Capítulo LXXI

Ocho días habían transcurrido desde los acontecimientos que acabamos de referir, y si nuestros lectores quieren encontrar a varios de los principales personajes de nuestra historia, personajes que no tan sólo tuvieron su importancia en el pasado, sino que deben tenerla igualmente en el porvenir, es preciso que se coloquen con nosotros junto a esa fuente de la calle de Plâtrière, donde hemos visto a Gilberto, niño aún, mojar su pan duro algunas veces.

Una vez aquí, seguiremos a un hombre que no tardará en pasar, y a quien se reconocerá, no por su traje de federado —traje que después de la marcha de los cien mil representantes enviados por Francia, no podría menos de llamar la atención más de lo que nuestro personaje quisiera—, sino vestido sencillamente como un rico arrendatario de los alrededores de París.

No necesito decir ahora, lector, que aquel personaje no era otro sino Billot, el cual sigue la calle de San Honorato, costea las verjas del Palacio Real —al que el regreso del duque de Orleáns, desterrado más de ocho meses en Londres, ha devuelto todo su esplendor nocturno—, toma por la izquierda la calle de Grenelle y penetra sin vacilar en la de Plâtrière.

Sin embargo, llegado ante la fuente donde le esperamos, se detiene y vacila, no porque le falte corazón, pues los que le conocen saben muy bien que si el intrépido Billot hubiera resuelto ir al infierno, iría sin palidecer, sino porque sin duda le faltan las señas de la casa que busca.

Y, en efecto, no es difícil ver, sobre todo para nosotros, que tenemos interés en espiar sus pasos, no es difícil ver que examina cada puerta como hombre que no quiere incurrir en error.

Sin embargo, a pesar de este examen, ha llegado casi a la mitad de la calle sin haber encontrado lo que busca; pero allí el paso está obstruido por los ciudadanos que se detienen alrededor de un grupo de músicos, de cuyo centro se eleva una voz de hombre que entona canciones de circunstancias sobre los acontecimientos, y que sin duda no bastaría para excitar tanta curiosidad si una o dos coplas de cada canción no contuvieran epigramas sobre los individuos.

Entre otras hay una titulada el Picadero, que hace proferir gritos de alegría a la multitud. Como la Asamblea nacional celebra sus sesiones en aquel local, no solamente los diferentes colores de aquella han tomado los matices de la raza caballar —negros y blancos, alazanes y bayos—, sino que también los individuos tienen los nombres de los caballos; así, por ejemplo, Mirabeau se llama el Petulante; el conde Clermont-Tonnerre, el Sombrío; el abate Maury, el Cabreado; Thouret, el Fulminante, y Bailly, el Feliz.

Billot se detiene un momento para escuchar aquellos ataques, más verdes que ingeniosos, y después se desliza por la derecha, arrimado a la pared, desapareciendo en los grupos.

Sin duda en medio de aquella multitud ha encontrado lo que buscaba, porque después de haber desaparecido por un lado, no se le vuelve a ver por el otro.

Veamos ahora, penetrando detrás de Billot, lo que oculta aquel grupo.

Una puerta baja, en la que se ven tres letras, tres iniciales trazadas con creta roja, y que siendo sin duda símbolos de reunión para aquella noche, se borrarán a la mañana siguiente.

Estas tres letras son: L. D. P.

La puerta baja parece conducir a un sótano; se bajan algunos escalones y después se sigue un corredor sombrío. Sin duda esta seña confirmaba la primera, puesto que después de haber mirado con atención las tres letras, señal de reconocimiento insuficiente para Billot, que como ya se recordará, no sabía leer, el labrador había bajado los escalones contándolos a medida que los franqueaba, y llegado al octavo penetró atrevidamente en el corredor.

En la extremidad de este había una luz pálida y vacilante, y delante un hombre sentado que leía o aparentaba leer un diario.

Al oír el rumor de los pasos de Billot el hombre se levantó, y apoyando un dedo sobre su pecho esperó.

Billot, sirviéndose del mismo dedo, pero doblado, apoyóle en su boca.

Probablemente era la señal de pase esperada por el misterioso conserje, porque este último empujó a su derecha una puerta del todo invisible cuando estaba cerrada, y señaló a Billot una escalera empinada y angosta que parecía hundirse en la tierra.

Billot entró, cerrándose la puerta detrás de él rápida y silenciosamente.

El labrador contó esta vez diecisiete escalones, y llegando al último, a pesar del mutismo que al parecer se había impuesto, se dijo a media voz:

—¡Bueno, ya estoy!

Un tapiz flotaba a pocos pasos de él delante de una puerta; Billot se dirigió a ella sin vacilar, abrió y encontróse en una gran sala circular y subterránea, donde se habían reunido ya unas cincuenta personas.

Nuestros lectores conocen ya esta sala, puesto que bajaron a ella hace quince o dieciséis años, siguiendo los pasos de Rousseau.

Como en el tiempo del filósofo, las paredes estaban cubiertas de tapices rojos y blancos, entre los cuales se veían el compás, la escuadra y el nivel.

Solamente una lámpara pendía de la bóveda y despedía una luz pálida que iba a concentrarse en medio del círculo, pero insuficiente para iluminar a los que, deseando no ser reconocidos, se mantenían en la circunferencia.

Un estrado con cuatro escalones esperaba a los oradores o a los neófitos; sobre él, en la parte más próxima a la pared, veíase una mesa solitaria y un sillón vacío para el presidente.

A los pocos minutos, la sala se llenó hasta el punto de no poderse ya circular en ella: eran hombres de todos los estados y de todas condiciones, desde el campesino hasta el príncipe, que llegaban uno a uno, como había sucedido a Billot, y que sin conocerse o conociéndose, tomaban asiento a la casualidad, según sus simpatías.

Cada uno de aquellos hombres llevaba bajo su traje o su hopalanda, ya el delantal masónico, si era simplemente masón, o bien la faja de los iluminados, si era tal, es decir, afiliado al gran misterio.

Tres hombres solamente iban sin este último distintivo y no llevaban más que el delantal masónico.

El uno era Billot, el otro un joven de veinte años escasos, y el tercero, en fin, un hombre de cuarenta años poco más o menos, que por sus modales parecía pertenecer a las clases más altas de la sociedad.

A los pocos segundos de haber entrado este último, sin que su presencia hubiera hecho más ruido que la llegada del más insignificante individuo de la asociación, una puerta oculta se abrió y viose al presidente adelantarse, llevando a la vez insignias Del Gran Oriente y las del Gran Copto.

Billot ahogó un grito de asombro: aquel presidente, ante el cual se inclinaban las cabezas, no era otro sino su federado de la Bastilla.

Subió lentamente al estrado, y volviéndose a la Asamblea, dijo:

—Hermanos, dos cosas tenemos que hacer hoy; debo recibir a tres nuevos adeptos, y después daros cuenta de mi obra desde el día que la emprendí hasta hoy, pues siendo de hora en hora más difícil, es preciso que sepáis si soy siempre digno de vuestra confianza, y que yo sepa si continúo mereciéndola. Recibiendo de vosotros la luz y devolviéndoosla, puedo marchar por la vía lúgubre y terrible en que me he aventurado. Así, pues, no deben quedar en esta sala más que los jefes de la orden, para que admitamos o rechacemos a tres nuevos adeptos que se presentan a nosotros. Cuando estén admitidos o se rehúse su entrada, todo el mundo entrará otra vez, desde el primero hasta el último, porque en presencia de todos y no solamente ante el círculo supremo, quiero dar a conocer mi conducta para que se me censure o se me apruebe.

Al pronunciar estas palabras se abrió una puerta opuesta a la que antes se había descubierto, y viéronse vastas profundidades abovedadas semejantes a las criptas de una antigua basílica. La multitud se deslizó silenciosamente, como una procesión de espectros, bajo las arcadas, sin más luz que la de una lámpara de trecho en trecho, apenas suficiente, como dice el poeta, para que las tinieblas fuesen visibles.

Solamente quedaron allí tres hombres que eran los adeptos.

La casualidad quiso que estuvieran junto a la pared, a distancias casi iguales uno de otro.

Los tres se miraron con asombro, pues solamente entonces supieron que eran los tres héroes de la sesión.

En aquel instante la puerta por donde había entrado el presidente se abrió de nuevo, y seis hombres enmascarados se presentaron a su vez; tres de ellos fueron a colocarse de pie a la derecha del sillón, y otros tres a la izquierda.

—Que los números 2 y 3 desaparezcan un instante —dijo el presidente—, pues los jefes supremos son los únicos que deben conocer los secretos de la admisión de un hermano masón en el orden de los iluminados, si se le acepta.

El joven y el hombre de aspecto aristocrático se retiraron, volviendo al corredor por donde antes habían entrado.

Billot quedó solo.

—Acércate —le dijo el presidente, después de una pausa que tenía por objeto dar a los otros dos candidatos tiempo para alejarse.

Billot se acercó.

—¿Cuál es tu nombre entre los profanos? —le preguntó el presidente.

—Francisco Billot.

—¿Y entre los elegidos?

—Fuerza.

—¿Dónde has visto la luz?

—En la logia de los Amigos de la Verdad, en Soissons.

—¿Qué edad tienes?

—Siete años.

Y Billot hizo una señal, indicando que tenía el grado de maestro en el orden masónico.

—¿Por qué deseas ascender un grado y ser recibido entre nosotros?

—Porque me han dicho que este grado era un paso más hacia la luz universal.

—¿Tienes padrinos?

—No tengo sino aquel que vino a buscarme por su propio impulso para ofrecerme mi admisión.

Y Billot miró con fijeza al presidente.

—¿Con qué sentimiento avanzarás por la vía que quieres que te abran?

—Con el odio a los poderosos, con el amor a la igualdad.

—¿Quién nos responderá de ese amor a la igualdad y de ese odio a los poderosos?

—La palabra de un hombre que jamás faltó a ella.

—¿Quién te ha inspirado ese amor a la igualdad?

—La condición inferior en que he nacido.

—¿Quién te ha inspirado ese odio a los poderosos?

—Es mi secreto, y ya le conoces. ¿Por qué quieres hacerme repetir en alta voz lo que yo vacilo en decirme muy bajo?

—¿Avanzarás tú y te comprometerás, en la medida de tu fuerza y de tu poder, a impulsar todo cuanto te rodea en esa vía de igualdad?

—Sí.

—¿Derribarás, en la medida de tu fuerza y de tu poder, todo obstáculo que se oponga a la libertad de Francia y a la emancipación del mundo?

—Sí.

—¿Estás libre de todo compromiso anterior, o en el caso de contraer este, te hallas dispuesto a romperle si fuese contrario a las promesas que acabas de hacer?

—Sí.

El presidente se volvió hacia los seis jefes enmascarados.

—Hermanos —dijo—, este hombre dice la verdad, y yo soy quien le invitó a ser de los nuestros. Un gran pesar le liga con nuestra causa por la fraternidad del odio; ha hecho ya mucho por la Revolución y puede hacer bastante más aún. Me declaro su padrino, y respondo de él por el pasado, por el presente y por el futuro.

—Que sea admitido —dijeron unánimemente las seis voces.

—¿Lo oyes? —preguntó el presidente—. ¿Estás dispuesto a jurar?

—Sí —contestó Billot—, dicta y repetiré.

El presidente levantó la mano, y con voz lenta y solemne, dijo:

—En el nombre del Hijo crucificado, ¿juras romper los vínculos carnales que te unen aún con padre, madre, hermanos, hermanas, esposa, parientes, amigos, querida, reyes, bienhechores, y toda persona cualquiera a quien hayas prometido fe, obediencia, agradecimiento o servicio?

Billot repitió con voz más firme tal vez que la del presidente las mismas palabras que este le había dictado.

—Bien —continuó el presidente—, a partir de esta hora estás libre del supuesto juramento a la patria y a las leyes. Jura, pues, revelar al nuevo jefe a quien reconoces lo que hayas visto o hecho, oído, averiguado o adivinado, y también buscar y espiar lo que tus ojos no vean.

—¡Lo juro! —repitió Billot.

—Jura —continuó el presidente—, honrar y respetar el veneno, el hierro y el fuego, como medios rápidos, seguros y necesarios para purgar el globo por la muerte de aquellos que tratan de envilecer la verdad o de arrancarla de nuestras manos.

—¡Juro! —repitió Billot.

—Jura huir de Nápoles, de Roma, de España y de toda tierra maldita; jura huir de la tentación de revelar nada de cuanto puedas ver y oír en nuestras asambleas, porque el rayo no será tan rápido para herirte, dondequiera que te halles oculto, como nuestro invisible e inevitable cuchillo.

—¡Lo juro! —repitió Billot.

—Y ahora —dijo el presidente—, vive en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Un hermano oculto en la sombra abrió la puerta de la cripta donde se paseaban los hermanos inferiores de la orden esperando a que terminase la triple recepción. El presidente hizo una señal a Billot, y este se inclinó y fue a reunirse con los hombres con quienes le asociaba el terrible juramento que acababa de pronunciar.

—¡El número 2! —dijo el presidente en alta voz, cuando se hubo cerrado la puerta detrás del nuevo adepto.

El tapiz que ocultaba la puerta del corredor se levantó lentamente, y viose aparecer el joven.

Dejó caer el tapiz tras sí y detúvose en el umbral, esperando a que le dirigiesen la palabra.

—Acércate —dijo el presidente.

El joven se aproximó.

Ya hemos dicho que podría tener de veinte a veintidós años escasos; gracias a su cutis blanco y fino, hubiera podido pasar por una mujer; la enorme corbata oprimida que llevaba él sólo en aquella época, podía hacer creer que el brillo y la transparencia de su piel no reconocía por causa principal la pureza de la sangre, sino todo lo contrario, es decir, alguna enfermedad secreta y oculta; a pesar de su elevada estatura y de aquella alta corbata, el cuello parecía relativamente corto; la frente era estrecha y la parte superior de la cabeza parecía deprimida. De aquí resultaba que los cabellos, sin ser más largos de los que se acostumbraba a llevar sobre la frente, tocaban casi en los ojos, mientras que por detrás de la cabeza descendían hasta los hombros. En toda su persona se notaba además una rigidez automática, que parecía comunicar al joven, aunque apenas se hallaba en el umbral de la vida, el aspecto de un enviado del otro mundo, de un diputado de la tumba.

El presidente le miró un instante con cierta atención antes de comenzar el interrogatorio.

Pero aquella mirada, que expresaba el asombro y la curiosidad, no pudo hacer bajar los ojos fijos del joven que esperaba.

—¿Cuál es tu nombre entre los profanos? —preguntó el presidente.

—Antonio Saint Just.

—¿Cómo te llamas entre los elegidos?

—Humildad.

—¿Dónde has visto la luz?

—En la logia de los Humanitarios de Laon.

—¿Qué edad tienes?

—Cinco años.

Y el joven hizo una señal, indicando que era compañero en la francmasonería.

—¿Por qué deseas ascender un grado y ser admitido entre nosotros?

—Porque es de la esencia del hombre aspirar a las alturas, atendido que en estas el aire es más puro y la luz más brillante.

—¿Tienes modelo?

—El filósofo de Ginebra, el hombre de la naturaleza, el inmortal Rousseau.

—¿Tienes padrinos?

—Sí.

—¿Cuántos?

—Dos.

—¿Quiénes son?

—Robespierre mayor y Robespierre joven.

—¿Con qué sentimiento avanzarás tú por la vía que ahora quieres seguir?

—Con la fe.

—¿Adónde llegarán Francia y el mundo por esa vía?

—Francia a la libertad, y el mundo a la emancipación.

—¿Qué darías para que Francia y el mundo consiguieran su objeto?

—Mi vida, única cosa que poseo, por haber dado mis bienes.

—¿Conque comprometes, en la medida de tu fuerza y de tu decoro, a impulsar todo cuanto te rodea en esa vía de libertad y de emancipación?

—Marcharé y haré marchar todo cuanto me rodea en esta vía.

—¿De modo que en la medida de tu fuerza y de tu poder, derribarás todo obstáculo que encuentres en tu camino?

—Así lo haré.

—¿Estás libre de todo compromiso, y si contrajeses alguno lo romperías si fuese contrario a las promesas que acabas de hacer?

—Soy libre.

El presidente se volvió hacia los seis enmascarados.

—Hermanos —les-dijo—, ¿habéis oído?

—Sí —contestaron a la vez los seis individuos del círculo supremo.

—¿Ha dicho la verdad?

—Sí.

—¿Opináis que se le debe admitir?

—Sí —contestaron por tercera vez.

—¿Estás dispuesto a jurar? —preguntó el presidente al adepto.

—Sí —contestó Saint Just.

Entonces, palabra por palabra, el presidente repitió, en su triple período, el mismo juramento que había dictado a Billot, y a cada pausa del presidente, Saint Just contestó con su voz firme y dura:

—¡Juro!

Prestado el juramento, la misma puerta se abrió por una mano invisible, y con el mismo paso rígido y automático que había entrado, Saint Just se retiró sin dejar evidentemente tras sí ni duda ni sentimiento.

El presidente esperó a que la puerta de la cripta se hubiese cerrado, y dijo en voz alta:

—¡El número 3!

El tapiz se levantó por segunda vez y presentóse el tercer adepto.

Según hemos dicho ya, era hombre de unos cuarenta años, que manifestaba en toda su persona, a pesar de ciertos caracteres vulgares, cierto aire aristocrático, con el que se mezclaban un no sé qué de anglomanía visible a la primera mirada.

Su traje, aunque elegante, revelaba un poco de esa severidad que se comenzaba a mostrar en Francia, y cuyo verdadero origen estaba en las relaciones que acabábamos de tener con América.

Su andar, sin ser vacilante, no era tan firme como el de Billot ni tan rígido como el de Saint Just.

Pero lo mismo en su paso que en todos sus modales, reconocíase cierta vacilación que al parecer le era natural.

—Acércate —dijo el presidente.

El candidato obedeció.

—¿Cuál era tu nombre entre los profanos?

—Luis Felipe José, duque de Orleáns.

—¿Y cuál es tu nombre entre los elegidos?

—Igualdad.

—¿Dónde has visto la luz?

—En la logia de los Hombres Libres de París.

—¿Qué edad tienes?

—No tengo edad.

Y el duque hizo una señal masónica, indicando que estaba revestido de la dignidad de rosacruz.

—¿Por qué deseas ser recibido entre nosotros?

—Porque habiendo vivido siempre entre los grandes, deseo vivir al fin entre los hombres; porque habiendo vivido siempre entre enemigos, deseo vivir al fin entre hermanos…

—¿Tienes padrinos?

—Dos.

—¿Cómo los llamas?

—Al uno, disgusto, y al otro, odio.

—¿Con qué deseo avanzarás por la vía que quieres seguir?

—Con el deseo de vengarme.

—¿De quién?

—Del que me ha desconocido, del que me ha humillado.

—¿Qué darías para conseguir tu objeto?

—¡Mi fortuna, mi vida, y más que esta, mi honor!

—¿Estás libre de todo compromiso, o si has contraído alguno que fuese contrario a las promesas que acabas de hacer, estás dispuesto a romperle?

—Desde ayer han quedado rotos todos mis compromisos.

—¿Habéis oído, hermanos? —preguntó el presidente volviéndose hacia los enmascarados.

—Sí.

—¿Conocéis al que se presenta para trabajar en la obra con nosotros?

—Sí.

—Y conociéndole, ¿sois de parecer que se le admita?

—Sí; pero que jure.

—¿Conoces el juramento que debes pronunciar? —preguntó el presidente al príncipe.

—No; pero decídmelo, y sea cual fuere, le repetiré.

—Es terrible, sobre todo para ti.

—No lo será más que los ultrajes recibidos.

—Lo es tanto —añadió el presidente—, que te dejaremos en libertad de retirarle si dudas en cumplirla con toda su rigidez.

—Dictadle.

El presidente fijó en el adepto una mirada penetrante, y después, como si hubiese querido prepararle poco a poco a la sangrienta promesa, invirtió el orden de los párrafos, comenzando por el segundo en vez de hacerlo por el primero.

—Jura —dijo—, honrar el hierro, el veneno y el fuego, como medios seguros, rápidos y necesarios para purgar el mundo, por la muerte, de aquellos que tratan de envilecer la verdad o de arrancarla de nuestras manos.

—¡Juro! —contestó el príncipe con voz firme.

—Jura —continuó el presidente—, romper los lazos carnales que te unen todavía con padre, madre, hermanos, hermanas, esposa, parientes, amigos, querida, reyes, bienhechores y toda persona cualquiera a quien hayas prometido fe, obediencia, agradecimiento o servicio.

El duque permaneció un instante mudo, y se pudo ver cómo goteaba el sudor de su frente.

—Ya te lo había dicho —dijo el presidente.

Pero en vez de contestar simplemente «Juro», como lo hizo en el otro párrafo, el duque, cual si hubiera querido privarse de todo medio de retroceder, repitió con voz sombría:

—Juro romper los lazos carnales que me unen aún con padre, madre, hermanos, esposa, parientes, amigos, querida, reyes, bienhechores, y cualquiera otra persona a quien hubiera prometido fe, obediencia, agradecimiento o servicio.

El presidente se volvió hacia los hombres enmascarados, que se miraban entre sí, y viéronse brillar sus ojos como relámpagos a través de las aberturas de sus caretas. El presidente se volvió hacia el príncipe.

—Luis Felipe José, duque de Orleáns, a partir de este instante quedas relevado del juramento hecho a la patria y a las leyes; pero no olvides una cosa, y es que si nos vendes, el rayo no te herirá tan pronto, donde quiera que te halles, como el cuchillo invisible e inevitable. Y ahora, vive en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Y con la mano, el presidente mostró al príncipe la puerta de la cripta, que se abrió delante de él.

El duque, como hombre que acaba de librarse de un peso que le agobiaba, se pasó la mano por la frente, respiró con fuerza y precipitóse en la cripta, exclamando:

—¡Ah! ¡Por fin me vengaré!…