Capítulo LXXV

Gilberto cumplió escrupulosamente la doble promesa hecha a Mirabeau.

Al entrar en París encontró a Camilo Desmoulins, la gaceta viviente, el diario encamado de la época.

Le anunció la enfermedad de Mirabeau, suponiéndola más grave de lo que podía llegar a ser si Mirabeau cometía alguna nueva imprudencia; pero que no lo era en aquel momento.

Después fue a las Tullerías y habló de esta enfermedad al Rey.

Luis XVI se contentó con decir:

—¡Ah, ah! ¡Pobre conde! ¿Ha perdido el apetito?

—Sí, señor —contestó Gilberto.

—Pues entonces debe ser cosa grave —dijo el Rey.

Y habló de otra cosa.

Gilberto al salir de la habitación del soberano entró en la de la Reina, a quien repitió la misma cosa que había dicho al Rey.

La frente altiva de la hija de María Teresa se frunció.

—¿Por qué no le hubo de sobrevenir esa enfermedad en la mañana del día en que pronunció su gran discurso sobre la bandera tricolor? —exclamó.

Y como se arrepintiese de haber dejado escapar delante de Gilberto la expresión de su odio a ese emblema de la nacionalidad francesa, añadió:

—No obstante, sería una desgracia para Francia y para nosotros que esa indisposición progresase.

—Creía haber tenido el honor de decir a la Reina —repitió Gilberto—, que era más que una indisposición, que era una enfermedad.

—Que conseguiréis dominar, doctor —replicó la Reina.

—Haré todo lo posible, señora; pero no respondo.

—Doctor —repuso la Reina—, espero de vos que me daréis noticias del señor de Mirabeau.

Y habló de otra cosa.

Por la noche, a la hora señalada, Gilberto subía la escalera de la habitación de Mirabeau.

Este último le esperaba recostado en una otomana; pero como le habían hecho esperar algunos instantes en el salón, bajo pretexto de avisar al conde su presencia, el doctor paseó una mirada en torno suyo al entrar, y sus ojos se fijaron en un chal de cachemira olvidado en un sillón.

Pero bien fuese para distraer la atención de Gilberto, o porque daba gran importancia a la cuestión que debía seguirse, Mirabeau comenzó por decir:

—¡Ah, sois vos! He sabido que habíais cumplido una parte de vuestra promesa; París sabe ya que estoy enfermo, y el pobre Teisch no ha dejado de dar noticias sobre mi salud a mis amigos de diez en diez minutos desde hace dos horas. Los que me quieren vienen a ver si estoy mejor, y tal vez mis enemigos desean averiguar si estoy peor. He aquí lo que hay para la primera parte. ¿Habéis sido tan fiel respecto a la segunda?

—¿Qué querés decir? —preguntó Gilberto sonriendo.

—Bien lo sabéis.

El doctor se encogió de hombros en señal de negativa.

—¿Habéis estado en las Tullerías?

—Sí.

—¿Habéis visto al Rey?

—Sí.

—¿Habéis visto a la Reina?

—Sí.

—Y ¿les habéis anunciado que bien pronto se verían libres de mí?

—Les he dicho que estabais enfermo.

—Y ¿qué han contestado?

—El Rey preguntó si habíais perdido el apetito.

—¿Y al contestar vos afirmativamente?…

—Os ha compadecido con toda sinceridad.

—¡Buen Rey! El día de su muerte dirá a sus amigos como Leónidas: «Esta noche ceno en casa de Plutón». Pero ¿y la Reina?

—Se ha compadecido de vos también, informándose con interés de vuestra salud.

—Pero ¿en qué términos, doctor? —preguntó Mirabeau, que evidentemente daba mucho valor a la contestación que esperaba de Gilberto.

—Pues en muy buenos términos —dijo el doctor.

—Me habéis dado palabra de repetirme textualmente lo que os dijera.

—¡Oh!, no podría recordarlo palabra por palabra.

—Doctor, no habéis olvidado ni una sílaba.

—Os juro…

—Doctor, me habéis dado vuestra palabra. ¿Queréis que os trate de hombre sin fe?

—Sois exigente, conde.

—No puedo remediarlo.

—¿Queréis a toda costa que os repita las palabras de la Reina?

—Una por una.

—Pues bien, he dicho que esa enfermedad debía haber sobrevenido la mañana del día en que defendisteis en la tribuna la bandera tricolor.

Gilberto quería juzgar de la influencia de la Reina sobre Mirabeau.

Este último saltó en su asiento como si le hubieran puesto en contacto con una pila de Volta.

—¡Ingratitud de los reyes! —murmuró—. ¡Ese discurso ha bastado para hacerle olvidar la lista civil de veinticuatro millones para el Rey, y su viudedad de cuatro para ella! Pero ¿no sabe esa mujer, ignora esa Reina que se trataba de reconquistar de un solo golpe mi popularidad perdida por su causa? ¿No recuerda ya que propuse el aplazamiento de la reunión de Avignon con Francia para sostener los escrúpulos religiosos del Rey? Una falta. ¿Ha olvidado que durante mi presidencia en los Jacobinos, presidencia de tres meses que me quitó diez años de vida, defendí la ley de la guardia nacional limitada a los ciudadanos activos? Otra falta. ¿No recuerda que en la discusión de la Asamblea del proyecto de la ley sobre juramento de los sacerdotes, pedí que se restringiese aquí a los confesores? ¡Oh! Estas faltas las he pagado muy caras —continuó Mirabeau—, y sin embargo, no son ellas las que me han hecho caer, porque hay épocas extrañas, singulares, anormales, en las que no se cae por las faltas que se cometen. Cierto día, por ellos también, defendí una cuestión de justicia, de humanidad: se censuraba la fuga de las tías del Rey, y se propuso una ley contra la emigración. «¡Si hacéis una ley contra los emigrantes, juro no obedecer jamás!». Y el proyecto se desechó; por unanimidad. Pues bien, lo que no habían podido hacer mis descalabros, lo consiguió mi triunfo. Me llamaron dictador, me lanzaron a la tribuna por la vía de la cólera, la peor que puede seguir un orador, y triunfé por segunda vez, pero atacando a los Jacobinos. ¡Entonces estos juraron mi muerte, los muy necios! Duport, Lameth y Barnave no ven que si me matan darán la dictadura de su garito a Robespierre. ¡Yo, a quien hubieran debido conservar como a las niñas de sus ojos, he sido anonadado por ellos bajo su estúpida mayoría; han hecho correr por mi frente el sudor de sangre; me han hecho apurar hasta las heces el cáliz de la amargura, y me han coronado de espinas, en fin, poniéndome la caña entre las manos, para crucificarme por último! Feliz me considero por haber sufrido esta Pasión, como Jesucristo por amor a la humanidad… ¡La bandera tricolor! ¿No ven que es su único refugio; que si quisieran venir leal y públicamente a sentarse a su sombra, esta última les salvaría aún tal vez? Pero la Reina no quiere ser salvada; quiere vengarse y no tiene ninguna idea juiciosa. El medio que yo propongo como el único eficaz, ese es el que ella rechaza sobre todo: ser moderada, justa, y en cuanto sea posible, tener siempre razón. He querido salvar dos cosas a la vez, la monarquía y la libertad, lucha ingrata en la que combato solo y abandonado. ¿Contra quién? Si fuera contra hombres, no sería nada, ni tampoco contra tigres o leones; pero es contra un elemento, contra el mar, contra las olas que suben, contra la marea que va en aumento. Ayer me cubría los tobillos, hoy me llega a la rodilla, mañana me alcanzará a la cintura, y al otro día pasará sobre mi cabeza… Por eso, doctor, es preciso que os hable con franqueza. Primero me sobrecogió el pesar y después el disgusto; yo había soñado en ser arbitro entre la Revolución y la monarquía; creía alcanzar ascendiente sobre la Reina como hombre, y como tal correr en su auxilio, y el día en que se aventurase imprudentemente en un río perdiendo pie, lanzarme al agua y salvarla. Pero no; jamás se ha querido utilizar seriamente mis servicios, doctor, y sí tan sólo comprometerme, haciéndome perder mi popularidad, perderme, aniquilarme, y hacerme impotente así para el bien como para el mal. Por eso ahora, lo mejor que puedo hacer, amigo mío, es morirme a tiempo, echarme artísticamente, como el atleta antiguo, alargar el cuello con gracia, y exhalar el postrer aliento convenientemente.

Y Mirabeau se dejó caer sobre su otomana, mordiendo el almohadón con fuerza.

Gilberto sabía ya lo que deseaba saber, es decir, dónde estaban la vida y la muerte de Mirabeau.

—Conde —preguntó—, ¿qué diríais si el Rey enviase mañana a pedir noticias sobre vuestra salud?

El enfermo se encogió de hombros, como diciendo que le era igual.

—El Rey… o la Reina —añadió Gilberto.

—¿Cómo? —exclamó Mirabeau irguiéndose.

—Digo el Rey o la Reina —repitió Gilberto.

Mirabeau se incorporó, apoyándose sobre los puños, como un león agachado, y trató de leer hasta el fondo del corazón de Gilberto.

—No lo hará —dijo.

—Pero, en fin, ¿y si lo hiciere?

—¿Creéis —replicó Mirabeau—, que descendería hasta ese punto?

—Yo no creo nada, supongo, presumo…

—Sea —dijo Mirabeau—, esperaré hasta mañana.

—¿Qué queréis decir?

—Tomad las palabras en el sentido que tienen, doctor, y no veáis en ellas sino lo que quieren decir. Esperaré hasta la noche de mañana.

—¿Y entonces?

—Pues bien, mañana por la noche, si ha enviado un mensajero, si, por ejemplo, el señor Weber viniese, tendréis razón y yo me habré engañado; pero, si, por el contrario, no se presentase nadie, entonces seréis vos quien ha incurrido en error, y yo tendré razón.

—Pues bien, sea mañana por la noche. Hasta entonces, querido Demóstenes, calma, reposo y tranquilidad.

—No me levantaré de mi asiento.

—¿Y ese chal?

Y Gilberto mostró con el dedo el objeto que había llamado su atención al entrar en la estancia.

El conde sonrió.

—¡Palabra de honor! —dijo.

—Bueno —replicó el doctor—, tratad de pasar la noche tranquilo, y respondo de vos.

En la puerta le esperaba Teisch.

—Vamos, mi buen Teisch, tu amo está mejor —le dijo.

El viejo criado movió tristemente la cabeza.

—¿Cómo —replicó Gilberto—, dudas de mi palabra?

—Dudo de todo, señor doctor, por lo menos mientras tenga a su lado su mal genio.

Y exhaló un suspiro, dejando al doctor en la estrecha escalera.

Al bajar Gilberto vio como una sombra velada que parecía esperarle.

Mas apenas le divisó esta última, dejó escapar un ligero grito y desapareció detrás de una puerta entornada, como para dejar el paso libre.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Gilberto.

—Es ella —contestó Teisch.

—Pero ¿quién?

—La mujer que se parece a la Reina.

Por segunda vez le sorprendió a Gilberto la misma idea que había concebido ya antes al oír la tal frase, y dio un paso como para perseguir al fantasma; pero se detuvo murmurando:

—¡Imposible!

Y continuó su camino, dejando al pobre Teisch desesperado al ver que un hombre tan sabio como el doctor no quería ahuyentar al demonio, o por lo menos al que, según su más profunda convicción, era un enviado del infierno.

Mirabeau pasó una noche bastante tranquila; a la mañana siguiente llamó a Teisch y ordenóle que abriese las ventanas para respirar el aire matinal.

La única cosa que inquietaba al viejo servidor era la impaciencia febril de que el enfermo era presa.

Cuando, interrogado por su amo, le contestó que apenas eran las ocho, Mirabeau no había querido creerlo y pidió su reloj para consultarle.

El Conde había puesto el reloj sobre la mesa junto a su lecho.

—Teisch —dijo al viejo criado—, ocuparás abajo el puesto de Juan, que prestará hoy su servicio junto a mí.

—¡Oh! Dios mío —dijo Teisch—, ¿habré tenido la desgracia de incurrir en el desagrado del señor conde?

—Al contrario, mi buen Teisch —contestó Mirabeau enternecido—, porque sólo me fío de ti te pongo en la puerta para que digas a todos cuantos vengan a preguntar por mí que estoy mejor, aunque no recibo aún; pero si vienen de parte de la… —Mirabeau se detuvo un momento, y después añadió—: Pero si envían recado de palacio, de las Tullerías, harás subir al mensajero, ¿lo entiendes bien? Bajo cualquier pretexto, sea cual fuese, no le dejarás marcharse sin que yo le hable. Ya ves, mi buen Teisch, que al alejarte de mí te elevo al cargo de confidente.

Teisch, cogiendo la mano de su amo, la besó.

—¡Oh, señor Conde! —dijo—, ¡si solamente quisierais vivir!

Y salió.

—¡Pardiez! —exclamó el Conde, mirando como se alejaba—, he aquí precisamente lo difícil.

A las diez, Mirabeau quiso vestirse, y lo hizo con una especie de coquetería; Juan le afeitó y peinó, y después acercó su sillón a la ventana, desde la cual podía ver la calle.

A cada golpe de aldabón, a cada sonido de la campanilla, se hubiera podido ver desde la casa de enfrente su rostro ansioso aparecer detrás de la cortinilla levantada, y su mirada penetrante mirar la calle; después, la cortinilla se corría de nuevo, hasta que sonaba otra vez la campanilla o el golpe del aldabón.

A las dos, Teisch subió seguido de un lacayo, y el corazón de Mirabeau latió con violencia, aunque aquel no llevaba librea.

Lo primero que se le ocurrió al conde fue que aquel mensajero venía de parte de la Reina, así vestido para no comprometer a la que le enviaba.

Mirabeau se engañaba.

—De parte del doctor Gilberto —dijo Teisch.

—¡Ah! —exclamó— Mirabeau, palideciendo como si hubiera tenido veinticinco años, y esperando un mensajero de la señora de Monnier hubiera visto llegar a un dependiente de su tío el magistrado.

—Señor —dijo Teisch—, como ese joven viene de parte del señor Gilberto, siendo portador de una carta para vos, he creído que debía hacer en favor suyo una excepción de la consigna.

—Está muy bien —dijo el Conde—. ¿Y la carta? —añadió, volviéndose hacia el criado…

Este último la tenía en la mano y se la entregó al Conde.

Mirabeau, abriéndola al punto, no vio más que estas pocas palabras:

«Decidme cómo seguís. Estaré en vuestra casa a las once de la noche, y espero que vuestras palabras serán para decirme que os habíais engañado».

—Dile a tu amo —continuó Mirabeau al lacayo—, que me has encontrado en pie, y que le espero esta noche.

Y volviéndose a Teisch, añadió:

—Que se vaya este joven contento.

El criado, haciendo seña de que comprendía, se llevó al mensajero.

Sucediéronse las horas; la campanilla resonaba de continuo y también el aldabón: todo París se inscribía en casa de Mirabeau, y había en la calle grupos de hombres del pueblo, que habiendo sabido la noticia, aunque no como la publicaban los diarios, y no fiándose de los partes tranquilizadores de Teisch, obligaban a los coches a tomar la izquierda y la derecha de la calle, para que el rumor de las ruedas no fatigase al ilustre enfermo.

A eso de las cinco, Teisch juzgó oportuno presentarse por segunda vez en la habitación de Mirabeau, a fin de anunciarle esta noticia.

—¡Ah! —exclamó el Conde—, al verte, mi querido Teisch, creí que venías a decirme algo mejor.

—¡Algo mejor! —replicó el criado con asombro—; no creía que pudiese comunicar al señor Conde nada tan halagüeño como semejante prueba de amor.

—Tienes razón, Teisch —contestó—, soy un ingrato.

Y cuando Teisch hubo cerrado la puerta, Mirabeau abrió la ventana.

Se asomó e hizo un ademán de gracias a los buenos hombres que tanto miraban por su reposo.

Estos le reconocieron, y al punto resonaron los gritos de «¡Viva Mirabeau!», desde un extremo a otro de la calle de la Chaussée-d’Antin.

¿En qué pensaba Mirabeau mientras que se le tributaba esta prueba de aprecio inesperada, que en cualquier otra circunstancia hubiera colmado su corazón de alegría?

Pensaba en aquella mujer altiva que no se inquietaba por él, y sus ojos buscaban, más allá de los grupos oprimidos alrededor de su casa, algún lacayo con librea azul que viniese de los bulevares.

Volvió a su aposento con el corazón contristado; llegaban ya las primeras sombras de la tarde y no había visto lo que esperaba.

La tarde transcurrió como el día; la impaciencia de Mirabeau se había convertido en una sombría amargura, y su corazón sin esperanza no se agitaba ya al oír la campanilla o el golpe de aldabón. No; esperaba, con el rostro contristado, la prueba de interés que se le había prometido y que no llegaba.

A las once, la puerta se abrió y Teisch anunció al doctor Gilberto.

Este último entró sonriendo y se asustó al ver la expresión del semblante de Mirabeau, espejo fiel de los trastornos de su alma.

Gilberto lo comprendió todo.

—¿No han venido? —preguntó.

—¿De dónde? —repuso Mirabeau.

—Ya sabéis lo que quiero decir.

—¡Yo no, a fe mía!

—Del palacio… de su parte… en nombre de la Reina.

—No he visto a nadie, querido doctor; no ha venido persona alguna.

—¡Imposible! —exclamó Gilberto.

Mirabeau se encogió de hombros.

—¡Cándido hombre de bien! —exclamó.

Y cogiendo la mano del doctor con un movimiento convulsivo, preguntóle:

—¿Queréis que os diga lo que habéis hecho hoy, doctor?

—¿Yo? —contestó Gilberto—; pues poco más o menos, lo de todo los días.

—No, pues no vais diariamente a palacio, y hoy habéis estado allí; no veis a la Reina todos los días, y hoy la habéis visitado; no os permitís darla consejos, y hoy la disteis uno.

—¡Vamos! —exclamó Gilberto.

—Mirad, doctor, ya veo lo que ha pasado, y oigo lo que se ha dicho como si hubiese estado presente.

—Pues bien, sepámoslo, señor de la doble vista. ¿Qué ha pasado y qué se ha dicho?

—Habéis ido a las Tullerías hoy a la una, y solicitado hablar a la Reina; una vez en su presencia, le digisteis que yo empeoraba, y que convendría que ella, como Reina o como mujer enviase a pedir informes de mi salud, si no por atención, al menos por cálculo. Ha discutido con vos, mostrándose al parecer convencida de que teníais razón, y os ha despedido diciéndoos que enviaría un recado a mi casa. Entonces os habéis marchado muy contento, confiando en la palabra real; mientras que ella, siempre orgullosa, se reía de vuestra credulidad, en la persuasión de que la palabra real no compromete a nada… Veamos, decidme como hombre honrado —añadió Mirabeau, mirando al doctor fijamente—, si no ha pasado la cosa así…

—Si hubierais estado allí —contestó Gilberto, no hubierais visto ni oído mejor.

—¡Qué torpes! —repuso Mirabeau con amargura—. Cuando decía que no saben hacer nada oportunamente… Si se hubiese visto hoy la librea del Rey en medio de esa multitud que gritaba «¡Viva Mirabeau!», delante de mi puerta y bajo mis ventanas, esto les habría dado por lo menos un año de popularidad.

Y Mirabeau, moviendo la cabeza, se llevó vivamente la mano a los ojos.

—¿Qué tenéis, conde? —le preguntó Gilberto.

—Nada —contestó Mirabeau—. ¿Tenéis noticias de la Asamblea nacional, de los Franciscanos o de los Jacobinos? ¿Ha pronunciado Robespierre algún nuevo discurso? ¿Ha dado a luz Marat algún nuevo folleto?

—¿Hace mucho tiempo que no habéis comido? —preguntó el doctor.

—Desde las dos de la tarde.

—En tal caso, vais a tomar un baño, conde.

—¡Pardiez!, excelente idea, doctor; Juan, el baño.

—¿Aquí, señor conde?

—No, no, junto al gabinete tocador.

Diez minutos después Mirabeau estaba en el baño y como de costumbre, Teisch acompañaba al doctor, que acababa de despedirse.

Mirabeau se incorporó en su bañera para seguir con los ojos a Gilberto; después, cuando le hubo perdido de vista, aplicó el oído para escuchar el rumor de sus pasos; y luego permaneció inmóvil hasta que oyó el golpe de la puerta al cerrarse.

Entonces tiró de la campanilla con fuerza.

—Juan —dijo—, mandad poner la mesa en mi habitación e id a preguntar de mi parte a Oliva si quiere hacerme el favor de cenar conmigo.

Después, cuando el criado salía para cumplir la orden, gritó:

—¡Flores, sobre todo flores, porque las adoro!

A las cuatro de la madrugada, el doctor Gilberto fue despertado por un fuerte campanillazo.

—¡Ah! —exclamó saltando del lecho, seguro de que el señor Mirabeau había empeorado.

El doctor no se engañaba; Mirabeau después de mandar que le sirviesen la cena, después de hacer cubrir la mesa de flores, ordenó a Juan que se retirase y a Teisch que se acostara.

Después cerró todas las puertas, excepto la que comunicaba con el pabellón de la bella desconocida, que el viejo criado llamaba su mal genio.

Pero los dos servidores no se habían acostado; solamente Juan, aunque más joven, se había dormido en un sillón de la antecámara.

Teisch había velado.

A las cuatro menos cuarto, resonó un fuerte campanillazo, y los dos se precipitaron hacia la alcoba de Mirabeau.

Las puertas estaban cerradas.

Entonces se les ocurrió dar la vuelta por la habitación de la mujer desconocida, y así pudieron penetrar en la alcoba de su amo.

Mirabeau, recostado en su sillón, casi desvanecido, sujetaba entre sus brazos a aquella mujer, sin duda para que no pudiera pedir socorro, y ella, espantada, llamaba con la campanilla de la mesa, no habiendo podido llegar hasta la chimenea para tirar del cordón.

Al ver a los dos servidores, había llamado tanto en su auxilio como en el de Mirabeau, porque este la sofocaba en sus convulsiones.

Hubiérase dicho que era la Muerte disfrazada, tratando de arrastrarlo a la tumba.

Gracias a los esfuerzos reunidos de los dos criados, los brazos del moribundo se entreabrieron; Mirabeau volvió a caer en su sillón, y ella, aturdida, volvió a sus aposentos.

Juan había corrido entonces en busca del doctor, mientras que Teisch trataba de prestar los primeros auxilios a su amo.

Gilberto no esperó a que enganchasen el coche, ni quiso tampoco enviar en busca de uno; desde la calle de San Honorato hasta la Chaussée-d’Antin la distancia no era muy larga, por lo cual siguió a Juan, y diez minutos después llegaba a la casa de Mirabeau.

—Y bien, amigo mío —preguntó el doctor—, ¿qué ocurre ahora?

—¡Ah, caballero! —contestó el criado—, ¡esa mujer, siempre esa mujer, y además, esas malditas flores; ahora veréis!

En aquel momento se oyó algo como un sollozo, y Gilberto subió precipitadamente; cuando llegó a los últimos escalones, una puerta contigua a la de Mirabeau se abrió de pronto, y una mujer que llevaba un peinador blanco, apareciendo de improviso, se arrodilló a los pies del doctor.

—¡Oh, Gilberto, Gilberto! —exclamó, poniéndose sus dos manos en el pecho—, ¡en nombre de Dios, salvadle!

—¡Nicolasa —exclamó Gilberto—, Nicolasa! ¡Oh, desgraciada! ¡Conque sois vos!…

—¡Salvadle, salvadle!

Gilberto permaneció un instante como abismado en una idea terrible.

—¡Oh! —murmuró—, ¡Beausire vendiendo folletos contra él, y Nicolasa su querida! ¡Verdaderamente está perdido, porque en esto anda Cagliostro!

Y se precipitó en la habitación de Mirabeau, comprendiendo que no se debía perder un instante.