He aquí por qué, según se ha visto en el principio del capítulo anterior, Pitou resolvió, tanto para mantenerse alegre él mismo, como para desvanecer la tristeza de Billot, dirigirle al fin la palabra.
—Decid, padre Billot —preguntó Pitou después de un instante de silencio, durante el cual parecía haber hecho provisión de palabras, como un tirador antes de romperse el fuego se abastece de cartuchos—, ¿quién diablos hubiera podido adivinar hace un año y dos días exactamente, cuando la señorita Catalina me daba un luis, después de cortar las cuerdas que me ligaban las manos… quién habría dicho, repito, que en el transcurso de este tiempo, veríamos tales acontecimientos?
—Nadie —contestó Billot, sin que Pitou observase la mirada terrible de disgusto que el labrador le dirigió al oír pronunciar el nombre de Catalina.
Pitou esperó para ver si Billot agregaba algunas palabras a la única que había pronunciado en respuesta a las muchas que él acababa de dirigirle.
Mas viendo que Billot guardaba silencio. Pitou volvió a interpelar por segunda vez.
—Decid, padre Billot —continuó—, ¿quién nos hubiera dicho, cuando corríais detrás de mí en la llanura de Ermenonville; cuando estuvisteis a punto de reventar a Cadet y a mí también; cuando me alcanzasteis al fin, haciéndome montar a la grupa; cuando cambiasteis de caballo en Dammartín a fin de estar antes en París; cuando llegamos para ver quemar las barreras; cuando encontramos una procesión que gritaba: «¡Viva Necker!», y «¡Viva el duque de Orleáns!»; cuando tuvisteis el honor de ayudar a conducir las angarillas en que se llevaban los bustos de aquellos dos grandes hombres, mientras que yo trataba de salvar la vida a Margot; cuando el Real Alemán hizo fuego contra nosotros en la plaza de Vendóme; cuando el busto de Necker os cayó sobre la cabeza, y cuando huimos por la calle de San Honorato gritando: «¡A las armas! ¡Se asesina a nuestros hermanos!»… quién nos hubiera dicho que tomaríamos la Bastilla?
—¡Nadie! —contestó el labrador tan lacónicamente como la primera vez.
—¡Diablo —se dijo Pitou después de haber esperado un instante—, parece que está resuelto a no contestar más… veamos, haré la tercera tentativa!
—Veamos, padre Billot —continuó—, ¿quién hubiera creído, después de habernos apoderado de la Bastilla, que un año después, día por día, yo sería capitán, vos federado, y que cenaríamos los dos, sobre todo yo, en una Bastilla de follaje, plantada precisamente en el sitio dónde se elevaba la otra?… ¿quién hubiera creído esto?
—¡Nadie! —contestó Billot con una expresión más sombría aún que las dos primeras veces.
Pitou reconoció que no había medio de hacer hablar al labrador; pero se consoló al pensar que siempre le quedaba el derecho de hablar solo.
Y por lo tanto, continuó, dejando al labrador libre de contestar si lo tenía a bien.
—Cuando pienso que hace justamente un año que entramos en la Casa Ayuntamiento; que cogisteis al señor de Flesselles por el cuello —¡pobre señor de Flesselles!—, obligándole a que os diera la pólvora, mientras que yo estaba de centinela en la puerta, y además una carta para el señor Delaunay; que después de distribuirse la pólvora nos separamos del señor Marat, que iba a los Inválidos, para reunirse después con nosotros en la Bastilla, y que en esta última encontramos al señor Gonchon, el Mirabeau del pueblo como le llamaban… ¿Sabéis qué ha sido de Gonchon, padre Billot?
El labrador no contestó esta vez más que con una señal negativa.
—¿No lo sabéis? —continuó Pitou—, pues yo tampoco. Probablemente habrá sido de él lo que de la Bastilla, lo que del señor de Flesselles, lo que será de todos nosotros —añadió filosóficamente Pitou—: pulvis es et in pulverem reverteris[25]. ¡Cuando pienso que por aquella puerta que estaba allí y que ya no existe, entrasteis después de haber hecho escribir al señor Maillard la famosa nota que yo debía leer al pueblo si no volvíais; cuando pienso que allí dónde están estas cadenas, en ese gran agujero, semejante a una fosa, encontrasteis al señor Delaunay!… ¡Pobre hombre! Me parece verle aún con su uniforme gris, su sombrero de tres picos, su cinta roja y su bastón de estoque; pero también él fue a reunirse con el señor de Flesselles. Cuando pienso que el señor Delaunay os hizo ver la Bastilla de cabo a rabo, para que la estudiaseis y midieseis… mostrándoos aquellos muros de treinta pies de grueso y de quince en la parte superior; cuando pienso que al bajar os enseñó aquel cañón que diez minutos más tarde me hubiera enviado adonde se halla ese pobre señor de Flesselles y también el mismo Delaunay, si yo no hubiera encontrado un ángulo donde refugiarme; y cuando pienso, en fin, que después de ver todo esto dijisteis, como si se tratase de escalar un granero, subir a un palomar o a un molino de viento: «¡Amigos míos, tomemos la Bastilla!», y que nos apoderamos al fin de la famosa fortaleza, tanto que hoy estamos sentados en el mismo sitio donde se elevaba, comiendo salchichón y bebiendo vino de Borgoña, en el mismo lugar ocupado por la torre que llamaban tercera Bertheudiére, en la cual encerraron al doctor Gilberto. ¡Qué cosa tan singular! ¡Y cuando pienso en todo aquel ruido, aquellos gritos y rumores!… ¡Ah! —exclamó Pitou de pronto—, algo sucede, padre Billot, pues veo que todo el mundo corre y se levanta… mirad, mirad… venid conmigo, padre Billot, y veamos qué ocurre.
Pitou levantó casi a Billot pasándole la mano por debajo del brazo, y ambos, el uno con curiosidad y el otro con indiferencia, dirigiéronse hacia el sitio donde se oía el rumor.
Este último era producido por un hombre que tenía el raro privilegio de hacer ruido por dondequiera que pasaba.
En medio de los rumores oíanse los gritos de «¡Viva Mirabeau!», proferidos por esos pechos vigorosos que son los últimos en cambiar la opinión respecto a los hombres que una vez han adoptado.
En efecto, era Mirabeau, que dando el brazo a una mujer había ido a visitar la nueva Bastilla, y que al ser reconocido produjo todo aquel rumor.
La mujer iba velada.
Cualquiera otro que no hubiera sido Mirabeau se habría atemorizado ante aquel tumulto que le seguía, y sobre todo al oír entre aquellas voces que glorificaban algunos gritos de sorda amenaza, como aquellos que resonaban detrás del carro del triunfador romano, diciéndole: «¡César, no olvides que eres mortal!».
Pero Mirabeau, el hombre de las borrascas, que semejante al ave de la tempestad parecía no estar bien sino en medio del trueno y de los relámpagos, atravesaba entre aquel tumulto con el rostro risueño la mirada serena y el ademán dominador, llevando del brazo aquella mujer desconocida que se estremecía al soplo de tan terrible popularidad.
Así como Semelé, el imprudente había querido ver a Júpiter, y he aquí que el rayo estaba a punto de abrasarle.
—¡Ah! —exclamó Pitou—, es el señor de Mirabeau, el Mirabeau de los nobles. ¿No recordáis, padre Billot, que aquí fue, poco más o menos, dónde vimos al señor Gonchon, el Mirabeau del pueblo, y que yo os dije: «No sé cómo es el Mirabeau de los nobles; pero el del pueblo me parece bastante feo»…? Pues bien, ¿sabéis que hoy, después de haber visto los dos, creo que el uno lo es tanto como el otro? Esto no impide que admiremos al gran hombre.
Y Pitou subió a su silla, desde ella pasó a la mesa, y poniendo su tricornio en la punta de su espada, gritó:
—¡Viva Mirabeau!
Billot no hizo ningún ademán de simpatía o de antipatía; limitóse a cruzar los brazos sobre su robusto pecho, y murmuró con voz sombría:
—Se asegura que vende al pueblo.
—¡Bah! —contestó Pitou, lo mismo se ha dicho de todos los grandes hombres de la antigüedad, desde Arístides a Cicerón.
Y con voz más robusta y sonora que la primera vez, gritó:
—¡Viva Mirabeau!
En aquel momento el ilustre orador desaparecía llevando tras sí un torbellino de hombres, de rumores y de gritos.
—Es igual —dijo Pitou, saltando desde la mesa al suelo—, me alegro mucho de haber visto al señor de Mirabeau… vamos a dar fin de nuestra segunda botella y del salchichón, padre Billot.
Y conducía al labrador hacia la mesa, donde se hallaban los restos de la comida de Pitou; pero vieron, junto a su mesa, una tercera silla ocupada por un hombre que parecía esperarles.
Pitou miró a Billot, y este al desconocido.
Cierto que el día era de fraternidad y permitía, de consiguiente, que los conciudadanos se familiarizasen un poco; pero a los ojos de Pitou, que no había bebido su segunda botella ni dado fin de su salchichón, consideró que semejante franqueza era casi tan grande como la del jugador desconocido con el señor de Grammont.
Y aun aquel a quien Hamilton llama la pequeña calabaza, rogaba al caballero de Grammont que le dispensase «la familiaridad» mientras que el desconocido no decía nada ni a Billot ni a Pitou, y los miraba con cierto aire burlón que parecía serle natural.
Sin duda Billot no estaba de humor para tolerar aquella mirada sin explicación, pues se adelantó rápidamente hacia el desconocido; pero antes que el labrador hubiese abierto la boca o arriesgado un ademán, el desconocido, le hizo una señal masónica, a la que Billot había contestado.
Aquellos dos hombres no se conocían ciertamente, pero eran hermanos.
Por lo demás, el desconocido vestía, como Billot, traje de federado, aunque por cierto cambio que en él se notaba, el labrador reconoció que el desconocido debía haber formado parte aquel mismo día del pequeño grupo de extranjeros que seguían a Anacarsis Clootz, y que había representado en la fiesta la diputación del género humano.
La señal del desconocido fue contestada por Billot, y este y Pitou volvieron a ocupar sus asientos.
Billot llegó hasta inclinar la cabeza a manera de saludo, mientras que Pitou sonreía graciosamente.
Sin embargo, como los dos parecían interrogar al desconocido con la mirada, este fue quien primero tomó la palabra.
—No me conocéis, hermanos —dijo—, y sin embargo, yo os conozco a los dos.
Billot miró fijamente al extranjero, y Pitou, más expansivo, exclamó:
—¡Bah! ¿Verdaderamente nos conocéis?
—Te conozco, capitán Pitou —dijo el extranjero—, y a ti también, labrador Billot.
—Es verdad —replicó Pitou.
—¿Por qué tienes ese aire sombrío, Billot? —preguntó el extranjero—. ¿Es porque, vencedor de la Bastilla, donde entraste el primero, se olvidaron de ponerte en el ojal la medalla del 14 de julio, tributándote hoy los honores que se dispensaron a Maillard, Elie y Hullín?
Billot sonrió con aire desdeñoso.
—Si me conocieras, hermano —dijo—, sabrías que semejante miseria no puede contristar a un corazón como el mío.
—¿Será entonces porque, con la generosidad de tu alma, intentaste inútilmente oponerte a los asesinatos de Delaunay, de Foullon y de Bertier?
—Hice cuanto pude, en la medida de mis fuerzas, para que no se cometiesen esos crímenes —contestó Billot—; he visto más de una vez en mis sueños a los que fueron víctimas de aquellos asesinatos, y ninguno de los dos pensó en acusarme.
—¿Será entonces porque después de las jomadas del 5 y 6 de octubre, al volver a tu granja encontraste los graneros vacíos y las tierras convertidas en eriales?
—Soy rico —dijo Billot—, y poco me importa una cosecha perdida.
—Entonces —continuó el desconocido, mirando a Billot de frente—, será porque tu hija Catalina…
—¡Silencio! —exclamó el labrador, cogiendo del brazo al desconocido—. No hablemos de esto.
—¿Por qué no —replicó el extranjero—, si te hablo para ayudarte en tu venganza?
—Pues entonces —dijo Billot, palideciendo y sonriéndose a la vez—, entonces ya es otra cosa; hablemos.
Pitou no pensaba en beber ni en comer, y miraba al desconocido como si fuera un mágico.
—Y ¿cómo entiendes tú vengarte? —preguntó el extranjero con una sonrisa—. Dímelo. ¿Piensas hacerlo de una manera mezquina, tratando de matar a un individuo, como ya lo has intentado?
Billot palideció hasta la lividez, mientras que Pitou se estremecía de pies a cabeza.
—¿Piensas vengarte persiguiendo toda una casta? —continuó el extranjero.
—Precisamente —contestó Billot—, pues el crimen de uno es el de todos; y el doctor Gilberto, a quien me quejé, me dijo «¡Pobre Billot, lo que te sucede a ti les ha pasado ya a cien mil padres! ¿Qué harían los jóvenes nobles si no robasen las hijas del pueblo, y los viejos si no comieran el dinero del Rey?».
—¡Ah! ¿Eso te ha dicho el doctor Gilberto?
—¿Le conocéis?
—Yo conozco a todos los hombres —contestó el extranjero—, como te conozco a ti, Billot, el labrador de Pisseleu, como conozco a Pitou, el capitán de la guardia nacional de Haramont, como conozco al vizconde Isidoro de Charny, señor de Boursonnes, y como conozco a Catalina.
—Ya te he dicho que no pronuncies ese nombre.
—¿Por qué?
—Porque ya no existe Catalina.
—¿Qué ha sido de ella?
—¡Ha muerto!
—Nada de eso, padre Billot —exclamó Pitou—, no ha muerto, puesto que…
Sin duda iba a decir: «Puesto que yo sé dónde está, y que la veo todos los días»; pero Billot repitió con un tono que no admitía réplica:
—¡Ha muerto!
Pitou se inclinó; había comprendido.
Catalina, viva para los demás tal vez, había muerto para su padre.
—¡Ah, ah! —exclamó el desconocido—, si yo fuera Diógenes[26] apagaría mi linterna, pues creo que he encontrado un hombre.
Y levantándose al punto, ofreció el brazo a Billot, diciéndole:
—¡Hermano, ven a dar una vuelta conmigo, mientras que ese buen muchacho concluye con su botella de vino y su salchichón!
—Con mucho gusto —contestó Billot—, porque comienzo a comprender lo que vienes a ofrecerme.
Y cogiendo el brazo del desconocido, dijo a Pitou:
—Espérame aquí; pronto vuelvo.
—Oíd, padre Billot —dijo Pitou—, si tardáis mucho me aburriré, pues no me queda más que medio vaso de vino, un pedacito de salchichón y una corteza de pan.
—Está bien, mi buen Pitou —dijo el extranjero—, conocemos la medida de tu apetito, y se te enviará con qué tomar paciencia mientras que nos esperas.
En efecto, apenas el desconocido y Billot hubieron doblado el ángulo de una de las paredes de verdura, cuando otro salchichón, un segundo pan y una tercera botella de vino adornaban la mesa de Pitou.
Este último no comprendía nada de lo que acababa de pasar, y estaba a la vez asombrado e inquieto.
Pero estas emociones, como todas las demás, socavaban el estómago del joven.
Y tanta era su admiración y sobre todo su inquietud, que sintió una irresistible necesidad de hacer honor a las provisiones que acababan de servirle, y la satisfacía con el ardimiento que ya conocemos, aunque con una expresión semejante a la de la alegría, y fue a sentarse de nuevo a la mesa frente a Pitou.
—Y bien —preguntó al labrador—, ¿qué hay de nuevo, padre Billot?
—Lo que hay es que mañana volverás a marcharte solo, Pitou.
—¿Y vos? —preguntó el capitán de la guardia nacional.
—Yo me quedo —contestó Billot.