Capítulo LXXIII

En la Asamblea siguió uno de esos silencios solemnes que dan la medida de la importancia que tiene lo que se ha de oír.

—Sí, razón se tiene al preguntarme qué son la libertad, la igualdad y la fraternidad, y yo voy a decíroslo. Comencemos, pero ante todo, hermanos, no confundáis esta con la independencia; no son dos hermanas que se asemejan, sino dos enemigas que se odian. Casi todos los pueblos que habitan en países montañosos son independientes; pero yo no sé si se puede decir que sólo uno, excepto Suiza, es verdaderamente libre. Nadie negará que Calabria, Córcega y Escocia no son independientes, y nadie se atreverá a decir que son libres. Si el calabrés se ve contrariado en su capricho, si el corso ve atacado su honor y el escocés sus intereses, el primero, que no puede apelar a la justicia porque no la hay en un pueblo oprimido, apela a su cuchillo, el segundo a su puñal y el tercero a su dirk (daga); hiere, su enemigo cae, y queda vengado; allí tiene la montaña que le ofrece un asilo, y a falta de la libertad, invocada inútilmente por el hombre de las ciudades, encuentra la independencia de las cavernas profundas, de los grandes bosques, de las altas cimas, es decir, la independencia de la zorra, de la gamuza y del águila. Pero estos animales impasibles, invariables, espectadores indiferentes del gran drama humano que se desarrolla a sus ojos, se ven reducidos al instinto y condenados a la soledad; las civilizaciones primitivas, antiguas, maternales, por decirlo así, las civilizaciones de la India, del Egipto, de Eturia y del Asia Menor, de Grecia y del Lacio, reuniendo sus ciencias, sus religiones, sus artes y sus poesías como en un haz de luces que han sacudido sobre el mundo para iluminar en su cuna y en sus desarrollos la civilización moderna, han dejado a las zorras en sus guaridas, a las gamuzas en sus cumbres y a las águilas en sus altas regiones. Para ellos, en efecto, el tiempo pasa, pero sin medida; para ellos las ciencias florecen, pero sin progreso; para ellos las naciones nacen, se engrandecen y caen, pero no hay enseñanza. Es que la Providencia ha limitado el círculo de sus facultades al instinto de conservación del individuo, mientras que Dios ha dado al hombre la inteligencia del bien y del mal, el sentimiento de lo justo y de lo injusto, el horror al aislamiento y el amor a la sociedad. He aquí por qué el hombre nacido solitario como la zorra, salvaje como la gamuza y aislado como el águila, se ha reunido en familias, aglomerado en tribus y constituido en pueblos. Es que, como os decía, hermanos, el individuo que se aisla no tiene derecho más que a la independencia, mientras que, por el contrario, los hombres que se reúnen tienen derecho a la libertad.

LIBERTAD

«No es una sustancia primitiva y única como el oro; es una flor, un fruto, un arte, un producto, en fin; es preciso cultivarla para que florezca y madure. La libertad es el derecho de hacer, en beneficio de su interés propio, de su satisfacción, de su bienestar, de su recreo y de su gloria, todo lo que no perjudica al interés de los demás; es el abandono de una parte de la independencia individual para hacer un fondo de libertad general, de la que cada uno puede tomar a su vez y con medida igual. La libertad, en fin, es más que todo eso, es la obligación contraída a la faz del mundo de no estrechar la suma de luces, de progreso y de privilegios que se han conquistado en el círculo egoísta de un pueblo, de una nación o de una raza, sino, por el contrario, difundirlos a manos llenas, bien sea como individuo o como sociedad, cada vez que un hombre pobre o una sociedad indigente os pidan que compartáis vuestro tesoro con ella. Y no temáis agotar ese tesoro, porque la libertad tiene el privilegio divino de multiplicarse por la prodigalidad misma, semejante a esa urna de los grandes ríos que bañan la tierra, y que está tanto más llena en su fuente cuanto más abundantes son en su desembocadura. He aquí lo que es la libertad: un maná celeste a que todos tienen derecho, y que el pueblo elegido para que caiga debe compartir con cualquiera otro que reclame su parte. Tal es la libertad como yo la entiendo —continuó Cagliostro, sin dignarse contestar siquiera directamente al que le había interpelado—. Pasemos a la igualdad».

Un inmenso murmullo de aprobación se elevaba hasta las bóvedas, haciendo al orador esa caricia, la más dulce de todas, si no para el corazón, al menos para el orgullo del hombre, que se llama popularidad.

Pero él, como acostumbrado a estas ovaciones humanas, extendió la mano para reclamar silencio.

—Hermanos —dijo—, las horas pasan, el tiempo es precioso, y cada minuto aprovechado por los enemigos de nuestra santa causa, abre un abismo bajo nuestros pies u opone un obstáculo en nuestro camino. Dejadme, pues, deciros lo que es la igualdad, como os he dicho lo que es la libertad.

Todos se hicieron seña de callar y siguió un silencio profundo, en medio del cual la voz de Cagliostro se elevó clara y sonora.

—Hermanos —dijo—, no os hago la injuria de creer que ninguno de vosotros, al oír la seductora palabra «igualdad» haya comprendido ni por un instante la de la materia ni la de la inteligencia, no; bien sabéis que una y otra igualdad repugnan a la verdadera filosofía, y que la misma Naturaleza ha resuelto esta gran cuestión colocando el hisopo junto a la encina, la colina junto a la montaña, el arroyo cerca del río, el lago próximo al océano y la estupidez junto al genio. Todos los decretos del mundo no harán bajar ni un palmo el Chimborazo, el Himalaya o el Mont Blanc, y todos los decretos de una asamblea de hombres no podrán apagar la llama que corona la frente de Homero, del Dante y de Shakespeare. Nadie ha podido tener la idea de que la igualdad sancionada por la ley sería la igualdad material y física; que desde el día en que se inscribiera en las tablas de la constitución, las generaciones tendrían la estatura de Goliat, el valor del Cid o el genio de Voltaire, no; individuos y multitudes hemos comprendido perfectamente y debemos comprender muy bien que se trata pura y simplemente de la igualdad social. Ahora bien, hermanos, ¿qué es la igualdad social?

LA IGUALDAD

«Es la abolición de todos los privilegios transmisibles; el libre acceso a todos los empleos, a todos los grados y a todas las categorías; la recompensa concedida al mérito, al genio, a la virtud, y no ya el patrimonio de una casta, de una familia o de una raza; por eso el trono, suponiendo que se conserve, no es, o mejor dicho, no será sino un puesto más elevado, al que podrá llegar el más digno; mientras que en los grados inferiores y según sus méritos, se detendrán aquellos que sean dignos de los puestos secundarios, sin que nadie se inquiete un instante, al verles llegar, por los reyes, ministros, consejeros, generales o jueces, sea cual fuere la procedencia de los favorecidos. De este modo, monarquía o magistratura, trono de monarca o sillón de presidente, no serán ya patrimonio de la herencia en la raza, habrá Elección. Lo mismo para el consejo que para la guerra y la justicia, no hay privilegios en una raza, Aptitud; y así en las artes como en las ciencias y las letras, no hay favor, Concurso.

»¡He aquí la igualdad social! Después, a medida que con la educación, no solamente gratuita y puesta al alcance de todos, sino forzosa para todos, las ideas se desarrollen, es preciso que la igualdad suba con ellos, pues en vez de permanecer con los pies en el fango, debe elevarse a las más altas cimas; una gran nación como Francia no debe reconocer más igualdad que la que eleva, no la que rebaja, porque esta no es la de Titán, sino la del bandido; no es ya la capa caucásica de Prometeo[28], sino el lecho de Procusto[29]. ¡He aquí la igualdad!».

Era imposible que semejante definición no obtuviese los sufragios en una sociedad de hombres de espíritu elevado y de corazón ambicioso, en la que cada cual, salvo algunas raras excepciones de modestia, debía haber naturalmente en su vecino uno de los grados de su elevación futura. Por eso estallaron los aplausos, demostrando que los mismos —y contábanse algunos en la Asamblea que debían, en el momento de la práctica, hacer la igualdad de otra manera que Cagliostro— aceptábanla, sin embargo, en aquella hora tal como la explicaba el poderoso genio del jefe extraño que habían elegido.

Pero Cagliostro, más ardiente, más iluminado a medida que la cuestión se desarrollaba, reclamó silencio y continuó con una voz en que era imposible reconocer la menor fatiga o notar la más ligera vacilación.

—Hermanos —dijo—, ya hemos llegado a la tercera palabra de la divisa, la que los hombres tardarán más en comprender, y que sin duda por esta razón el gran civilizador colocó en último lugar. Hermanos, ahora llegamos a la fraternidad.

LA FRATERNIDAD

«¡Oh!, ¡gran palabra si se comprende bien! ¡Palabra sublime si se explica como es debido! Dios me libre de decir que tendrá mal corazón aquel que, habiendo medido mal la altura de esta palabra, la tome en su estrecha acepción para aplicarla a los habitantes de un pueblo o de una ciudad, a los hombres de un reino… No, hermanos, el que tal hiciera sería tan sólo un pobre de espíritu. Compadezcamos a los que se hallan en este caso, y procuremos sacudir las sandalias de plomo de la medianía, desplegando nuestras alas para elevarnos sobre las ideas vulgares. Cuando Satanás quiso tentar a Jesús, le trasladó a la más alta montaña del mundo, desde cuya cima podía mostrarle todos los reinos de la tierra, y no a la torre de Nazaret, desde la cual no era posible enseñarle más que algunos pobres pueblos de la Judea. Hermanos, no es a una ciudad, ni a un reino, a lo que se ha de aplicar la fraternidad, sino al mundo entero. Hermanos, día vendrá en que esta palabra que nos parece sagrada, la patria, en que la palabra que nos parece santa, la nacionalidad, desaparecerán como esos telones de teatro que tan sólo se corren provisionalmente para que los pintores y los maquinistas tengan tiempo de preparar las perspectivas infinitas de los horizontes inconmensurables. Hermanos, día vendrá en que los hombres que han conquistado ya la tierra y el agua conquistarán también el fuego y el aire, y entonces engancharán corceles de llama, no sólo al pensamiento, sino también a la materia; en que los vientos, que no son hoy otra cosa sino los correos indisciplinados de la tempestad, serán mensajeros inteligentes y dóciles de la civilización. Hermanos, día vendrá, en fin, en que los pueblos, gracias a esas comunicaciones terrestres y aéreas contra las cuales los reyes serán impotentes, comprenderán que están unidos unos con otros por la solidaridad de los dolores pasados; que esos reyes que les pusieron las armas en la mano para aniquilarse entre sí, les han conducido, no a la gloria, como ellos les decían, sino al fraticidio, y que en adelante deberán dar cuenta a la posteridad de cada gota de sangre salida del cuerpo, del miembro más ínfimo de la gran familia humana. Entonces, hermanos, presenciaréis un espectáculo magnífico desarrollándose a la faz del Señor; toda frontera ideal desaparecerá, todo límite ficticio quedará borrado; los ríos no serán ya un obstáculo, ni las montañas un impedimento; desde un lado a otro de los ríos los pueblos se darán la mano, y en toda cumbre alta se erigirá un altar, el de la fraternidad. ¡Hermanos, hermanos! Yo os digo que esta es la verdadera fraternidad del apóstol. Jesucristo no ha muerto para redimir tan sólo a los nazarenos, sino a todos los pueblos de la tierra. De las tres palabras, libertad, igualdad y fraternidad, no hagáis tan sólo la divisa de Francia; inscribirlas en el lábaro[30] de la humanidad como divisa del mundo… Y ahora, marchad, hermanos, porque vuestra tarea es grande; tanto, que si pasáis por algún valle de lágrimas o de sangre, vuestros descendientes os envidiarán la misión santa que habréis cumplido, y así como esos cruzados que se sucedían siempre más numerosos en los caminos que conducían a los santos lugares, no se detendrán, aunque muy a menudo no encuentren en su camino más que las osamentas blanqueadas de sus padres… ¡Valor, pues, apóstoles; valor, peregrinos; valor, soldados!… ¡Apóstoles, convertid; peregrinos, marchad; soldados, luchad!».

Cagliostro se detuvo, pero si no lo hubiese hecho, los aplausos, los bravos y los gritos de entusiasmo le habrían interrumpido.

Tres veces se extinguieron y otras tantas resonaron de nuevo retumbando bajo las bóvedas de la cripta como una tempestad subterránea.

Entonces los seis hombres enmascarados, inclinándose uno tras otro ante él, besáronle la mano, y se retiraron.

Después, todos los hermanos, inclinándose también ante aquel estrado, donde, cual otro Pedro el Ermitaño, el nuevo apóstol acababa de predicar la cruzada de la libertad, pasaron repitiendo la divisa fatal: Lilia pedibus destrue.

Al salir el último, la lámpara se apagó.

Y Cagliostro quedó solo, sepultado en las entrañas de la tierra, perdido en el silencio y la oscuridad, semejante a esos dioses de la India en cuyos misterios pretendía haber sido iniciado dos mil años antes.