —y Teisch lo atribuyó a un principio de delirio— el enfermo había pronunciado el nombre de la Reina.

—¡Ingratos —había dicho—, ni siquiera han enviado a preguntar por mí!

Y después, como hablando consigo mismo, añadió:

—¡Me pregunto qué se dirá ella cuando sepa, mañana o pasado, que he muerto!

Gilberto pensó que todo iba a depender de la crisis que se preparaba, y por lo tanto, disponiéndose a luchar vigorosamente contra la muerte, recetó una aplicación de sanguijuelas al pecho; pero como si estas fueran cómplices del moribundo, mordieron mal, y se volvieron a colocar por una segunda sangría en el pie y por píldoras de almizcle.

El acceso duró ocho horas, durante las cuales, como un hábil duelista, Gilberto luchó contra la muerte, parando todos sus golpes y anticipándose a varios de ellos, pero tocado algunas veces por ella. Por fin, al cabo de ocho horas, la fiebre disminuyó, la muerte se retiraba; pero como un tigre que se esfuerza para repetir el ataque, imprimió su terrible garra en el rostro del enfermo.

Gilberto permaneció de pie, con los brazos cruzados, delante de aquel lecho donde había sostenido tan terrible lucha; y conocía demasiado bien los secretos del arte, no tan sólo para conservar alguna esperanza, sino para dudar también.

Mirabeau estaba perdido; y en aquel cadáver que tenía a la vista, a pesar de un resto de existencia érale imposible ver a Mirabeau vivo.

A partir de aquel momento, ¡cosa extraña!, el enfermo y el doctor, de común acuerdo, y como poseídos de la misma idea, hablaron de Mirabeau como de un hombre que había sido, pero que había dejado de ser.

También desde aquel momento el semblante de Mirabeau tomó ese carácter solemne, propio esencialmente de la agonía de los grandes hombres; su voz fue lenta, grave, casi profética; hubo en su palabra algo más severo y profundo, y en sus sentimientos algo de más afectuoso, de indiferente y de sublime.

Le anunciaron que un joven que no le había visto sino una vez, y que no quería decir quién era insistía para entrar, y volviéndose hacia Gilberto, pidióle con la mirada permiso para recibir al joven.

—Dejadle entrar, Teisch —dijo el doctor.

El criado abrió la puerta; un joven de diecinueve a veinte años se presentó en el umbral, adelantóse lentamente, se arrodilló delante del lecho del enfermo, cogió su mano y la besó, prorrumpiendo en sollozos.

Mirabeau parecía buscar en su memoria un vago, recuerdo.

—¡Ah! —exclamó de pronto—, ya os reconozco, sois el joven de Argenteuil.

—¡Dios mío, bendito seáis! —contestó el joven—; esto es cuanto yo pedía.

Y levantándose, cubrióse los ojos con las manos y salió.

Algunos segundos después, Teisch entró llevando en la mano un billete que el joven había escrito.

Contenía sencillamente estas palabras:

Al besar la mano del señor de Mirabeau en Argenteuil, le dije que estaba dispuesto a morir por él.

Vengo a cumplir mi palabra.

He leído ayer en un diario inglés que la transfusión de la sangre se había efectuado con buen éxito en Londres, en un caso semejante en que se encuentra el ilustre enfermo.

Si para salvar al señor de Mirabeau se juzga útil este procedimiento, ofrezco la mía, que es joven y pura.

MARNAIS.

Al leer estas breves líneas, Mirabeau no pudo reprimir sus lágrimas.

Ordenó al punto que se introdujera al joven; pero este, queriendo sin duda evitar aquella manifestación de agradecimiento tan bien merecida había marchado, dejando sus señas en Argenteuil y en París.

Algunos momentos después, Mirabeau consintió en recibir a todo el mundo: los señores de la Marck y Frochot, sus amigos; la señora de Saillant, su hermana, y la señora de Aragón, su sobrina.

Pero no quiso ver a ningún otro médico más que al doctor Gilberto, y como este insistiera, le contestó:

—No, doctor; habéis sufrido todas las molestias de mi enfermedad, y si me curáis, para vos debe ser todo el mérito de mi restablecimiento.

De vez en cuando quería saber quién había preguntado cómo seguía, y aunque no preguntase si la Reina se había informado, Gilberto adivinaba, por un suspiro del moribundo al llegar al fin de la lista, que el único nombre que hubiera deseado encontrar era precisamente aquel que faltaba.

Después, sin hablar del Rey ni de la Reina, lanzábase, con una elocuencia admirable, en la política general, y particularmente en la que hubiera observado respecto a Inglaterra si hubiese sido ministro.

Le habría agradado sobre todo luchar contra Pitt cuerpo a cuerpo.

—¡Oh!, ese Pitt —exclamó una vez—, es el ministro de los preparativos; gobierna más bien con lo que amenaza que con lo que hace; y si yo hubiese vencido, le habría ocasionado disgusto.

De vez en cuando llegaba un clamor hasta las ventanas: era el triste grito de «¡Viva Mirabeau!», proferido por el pueblo, grito que parecía una súplica, o más bien una queja que una esperanza.

Entonces Mirabeau escuchaba y hacía abrir la ventana para que aquel ruido remunerador de tantos sufrimientos llegase hasta él. Durante algunos segundos permanecía con las manos extendidas y el oído atento, como para concentrar en sí todo aquel rumor.

Después murmuraba:

—¡Oh! ¡Buen pueblo, calumniado e injuriado como yo; justo es que ellos sean los que me olvidan y tú quién me recompensas!

Llegó la noche. Gilberto no quiso separarse del enfermo; mandó acercar la otomana al lecho y allí se echó.

Mirabeau le dejó hacer; desde que estaba seguro de morir, no temía al parecer a su médico.

Apenas amaneció, mandó abrir las ventanas.

—Querido doctor —dijo a Gilberto—, hoy es cuando moriré, y llegado el caso en que me encuentro, no debo pensar más que en perfumarme y coronarme de flores, a fin de entrar lo más agradablemente que sea posible en el sueño de que no se despierta… ¿Se me da permiso para hacer lo que quiera?

El doctor hizo una señal afirmativa.

El enfermo llamó a los dos criados.

—Juan —dijo a uno—, traedme las más hermosas flores que se puedan encontrar, mientras que Teisch se encarga de arreglarme, dejándome lo más guapo que sea posible.

Juan miró a Gilberto como pidiéndole permiso, y este le hizo una señal afirmativa.

En cuanto a Teisch, que había estado muy indispuesto la víspera, comenzó por afeitar a su amo, rizándole después los cabellos.

—A propósito —le dijo Mirabeau—, ayer estabas enfermo, mi pobre Teisch, ¿cómo sigues hoy?

—¡Oh! Muy bien, querido amo —contestó el honrado servidor—, y quisiera que estuvieseis en mi lugar.

—Pues bien; yo —contestó el enfermo sonriéndose—, por poco apego que tengas a la vida, no te deseo que estés en el mío.

En aquel momento resonó un cañonazo. ¿De dónde procedía? Jamás se supo nada.

El enfermo se estremeció.

—¡Oh! —exclamó incorporándose—, ¿son ya los funerales de Aquiles?

Apenas Juan, hacia el que todos se habían precipitado para pedirle noticias del ilustre enfermo, hubo dicho que iba a buscar flores, varios hombres comenzaron a correr por las calles gritando: «¡Flores para el señor Mirabeau!», y todas las puertas se abrieron, ofreciendo cada cual las que tenía, ya en las habitaciones o ya en los invernaderos; de modo que en menos de un cuarto de hora, la casa del enfermo estuvo llena de las flores más raras.

A las nueve de la mañana, la habitación de Mirabeau estaba convertida en un verdadero parterre.

En aquel momento, Teisch acababa de arreglar a su amo.

—Querido doctor —dijo Mirabeau—, os pediré un cuarto de hora para despedirme de una persona que debe salir de la casa antes que yo. Por si tratasen de insultarla, os la recomiendo.

El doctor comprendió.

—Bien —dijo—, voy a dejaros.

—Sí, pero esperaréis en la habitación contigua; porque una vez fuera esa persona, ya no me abandonaréis hasta que muera.

Gilberto hizo una señal afirmativa.

—Dadme vuestra palabra.

El doctor se la dio balbuciendo. Este hombre estoico se admiraba al sentir lágrimas en sus ojos, él que pensaba haber llegado a la insensibilidad a fuerza de ser filósofo.

Después se adelantó hacia la puerta.

Mirabeau le detuvo.

—Antes de salir —dijo—, abrid mi pupitre y dadme un cajoncito que encontraréis.

Gilberto hizo lo que Mirabeau deseaba.

Aquel cajoncito era pesado, y el doctor pensó que estaría lleno de oro.

Mirabeau le hizo una seña de ponerlo sobre la mesa de noche.

—Tendréis la bondad de enviarme a Juan —dijo—, a Juan, entendedlo bien, y no a Teisch, pues me fatiga mucho llamar.

Gilberto salió. Juan esperaba en la habitación contigua y entró cuando Gilberto salía.

Detrás del criado, el doctor oyó que cerraban la puerta con llave.

La media hora que siguió fue empleada por Gilberto para dar noticias de Mirabeau a cuantos llenaban la casa.

Las noticias eran desesperadas, y no ocultó a toda aquella multitud que el enfermo no llegaría tal vez a la noche.

Un coche se detenía en aquel momento delante de la puerta de la casa.

Por un instante Gilberto pensó que tal vez serla enviado por la corte, y se le había dejado pasar por consideración, a pesar de haberse prohibido.

Entonces corrió a la ventana; sería un dulce consuelo para el moribundo saber que la Reina se ocupaba de él.

Pero era un simple coche de plaza que Juan había ido a buscar.

El doctor adivinó para quién era.

En efecto, pocos minutos después, Juan salió conduciendo a una mujer muy tapada de negro, que subió al coche.

Sin saber quién era, la multitud se apartó respetuosamente para dejar paso.

Juan entró.

Un momento después abrióse de nuevo la puerta de la habitación de Mirabeau, y oyóse la voz debilitada del enfermo que llamaba al doctor.

Gilberto acudió al punto.

—Tomad —le dijo Mirabeau—, volved a poner esta caja en su sitio, querido doctor.

Y como este pareciese admirado de ver que pesara tanto como antes, Mirabeau le dijo:

—Sí, esto es curioso, ¿no os parece así? ¿Dónde diablos se oculta el desinterés?

Al volver hacia el lecho, Gilberto vio en el suelo un pañuelo bordado, guarnecido de encaje.

Estaba húmedo de lágrimas.

—¡Ah! —dijo Mirabeau—, no se ha llevado nada, pero ha dejado alguna cosa.

Mirabeau tomó el pañuelo, y al notar que estaba húmedo le aplicó a su frente.

—¡Oh! ¡Solamente ella no tiene corazón!…

Y volvió a caer en su lecho con los ojos cerrados, de modo que se hubiera podido creer que estaba desmayado o muerto, a no ser por el estertor que indicaba la aproximación de la muerte.