Capítulo LXXII

Una vez solos, el presidente y los seis enmascarados cruzaron algunas palabras en voz baja, y después Cagliostro gritó:

—¡Qué se introduzca a todo el mundo; estoy dispuesto a rendir cuentas!

En el mismo instante la puerta se abrió, y los individuos de la asociación, que se paseaban de dos en dos en la cripta o hablaban en grupos, fueron introducidos, quedando así de nuevo llena la sala de sesiones.

Apenas se hubo cerrado la puerta detrás del último afiliado, Cagliostro, extendiendo la mano como hombre que conoce el valor del tiempo y no quiere perder un segundo, dijo en voz alta:

—Hermanos, algunos de vosotros se hallaban tal vez en una reunión que se celebró, veinte años hace, a cinco millas de las orillas del Rhin y a dos del pueblo de Danenfels, en una de las grutas del monte Trueno; si algunos de vosotros asistíais, que levanten la mano esos venerables auxiliares de la gran causa que hemos abrazado, y que digan: «Yo estaba».

Cinco a seis manos se elevaron entre la multitud, agitándose sobre las cabezas.

Al mismo tiempo cinco o seis voces repitieron, como lo había solicitado el presidente:

—¡Yo estaba!

—Bien, esto es todo cuanto se necesita —dijo el orador— los demás han muerto o se hallan dispersos en la superficie del globo y trabajan en la obra común, obra santa, puesto que es la de la humanidad entera. Veinte años hace que esta obra, que vamos a continuar en sus diversos períodos, apenas se había comenzado; entonces el día que nos ilumina se hallaba poco más que en su oriente, y las más seguras miradas no veían el porvenir sino a través de la nube que solamente los ojos de los elegidos pueden penetrar. En aquella reunión expliqué por qué milagro la muerte, que no es otra cosa para el hombre sino el olvido de los tiempos y de los acontecimientos pasados, no existía para mí, o más bien, hacía veinte siglos que me había echado treinta y dos veces en la tumba, sin que los diferentes cuerpos herederos efímeros de mi alma inmortal hubieran sufrido este olvido que, como ya os he dicho, es la única muerte verdadera. Por lo tanto, he podido seguir, a través de los siglos, el desarrollo de la palabra de Jesucristo, ver los pueblos pasar, poco a poco, pero con seguridad, desde la esclavitud a la servidumbre, y desde esta a ese estado de aspiración que precede a la libertad. Así como las estrellas de la noche, que se apresuran, y que antes de ponerse el sol brillan ya en el cielo, hemos visto sucesivamente varios reducidos pueblos de nuestra Europa ensayar la libertad: Roma, Venecia, Florencia, Suiza, Génova, Pisa, Luca y Arezza, estas ciudades del Mediodía, donde las flores se abren más pronto y donde los frutos maduran antes, hicieron unas después de otras ensayos de repúblicas, dos o tres de las cuales sobrevivieron en su tiempo y arrastran aún hoy la alianza de los reyes; pero todas esas repúblicas estaban y están todavía manchadas por el pecado original; las unas son aristocráticas, las otras oligárquicas, y las demás despóticas. Génova, por ejemplo, una de las que sobreviven, es marquesa, y los simples ciudadanos son todos nobles allí hasta más allá de sus murallas. Solamente Suiza tiene algunas instituciones democráticas; pero sus imperceptibles cantones, perdidos en medio de sus montañas, no son ningún ejemplo ni prestan socorro alguno al género humano. ¡No era eso, de consiguiente, lo que nos hacía falta; necesitábamos un gran país que no recibiese el impulso, pero que le diera; un sistema de ruedas inmenso en el que engranase la Europa, un planeta que al inflamarse pudiera iluminar el mundo!…

Un murmullo de aprobación circuló por la Asamblea, y Cagliostro continuó con aire inspirado:

—Interrogué a Dios, creador de toda cosa y de todo movimiento, para conocer el origen del progreso, y vi que me señalaba la Francia. En efecto, Francia católica desde el siglo II, nacional desde el siglo XI, y unitaria desde el siglo XVI, Francia, que el Señor mismo tituló su hija primogénita —sin duda para tener el derecho, en las horas de los grandes acontecimientos, para ponerla en la cruz de la humanidad, como hizo con Jesús—, Francia, después de haber usado todas las formas de gobierno monárquico, feudalismo, señorío y aristocracia, Francia nos pareció la más apta para sufrir nuestra influencia, y nos decidimos, guiados por el rayo celeste, como los israelitas por la columna de fuego, nos decidimos a que Francia fuera la primera nación libre. Ved lo que era este país veinte años hace y observaréis que había en él mucha audacia, o, más bien, una fe sublime para emprender semejante obra. La Francia de hace veinte años estaba aún entre las manos débiles de Luis XV, mientras que en la de Luis XIV, ese gran reino aristocrático, todos los derechos eran de los nobles y todos los privilegios de los ricos. A la cabeza de ese Estado hallábase un hombre que representaba a la vez lo que hay de más alto y de más bajo, de más grande y de más pequeño: Dios y el pueblo; con una sola palabra podía haceros rico o pobre, feliz o desgraciado, libre o cautivo y dejaros vivir o daros muerte; aquel hombre tenía tres nietos, tres jóvenes príncipes, y estos debían sucederle. La casualidad quiso que aquel que estaba designado por la naturaleza para sucederle fuese también el que deseaba la opinión pública; decíase que era bueno, justo, íntegro, desinteresado e instruido, casi filósofo. A fin de concluir para siempre con las desastrosas guerras encendidas en Europa por la fatal sucesión de Carlos II, se acababa de elegir para él, como esposa, a la hija de María Teresa; de este modo, las dos grandes naciones que son el verdadero contrapeso de Europa, Francia a orillas del océano Atlántico, y Austria a orillas del mar Negro, iban a quedar indisolublemente unidas, y esto se había calculado por María Teresa, la primera cabeza política de Europa. Aquel momento cuando Francia, con el apoyo de Austria, de Italia y de España, iba a entrar en un reinado nuevo y apetecido, fue el que nosotros elegimos, no para hacer de Francia el primero de los reinos, sino de los franceses el primero de los pueblos; pero se preguntó quién se atrevería a penetrar en aquel antro del león, qué Teseo cristiano, guiado por la luz de la fe, recorrería en inmenso laberinto, arrostrando el minotauro. Entonces contesté: «¡Yo!». Y como algunos hombres ardientes, algunos caracteres inquietos preguntaran cuánto tiempo necesitaría para realizar la primera parte de mi obra, que yo acababa de dividir en tres períodos, pedí veinte años. Algunos protestaron; pero comprendedlo bien: los hombres eran esclavos o siervos desde hacía veinte siglos, y pareció mucho que yo pidiera veinte años para que los hombres fueran libres.

Cagliostro paseó un instante su mirada por la Asamblea, en la que sus últimas palabras acababan de excitar sonrisas irónicas.

Después continuó:

—Por fin obtuve esos veinte años; di a nuestros hermanos la famosa divisa Lilia pedibus destrue[27], y puse manos a la obra, invitando a todos a seguir mi ejemplo. Entré en Francia a la sombra de los arcos triunfales; los laureles y las rosas llenaban el camino de flores y de follajes desde Estrasburgo a París, y todos gritaban: «¡Viva la delfina, viva la futura Reina!». Toda la esperanza del reino se cifraba en la fecundidad del himeneo salvador. Ahora bien, yo no quiero atribuirme la gloria de las iniciativas ni el mérito de los acontecimientos; pero Dios estaba conmigo y permitió que yo viese la mano divina que tenía las riendas de su carro de fuego. ¡Dios sea loado! Aparté las piedras del camino, eché un puente sobre los ríos, colmé los precipicios y el carro pudo rodar; he aquí todo. Ved, hermanos, ahora, lo que se ha hecho en veinte años:

«Los parlamentos suprimidos.

»Luis XV, el Bien Amado, muerto en medio del desprecio general.

»La Reina estéril siete años, al cabo de los cuales dio a luz niños de legitimidad dudosa, por lo cual se la censuró como madre al nacer el delfín, quedando después deshonrada en el asunto del collar.

»El Rey, consagrado bajo el título de Luis el Deseado, impotente en política como en amor, impelido de utopías en utopías hasta la ruina, y de ministro en ministro hasta el señor de Calonne.

»La Asamblea de los notables reunida y decretando los estados generales.

»Estos últimos, elegidos por sufragio universal, declarándose Asamblea.

»La nobleza y el clero vencidos por el tercer estado.

»La Bastilla tomada.

»Las tropas extranjeras expulsadas de París y de Versalles.

»La noche del 4 de agosto mostrando a la aristocracia el vacío de la nobleza.

»El 5 y el 6 de octubre señalando al Rey y a la Reina el vacío de la monarquía.

»El 14 de julio de 1790 mostrando al mundo la unidad de Francia.

»Los príncipes sin popularidad por su emigración.

»El hermano mayor del Rey desacreditado por el proceso de Favras.

»Y, en fin, la Constitución jurada sobre el altar de la Patria; el presidente de la Asamblea nacional sentado en un trono semejante al del Rey; la ley y la nación sobre ellos; y la Europa atenta, inclinándose hacia nosotros, callada y esperando».

—Hermanos, ¿no es ahora Francia lo que dije que sería, es decir, la rueda en la cual se engranará Europa, el sol que iluminará el mundo?

—¡Sí, sí, sí! —gritaron todas las voces.

—Pues ahora, hermanos —siguió Cagliostro—, ¿creéis bastante adelantada la obra para que se pueda abandonar a sí propia? ¿Creéis que la Constitución jurada se puede fiar del juramento real?

—¡No, no, no!

—Pues entonces —dijo Cagliostro—, lo que se ha de comenzar es el segundo período revolucionario de la gran obra democrática. Vuestros ojos, como los míos, ven con alegría que la federación de 1790 no es un objeto, sino un acto, sea; después, de este y de haber descansado, la corte ha proseguido su obra de contrarrevolución, y nosotros debemos continuar nuestra marcha. Sin duda que para los corazones tímidos habrá muchas horas de inquietud y desfallecimiento; con frecuencia el rayo de luz que nos ilumina parecerá extinguirse, y se creerá que la mano que nos guía nos abandona. Más de una vez, durante este largo período que nos falta recorrer, se pensará que la partida se ha comprometido, o que se pierde por algún accidente imprevisto, y parecerá que todo está contra nosotros. Las circunstancias desfavorables, el triunfo de nuestros enemigos, la ingratitud de nuestros conciudadanos, son cosas que inducirán a muchos de los más concienzudos tal vez a preguntarse si han tomado mal camino después de tantas fatigas y de tanta impotencia aparente. ¡No, hermanos, no! Os lo digo ahora, y que mis palabras resuenen a vuestro oído eternamente; en la victoria, como en la derrota, los pueblos conductores tienen su misión santa, la cual deben llevar a cabo providencial o fatalmente; el Señor que los guía tiene sus miras misteriosas, las que no revelan a nuestros ojos sino en el esplendor de su realización; con frecuencia una nube le oculta a nuestras miradas, y se cree que no existe; y a menudo una idea retrocede pareciendo que emprende la retirada cuando, por el contrario, así como esos antiguos caballeros de los torneos de la Edad Media, toma campo para enristrar de nuevo su lanza y precipitarse otra vez contra sus adversarios más ardientes que nunca. ¡Hermanos, hermanos! El objeto que nos proponemos y a que nos dirigimos es el faro encendido en la alta montaña; durante el camino, veinte veces los accidentes del terreno nos le harán perder de vista y se creerá que está apagado; entonces los débiles murmuran, se quejan y detiénense, diciendo: «No tenemos ya nada que nos guíe; andamos a oscuras, y más vale permanecer donde estamos que no perdernos». Pero los fuertes continúan risueños y confiados su camino, y muy pronto el faro reaparece para desaparecer de nuevo y dejarse ver otra vez, pero siempre más visible y más brillante, porque está más próximo. Así es como, luchando, perseverando, y sobre todo creyendo, los elegidos llegarán al pie del faro salvador, cuya luz debe iluminar algún día, no solamente a Francia, sino también a todos los pueblos. Juremos, pues, hermanos, juremos por nosotros y por nuestros descendientes, pues a veces la idea o el principio eterno necesitan para su servicio varias generaciones; juremos por nosotros y nuestros descendientes; no nos detengamos hasta que hayamos establecido en toda la tierra esa divisa de Jesucristo, de la que ya hemos conquistado casi la primera parte: ¡Libertad, igualdad, fraternidad!

Estas palabras de Cagliostro fueron seguidas de una ruidosa aprobación; pero en medio de los gritos y de los bravos que caían sobre el entusiasmo general como esas gotas de agua heladas que desde la bóveda de una roca húmeda caen sobre una frente bañada en sudor, oyéronse otras pronunciadas con tono acre y mordaz:

—Sí, juremos; pero antes explícanos cómo comprendes esas tres palabras, a fin de que nosotros, tus simples apóstoles, podamos explicarlas después.

Una penetrante mirada de Cagliostro examinó la multitud, y como el rayo de un espejo fue a iluminar el pálido rostro del diputado por Arras.

—¡Sea! —contestó—. ¡Escucha, Maximiliano!

Y alzando a la vez la mano y la voz para dirigirse a la multitud, dijo:

—¡Escuchad todos vosotros!