Algunos meses después de los acontecimientos que acachamos de referir, hacia fines de marzo de 1791, un coche, corriendo rápidamente por el camino de Argenteuil a Besons, hacía un rodeo a medio cuarto de legua de la ciudad y avanzaba hacia el castillo del Marais, cuya verja estaba abierta, deteniéndose luego cerca del primer escalón del pórtico.
El reloj colocado en el frontis del edificio señalaba las ocho de la mañana.
Un criado viejo, que parecía esperar con impaciencia la llegada del coche, se precipitó hacia la portezuela para abrirla, y un hombre con un traje completamente negro se lanzó a la escalinata.
—¡Ah!, señor Gilberto —exclamó el criado—, al fin llegáis.
—Pues ¿qué ocurre, mi buen Teisch?
—¡Ah! Ahora lo veréis, caballero —contestó el criado.
Y precediendo al doctor le hizo atravesar la sala de billar, cuyas lámparas, encendidas sin duda a una hora muy avanzada de la noche, ardían aún, mientras que en el comedor, la mesa cubierta de flores, de botellas destapadas, de frutas y de pasteles, indicaba una cena que se había prolongado más allá de las horas acostumbradas.
Gilberto dirigió una mirada dolorosa sobre toda aquella escena de desorden, que probaba hasta qué punto se habían descuidado sus prescripciones; después, encogiéndose de hombros con un suspiro, subió la escalera que conducía a la habitación de Mirabeau, situada en el primer piso.
—Señor conde —dijo el criado penetrando el primero en aquella habitación—, aquí está el doctor Gilberto.
—¿Cómo el doctor? —preguntó Mirabeau—. ¿Se le ha enviado a buscar para semejante bagatela?
—¡Bagatelas! —murmuró el pobre Teisch—; juzgad vos mismo, señor doctor.
—¡Oh, amigo mío! —dijo Mirabeau incorporándose en el lecho—, creed que siento mucho que os hayan molestado sin consultarme.
—Por lo tanto, querido conde, no es nunca una molestia proporcionarme la ocasión de veros; ya sabéis que yo no ejerzo sino para algunos amigos, y a estos les pertenezco del todo. Veamos qué ha ocurrido, y sobre todo, que no haya secreto para la facultad. Teisch, descorred los cortinajes y abrid las ventanas.
Ejecutada esta orden, la luz invadió la habitación de Mirabeau hasta en la penumbra, y el doctor pudo ver el cambio que se había producido en la persona del célebre orador en el espacio de un mes en que no le había visto.
—¡Ah, ah! —exclamó a pesar suyo.
—Sí —dijo Mirabeau—, ya sé que estoy muy cambiado; pero voy a deciros de qué proviene esto.
Gilberto sonrió con expresión de tristeza; pero como un médico inteligente sabe sacar siempre partido de lo que le dice su enfermo, aunque sea mentira, le dejó hablar.
—Sabéis ya —continuó Mirabeau—, ¿qué cuestión se trataba ayer en la Asamblea?
—Sí; la de las minas.
—Pues bien, es asunto mal conocido aún o poco profundizado, ignorándose hasta ahora los intereses de los propietarios y del gobierno. Por lo demás, el conde Marck, mi amigo íntimo, estaba muy interesado en la cuestión, pues de esta dependía la mitad de su fortuna; su bolsa, querido doctor, siempre estuvo a mi disposición, y es preciso ser agradecido. Hablé, o mejor dicho, cargué cinco veces, y en la última derroté al enemigo, pero quedando casi extenuado. Sin embargo, al volver a casa quise celebrar la victoria; recibí algunos amigos a cenar, se rio y habló hasta las tres de la madrugada, me acosté después, y a eso de las cinco me sobrecogieron dolores de entrañas que me hicieron gritar como un imbécil. Teisch, que es un cobarde, tuvo miedo y os envió a buscar. Ahora sabéis tanto como yo; ved el pulso y mi lengua; sufro como un condenado y os ruego que me aliviéis si es posible, pues yo no puedo hacer nada.
Gilberto era demasiado hábil médico para no ver, sin el auxilio de la lengua o del pulso, la gravedad de la situación de Mirabeau. El enfermo estaba a punto de sofocarse, respiraba con dificultad, tenía el rostro hinchado por la detención de la sangre en los pulmones, se quejaba de frío en las extremidades, y de vez en cuando la violencia del dolor le arrancaba un suspiro o un grito.
Sin embargo, el doctor quiso confirmar su opinión casi fija ya, por el examen del pulso.
Era convulsivo e intermitente.
—Vamos —dijo Gilberto—, por esta vez no será nada, querido conde, mas ya era tiempo.
Y sacó el estuche de su bolsillo con esa rapidez y esa calma que son los caracteres distintivos del verdadero médico.
—¡Ah, ah! —exclamó Mirabeau—. ¿Vais a sangrarme?
—Ahora mismo.
—¿En el brazo derecho o en el izquierdo?
—Ni en uno ni en otro; tenéis ya los pulmones demasiado repletos, y voy a sangraros en el pie, mientras que Teisch marcha a Argenteuil para traer mostaza y cantáridas, a fin de aplicaros sinapismos. Tomad mi coche, Teisch.
—¡Diablo! —exclamó Mirabeau—, parece, en efecto, que ya era hora de recibir auxilio.
Gilberto, sin contestarle, procedió inmediatamente a la operación, y muy pronto una sangre negra y espesa, después de vacilar un instante, brotó del pie del enfermo. El alivio fue instantáneo.
—¡Ah, pardiez! —dijo Mirabeau, respirando con más desahogo—, decididamente sois un gran hombre, doctor.
—Y vos un gran loco, conde, para arriesgar así una vida tan preciosa para vuestros amigos y para Francia, tan sólo por algunas horas de placer.
Mirabeau sonrió con melancolía, casi irónicamente.
—¡Bah!, querido doctor —replicó—, exageráis el caso que mis amigos y Francia hacen de mí.
—A fe mía —contestó Gilberto, sonriéndose—, los grandes hombres se quejan siempre de la ingratitud de los demás, y ellos son realmente los ingratos. Estad enfermo de veras, y mañana tendréis a todo París bajo vuestras ventanas; morid pasado mañana, y toda la Francia asistirá a vuestro entierro.
—¿Sabéis que es muy consolador lo que me decís? —contestó Mirabeau, sonriéndose.
Precisamente porque podéis ver lo uno sin arriesgar lo otro, os digo esto, y a la verdad que necesitáis una gran demostración que levante vuestra moral. Dejadme conduciros a París dentro de dos horas, conde; dejadme decir al primer mozo de cordel que encuentre que estáis enfermo, y ya veréis.
—¿Os parece que puedo ser trasladado a París?
—Hoy mismo, sí… ¿Qué experimentáis?
—Respiro más libremente, mi cabeza se alivia, y la niebla que me parecía tener delante de los ojos desaparece… pero sufro dolores en las entrañas.
—¡Oh! Esto se remediará con los sinapismos, querido conde; la sangría ha producido su efecto, y aquellos han de hacer el suyo… Mirad, precisamente ahí viene Teisch.
En efecto, el criado entró en el mismo instante con los ingredientes pedidos, y un cuarto de hora después el enfermo experimentaba el alivio anunciado por el doctor.
—Ahora —dijo Gilberto—, os dejo una hora de reposo, y después marcharemos.
—Doctor —dijo Mirabeau, sonriendo—, ¿queréis permitirme no marchar hasta la noche, y daros cita en mi casa de la Chaussée-d’Antin a las once?
El doctor fijó una mirada en Mirabeau, y el enfermo pudo comprender que su médico había adivinado la causa de la dilatación.
—¡Qué queréis! —dijo Mirabeau—; debo recibir una visita.
—Querido conde —repuso Gilberto—, he visto muchas flores en la mesa del comedor, y sin duda no es tan sólo una cena de amigos lo que habéis dado ayer.
—Ya sabéis que yo no puedo prescindir de las flores, es mi locura.
—Sí; pero las flores van acompañadas, conde.
—¡Diantre! Si la flores me son necesarias, preciso es que sufra las consecuencias de esta necesidad.
—¡Conde, conde, acabaréis por mataros! —dijo Gilberto.
—Confesad, doctor, que por lo menos será un suicidio encantador.
—Conde, no me separo de vos en todo el día.
—Doctor, he dado mi palabra, y supongo que no querréis hacerme faltar a ella.
—¿Estaréis esta noche en París?
—Os he dicho que os esperaré a las once en mi casa de la calle de la Chaussée-d’Antin… ¿La habéis visto ya?
—Aún no.
—Es una adquisición que hice de Julia, la mujer de Taima… En verdad, que me siento del todo bien, doctor.
—Es decir, que me despedís…
—¡Oh, doctor!…
—Por lo demás, hacéis bien, porque estoy de guardia en las Tullerías.
—¡Ah, ah! —exclamó Mirabeau entristeciéndose—, veréis a la Reina.
—Probablemente. ¿Tenéis algún mensaje para ella?
Mirabeau sonrió con amargura.
—No me tomaré semejante libertad, doctor, y ni siquiera la digáis que me habéis visto. —¿Por qué?
—Porque os preguntará si he salvado la monarquía, como prometí hacerlo, y deberíais contestar negativamente. Por lo demás —añadió—, tanto es culpa mía como suya.
—¿No queréis que la diga que vuestro exceso de trabajo y vuestra lucha en la tribuna os matan?
Mirabeau reflexionó un instante.
—Sí —contestó—, decid eso, y hasta añadid que me hallo más enfermo de lo que estoy realmente.
—¿Por qué?
—Por nada… por curiosidad, para explicarme alguna cosa…
—Sea.
—¿Me prometéis esto, doctor?
—Os lo prometo.
—¿Y me repetiréis lo que ella haya dicho?
—Sus propias palabras.
—Bien… adiós, doctor, gracias mil veces.
Y alargó la mano a Gilberto.
El doctor miró fijamente a Mirabeau, a quien esta mirada parecía inquietar.
—A propósito —dijo el enfermo—, antes de marcharos, decidme qué prescribís.
—¡Oh! —contestó Gilberto—, bebidas calientes, como chicoria, dieta absoluta, y sobre todo…
—¿Qué?
—Ninguna enfermera que tenga menos de cincuenta años. ¿Comprendéis, conde?
—Doctor —dijo Mirabeau, sonriendo—, antes que faltar a vuestra prescripción, tomaré dos de veinticinco.
En la puerta, Gilberto encontró a Teisch.
—¡Oh, caballero! —dijo—, ¿por qué os vais?
—Porque me despiden, amigo Teisch —contestó Gilberto riéndose.
—¡Y todo esto por esa mujer! —murmuró el anciano—, y todo porque esa mujer se parece a la Reina… ¡Un hombre de tanto genio, según dicen! ¡Dios mío, habrá mayor estupidez!
Y con esta conclusión abrió la portezuela a Gilberto, que subió al coche muy preocupado, preguntándose en voz baja:
—¿Qué quiere decir al hablar de una mujer que se parece a la Reina?
Durante un momento cogió del brazo a Teisch como para interrogarle; pero díjose en voz baja:
—¿Qué iba yo a hacer? Este es el secreto del señor de Mirabeau y no el mío. ¡Cochero, a París!